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Generacion Uno – Pittacus Lore

LA SEMANA ANTERIOR A LA INVASIÓN, EL padre de Kopano, Udo, vendió su televisor. A pesar de las fervientes plegarias de su madre para que su marido encontrara trabajo, Udo seguía en el paro, y ya eran tres los meses de alquiler que debían. Kopano, sin embargo, estaba muy tranquilo: sabía que pronto aparecería un nuevo televisor en casa. Faltaba poco para que empezara la temporada de fútbol y su padre no se la perdería. Cuando las naves alienígenas llenaron el cielo, toda la familia de Kopano se reunió en el salón del apartamento de su tío. La primera reacción del muchacho fue dedicarles una sonrisa a sus dos hermanos pequeños. —No seáis tontos —les dijo—, esto es una de esas películas americanas. —¡Está en todos los canales! —gritó Obi. —Vamos, chicos, tranquilos —les soltó el padre de Kopano. Vieron las imágenes de un hombre de mediana edad, al parecer un alienígena, dando un discurso delante del edificio de las Naciones Unidas, en Nueva York. —¿Lo veis? —insistió Kopano—. Os lo he dicho: ese es un actor. ¿Cómo se llamaba? —¡Chist! —protestaron todos sus hermanos al unísono. El caos no tardó en imperar. Nueva York estaba sufriendo el ataque de criaturas humanoides blanquecinas que derramaban sangre negra y se convertían en cenizas al morir. De repente, entró en escena un atajo de adolescentes con poderes parecidos a los efectos especiales y empezó a atacar a los alienígenas. Esos adolescentes eran solo un poco mayores que Kopano y, a pesar del caos que había provocado su llegada, el muchacho enseguida comenzó a infundirles ánimos. En los días siguientes, Kopano supo cómo se llamaba cada uno de los dos bandos. Los lóricos contra los mogadorianos. John Smith y Setrákus Ra. Estaba claro quiénes eran los buenos. —¡Alucinante! —exclamó Kopano. No todo el mundo compartía su entusiasmo. Su madre se arrodilló y se puso a rezar; estuvo mascullando insistentemente palabras acerca del Juicio Final hasta que su marido se la llevó con cariño a su dormitorio. El más pequeño de sus hermanos, Dubem, estaba muy asustado y se pegó a sus piernas.


Kopano era corpulento, como su padre, pero allí donde Udo tenía barriga, él tenía músculos. Enseguida cogió a Dubem en brazos y, mientras le daba un par de palmaditas en la espalda, le dijo: —No te preocupes, Dubem. Esto está pasando muy muy lejos de aquí. Se quedaron pegados al televisor de su tío todo el día, hasta que anocheció. Ni siquiera Kopano consiguió conservar su habitual buen humor cuando retransmitieron las imágenes de la destrucción de Nueva York. Apareció en pantalla un mapamundi con muchísimos puntos rojos concentrados en más de veinte ciudades: eran naves alienígenas. Su padre hizo una mueca burlona cuando vio esa imagen. —¿El Cairo? ¿Johannesburgo? ¿Estos sitios se merecen una nave y nosotros no? —Dio una palmada y añadió—: ¡Nigeria es el gigante de África! ¡Qué falta de respeto! Kopano sacudió la cabeza. —Eso que has dicho no tiene ningún sentido. ¿Qué harías si los mogadorianos se presentaran aquí? Supongo que esconderte debajo de la cama. Udo le levantó la mano, como si fuera a pegarle, pero Kopano ni siquiera pestañeó. Padre e hijo se fulminaron con la mirada hasta que Udo soltó un resoplido y se volvió hacia el televisor. —Me cargaría a unos cuantos —murmuró, al cabo. Kopano sabía que su padre era un fanfarrón y un intrigante rematado, y ya llevaba años respondiendo con una risa burlona a sus palabras grandilocuentes. Sin embargo, cuando lo oyó hablar de matar a mogadorianos, ni siquiera esbozó una sonrisa. Él sentía lo mismo. Kopano tenía que hacer algo, salvar el mundo como los chicos que había visto luchando delante de las Naciones Unidas. Se preguntó qué debía de haber sido de ellos. Esperaba que aún estuvieran ahí, peleando, convirtiendo en polvo a esos gusanos alienígenas. Los lóricos. ¡Eran fantásticos! La segunda noche de la invasión, Kopano se quedó en el porche de su tío. Lagos nunca había estado tan tranquila. Todo el mundo contenía la respiración, a la espera de que ocurriera algo terrible. Kopano entró en casa. Sus hermanos y su tío aún seguían delante del televisor, medio adormilados, viendo las noticias horribles acerca del asalto chino fallido a una de las naves mogadorianas.

Su padre estaba repantigado en un sillón, roncando. Kopano se dejó caer en el futón: estaba exhausto. Soñó con el planeta Lorien. En realidad, fue más una visión que un sueño: se fue desplegando como una película. Vio el origen de la guerra que se había extendido por la Tierra, descubrió quién era el líder mogadoriano, Setrákus Ra, y también cómo los valientes miembros de la Guardia se habían enfrentado a él. La epopeya parecía sacada de la mitología griega. Y entonces, de pronto, se despertó. Pero no se encontraba en el futón de su tío, en Lagos, sino en un anfiteatro descomunal, junto a otros jóvenes procedentes de otros países. Algunos hablaban entre sí; muchos de ellos asustados, todos confundidos. No había ni uno que no hubiera tenido la misma visión. Kopano oyó lo que contaba un muchacho: al parecer, mientras cenaba con su familia, tuvo una sensación extraña y, a continuación, se despertó allí, en esa gran sala. —¡Qué sueño tan raro! —observó Kopano. Algunos de los chicos que tenía cerca asintieron entre murmullos, y la niña que estaba sentada a su lado se volvió para mirarlo y le preguntó: —Pero ¿este es mi sueño o el tuyo? De pronto, varias personas se materializaron de la nada, sentadas alrededor de una mesa, profusamente decorada, que ocupaba el centro de la sala. Con las numerosas imágenes de ellos que habían visto en televisión y en YouTube, todos los presentes reconocieron a John Smith y a los demás lóricos. Empezaron a oírse preguntas en voz alta: «¿Qué pasa?», «¿Por qué nos habéis traído aquí?», «¿Vais a salvar el planeta?». Kopano no abrió la boca. Estaba demasiado asombrado y quería saber lo que tenían que decirles sus nuevos héroes. John Smith les habló. Transmitía seguridad y confianza, pero, en cierto modo, su actitud era humilde. A Kopano le cayó bien de inmediato. Se dirigió a todos los humanos allí presentes y les comunicó que todos tenían legados. —Ya sé que parece una locura y, probablemente, pensaréis que no es justo —reconoció John Smith—. Hace solo unos días, llevabais una vida normal, y ahora, sin previo aviso, vuestro planeta está lleno de alienígenas y podéis mover objetos con la mente. Es así, ¿verdad? A ver… ¿Cuántos de vosotros habéis descubierto que tenéis telequinesia? Muchas manos se levantaron, entre ellas la de la muchacha japonesa. Kopano miró alrededor con envidia.

Estaba decepcionado. Mientras él había estado repantigado delante de la tele, los demás habían aprendido a dominar la telequinesia. Sentada a la mesa había una muchacha lórica que desprendía luz por los ojos. Cuando habló, su voz resonó como un eco. Desplegó un mapa en el que había marcadas varias localizaciones. La loralita, una piedra originaria de Lorien, estaba creciendo en esos lugares. Los que tenían legados —miembros humanos de la Guardia, al parecer como el mismo Kopano— podrían usar esas piedras para teletransportarse por todo el planeta. Y colaborar en la lucha. —Por supuesto, no puedo obligaros a uniros a nosotros —prosiguió John Smith—. Dentro de unos minutos, os despertaréis exactamente donde estabais antes de acudir a esta reunión. En un lugar seguro, espero. Y quizá con los que estamos luchando y la ayuda de los ejércitos de todo el mundo… sea suficiente. Tal vez consigamos expulsar a los mogadorianos y salvar la Tierra. Pero si fracasamos, aunque os hayáis quedado al margen de esta batalla…, vendrán a por vosotros. Así que, a pesar de que no me conocéis, a pesar de que hemos puesto vuestras vidas patas arriba, os lo pido: quedaos con nosotros. Ayudadnos a salvar el mundo. Kopano se animó. Apretó y relajó los puños. ¡Estaba listo! De repente, Setrákus Ra empezó a gritar amenazas, mientras escaneaba la sala con sus ojos negros, escrutando a los presentes con la mirada. Y la gente fue desapareciendo, fue abandonando ese sueño. Kopano se despertó con un sobresalto, empapado en sudor y con un terrible dolor de cabeza. El pequeño Dubem era el único que aún seguía despierto y lo miraba fijamente, con los ojos muy abiertos. —Kopano —le susurró—, ¡desprendías luz! Al día siguiente, cuando toda la familia se había reunido de nuevo delante del televisor, Kopano hizo la siguiente declaración. —Los lóricos me han visitado en sueños. El mismísimo John Smith me ha pedido que me uniera a ellos para ayudar a defender la Tierra.

Nos han enseñado un mapa del mundo en el que había señalada la localización de unas piedras que podríamos usar para teletransportarnos junto a ellos. Una de esas piedras se encuentra en Zuma Rock. Tengo que ir enseguida para seguir mi destino. Dubem asentía solemnemente con la cabeza mientras el resto de la familia lo miraba con los ojos muy abiertos. Y entonces su padre y su tío se echaron a reír, y su hermano Obi enseguida los imitó. —¡Esta sí que es buena! —gritó su padre—. ¡«Seguir su destino»! Vamos, cállate ya: no podemos oír las noticias. —Pero yo lo vi —intervino Dubem, con voz temblorosa—. ¡Kopano desprendía luz! Su madre se persignó y suspiró: —El diablo se ha apoderado de esta casa. Udo miró a su hijo con los ojos entornados. Kopano estaba de pie, con el pecho henchido, dispuesto a luchar con quien fuera. —Muy bien, señor Superhéroe —le dijo Udo comedido—. Si eres un alienígena, adelante, enséñanos cuáles son tus poderes. Kopano inspiró profundamente y bajó la mirada hacia sus manos. No se sentía distinto, pero eso no significaba que los asombrosos poderes de los lóricos no corrieran por sus venas, ¿no? Con un movimiento digno de una película de artes marciales, lanzó ambas manos hacia su padre. Esperaba que la fuerza telequinésica saliera disparada hacia delante e hiciera caer a su viejo de la silla, pero aunque Udo se encogió ante el gesto repentino de su hijo, no ocurrió nada. El tío de Kopano se echó a reír de nuevo y le asestó a su hermano una palmada en la espalda. —¡Menuda cara has puesto! —le espetó—. ¡Parece que te hayas cagado en los pantalones! Udo frunció el ceño y se volvió hacia Kopano para resoplarle: —¿Lo ves? No ha pa… De repente, empezó a retorcerse de dolor: se agarró el pecho y pateó el aire con movimientos espasmódicos. Luego abrió los ojos como platos, presa del pánico. —¡Estoy…! ¡Estoy…! —gritó—. ¡Estoy hirviendo por dentro! La madre de Kopano comenzó a gritar. Kopano y sus hermanos corrieron junto a su padre, y su tío retrocedió un paso, aterrado. —¡Papá, lo siento! —se lamentó el muchacho, agarrándolo del brazo—. No sabía que… Su padre le dio una colleja y, mientras le sonreía de oreja a oreja, se recuperó milagrosamente y se volvió hacia el televisor.

Todo había sido una broma práctica. —Serás tonto… ¡Estoy bien! O quizá mis poderes alienígenas son mejores que los tuyos, ¿qué te parece? —Y, agitando la mano hacia su hijo, lo instó—: Vamos, ve con tu madre. Le has dado un susto de muerte. Kopano se escabulló. ¿Había sido solo un sueño? Al fin y al cabo, ¿qué habría hecho él de haber tenido legados? ¿Un muchacho de Lagos corriendo a salvar el mundo? Ni siquiera Nollywood hacía películas con hipótesis tan inverosímiles. El pequeño Dubem lo cogió de la mano. —Yo te creo, Kopano —le susurró el menor de sus hermanos—. Se lo demostrarás a todos. Por suerte, durante los días siguientes a su embarazosa declaración, la familia de Kopano estuvo demasiado pendiente de las noticias como para reírse de él. Pero entonces la invasión terminó de forma repentina y brutal: las naciones de la Tierra se coordinaron para atacar simultáneamente las naves mogadorianas. Mientras, los miembros de la Guardia, los que habían invadido los sueños de Kopano y le habían prometido cosas mejores que Lagos, entraron en la base secreta que los mogadorianos tenían en Virginia Occidental y mataron a Setrákus Ra. Kopano se imaginó allí, luchando codo con codo con los miembros de la Guardia y abrasando a Setrákus Ra con su aliento llameante. Aliento llameante, ese sería su legado, decidió Kopano. Cuando las noticias anunciaron que la Tierra estaba fuera de peligro, todos salieron a celebrarlo. Su padre lo abrazó con fuerza y ambos bailaron calle abajo, mientras los fuegos artificiales estallaban encima de sus cabezas. Kopano no conseguía recordar la última vez que Udo lo había abrazado de ese modo tan afectuoso, al menos desde que había dejado de ser un niño. Al día siguiente, empezó. «Hijo alienígena, ¡ve al mercado antes de ir a la escuela y recoge las cosas en las que estoy pensando! ¡Usa tu telepatía!». «Hijo alienígena, ¿has terminado tus deberes?». «Hijo alienígena, usa tu telequinesia para servirme una cerveza». Kopano sonreía cuando le hacían esos comentarios, pero por dentro bullía de rabia. Su padre desempleado se pasaba el día ahí sentado, buscando modos de humillarlo. Y, lo que era peor: su hermano Obi había hecho correr la noticia por toda la escuela. Los compañeros de clase de Kopano no tardaron en mofarse de él. Uno de los puestos del mercado había empezado a vender máscaras mogadorianas de goma, unas caras grisáceas horrendas con los ojos vacíos y unos dientecitos amarillentos, y algunos de sus compañeros de clase más mayores se dedicaban a perseguirlo por los pasillos ataviados con esas caretas; cuando lo pillaban, lo ataban a la portería del campo de fútbol con cinta de embalar y le iban lanzando pelotas por turnos.

Hasta que un día Kopano detuvo una en el aire. Cuando eso ocurrió, todos salieron corriendo despavoridos. —Por fin —susurró Kopano para sí, retorciéndose para liberarse—. Por fin. Habían transcurrido ya tres meses desde la invasión. Al parecer, Kopano había florecido tarde. Al regresar a casa, se encontró a su padre durmiendo en el sofá. Delante de sus hermanos pequeños, Kopano usó su fuerza telequinésica para levantar el mueble del suelo. Y entonces comenzó a gritar: —¡Fuego! ¡Fuego! ¡Papá, despierta!

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