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Factor de riesgo – Harlan Coben

Bueno, si este es el primero de mis libros que vas a leer, para. Devuélvelo. Coge otro. No pasa nada. Puedo esperar. Si sigues ahí, que sepas que no he leído Factor de riesgo en al menos veinte años. Es la segunda novela que publiqué; la escribí cuando tenía poco más de veinte años y aún era un chaval algo simplón que trabajaba en el sector turístico, preguntándome si debía seguir los pasos de mi padre y mi hermano e ingresar —qué escalofrío— en la facultad de Derecho. Soy muy crítico con esta obra, pero supongo que todos lo somos con nuestros primeros trabajos. Piensa en esa redacción que escribiste en el colegio, por la que te dieron un sobresaliente, la que el profesor te dijo que mostraba una gran «inspiración»… y que un día, rebuscando por un cajón, leíste y, al hacerlo, se te encogió el corazón y dijiste: «Tío, ¿en qué estaría pensando?». ¿Te suena de algo? Pues así es como uno se siente a veces con sus primeras novelas. Esta es en ocasiones algo moralizante, y otras veces parece un poco antigua (aunque lo cierto es que me habría gustado que los conceptos sobre medicina fueran algo más anticuados, pero eso es otro asunto). Quizá pienses que basé parte de la historia en una situación real. No lo hice. Este libro se adelantó a lo que ocurrió después. Y no voy a decir más, porque podría arruinarte la lectura. De todos modos, con todos sus defectos, es un libro que me encanta. Factor de riesgo tiene una energía y una capacidad de afrontar peligros que no estoy muy seguro de conservar después de todo este tiempo. Yo ya no soy aquel tipo, pero no pasa nada. Nadie se queda estancado en sus pasiones y en su trabajo. Y eso es bueno. Disfrútalo. HARLAN COBEN 1 .Cinco años antes de convertirse en el famoso creador de Myron Bolitar, Harlan Coben escribió a principios de la década de 1990 dos novelas que durante mucho tiempo quedaron descatalogadas. Factor de riesgo es la segunda de ellas. Casi tres décadas después de su debut, decidió recuperarlas, pero mantuvo un espíritu muy crítico respecto a ellas, que a nuestro juicio (y el de muchísimos fans) es excesivo.


Por esta razón, hemos querido publicarla. Estamos ante una novela que ya contiene todos los elementos que han hecho de Coben uno de los autores actuales con mayor número de seguidores. (N. de los ee.) PRÓLOGO VIERNES, 30 DE AGOSTO El doctor Bruce Grey intentaba no andar demasiado deprisa. Redujo el paso y reprimió la tentación de echar a correr por el suelo sucio de la terminal de llegadas internacionales del aeropuerto Kennedy, dejar atrás a los funcionarios de aduanas e inmigración y salir al aire húmedo de la noche. Sus ojos iban de un lado a otro. Cada pocos pasos fingía una molestia en el cuello para poder mirar a sus espaldas y asegurarse de que no lo seguían. «¡Para ya! —se dijo—. Déjate de estar al acecho como una versión cutre de James Bond. Estás temblando como si estuvieras enfermo de malaria, por Dios. Solo te falta llevar una pancarta». Pasó por al lado de la cinta transportadora de maletas y saludó cortésmente a la ancianita que se había sentado junto a él en el vuelo. La buena mujer no había cerrado la boca en todo el viaje; le había estado hablando sobre su familia, sobre lo que le gustaba volar, sobre su último viaje transcontinental. La verdad es que era una dulzura, como la abuelita de cualquiera, pero aun así Bruce había cerrado los ojos y había fingido estar dormido en un intento por lograr un poco de paz y de silencio. Pero, naturalmente, el sueño no llegaba. Y tardaría un tiempo en hacerlo. «Pero igual no era una dulce ancianita cualquiera, Bruce, muchacho. Igual es que venía siguiéndote…». Rechazó la voz interior con una sacudida nerviosa de la cabeza. Todo aquello lo estaba trastornando. Primero estuvo seguro de que lo seguía el tipo con barba del avión. Después se fijó en el grandote con el pelo repeinado para atrás y el traje de Armani de la cabina de teléfono. Y no olvidemos la rubia guapa a la salida de la terminal. También había estado siguiéndolo.

Y ahora, la ancianita. «Echa el freno, Bruce. Lo que menos falta nos hace ahora es andar con paranoias. Mente clara, colega… Eso es lo que buscamos». Bruce dejó atrás la cinta transportadora de equipajes y se acercó al funcionario de aduanas. —Pasaporte, por favor. Bruce le tendió el pasaporte. —¿No lleva equipaje, señor? Negó con la cabeza. —Solo de mano —respondió. El funcionario miró el pasaporte y luego a Bruce. —Está usted muy distinto de la fotografía. Bruce esbozó una sonrisa cansada, que se desvaneció al instante. La humedad era casi insoportable. Tenía la camisa del traje pegada a la piel, la corbata tan suelta que el nudo prácticamente había desaparecido. La frente perlada de gotas de sudor. —Sí…, he cambiado un poquito. —¿Un poquito? En esta foto tiene el pelo oscuro y lleva barba. —Ya lo sé… —Ahora tiene el pelo rubio y va afeitado. —Ya le he dicho que he cambiado un poco… «Por suerte, en la foto del pasaporte no se distingue el color de los ojos, porque también querría saber por qué me cambiaron de castaños a azules». El funcionario de aduanas no parecía muy convencido. —¿Viaje de placer o de negocios? —De placer. —¿Siempre lleva tan poco equipaje? Bruce tragó saliva y se encogió de hombros. —No soporto tener que esperar a que salgan las maletas. El funcionario dirigió la mirada a la fotografía del pasaporte y luego otra vez al rostro de Bruce, y de nuevo a la foto. —¿Quiere abrir la maleta, por favor? Bruce apenas podía mantener las manos lo bastante firmes para marcar la combinación.

Necesitó tres intentos para que la maleta se abriera, por fin, con un chasquido. —Aquí la tiene. El funcionario rebuscó entre el contenido con los ojos entrecerrados.

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