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Felices Pesadillas – AA. VV

Después de años de labor ininterrumpida en el inagotable campo de la literatura fantástica y de terror, la editorial VALDEMAR ha llegado a reunir en sus colecciones —especialmente Gótica y El Club Diógenes— más de mil relatos de terror cuyos autores han volcado su peculiar genio y buen hacer con el sano y loable objetivo de «meter miedo» (acelerar el pulso, suspender la respiración…) a sus asombrados y agradecidos lectores. Felices Pesadillas pretende ser tan sólo, y nada menos, el crisol en el que se ha mezclado lo más granado de esta cosecha terrible: la quintaesencia del miedo. Reúne esta antología, más representativa que exhaustiva, cuarenta relatos de otros tantos autores, y el lector descubrirá en ella, pues así se ha pretendido, los temas clásicos de los cuentos de terror: la muerte, los fantasmas, el diablo, los vampiros, los sabios psicópatas, la venganza, la fatalidad… El aficionado a los cuentos de terror encontrará en este volumen una buena guía para sumergirse en las oscuras aguas del género, un atlas de una geografía fantástica que se parece mucho a nuestra propia mente, uno de los mejores candidatos a acompañar nuestras noches de insomnio o a poblar el vacío anaquel de un náufrago en una isla desierta.


 

Tras quince años de labor ininterrumpida en el inagotable campo de la literatura fantástica y de terror, la editorial VALDEMAR ha llegado a reunir en sus diversas colecciones —especialmente la Colección Gótica y El Club Diógenes— cerca de mil relatos cuyos autores han volcado su peculiar genio y buen hacer con el sano y loable objetivo de « meter miedo» —acelerar el pulso, suspender la respiración…— entre sus asombrados y agradecidos lectores. FELICES PESADILLAS (que conmemora el número 200 de El Club Diógenes) pretende ser únicamente, y nada menos, el crisol en el que se ha mezclado lo más granado de esta cosecha terrible: la quintaesencia del miedo. Reúne esta antología, más representativa que exhaustiva, 40 relatos de otros tantos autores (las limitaciones de un volumen de bolsillo obligan). Las únicas restricciones a la hora de elegirlos fueron una extensión media razonable (lamentablemente han quedado fuera magníficos relatos largos como Carmilla o La metamorfosis) y un solo relato por autor (de otro modo muchos de ellos a buen seguro contarían con más de uno). El lector de esta selección encontrará en ella, pues así se ha pretendido, los temas clásicos de los cuentos de terror: la muerte, los fantasmas, el diablo, los vampiros, los psicópatas, la venganza, la fatalidad, pero también relatos muy personales y de difícil clasificación, que brillan como luminarias solitarias a lo largo de la historia del género. Abundan los cuentos en lengua inglesa, y predominan los autores del siglo XIX, pues dicha lengua y período alumbraron y dieron su may or gloria a las narraciones de terror como género literario. Esta antología ha sido concebida para satisfacer las exigencias del paladar más exquisito y cultivado entre los aficionados a los cuentos de miedo, a modo de selección de los mejores « caldos» de VALDEMAR, así como para atrapar en sus mórbidas redes a nuevos lectores que jamás se arrepentirán de haber probado « el fruto prohibido» , y que encontrarán en este volumen una buena guía para sumergirse en las oscuras aguas del género, un atlas de una geografía fantástica que se parece mucho a nuestra propia mente, uno de los mejores candidatos a acompañar nuestras noches de insomnio o a poblar el vacío anaquel de un náufrago en una isla desierta. Los responsables de esta editorial aprendieron a amar el género fantástico y de terror en su ya lejana infancia… Ahora, a la vuelta de tantos años, resulta asombroso comprobar que aún seguimos estremeciéndonos y gozando con la gélida caricia que nos produce un buen cuento de miedo. Ese escalofrío, ese placer inconfesable que nos regalamos a nosotros mismos en la soledad de la lectura, es cuanto esperamos provocar en el lector de esta antología… y desearle, cómo no, ¡felices pesadillas!!! Rafael Díaz Santander Juan Luis González Caballero E.T.A. Hoffmann (1776-1822) VAMPIRISMO[*] El conde Hippolyt acababa de llegar de un larguísimo viaje de lejanas tierras para hacerse cargo de la cuantiosa herencia de su padre, fallecido ya hacía algún tiempo. El castillo familiar estaba ubicado en una de las comarcas más bellas y agradables, y las rentas que producían sus tierras servían sobradamente para contribuir con cuanto fuera necesario a su embellecimiento. Todo aquello que el conde vio a lo largo de sus viajes, sobre todo en Inglaterra, y que le había parecido encantador, de buen gusto o suntuoso, deseaba que surgiera ahora, de nuevo, ante sus ojos. Los artesanos, obreros y artistas que consideró necesarios para realizar sus proyectos acudieron a su llamada y, al cabo, comenzó a construirse alrededor del castillo un parque inmenso de gran estilo, que también incluía en su entorno la iglesia, el camposanto y la casa parroquial, las cuales pasarían también a formar parte de aquel bosque artificial. El propio conde dirigía las obras, pues poseía suficientes conocimientos como para hacerlo. Tal empeño puso en la tarea que ya había pasado más de un año sin que se le ocurriese seguir el consejo que le diera un anciano tío suy o, de mostrar su luz en la Corte y dejarse ver entre las damas casaderas del lugar para que pudiera elegir entre ellas como esposa a la que le pareciera más noble, buena y hermosa de todas. Precisamente, una mañana que se hallaba sentado a la mesa de dibujo esbozando el plano de un nuevo edificio, le anunciaron la visita de una anciana baronesa, una pariente lejana de su padre. En cuanto Hippolyt oyó el nombre de la baronesa, recordó que su padre había hablado siempre de aquella mujer con la más profunda indignación, e incluso con repugnancia, y que a veces también había advertido a personas que pretendían acercarse a ella que harían mucho mejor si se mantenían alejadas de la baronesa; sin embargo, el buen hombre jamás dio razón alguna que justificase su actitud. Si se le preguntaba expresamente acerca de estas razones, el conde solía contestar que existían ciertas cosas sobre las que más valía guardar silencio que hablar. Pero algo se sabía, pues en la Corte corrían oscuros rumores sobre un extraño y secreto proceso criminal en el que estaba implicada la baronesa, la cual, separada de su marido y expulsada del lejano lugar donde residía, se había librado de la prisión sólo gracias a la benevolencia del príncipe. Hippolyt se sintió muy molesto por la presencia de una persona a la que su padre aborrecía, a pesar de que no hubiera conocido las razones de dicho aborrecimiento.


La ley de la hospitalidad que, sobre todo allí, en el campo, era algo prioritario, le obligaba a recibir a tan molesta visita. Jamás hubo persona alguna cuya apariencia exterior —y no porque fuera fea— hubiera provocado en el conde un rechazo tal como el que, precisamente, provocó en él la baronesa. Al entrar, traspasó al conde con una mirada de fuego, luego bajó los ojos y se disculpó por su visita con expresiones que rayaban en la humildad. Se quejó de que el padre del conde, poseído de un sinfín de extraños prejuicios sobre ella, a los que le habían inducido maliciosamente sus enemigos, la hubiera odiado hasta la muerte y que, sin consideración alguna, la hubiera arrojado a la más amarga miseria. Vivía, pues, avergonzándose de su estado y sin recibir ningún tipo de ayuda. Por fin, y de forma inesperada —siguió contando—, entró en posesión de una pequeña cantidad de dinero que le permitió abandonar la Corte y refugiarse en una alejada ciudad provinciana. No había resistido la tentación de realizar este viaje para conocer al hijo de un hombre al que, a pesar del odio injusto e irreconciliable del que la hacía objeto, sin embargo, nunca había dejado de respetar. Fue el emotivo tono de veracidad con que habló la baronesa lo que hizo que el conde se conmoviera, máxime cuando, en vez de contemplar la desagradable faz de aquella mujer, se hallaba inmerso en la contemplación de la adorable, maravillosa y encantadora criatura que la acompañaba. La baronesa guardó silencio; el conde pareció no advertirlo, permanecía mudo. Entonces la anciana se disculpó, ya que, dado lo que significaba para ella estar en aquel lugar, por lo que la imponía e impresionaba, no le había presentado al conde de inmediato, nada más entrar, a su hija Aurelie. Sólo entonces recuperó el conde la palabra y, rojo como la grana a causa de la confusión que también advirtió en la encantadora jovencita, prometió a la baronesa que tuviera a bien concederle reparar aquello que su padre, sólo como causa de un malentendido, pudiera adeudarle, y que él mismo la tomaría de la mano para que entrase en su castillo. Para confirmar solemnemente su voluntad, tomó la mano de la baronesa, pero de súbito, la palabra y el aliento se le cortaron: un frío glacial inundó todo su ser. Sintió que unos dedos rígidos como la muerte aferraban su mano, y la alta y huesuda figura de la baronesa, que le miraba fijamente sin visión alguna en sus ojos, le pareció no ser más que un cadáver repugnante, muy acicalado y vestido con un traje multicolor. —¡Oh, Dios mío, vaya una fatalidad, precisamente ahora! —exclamó Aurelie, quejándose con voz conmovedora y tiernísima de que su pobre madre se viera atacada repentinamente por una de sus parálisis, añadiendo que tal estado solía curarse en muy poco tiempo, sin necesidad de utilizar remedio alguno. El conde se soltó con esfuerzo de la mano de la baronesa, pero recuperó todo el fuego de la vida y el deleite del amor en cuanto tomó la mano de Aurelie y, apasionadamente, la apretó contra sus labios. Apenas llegado a la edad viril, Hippoly t sintió por primera vez toda la fuerza de la pasión, de tal modo que fue incapaz de ocultar sus sentimientos; la manera con que Aurelie parecía mirarle, con toda la gracia de su encantadora inocencia, hizo despertar en él la esperanza de conquistarla. Habían pasado algunos minutos cuando la baronesa volvió en sí tras su parálisis e, ignorante por completo del estado del que acababa de salir, aseguró al Conde cuánto la honraba la propuesta de invitarla a permanecer una temporada en su castillo y, también, que olvidaba para siempre todas las injusticias que su padre le había hecho. Así, se transformó súbitamente la situación hogareña del conde y éste tuvo que creer que, gracias a una bondadosa jugada del destino, se le otorgaba la dicha de conducir hasta él a la única persona en el mundo entero a quien más ardientemente podría haber deseado como esposa, la única que podría concederle a su espíritu la dicha más inmensa que cupiera en la existencia terrenal. El comportamiento de la anciana baronesa siguió siendo el mismo: se mostraba callada y seria, ensimismada, y cuando se presentaba el momento hacía gala de un dulce carácter y de alguna dicha inocente en su apagado corazón. El conde se había acostumbrado al rostro verdaderamente temible y cadavérico de la baronesa, así como a su figura fantasmal, rasgos que atribuía nada más que a la enfermedad que la afligía; también atribuía a su estado su tendencia al delirio nervioso y al desvarío, que la impulsaban —según había llegado a saber por sus servidores— a dar a menudo paseos nocturnos por el parque, y a encaminarse hasta el cementerio. El conde se avergonzaba de que también a él le hubiera afectado tanto el prejuicio de su padre, pero en cuanto a las insistentes advertencias de que le hacía objeto un anciano tío suyo instándole a que superara el sentimiento amoroso que lo embargaba y que rompiese una relación que, tarde o temprano, sería la causa de su desgracia, no llegaban a ejercer en él el más mínimo efecto. Convencido vivamente, a su vez, del intenso amor de Aurelie, pidió su mano. Podrá imaginarse con qué alegría aceptó la baronesa tal petición, ya que, al punto, se vio rescatada de la más profunda indigencia para ir a parar a los brazos de la fortuna. Tanto la palidez como ese aspecto característico que denota la existencia de una inquebrantable tristeza interior desaparecieron del semblante de Aurelie: la felicidad del amor resplandecía en su mirada y un fresco color rosado lucía en sus mejillas. La mañana del día en el que se iba a celebrar la boda, una estremecedora casualidad vino a contrariar los deseos del conde.

Habían encontrado a la baronesa caída en el suelo, boca abajo e inerte, en las inmediaciones del cementerio. La habían llevado al palacio, precisamente cuando el conde acababa de despertarse y saboreaba ya las mieles de la felicidad que consideraba alcanzada. Crey ó que la baronesa había tenido otro de sus acostumbrados ataques repentinos; pero todos los remedios que se utilizaron para intentar devolverla de nuevo a la vida fueron inútiles: estaba muerta. Aurelie no desahogó su dolor de forma violenta, sino que, sin derramar una sola lágrima, pareció enmudecer y quedar paralizada interiormente a consecuencia del golpe recibido. El conde temía por su amada y, sólo muy dulce y cautelosamente, se atrevió a recordarle su mutuo compromiso y su situación de criatura desamparada que exigía se tomasen cuanto antes las medidas oportunas y se hiciera lo más conveniente, que habría de ser, a pesar de la muerte de la madre, acelerar todo lo posible el día de su boda. Aurelie, llorando desconsoladamente, cay ó en brazos del conde, gritando con una voz desgarradora que partía el corazón: —¡Sí, sí! ¡Por todos los santos! ¡Por la paz de mi alma! ¡Sí! El conde atribuyó aquel repentino desahogo al amargo pensamiento de que, sola y sin patria, sin saber adonde ir, la joven pensaba que tampoco podía permanecer más tiempo en el castillo en aquella situación sin dañar las normas de la decencia. El conde se encargó, pues, de que una anciana y respetable matrona acompañara a Aurelie durante las escasas semanas que faltaban para que llegase la nueva fecha de la boda que, al fin, pudo celebrarse sin que ningún funesto suceso la interrumpiera y que coronó la felicidad de Hippolyt y Aurelie. Mientras tanto, Aurelie se hallaba en un estado perpetuo de gran excitación nerviosa. No era el dolor por la pérdida de la madre, no; más bien era una angustia mortal, íntima y sin nombre lo que parecía perseguirla sin cesar. En medio de los más dulces diálogos amorosos se sentía acometida de pronto por un terror repentino, empalidecía como un cadáver y, bañada en lágrimas, caía en brazos del conde aferrándose a él con violencia, como si quisiera impedir que un poder invisible y enemigo la arrebatara y la llevara a la perdición. —¡No! ¡Nunca, nunca! —exclamaba. Una vez casada con el conde, pareció desaparecer aquel estado de excitación, así como aquella angustia espantosa. Sin embargo, al conde no le pasaba inadvertido que Aurelie ocultaba algún lacerante secreto que la torturaba, mas le parecía una falta de tacto preguntarle sobre ello mientras durase aquel extraño nerviosismo y ella misma continuara guardando silencio al respecto. Pero ahora que su mujer parecía encontrarse un poco mejor, se atrevió a preguntarle con delicadeza cuál era la causa de sus extraños transportes anímicos, asegurándole que sería un gran remedio para ella confiarle a él, a su querido marido, los secretos de su corazón. Grande fue el asombro del conde cuando al fin descubrió que sólo la infame conducta de la madre constituía la causa de todo aquel dolor que había caído sobre Aurelie. —¿Hay algo más espantoso que tener que odiar y aborrecer a la propia madre? —exclamó Aurelie. Por tanto, ni el padre ni el tío se hallaban obcecados por prejuicio alguno, mientras que la baronesa había sabido confundir al conde con su premeditada hipocresía. Hippoly t consideró, pues, un guiño muy favorable del destino para con su felicidad el hecho de que aquella madre malvada hubiera muerto justo el día en que él pensaba casarse. No tenía reparo alguno en decirlo; pero Aurelie le explicó, sin embargo, que, justo al morir su madre, ella se había sentido de tal modo sobrecogida por oscuros y terribles presentimientos que había sido incapaz de superar la angustia que le provocaron: creía que la muerta volvería de su tumba para arrebatarla de los brazos de su amado y llevársela con ella al abismo. Aurelie recordaba —según refirió— muy oscuramente los tiempos de su primera infancia, en los que, una mañana —y sabía que era una mañana porque, justamente, acababa de despertarse—, hubo un terrible tumulto en su casa. Las puertas se abrían y se cerraban con violencia y se escuchaban gritos entremezclados de voces desconocidas. Al fin, cuando volvió a reinar el silencio en la casa, la niñera tomó a Aurelie de la mano y la condujo a una gran sala en la que había muchas personas reunidas; en el centro, sobre una larga mesa, yacía el cuerpo del hombre que jugaba con ella a menudo y le daba golosinas y al que ella llamaba « papá» . Extendió los brazos hacia él y quiso besarlo. Aquellos labios, siempre tan cálidos, estaban ahora helados y, Aurelie, sin saber muy bien por qué, comenzó a sollozar violentamente. La niñera la condujo luego a una casa extraña, donde tuvo que permanecer mucho tiempo hasta que, al fin, apareció una mujer que se la llevó con ella en un coche.

Era su madre, quien poco después viajó con ella a la Corte. Aurelie debía de tener unos dieciséis años cuando apareció un hombre en casa de la baronesa al que ésta pareció recibir con gran alegría y confianza, como si se tratara de un viejo y querido amigo. El desconocido comenzó a visitarlas cada vez más a menudo, a la par que enseguida comenzó a variar de forma evidente la situación en la que vivía la baronesa. En vez de habitar en una casa miserable y de vestirse con pobres ropas y alimentarse con mala comida, pudo trasladarse a una hermosa vivienda en la parte más bella de la ciudad y lucir valiosos vestidos; comía y bebía los más ricos manjares con aquel extraño, que era su invitado permanente, y podía permitirse el lujo de asistir a cuantas diversiones y espectáculos públicos ofrecía la Corte. Aurelie permanecía ajena al influjo de todas esas mejoras de la situación de su madre, que, como era evidente para ella, sólo se debían a la mediación del desconocido. La joven se recluía en su habitación mientras la baronesa y el desconocido se apresuraban a salir en busca de diversiones, por lo que se sentía más sola y desamparada que nunca. A pesar de que aquel hombre muy bien pudiera contar unos cuarenta años, poseía una apariencia fresca y juvenil, su figura era esbelta y hermosa y habría que añadir que su semblante era bello y masculino. Sin embargo, a Aurelie le desagradaba, pues por mucho que él tratara de comportarse con corrección, sus maneras eran torpes, groseras y vulgares. Las miradas que pronto comenzó a dirigir a Aurelie llenaban a ésta de un temor inquietante, y le producían una repugnancia cuya causa ni ella misma acertaba a explicarse. Hasta el momento, la baronesa no se había molestado en decirle tan siquiera una palabra a Aurelie sobre el desconocido. Pero un día le dijo su nombre, añadiendo que el barón era muy rico y que, además, se trataba de un pariente lejano. Alabó su figura, sus cualidades y concluyó preguntándole a Aurelie si le gustaba. Aurelie no ocultó el aborrecimiento que sentía por el desconocido; la baronesa le lanzó una mirada que le produjo un intenso pavor y le dijo que no era más que una pobre necia. Poco después, la baronesa comenzó a mostrarse demasiado amable con Aurelie, tanto como nunca lo había sido. Le regaló hermosos vestidos, toda clase de adornos y complementos de moda y le permitió asistir a las diversiones sociales. El desconocido se esforzaba por hacerse agradable a Aurelie, pero de un modo que sólo lograba hacer más aborrecible su presencia ante los ojos de la muchacha. Mortal fue, sin embargo, el golpe que sufrió su tierna sensibilidad de doncella cuando, a causa de una simple casualidad, la muchacha fue secreto testigo de una indignante y aborrecible escena entre el desconocido y la depravada condesa. Cuando, finalmente, unos días después, el desconocido se atrevió, llevado de su ebriedad, a abrazar a Aurelie de una manera que no dejaba ya duda alguna sobre sus intenciones, la joven, en su desesperación, hizo acopio de un vigor casi varonil y lo apartó de sí dándole un empujón que le hizo retroceder mientras ella escapaba y se encerraba en su habitación. La baronesa le explicó entonces a Aurelie con toda crudeza y severidad que, como el desconocido era quien mantenía la casa y como ella no tenía ninguna gana de volver a la miseria anterior, todos sus remilgos y reparos serían inútiles: Aurelie tendría que someterse a la voluntad del desconocido, quien, de lo contrario, había amenazado con abandonarlas a su suerte. En vez de conmoverse con las súplicas desgarradoras de Aurelie, en vez de compadecerse de sus ardientes lágrimas, la horrible mujer se deshizo en improperios a la vez que reía sarcásticamente y alababa una relación que le brindaría a la joven la posibilidad de disfrutar de todos los placeres de la vida; hablaba con tal desenfreno, mostrando su repugnancia y desprecio por todos los sentimientos de decencia y piedad, burlándose de todo lo que podía considerarse más noble y más sagrado, que provocó verdadero espanto en Aurelie. Ésta se vio perdida y consideró que su único medio de salvación sería huir sin demora. Aurelie consiguió hacerse con la llave de la puerta principal; hizo un paquete con aquello que consideró de estricta necesidad y, a eso de la medianoche, cuando crey ó que su madre ya dormía, se deslizó hasta el vestíbulo, que estaba escasamente iluminado. Ya se disponía a traspasarlo muy despacio y sin hacer el más mínimo ruido cuando, de súbito, la puerta de la casa se abrió violentamente y se oy ó un ruido de pasos en la escalera. La baronesa se precipitó justo a los pies de Aurelie vestida con una bata pobrísima y sucia, con los brazos y el pecho desnudos, el grisáceo cabello desmadejado, revolviéndose desencajada. Y, tras ella, apareció el desconocido.

—¡Aguarda, infame Satanás, bruja del infierno! ¡Me las pagarás todas juntas! —gritaba. La agarró del cabello y la arrastró hasta el centro de la estancia, y allí comenzó a azotarla de manera frenética con una gruesa fusta. La baronesa chillaba y gritaba de miedo de forma espantosa; Aurelie, a punto de perder la razón, corrió a la ventana y comenzó a gritar pidiendo ayuda. Dio la casualidad de que en aquellos momentos pasaba por allí una patrulla de policía que inmediatamente irrumpió en la casa. —¡Cogedle! —gritó la baronesa, ebria de furia y dolor, a los soldados—. ¡Cogedle! ¡Sujetadle bien! ¡Mirad su espalda! El es… —¡Ajá! ¡Por fin te tenemos, Urian! —exclamó jubiloso el sargento de policía, al mando de la patrulla, en cuanto la baronesa hubo pronunciado aquel nombre. Y sujetándolo entre todos fuertemente, y a pesar de los esfuerzos que el desconocido hacía por desasirse, terminaron por llevárselo. Las intenciones de fuga de Aurelie, sin embargo, no pasaron inadvertidas para la baronesa. Se apresuró, pues, a tomar bruscamente del brazo a Aurelie y a arrojarla dentro de su habitación, y luego, cerrando la puerta con llave, la dejó allí encerrada sin dirigirle una sola palabra. A la mañana siguiente la baronesa salió de la casa y no regresó hasta por la noche, mientras que Aurelie, encerrada en su cuarto como en una celda, sin ver ni hablar con nadie, tuvo que pasar allí el día entero sin comida ni bebida. Así transcurrieron varios días. La baronesa se asomaba a verla de vez en cuando; mirándola con ojos de furia, parecía que estuviese dudando sobre qué decisión tomar, hasta que una tarde recibió unas cartas cuyo contenido pareció agradarle.

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