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Flores y sombras – Lian Hearn

ERA el día agridulce de la boda de mi hermana y todo el mundo sollozaba, incluso yo misma, aunque no soy precisamente de las que lloran por cualquier motivo. El cielo derramaba sus lágrimas, acompañando el intermitente goteo del ciruelo. Estábamos en el cuarto año de la era Ansei, en el quinto mes del año bisiesto; habían pasado cuatro desde que los barcos negros entraran en la bahía de Uraga. Tiempos extraños en los que parecía como si esperáramos a que rompiese el hervor dentro de un gran caldero: los ingredientes están mezclados, el fuego es intenso, pero, aparentemente, no sucede nada. Cuanto más se observa, más tarda en hervir. Organizamos una gran fiesta con los vecinos y parientes de Yuda y Yamaguchi, colegas médicos de mi padre, maestros de las escuelas a las que había asistido mi hermano antes de marcharse a Nagasaki y de la academia privada donde mi tío Shinsai había sido, hasta hacía muy poco, el principal alumno y maestro. También vinieron varios amigos de Shinsai: jóvenes que habían estudiado y competido con él en los torneos de espadas, haciendo alarde de sus proezas y manifestando a voz en grito su apoyo al emperador, su desprecio a los extranjeros y su irritación hacia el bakufu, el gobierno del shōgun. Las mujeres de la familia Itasaki —mi madre, mi hermana Mitsue y yo, Tsuru, junto con nuestra criada, O-Kane, y la amante de mi padre, O-Kiyo— habíamos estado preparando un banquete desde hacía días: arroz con habas rojas, chirazushi, mochi, tofu aderezado de maneras diversas y un enorme besugo entero. Los invitados trajeron regalos: pescado sobre capas de hojas de roble, tortas de maíz dulce, umeboshi y otros manjares salados, abulones y chipirones, y toneles de sake enfundados en alegres envoltorios de paja, de los cuales servían una copa tras otra. También vinieron otras geishas de la casa de O-Kiyo, que tocaron el shamisen y cantaron, pero O-Kiyo, como solía decir mi madre, no había sido agraciada ni con talento ni con belleza. Cualquiera diría que lo decía por rencor, pero nada más lejos de la realidad. Mi madre sentía lástima por OKiyo, que no había podido atraer a un hombre más influyente o rico que mi padre. Cuidaba de O-Kiyo y la trataba como a una pariente mayor pero de posición más precaria, respetándola al mismo tiempo que ejercía su autoridad sobre ella. No sabíamos de qué forma había conseguido mi padre a O-Kiyo. Tal vez la hubiese heredado de un paciente agradecido o la hubiese ganado en una apuesta. Él mismo no sabía muy bien qué hacer con ella, y si mi madre no lo hubiera presionado para que la fuera a visitar, es posible que no hubiera ido nunca. Tenía que sacarlo prácticamente a empujones de casa. —¿No deberías ir a visitar el Hanamatsutei? —Supongo que sí —decía mi padre sin mucho entusiasmo. Regresaba después de haber bebido demasiado, lo cual le provocaba un malestar de hígado y un terrible dolor de cabeza al día siguiente, haciendo que se arrepintiera, pues a menudo ofrecía gratuitamente a alguien una consulta o remedios chinos, y ya estaba sobrepasado de trabajo. A mi hermana y a mí nos gustaba O-Kiyo, sobre todo porque el Hanamatsutei era una famosa casa de té y O-Kiyo nos contaba todos los chismes locales. Siempre nos alegrábamos cuando llamaba a la puerta; una de las dos le preparaba el té, mientras que la otra se sentaba junto a ella en el porche exterior y la observaba sacar su caja de tabaco, preparar su pipa y encenderla. Daba una profunda calada y se lanzaba a hablar con la voz cargada de humo. Nuestra casa tenía dos entradas: una por la calle principal, por donde accedían los pacientes samuráis, y otra por la calle lateral para los lugareños y campesinos. Todos sabíamos que eran estos los que sostenían la casa y todo lo que había en ella, incluyendo a O-Kiyo, pero a pesar de ello tenían que usar la entrada de la calle lateral y estar dispuestos a esperar mientras mi padre atendía a sus pacientes samuráis, que no pagaban nada si podían evitarlo. Mi padre, para su gran sorpresa, pues no estábamos emparentados con ninguna de las grandes familias de médicos —los Wada, los Auki o los Ogata—, había sido nombrado médico del dominio unos años atrás.


Tenía un sueldo de veintidós koku por año y el derecho a llevar dos espadas, aunque llevaba el cabello corto como los médicos. Nuestra familia tenía el estatus impreciso de los médicos dentro de la jerarquía del dominio. Le daba mucho menos importancia a la jerarquía social que el resto de las personas: veía al amado hijo de un señor del dominio morirse de sarampión o viruela tan rápido como el hijo de un campesino. Sus habilidades eran tan limitadas para tratar al anciano respetado que sucumbía de tuberculosis como al sottsu más humilde. Veía a hombres y mujeres en situaciones límite y, generalmente, cuando eran más agradecidos. Mi padre provenía de una familia de médicos rurales. Su padre había sentido gran admiración por lo que conocía de ranpō —estudios médicos holandeses— y envió a su hijo a Nagasaki, donde mi padre estudió Medicina con hombres que habían conocido y trabajado con los médicos Dejima, Siebold y Mohnike. Posiblemente fuera este vínculo, o la impresionante colección de instrumentos holandeses de mi padre o las hierbas y plantas medicinales que cultivaba en su jardín, lo que posibilitó su promoción. O tal vez fuera la pasión por el sake, que compartía con Sufu Masanosuke, una de las figuras más importantes del gobierno del dominio, que a menudo se alojaba en Yuda con nuestro vecino, Yoshitomi Tōbei, y lo acompañaba al Hanamatsutei de O-Kiyo. Este también era un motivo por el cual nos alegrábamos de que O-Kiyo formara parte de nuestra familia, pues el noble Sufu, un hombre que admirábamos sin reservas, se convirtió en patrono y protector de nuestro padre. El señor Yoshitomi vino a la boda, y también Shiji Monta, otro vecino. Su familia eran los Inoue, que vivían cerca de nosotros, y lo conocí primero como Yūkichi, pero había sido adoptado por la familia Shiji en Hagi, donde había estudiado en la escuela del dominio, el Meirinkan, y el mismo Mōri Takachika le había otorgado el nombre de Monta. Trajo a otro joven consigo, Takasugi Shinsaku. Mi madre y yo estábamos extasiadas por el gran honor. Takasugi pertenecía a una familia de alto rango de Hagi y ya tenía fama en todo el dominio de ser intelectualmente brillante. —Brillante como bebedor —dijo mi tío Shinsai más tarde. Tenía la misma edad que estos jóvenes, tal vez un poco menos, y su actitud fluctuaba entre la admiración y la envidia. Takasugi ya había ido a Edo a entrenarse en el combate de espadas con Saitō Yakurō y no tendría ningún problema en encontrar un puesto en el gobierno del dominio. Monta planeaba ir el año siguiente: era un paje del noble Mōri. Tenían oportunidades para ascender que mi tío jamás tendría. Shinsai tenía la misma edad que mi hermana, era dos años mayor que yo y dos menos que nuestro hermano Tetsuya; mi abuela se quedó embarazada de su último hijo al mismo tiempo que mi madre del segundo. Debilitada por el embarazo a su edad, mi abuela no resistió demasiado tiempo tras el nacimiento. Dejó al bebé al cuidado de mi madre y, de esta forma, mi tío se crio en nuestra familia, como un hermano sin ser hermano, y en realidad tampoco un tío. El día de la boda lo observé mientras acarreaba las bandejas de comida y servía las copas de sake. Al principio escuchaba respetuosamente a los otros hombres, que hablaban de la situación política actual, la inercia en la que parecía estar sumido todo el país desde la llegada de los extranjeros con sus duras exigencias, la necesidad de levantarse en armas si el bakufu no lo hacía para proteger nuestro dominio de Chōshū y defender al clan Mōri.

Pero a medida que el sake hacía efecto, Shinsai comenzó a discutir con más vehemencia, opinando sobre las noticias que Tetsuya enviaba desde Nagasaki, las guerras Ahen contra China, la posibilidad de otra guerra en torno a un barco llamado Arrow. Lo que decía no parecía muy razonable. China era un gigante colosal, invulnerable, el ombligo del mundo. ¿Cómo podía caer en manos de un puñado de ingleses o de americanos? ¿Cómo era posible que fuera colonizada? No entendía bien la diferencia entre los ingleses y los americanos ni lo que significaba la colonización. De cualquier modo, el gobierno del shōgunato de Tokugawa aseguraría la paz, como lo venía haciendo durante los últimos doscientos cincuenta años. Advertí la expresión de mi padre: hablar de política siempre le causaba desazón; y vi también la mirada que cruzaron Monta y Shinsaku. Tal vez no expresaran sus opiniones con la atolondrada vehemencia de Shinsai, pero me pareció que estaban de acuerdo con él. Estos son los hombres que protagonizan mi historia. Fueron ellos quienes, con sus sueños y delirios, su valor y estupidez, sus inesperados triunfos y penosas derrotas, rompieron con los viejos modelos y reformaron la nación en la que hoy vivo. Ahora, aquellos que sobrevivieron son personas famosas, y leo acerca de ellos en los nuevos periódicos y los veo en las fotografías enfundados en sus vestimentas occidentales, con el cabello corto o el pecho cubierto de medallas colgadas en sus uniformes. A veces, en los periódicos aparecen fotografías más antiguas, como las que vería en Nagasaki, de nuestros líderes en su juventud, posando con sus mejores galas, con las manos puestas sobre las espadas y los rostros serios o inexpresivos, preparándose para enfrentarse al mundo moderno con todas sus exigencias y absurdos desafíos. En aquel momento no se nos hubiera pasado por la cabeza que serían futuros líderes. Monta era un hombre menudo, apenas más alto que un niño, con aspecto infantil, lo cual resultaba engañoso, ya que era mucho más audaz y agresivo que la mayoría de los adultos. Tenía una mente rápida y un agudo sentido del humor. Shinsaku era un poco más alto, delgado, con ojos profundamente sesgados en un rostro alargado, equino, picado de viruela. Parecía introvertido, reservado por naturaleza o quizá por timidez, hasta que el sake también le soltaba la lengua. A medida que transcurrió el día, se volvió más bullicioso y, finalmente, a instancias de Monta, tomó el shamisen de la geisha —todas ellas lo conocían bien— y comenzó a cantar una de sus propias canciones. El suave goteo de la lluvia, la voz del joven —aún no tenía veinte años—, las notas lastimeras del instrumento pusieron en evidencia todo el dolor que sabíamos que no había forma de eludir. Mitsue, oneechan, hermana mayor, la amada primogénita, nos abandonaba. Mi padre, mi madre y yo lloramos desconsolados. * * * —No había necesidad de llorar de esa manera —dijo Shinsai horas más tarde, cuando se habían marchado los caballos, llevando a la novia a su nuevo hogar. El rostro de Mitsue, enmarcado por el tocado blanco, estaba pálido por los nervios y la angustia. Se aferraba a su caja con tapa de concha y a la muñeca que le habían dado para protegerla durante el viaje. Tenía los labios pintados con colorete de alazor que le había traído O-Kiyo como regalo de boda, y la nariz roja de tanto llorar. Las antorchas en la verja relumbraban a través de la lluvia, y las hogueras de despedida, como las que arden durante los funerales, lanzaban sombras parpadeantes sobre los invitados que partían.

—Hacen una buena pareja —prosiguió Shinsai—, y solo se va a Hagi. Hagi quedaba a un día de viaje, si se partía al amanecer. Como Mitsue no salió hasta la tarde, su nueva familia había dispuesto encontrarse con ella en una posada en Sasanami, donde todos pasarían la noche. Me imaginé a mi hermana encontrándose allí con él, realizando el ritual del intercambio de copas de sake en una de las habitaciones de la posada y luego quedándose a solas con su esposo la primera noche de casada. Sentí alivio de no casarme con el joven Kuriya, pero no podía evitar sentir curiosidad… —Puedes visitarla cuando yo vaya a Hagi —me dijo mi tío, con la frialdad que solía emplear cuando daba noticias importantes. —¿Y cómo irás a Hagi? —preguntó mi padre, sorbiéndose las lágrimas y enjugándose los ojos. Shinsai no respondió de inmediato, pero siguió mirándome como si me pudiera leer la mente. Me ponía muy incómoda. El casamiento, el sake, la música, los jóvenes y el aire húmedo me habían sumido en una extraña sensación, lánguida e irritante a la vez, una sensualidad exacerbada que estaba segura de que mi tío percibía. Toda mi piel ardía con una repentina sensación de calor. —Tsu-chan ha bebido demasiado —bromeó. —Ve afuera y toma un poco de aire —ordenó mi madre—, o tendrás jaqueca. La lluvia irradiaba una suave luminosidad verdosa sobre el jardín. Oí el gorjeo de los polluelos de golondrina en los nidos debajo de los aleros. Los padres ascendían y descendían en picado una y otra vez para alimentar a las crías hasta que estas eran capaces de abandonar el nido y salir al mundo para aparear y criar sus propios polluelos. Mis lágrimas caían como la lluvia. ¡Qué insoportablemente triste! Aunque, por otro lado, ¡qué hermoso ser yo misma y sentir tan deliciosamente la melancolía de las cosas! Nuestro gato salió de entre la bruma, ronroneando con placer al verme. Le rasqué la cabeza y las orejas. Estaba empapado, pero a diferencia de la mayoría de los gatos, no parecía importarle la lluvia. Se sentó un momento conmigo y luego parpadeó con sus enormes ojos y miró fijamente al frente, aguzó las orejas al tiempo que la punta de su cola temblaba. Saltó sin hacer ruido, internándose en el húmedo jardín. Aún podía oírlos hablando en el interior. Mi padre repitió su pregunta y esta vez mi tío le contestó: —Quiero estudiar con el maestro Yoshida. Quiero escribirle una carta y pedir que me acepte en su escuela. —Pero Yoshida está bajo arresto domiciliario —replicó mi padre.

—Sin embargo, sigue enseñando; se le ha permitido tener alumnos. Kusaka Genzui ya ha ido a verlo, y Takasugi dice que se unirá al grupo, aunque su padre no lo apruebe y se vea obligado a salir a hurtadillas de noche, y aquel amigo de Monta, Itō Shunsuke… —¿Qué puedes aprender de Yoshida Shōin que no sepas ya? —preguntó mi madre. Creía que mi tío debía estudiar menos y trabajar más, ayudar más a mi padre, o quizá convertirse en farmacéutico como mi flamante cuñado y abrir una farmacia. Yoshida Shōin era un personaje controvertido en Chōshū. Nadie podía negar el brillo de su intelecto, la originalidad de su pensamiento ni la profundidad de sus enseñanzas. Tanto el noble Mōri Takachika como Sufu Masanosuke lo admiraban profundamente, pero, como señalaba mi padre, estrictamente hablando, era un delincuente. Había intentando embarcarse en un barco americano en la bahía de Shimoda. La gente decía que estaba desesperado por conocer mejor los países que nos estaban amenazando. Quería ver las mágicas tecnologías que habían estado desarrollando mientras nuestro país había estado aislado bajo el dominio de Tokugawa…, barcos que navegaban propulsados por máquinas de vapor como si fueran teteras, coches que se deslizaban sobre carriles transportando personas y mercancías a gran velocidad y recorriendo grandes distancias y, por supuesto, las escopetas, los cañones y todos los inventos militares que daban poder y autoridad a quien los tuviera. Habíamos estado escuchando a Shinsai y a sus amigos hablar de estas cosas durante los últimos cuatro años, así que sabía también que, en Edo, el bakufu había encarcelado al maestro Yoshida y, luego, al año siguiente, lo había enviado de nuevo a Hagi, a Noyama, la prisión samurái. Allí organizó cursos para sus compañeros de prisión sobre las enseñanzas de Mencius, su mentor espiritual, en las cuales intercalaba sus propias ideas sobre la protección y el desarrollo de nuestra nación. Los jóvenes hablaban de la pasión y de la claridad de su pensamiento, de su voluntad y determinación. Las personas mayores lo llamaban terquedad y criticaban su desprecio por las formalidades de la jerarquía y del rango. E incluso ponían en duda su salud mental. Pero la gente comentaba su amabilidad, los cuidados que prodigaba a otros prisioneros, su singular habilidad de acercarse al corazón y al alma de cada individuo para discernir lo que este necesitaba en el camino de la madurez espiritual e intelectual. Escribí «él» y «su» sin pensar, pues lógicamente casi todos los alumnos de Shōin eran hombres jóvenes, aunque mi tío me contó que también las mujeres asistían a sus clases y que en la prisión había al menos una mujer que no solo había aprendido de él, sino que había compartido sus propios conocimientos. Por ello me interesaba especialmente. Shōin fue liberado de la prisión en el invierno del segundo año de la era Ansei, y enviado de regreso a la casa de su tío, al lado este del río Matsumoto. Se le dio permiso para enseñar a los hijos de su tío, luego a los de los vecinos, y así nació la escuela: el Shōkasonjuku, la Escuela de la Aldea bajo los Pinos. Allí quería estudiar mi tío. —Pero te necesitamos aquí —dijo mi madre—. No podemos perderos a ti y a Mitsue al mismo tiempo. ¿Quién ayudará entonces al médico? No parece que Tetsuya vaya a volver pronto. Esperaba que mi padre dijera que no lo permitiría, pero guardó silencio. Las golondrinas salieron volando y regresaron.

Los polluelos piaron, enmudecieron y volvieron a piar. —Tsuru es más útil que yo —dijo Shinsai. —No me cabe la menor duda —replicó mi padre—. Pero Tsuru ya trabaja incansablemente; no podemos pedirle que se haga cargo de tus responsabilidades y de las de Mitsue. Percibí el tono de aprobación. Mi piel, templada por el aire húmedo, estuvo a punto de arder de nuevo. No estaba acostumbrada a los elogios. Se esperaba que las niñas trabajaran sin aplausos ni agradecimientos; nuestro deber era servir en todo a nuestros padres. ¿Por qué habrían de agradecérnoslo? Pero las palabras de mi padre me reconfortaron e hicieron que me sonrojara. —No falta mucho para que Tsuru también nos abandone —dijo mi madre —. Qué terrible es tener hijas. Tanto trabajo criándolas para que sea otra familia la que se lleva todo el beneficio. —Semejante injusticia le provocó un sollozo. —Pues yo sugiero algo —dijo Shinsai con tono decidido; obviamente estaba harto de las lágrimas— que resolverá ambos problemas. Traed a un novio a casa para Tsuru; buscad al hijo de un médico y adoptadlo. De ese modo, me reemplazaréis a mí y conservaréis a Tsuru. —Ante el silencio de mi padre, añadió—: Sería realmente un desperdicio si la enviarais a otro lugar. Desde luego, mi padre no accedió inmediatamente. Shinsai era veinte años más joven que él; no sería correcto seguir sus consejos, por muy sensatos que fueran. Por lo general, mi madre rechazaba todo lo que sugería Shinsai por principio; no lo tenía en gran estima. Así que no le resultó fácil ahora acceder a lo que deseaba en lo más profundo. Luego estaba la cuestión de la opinión de la gente. Los Itasaki no éramos una familia importante, ni tampoco éramos ricos, aunque mi padre tenía muy buena reputación y más pacientes de los que podía atender. Era normal adoptar a un yerno, pero en este caso ya existían dos posibles herederos en la familia, aunque uno de ellos no diera señales de volver de Nagasaki y el otro no demostrara ningún interés en la medicina. El nombramiento reciente de mi padre y su amistad con el noble Sufu habían elevado el rango de nuestra familia a una posición más encumbrada de la que merecíamos dentro de la jerarquía del dominio.

No queríamos hacer peligrar esa posición con conductas excéntricas o inadecuadas. Sin embargo, no vivíamos en la Hagi conservadora, sino en Yuda, donde las aguas termales, según decían, aplacaban los ánimos. En las semanas que siguieron a la boda de mi hermana, se decidió tácitamente que la familia Itasaki me retendría en el hogar y comenzaría a buscarme un esposo, y que mi tío solicitaría su ingreso en el Shōkasonjuku, a fin de estudiar con el maestro Yoshida.

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