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Expedicion Atticus – Armando Cuevas

La inmensidad del desierto los rodeaba, y no se escuchaba más que el sonido rasposo de sus pisadas y el desordenado latir de sus corazones. El sol estaba bajo y los cuerpos de los viajeros proyectaban sombras alargadas y ondulantes sobre la arena y la roca. Las montañas se sucedían una tras otra, pareciendo que no se acabarían nunca. Un órix majestuoso los contemplaba a lo lejos, recortada su silueta contra un cielo de un intenso azul anaranjado. Habían caminado todo el día bajo un sol abrasador y estaban exhaustos. A lomos de su mula llevaban un par de esteras de junquillos que usarían para dormir, heno para el animal, algo de ropa, comida, agua y una gran caja con herramientas de cantero. Evitaron la ruta más cómoda, que era seguir el cauce seco del río que unía su pequeña ciudad portuaria, a orillas del mar Rojo, y Luxor, cerca del Nilo (ruta donde sin duda los buscarían los familiares de Nut), y se adentraron en la zona montañosa; mucho más dura y larga, aunque también más segura. Se detuvieron para descansar y beber un poco de agua, apenas lo habían hecho desde que huyeran aprovechando la noche. Silas retiró el pelo de la frente de Nut y la besó tiernamente. —Ya queda poco, pronto llegaremos. —Ha sido una locura. —Una locura hubiera sido que te casaran con ese viejo rico. Lo presiento, algo bueno nos aguarda. En Luxor buscaré trabajo, los romanos siempre están dispuestos a contratar a un maestro cantero. Trabajaré duro y pronto tendremos nuestra propia casa. No te faltará de nada. Te compraré vestidos bonitos y tendrás muchos criados, ya lo verás —dijo Silas, acariciando su mejilla. —Eso no me importa —susurró Nut. Una leve brisa levantó un remolino de arena. —Solo quiero estar contigo. Yo… —no pudo seguir hablando. Miró los ojos azulados de su amado y se rindió a sus labios. A la sombra de la mula extendieron una estera y se entregaron al amor. Una rapaz sobrevoló a los dos amantes y luego, batiendo alas, se alejó majestuosa. El tiempo pareció detenerse cuando los jóvenes, agotados, separaron sus cuerpos.


—Te querré siempre —dijo él. —Yo también —contestó ella, dibujando círculos en el pecho desnudo y sudoroso de Silas. Reanudaron la marcha contra un viento cada vez mayor. Silas tiró de la mula y urgió a Nut. —Démonos prisa, parece que va a haber tormenta. Aún les faltaba mucho para llegar a la ciudad donde esperaban cambiar sus vidas. Un día, quizá dos. Y sobre todo les quedada la parte más dura del camino, rocas desnudas y escarpadas, y arena abrasadora sin una palmera en kilómetros a la redonda. El viento se intensificó. Caminaron soportando las ráfagas de aire cargadas de arena. En un momento dado, Silas se detuvo y miró a lo lejos. Lo que vio no le gustó nada. —Debemos ponernos a cubierto. Había visto muchas tormentas en el desierto, y supo que la que se les venía encima era de las grandes. Pensó que si no encontraban pronto un lugar donde resguardarse corrían el riesgo de morir sepultados por la arena, como les había pasado a tantas caravanas de mercaderes que atravesaban el desierto. Sabía lo que tenían que hacer, y no perdió el tiempo. Empapó unos trapos en agua y se cubrieron la nariz y la boca con ellos. Lo mismo hizo con la mula, a pesar de que esta se resistió en un principio. Luego ató un extremo de una cuerda a su cintura y el otro a la de Nut, y se aferró a las riendas de la mula con fuerza. El cielo se oscureció debido a la arena levantada por el viento y la visibilidad se redujo enormemente. —Todo saldrá bien, amor mío, cuidaré de ti —dijo levantando la voz por encima del creciente ruido. Abandonaron la ruta más alta y descendieron por la ladera de la montaña. Les costaba avanzar, y los granos de arena eran como aguijonazos en su piel. El viento se volvió tan fuerte que debían caminar inclinados para no caer de espaldas. Anduvieron sin rumbo durante horas hasta que llegaron a una pequeña depresión entre dos altos riscos, una especie de desfiladero donde el viento viajaba encajonado produciendo un ruido atroz.

Se hundían en la arena hasta los tobillos, y caminar se convirtió en una tarea titánica. Silas, que tiraba con gran esfuerzo de la asustada mula, se volvió para comprobar cómo estaba Nut. Vio su figura menuda zarandeada por el viento huracanado, en constante trance de caer, y se asustó. Él era fuerte como un toro, pero ella era delicada como una flor de jazmín. Si no se ponían a cubierto, no lo lograrían. Lo había oído contar muchas veces, sabía lo que sucedería. La persona se rinde al esfuerzo y se niega a continuar, cae, y el aire cargado de arena lo ahoga; luego, en pocos minutos, el cuerpo queda sepultado por completo. Pensó en subirla a lomos de la mula, pero lo descartó, si una fuerte ráfaga la desmontara la caída podría ser fatal. Desesperado tiró de las riendas y se dirigió hasta la pared de piedra de su derecha, donde pensó que el aire incidiría con menor fuerza. Tanteando con las manos, sin apenas ver, buscaba una hendidura, un saliente, cualquier cosa que les pudiera servir para ponerse a resguardo. Al cabo de unos cuantos metros de frenética búsqueda, comenzó a desesperar. Golpeó el lomo de la mula, que se resistía a continuar. Sintió que la cuerda atada a su cintura se tensaba. Esperó unos segundos a que Nut lo alcanzara, pero nada, la cuerda seguía tensa. Retrocedió y la encontró de rodillas, con las manos tapándose la cara. Con el corazón en un puño se agachó para levantarla. Apenas se sostenía sola. Sollozando dijo: —Es un castigo de los dioses por desobedecer a mi familia. —No digas eso —replicó Silas—. Nuestro amor es puro. Yo cuidaré de ti, ya lo sabes. Escuchó las palabras de su amado y cerró los ojos. Él era fuerte y resistiría la tormenta. Sin su carga podría sobrevivir. —¡Déjame! —le gritó cerca de la oreja.

Silas tomó su cara entre las manos y se acercó todo lo que pudo para que ella lo escuchara. —¡Jamás nada podrá separarnos! La mula comenzó a relinchar desesperadamente y a lanzar coces. De pronto echó a correr. Silas no soltó las riendas y fue arrastrado al igual que Nut, que continuaba atada por la cintura. Durante varias decenas de metros trotó sobre la arena tirando de su lastre, guiada por su instinto, hasta que por fin se detuvo. Silas, con la boca llena de arena y los codos desollados, logró incorporarse. Entonces vio el lugar donde se habían parado. Exultante se volvió buscando a Nut. Distinguió su túnica verde asomando bajo la arena, que ya la cubría casi por completo. Se precipitó y la levantó buscando su rostro. —¡Nut! ¡Nut! Tras unos segundos de profunda angustia, en los que creyó que le estallaría el pecho, los ojos de su amada se abrieron. —¡Oh, cariño! —musitó, y la ayudó a levantarse. Tenían la tormenta justo encima. Apenas podían ya respirar ni mantenerse en pie. Sin dejar de sostenerla por la cintura, levantó el brazo y señalando gritó: —¡Mira, estamos salvados! Nut miró en la dirección que le señalaba. Distinguió una mancha oscura. Aguzó la vista y por fin logró identificar lo que era. Una gran piedra se había desprendido dejando al descubierto lo que parecía la entrada a una cueva. Llegar hasta ella no fue fácil. El intenso viento los zarandeaba de un lado a otro como si fuesen muñecos. La roca caída pronto se cubrió de arena, y en pocos minutos se formó una rampa por la que pudieron acceder al interior. El asustado animal fue el primero en entrar. A pesar de lo estrecho del paso lo hizo con rapidez, arañándose los costados al rozar contra los cantos afilados. Silas y Nut lo siguieron, dejando atrás el infierno. Fuera la tormenta arreciaba, acumulando arena en la entrada recién abierta.

En el interior de la cueva el aire producía un sonido bronco, como si saliera de un surtidor, pero estaban seguros. —Vayamos más al fondo —logró decir Silas, aún maravillado por la suerte que habían tenido. Apenas se veía. Después de caminar unos cuantos metros, Silas determinó que sería necesario hacer una antorcha. De entre las cosas que llevaba la mula a cuestas, cogió un palo de madera, varios trapos, una gruesa cuerda y una pequeña vasija de barro llena de aceite. Primero envolvió el extremo del palo con los trapos, luego los ató meticulosamente con la cuerda, asegurándose de dar varias vueltas para que estas quedaran bien apretadas, y finalmente empapó todo de aceite; entonces, sacó yesca y pedernal de su bolsa de piel de oveja, y se acuclilló en el suelo. Al cabo de varios intentos, la yesca ardió y creó un pequeño fuego. La antorcha prendió rápidamente, iluminándolo todo con una luz danzante y ancestral. Lo primero que buscó fueron los ojos de su amada. Acercó la antorcha a su rostro con cuidado y la observó unos segundos… hasta que la vio sonreír. —Los dioses… ¡ves cómo aprueban lo nuestro! —exclamó Silas, sin poder evitar el entusiasmo. Levantó la antorcha para distinguir dónde estaban. Se sorprendió con la belleza de las rocas que los rodeaban. Era una cueva virgen, y no tendrían el problema de que hienas o guepardos la usaran de morada. Por eso se animó a continuar explorándola. —Vayamos un poco más adentro, aquí todavía sopla el viento. —Estoy llena de arena y cansada, y tú tienes los brazos heridos. Descansemos aquí y comamos algo —sugirió Nut, haciendo un mohín delicioso. Silas reprimió su entusiasmo aventurero y clavó la antorcha en el suelo. —Está bien, voy a preparar una fogata. Tardaron un buen rato en quitarse toda la arena. Luego, Nut aplicó miel a las heridas de los brazos de Silas y se los vendó. Se sentaron a comer alrededor del fuego. Tomaron leche, dátiles y un poco de carne seca de buey. La mula rebuznó de satisfacción después de devorar su ración de heno y agua, y se tumbó finalmente en el fresco suelo.

—Vaya, creo que ya ha decidido dónde pasar la noche —dijo Nut, limpiándose la boca con delicadeza, usando un pañuelo de fino lino. —Eso parece —añadió Silas. No tuvieron que esperar mucho para que la pasión les volviera a asaltar y, a la luz danzante de la hoguera, sus jóvenes cuerpos se entrelazaron hasta convertirse en uno. —¿Sabes dónde estamos? —preguntó Nut, con el aliento todavía agitado, una vez se separaron satisfechos. —Me perdí con la tormenta. Mañana subiremos a lo alto de la montaña y desde allí me orientaré, ya lo verás. Tranquila —respondió, y se levantó de un brinco. Caminó por la cueva con la antorcha en la mano, maravillado con las rocas milenarias, sabiéndose el primer hombre que las contemplaba. Distinguió, como experto cantero, gran abundancia de grauvaca, una roca muy apreciada para la construcción de estatuas, y también pizarra y cuarzo. Todo era de una belleza hipnótica. Nut le observaba recostada sobre una estera, admirando su esbelto y musculoso cuerpo, que brillaba bajo la luz ambarina de la antorcha. De repente, Silas, se detuvo y se acercó nervioso a la pared. —¡No puede ser! —musitó. —¿Qué pasa? —preguntó Nut, que no perdía detalle de sus movimientos. No contestó. Con mano temblorosa acarició la roca sin dejar de hablar entre dientes. Arrimó la antorcha y entonces, Nut, lo vio. —¿Eso es…? —no concluyó su pregunta, Silas se adelantó. —Sí, cariño, esto es oro. Los reflejos dorados no dejaban lugar a dudas, parte de la pared del fondo estaba cubierta de pepitas de oro. Silas recorrió la lengua áurea de extremo a extremo, calculando su anchura y longitud, y especulando sobre su profundidad. Sin decir nada, corrió hasta la mula y cogió su pico. Nut se levantó y sostuvo la antorcha mientras él golpeaba la pared con precisión, siempre en el mismo sitio. Al cabo de un rato paró e introdujo la mano, hasta medio antebrazo, en el agujero que había hecho. Sus ojos brillaron al sacarla y contemplar sus dedos manchados de polvo dorado.

—¿Sabes lo que esto significa? —preguntó cogiendo el rostro absorto de Nut. Ella no respondió, solo fue capaz de negar tímidamente con la cabeza. —Es una veta grande y profunda, de aquí saldrá mucho oro. Oro que nos hará muy, muy ricos — concluyó Silas, dándole un sonoro beso en los labios. —¿Estás seguro? —Sí, mira —dijo entusiasmado, y recorrió la pared con la antorcha—. Va desde aquí, hasta… —de pronto se paró y alumbró a lo lejos. Trepó por unas rocas que se acumulaban en un extremo y se detuvo a unos tres metros de altura, tras un saliente. Por un instante desapareció de la vista de Nut, aunque aún podía distinguir la danzante luz de su antorcha. —¡Ven, sube, tienes que ver esto! —le oyó gritar. Subió, confundida pero entusiasmada, contagiada por la felicidad que desprendía el tono de voz de su amado. Arriba, apoyado junto a una estrecha abertura oculta desde abajo, la esperaba Silas. —Mira, la veta continúa por aquí, y parece ensancharse. El hueco era más o menos de un metro por un metro. Nut se asomó con cuidado y alumbró con la antorcha. Primero miró abajo. Distinguió una suave pendiente que descendía unos diez metros y, paralela a ella, a unos dos metros del suelo, una ancha franja dorada que llegaba hasta donde alcanzaba la luz. —Vamos, quiero saber dónde termina —le instó Silas, acariciando su nuca. Y cogidos de la mano, riendo como niños, descendieron la pendiente de rocas sueltas hasta que llegaron abajo. La cueva que descubrieron era aún mayor que la que habían dejado atrás. Comprobaron con júbilo que la veta de oro continuaba hasta la pared del fondo, a unos treinta metros, donde se abría un agujero a ras del suelo. —¡Oro! ¡Más oro! Gritó Silas y, levantando a Nut en volandas, giró con ella haciendo resonar sus carcajadas contra las rocas de grauvaca. Luego la besó lenta y apasionadamente y, agarrado a su mano, tiró de ella. —Venga, sigamos. —¿Vamos a pasar por ahí? —preguntó Nut. —Claro —respondió Silas, entusiasmado, al tiempo que metía la antorcha por la estrecha grieta de la pared para echar un vistazo—.

Creo que la veta sigue, pero hay que asegurarse. Nut se asomó y comprobó que la grieta daba paso a un angosto túnel por el que tendrían que reptar. —Tengo miedo. ¿Y si no tiene final? —Iré yo, tú espérame aquí —sentenció, Silas, con delicadeza, tomando entre sus manos el rostro de su amada. Nut se estremeció al sentir sus manos fuertes, y de súbito se notó henchida de valor. Miró sus ojos y dijo: —Siempre juntos. —Siempre juntos —repitió Silas, a media voz, con la calidad de una promesa. El huracanado viento batió las montañas durante toda la noche, y la arena continuó acumulándose en la entrada de la cueva. A la mañana siguiente la calma volvió. El sol, libre ya de las nubes de arena, brillaba con toda su intensidad. Nada en el paisaje recordaba la tormenta pasada; todo estaba igual, o casi. En la falda de una montaña, donde antes había una pared de roca, ahora la había de arena. Una insignificante diferencia en la inmensidad del desierto. La mula no se levantó hasta el segundo día. La oscuridad la asustaba y solo el rugir de sus tripas y la lengua seca, hicieron que se moviera. Durante horas, apoyada contra la fresca pared de la cueva, relinchó lastimera llamando a sus amos. 2 – GAYO Ciudad de Luxor, a orillas del Nilo. Cien años después. Tumbado sobre un cómodo triclinio y comiendo dulces traídos de la lejana Armenia, Gayo Aurelio Maro, leía con deleite los versos del poeta Ovidio, intentando distraer sus pensamientos con escasos resultados. Llevaba tres años como tribuno. Aunque no llegó a serlo por méritos propios sino por influencias familiares, supo rodearse de leales y eficientes colaboradores, y de momento el Emperador estaba contento con su trabajo. Lo primero que hizo nada más conseguir el cargo fue construirse una villa de ladrillo rojo, la más grande y lujosa de todo Luxor. Poseía caballerizas, cocina, patio central descubierto y adornado con impresionantes bajorrelieves, mosaicos y una fuente; dependencias para la guardia personal y los esclavos (muy numerosos y minuciosamente elegidos personalmente por él); baño de mármol con sistema de agua caliente; numerosos y exquisitamente decorados aposentos para su familia e invitados; y lo mejor de todo: un enorme balcón con balaustrada de granito negro sustentado por columnas de más de diez metros, de cuyo techo pendían cortinas teñidas de azul que se mecían con la suave brisa de la mañana. Ese era su lugar predilecto. Desde él se veía discurrir, como un tajo de vida, el Nilo y sus orillas preñadas de cultivos, y los magníficos atardeceres del desierto egipcio que Gayo disfrutaba, siempre que podía, apoyado en la balaustrada.

No dejaba de dar gracias a los dioses por haberle concedido tanta fortuna y, aunque odiaba esas tierras inhóspitas y salvajes, se sentía satisfecho de cómo había sabido compensarlo. Su labor era muy importante para el Imperio, ya que se ocupaba de la gestión de la mayoría de las minas y canteras de cinc, estaño y sobre todo oro, que había entre Luxor y el Mar Rojo. Gayo había conseguido, a fuerza de mano dura y de aumentar el número de esclavos, incrementar los beneficios. Sabía que si continuaba así, en unos pocos años podría alcanzar el Senado, establecerse en Constantinopla, la nueva capital del Imperio, y dejar para siempre ese maldito país polvoriento, lleno de moscas y con un calor inmisericorde. Solo era cuestión de no cometer errores y de mantener la paz entre los ciudadanos. La guerra no era buen negocio para la producción. Había pasado la mañana departiendo con sus subordinados cuestiones de orden cotidiano que le aburrían infinitamente, y para colmo tuvo que redactar dos informes económicos para el Emperador que terminaron por agotarle completamente. Pero aquella mañana trajo algo más. Una sorpresa inesperada que podía suponer el espaldarazo definitivo que necesitaba para su ascenso en el poder. Un hallazgo que si se confirmaba, haría resonar su nombre en todos los estamentos del poder romano. Por eso su alma se mostraba inquieta. Sabía que debía ser cauto con lo que un hombre decía bajo los golpes de un látigo, con lo que era capaz de inventar con tal de salvar la vida. Aún así, deseó que fueran ciertas las palabras que aquel cazador sirio contó a su centurión cuando fue arrestado, y por eso se permitió concederle el beneficio de la duda. Repasaba unos versos en los que el poeta hacía alusión a las estrategias en el arte del amor, cuando un soldado irrumpió en el amplio salón. Iba acompañado de un hombre de unos treinta años, piel oscura, complexión fuerte y vestido tan solo con unos calzones blancos; llevaba una piqueta en una mano y mantenía la cabeza agachada. El soldado se adelantó. —Señor, ya está aquí el maestro cantero. El tribuno retiró los ojos del pergamino y miró de arriba a abajo al rudo nubio. —¿Tú eres Ramel? —Así es, excelencia. —Dicen que eres un buen trabajador, que hablas poco y haces mucho, y que en cuestión de oro lo sabes todo, ¿es verdad? —Verdad. Gayo dejó caer el pergamino con los versos de Ovidio sobre el suelo de mármol, y se afanó en escudriñar al cantero. —Acércate. El nubio salió al balcón sin levantar la cabeza. El sol invadió su piel de bronce y las sombras resaltaron una musculatura cincelada por los muchos años de duro trabajo. —¿Qué puedes decirme de esa piedra? Por un segundo se permitió mirar a su tribuno con el objeto de determinar a qué se refería.

Siguió la dirección de su mano hasta una pequeña mesa de bronce que se encontraba a su derecha. Sobre ella había una roca del tamaño de un melón pequeño. Titubeó. —Adelante —lo invitó, Gayo. El maestro cantero miró la piedra anaranjada y sus expertos ojos se abrieron de par en par. La cogió, la sopesó y la hizo girar a un palmo de su cara durante un largo minuto. El tribuno se impacientó. —¿Qué me dices? —A simple vista… —Vamos, haz lo que tengas que hacer. El nubio buscó un lugar en la piedra, un punto de ruptura que solo unos ojos bien entrenados podían ver, y dio un golpe seco con la piqueta partiéndola en dos. Tomó un lado y observó el interior. Con mimo pasó sus dedos sobre la superficie plana de reflejos dorados y, por fin, levantó la mirada. Gayo seguía sus movimientos con creciente interés, intentando adivinar lo que pasaba por la cabeza del cantero. —¿Y bien? Ramel sopesó la piedra unos segundos más antes de contestar. —Delgadas infiltraciones de cuarzo y el resto… oro —dijo finalmente, atreviéndose a mirar unos instantes a los ojos del tribuno. —Ya. ¿De dónde dirías que es? No entendió la pregunta, pero solo un gesto de su rostro lo manifestó. Gayo comprendió y trató de aclarárselo sin desvelar demasiados detalles. —Alguien pretendía venderla en el mercado negro. Sin duda es robada. —Imposible. —¿Por qué dices eso? —Ninguna de nuestras minas tiene vetas de semejante pureza. —¿Estás seguro? —le preguntó el tribuno incorporándose del triclinio, notablemente inquieto. —Jamás vi nada igual. Esta roca es prácticamente oro puro. El tribuno Gayo sonrió abiertamente, viendo que las posibilidades de que todo fuera cierto aumentaban.

Si finalmente era así, su regreso a Constantinopla y su ascenso al Senado se produciría antes de lo que jamás habría soñado. —Soldado, que Ático venga inmediatamente. 3 – ÁTICO Zona montañosa, en el desierto oriental de Egipto. Año 336 d.C. Una ráfaga de viento cálido revolvió la arena alrededor de las patas del caballo Ictus, que se inquietó, relinchó y se movió nervioso antes de que su jinete le acariciase las crines para tranquilizarlo. Ático, el viejo centurión, era siempre el primero en levantarse, y esperaba viendo amanecer a que su segundo al mando le diera novedades. Aunque sus años de guerrero habían pasado ya, su actitud era la misma de siempre: alerta para el combate. Vestía uniforme de campaña completo, que constaba de: casco con cresta cruzada transversalmente, túnica corta de color blanco, cota de malla, grebas en las pantorrillas, sandalias de cuero claveteadas, gladius en el lado izquierdo, y en la mano derecha una vara de vid que simbolizaba su autoridad, y con la que a menudo administraba correctivos a soldados por faltas leves. Sobre el pecho y en sus muñecas lucía con orgullo condecoraciones obtenidas en sus numerosas batallas, un recuerdo de su pasado como soldado. Delante de sus hombres no admitiría jamás que aquellos tiempos habían terminado para él, que sus días de gloria en la batalla no volverían. Otra cosa era cuando se quedaba solo, de noche, en su tienda, y contemplaba la cicatriz que, desde la muñeca hasta el hombro, inutilizaba su brazo; el tajo maldito que partió en dos su carrera militar. A pesar de ello no quiso retirarse, dispuesto a aceptar cualquier puesto que lo mantuviera cerca del ejército. Ya no era capaz de mantener un escudo firme y en alto, pero su carisma, experiencia y valor, le hacían aún muy valioso para el Imperio. Por eso no le fue difícil encontrar un cargo de centurión en las minas, bajo el mando del advenedizo tribuno Gayo. En la vida civil se marchitaría como una flor bajo el sol del desierto y, a pesar de contar con los recursos suficientes para envejecer en la tranquilidad de una villa, decidió aceptar ser el guardián de los numerosos esclavos que trabajaban en las montañas al sureste de Egipto, en canteras al aire libre o en lúgubres minas. También entrenaría a los nuevos soldados y, gracias a su veteranía y pericia en el combate, de sus manos saldrían convertidos en piezas bien engrasadas para la guerra. Y era entonces, transmitiendo sus conocimientos, cuando más feliz se sentía; y no machacando a pobres desgraciados, niños incluidos, para que trabajaran sacando oro y minerales. Con todo y con eso se sentía afortunado de poder respirar, al menos durante unos años más, el olor del cuero, el acero forjado y el sudor que desprendían las legiones romanas. Fue así, con los ojos entornados mirando al amanecer y la cabeza ocupada por un torbellino de emociones, como le sorprendió su segundo al mando. —Señor, el campamento está levantado, podemos partir cuando quiera. Ático tardó unos segundos en regresar de sus campos de batalla en Germania, Hispania, Egipto… Bitinia; fue allí, en la ciudad de Crisópolis, donde una lanzada acabó con su carrera. Se sacudió los recuerdos, los buenos y los malos, y se volvió hacia su suboficial. —Aún estamos a media jornada de camino, Drusus. Será mejor salir cuanto antes.

El calor por estas montañas va a ser terrible. —Es una imprudencia forzar tanto la marcha. Recorreremos en día y medio lo que necesitaría tres. —Son órdenes, y los soldados obedecemos órdenes —sentenció Ático, retirando la mirada de los ojos de su suboficial y perdiéndola en la línea de rocas azafranadas. El viejo centurión, que aún no tenía cuarenta y cinco años, sabía mejor que nadie que el desierto es un contrincante temible si no aceptas sus reglas, y que al menor descuido te golpea inmisericorde. Drusus tenía razón, pero no existía alternativa; el tribuno Gayo había sido muy claro: quería noticias antes de cuatro días. Ático no tenía muy buen concepto de su tribuno. En realidad no lo tenía de nadie que hubiera ascendido los peldaños del poder sin mancharse las manos de sangre en el campo de batalla. En su fuero interno no lo respetaba, para él solo era otro patricio afortunado, caprichoso y ambicioso, más preocupado por su bienestar personal que por el del Imperio. A pesar de ello no era el peor superior al que había servido, y con eso le bastaba. El ejército es así, se decía a menudo cuando las dudas le asaltaban, unos mandan y otros obedecen, no queda más remedio que cumplir a rajatabla las órdenes recibidas si no quieres terminar, en el mejor de los casos, limpiando la mierda de los establos; o en el peor, con un gladius separándote la cabeza del cuerpo. La caravana estaba compuesta por quince soldados, cinco canteros libres —incluido el maestro Ramel—, veinte esclavos, que caminaban en fila atados por el cuello con una cuerda, y un carro tirado por mulas donde llevaban las tiendas de campaña, la comida y lo más importante: las herramientas. Ático y Drusus eran los únicos que iban a caballo, y encabezaban la marcha detrás del cazador sirio, que los guiaba amarrado con una cadena a su cintura. Caminaron toda la mañana, hasta que el inmisericorde sol les obligó a detenerse a descasar y beber agua. El sirio, un hombre de piel oscura, delgado pero fuerte como un junco, se sentó sobre una roca; las cadenas sonaron al tocar el suelo. Ático dio un tirón y los eslabones se tensaron, a punto de tirarlo. —¿Cuánto queda? El sirio lo miró y buscó las palabras en un idioma que apenas conocía. —Pronto —dijo agachando la cabeza, incapaz de mantener la mirada al duro centurión—. Detrás de montaña. —Sabes lo que te pasará si has mentido, ¿verdad? —dijo Ático en tono neutro, molesto por tener que mencionar algo que creía innecesario—. Serás descuartizado y tus pedazos esparcidos para que se los coman las hienas. El cazador asintió y, a pesar del calor, no pudo evitar que un escalofrío le hiciera temblar de arriba a abajo. —Señor, ¿cree que existe esa mina? —preguntó Drusus, mientras bajaba de su caballo. Ático se quitó el casco, se secó la frente con el dorso de la mano y desmontó también; luego, girando un poco la cabeza en dirección a su suboficial, dijo: —Sinceramente, me da igual. Drusus bebió abundante agua del odre de piel de oveja y, sonriendo, habló en voz baja para evitar que el sirio le oyera.

—Para él también es indiferente. Sea o no cierto lo que cuenta, nunca saldrá vivo de estas montañas. Ático no contestó. Se alejó unos pasos y, agarrándose el brazo tullido, deseo haber muerto en aquel campo de batalla donde una lanza, empuñada por un digno enemigo, respetó su vida pero le relegó a la indignidad de la retaguardia. Maldijo aquel acero que le robó la posibilidad de alcanzar una gloria eterna. Un negro pensamiento sobrevoló su cabeza y se imaginó muerto, olvidado en mitad del desierto, y sus ridículos huesos sobresaliendo de la arena por siempre jamás. Ese sirio nunca saldrá vivo de estas montañas, repitió para sí, pero quizá nosotros tampoco. Llegaba la tarde cuando, al descender una colina, el sirio se volvió y señaló un estrecho cañón que serpenteaba y desaparecía a la derecha. Apretaron la marcha hasta que llegaron a una pequeña hondonada entre dos riscos, una zona plana cubierta por arena fina que danzaba debido a una suave brisa que comenzaba a levantarse. Los llevó hasta una pared de arena que se alzaba entre las rocas. En la parte baja se abría un estrecho hueco por el que apenas pasaría un hombre. A simple vista nadie podría haber adivinado que aquella arena, compactada por el paso de los años, ocultaba la entrada a una cueva. —Por agujero yo seguir a pequeño zorro herido —señaló el cazador, con mano temblorosa. La tarde no fue suficiente para retirar la dura arena. Ramel lo dirigía todo; Ático sabía que en cuanto a minas y canteras él era el más cualificado, y le dejó hacer sin inmiscuirse en nada. Esclavos, canteros e incluso algunos soldados, se aplicaron durante horas con picos, palas y capazos para retirar la arena que allí se había acumulado. La noche se les vino encima y debieron continuar a la luz de las antorchas. El centurión prefirió retirarse a su tienda y esperar el momento en que la entrada estuviera despejada. Había dado órdenes precisas a su segundo de que nadie pasara antes que él. Acababa de cenar unas tortas de maíz y carne seca con vino, cuando Drusus irrumpió en la tienda. —Han terminado —dijo lacónico. Ático lo miró. El tiempo que estuvo solo le trajo pensamientos de tiempos pasados, y le sumió en una melancolía espesa e incómoda. Hubiera preferido que las noticias fueran otras, que su suboficial le informara de que todo estaba preparado para un combate, y no para la inspección de una maldita mina. No hay honor en torturar a hombres que no se pueden defender, no hay gloria en conseguir oro azotando esclavos.

El oro, pensó, el maldito oro, enriquece a los hombres y hace grandes a los imperios, pero rara vez se le ve en el campo de batalla. —Bien, entonces vayamos.

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