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Eva Luna – Isabel Allende

ME LLAMO EVA, que quiere decir vida, según un libro que mi madre consultó para escoger mi nombre. Nací en el último cuarto de una casa sombría y crecí entre muebles antiguos, libros en latín y momias humanas, pero eso no logró hacerme melancólica, porque vine al mundo con un soplo de selva en la memoria. Mi padre, un indio de ojos amarillos, provenía del lugar donde se juntan cien ríos, olía a bosque y nunca miraba al cielo de frente, porque se había criado bajo la cúpula de los árboles y la luz le parecía indecente. Consuelo, mi madre, pasó la infancia en una región encantada, donde por siglos los aventureros han buscado la ciudad de oro puro que vieron los conquistadores cuando se asomaron a los abismos de su propia ambición. Quedó marcada por el paisaje y de algún modo se las arregló para traspasarme esa huella. Los misioneros recogieron a Consuelo cuando todavía no aprendía a caminar, era sólo una cachorra desnuda y cubierta de barro y excremento, que entró arrastrándose por el puente del embarcadero como un diminuto Jonás vomitado por alguna ballena de agua dulce. Al bañarla comprobaron sin lugar a dudas que era niña, lo cual les creó cierta confusión, pero estaba allí y no era cosa de lanzarla al río, de modo que le pusieron un pañal para tapar sus vergüenzas, le echaron unas gotas de limón en los ojos para curar la infección que le impedía abrirlos y la bautizaron con el primer nombre femenino que les pasó por la mente. Procedieron a educarla sin buscar explicaciones sobre su origen y sin muchos aspavientos, seguros de que si la Divina Providencia la había conservado con vida hasta que ellos la encontraron, también velaría por su integridad física y espiritual, o en el peor de los casos se la llevaría al cielo junto a otros inocentes. Consuelo creció sin lugar fijo en la estricta jerarquía de la Misión. No era exactamente una sirvienta, no tenía el mismo rango que los indios de la escuela y cuando preguntó cuál de los curas era su papá, recibió un bofetón por insolente. Me contó que había sido abandonada en un bote a la deriva por un navegante holandés, pero seguro que esa es una leyenda que inventó con posterioridad para librarse del asedio de mis preguntas. Creo que en realidad nada sabía de sus progenitores ni de la forma como apareció en aquel lugar. La Misión era un pequeño oasis en medio de una vegetación voluptuosa, que crece enredada en sí misma, desde la orilla del agua hasta las bases de monumentales torres geológicas, elevadas hacia el firmamento como errores de Dios. Allí el tiempo se ha torcido y las distancias engañan al ojo humano, induciendo al viajero a caminar en círculos. El aire, húmedo y espeso, a veces huele a flores, a hierbas, a sudor de hombres y a aliento de animales. El calor es oprimente, no corre una brisa de alivio, se caldean las piedras y la sangre en las venas. Al atardecer el cielo se llena de mosquitos fosforescentes, cuyas picaduras provocan inacabables pesadillas, y por las noches se escuchan con nitidez los murmullos de las aves, los gritos de los monos y el estruendo lejano de las cascadas, que nacen de los montes a mucha altura y revientan abajo con un fragor de guerra. El modesto edificio, de paja y barro, con una torre de palos cruzados y una campana para llamar a misa, se equilibraba como todas las chozas, sobre pilotes enterrados en el fango de un río de aguas opalescentes cuyos límites se pierden en la reverberación de la luz. Las viviendas parecían flotar a la deriva entre canoas silenciosas, basura, cadáveres de perros y ratas, inexplicables flores blancas. Era fácil distinguir a Consuelo aun desde lejos, con su largo pelo rojo como un ramalazo de fuego en el verde eterno de esa naturaleza. Sus compañeros de juego eran unos indiecitos de vientres protuberantes, un loro atrevido que recitaba el Padrenuestro intercalado de palabrotas y un mono atado con una cadena a la pata de una mesa, al que ella soltaba de vez en cuando para que fuera a buscar novia al bosque, pero siempre regresaba a rascarse las pulgas en el mismo sitio. En esa época ya andaban por aquellos lados los protestantes repartiendo biblias, predicando contra el Vaticano y cargando bajo el sol y la lluvia sus pianos en carretones, para hacer cantar a los conversos en actos públicos. Esta competencia exigía de los sacerdotes católicos toda su dedicación, de modo que se ocupaban poco de Consuelo y ella sobrevivió curtida por el sol, mal alimentada con yuca y pescado, infestada de parásitos, picada de mosquitos, libre como un pájaro. Aparte de ayudar en las tareas domésticas, asistir a los servicios religiosos y a algunas clases de lectura, aritmética y catecismo, no tenía otras obligaciones, vagaba husmeando la flora y persiguiendo a la fauna, con la mente plena de imágenes, de olores, colores y sabores, de cuentos traídos de la frontera y mitos arrastrados por el río. Tenía doce años cuando conoció al hombre de las gallinas, un portugués tostado por la intemperie, duro y seco por fuera, lleno de risa por dentro.


Sus aves merodeaban devorando todo objeto reluciente encontrado a su paso, para que más tarde su amo les abriera el buche de un navajazo y cosechara algunos granos de oro, insuficientes para enriquecerlo, pero bastantes para alimentar sus ilusiones. Una mañana, el portugués divisó a esa niña de piel blanca con un incendio en la cabeza, la falda recogida y las piernas sumergidas en el pantano y creyó padecer otro ataque de fiebre intermitente. Lanzó un silbido de sorpresa, que sonó como una orden de poner en marcha a un caballo. El llamado cruzó el espacio, ella levantó la cara, sus miradas se encontraron y ambos sonrieron del mismo modo. Desde ese día se juntaban con frecuencia, él para contemplarla deslumbrado y ella para aprender a cantar canciones de Portugal. —Vamos a cosechar oro —dijo un día el hombre. Se internaron en el bosque hasta perder de vista la campana de la Misión, adentrándose en la espesura por senderos que sólo él percibía. Todo el día buscaron a las gallinas, llamándolas con cacareos de gallo y atrapándolas al vuelo cuando las vislumbraban a través del follaje. Mientras ella las sujetaba entre las rodillas, él las abría con un corte preciso y metía los dedos para sacar las pepitas. Las que no murieron fueron cosidas con aguja e hilo para que continuaran sirviendo a su dueño, colocaron a las demás en un saco para venderlas en la aldea o usarlas de carnada y con las plumas hicieron una hoguera, porque traían mala suerte y contagiaban el moquillo. Al atardecer, Consuelo regresó con el pelo revuelto, contenta y manchada de sangre. Se despidió de su amigo, trepó por la escala colgante desde el bote hasta la terraza y su nariz dio con las cuatro sandalias inmundas de dos frailes de Extremadura, que la aguardaban con los brazos cruzados sobre el pecho y una terrible expresión de repudio. —Ya es tiempo de que partas a la ciudad —le dijeron. Nada ganó con suplicar. Tampoco la autorizaron para cargar con el mono o el loro, dos compañeros inapropiados para la nueva vida que la esperaba. Se la llevaron junto a cinco muchachas indígenas, todas amarradas por los tobillos para impedirles saltar de la piragua y desaparecer en el río. El portugués se despidió de Consuelo sin tocarla, con una larga mirada, dejándole de recuerdo un trozo de oro en forma de muela, atravesado por una cuerda. Ella lo usaría colgado al cuello durante casi toda su vida, hasta que encontró a quien dárselo en prenda de amor. Él la vio por última vez, vestida con su delantal de percal desteñido y un sombrero de paja metido hasta las orejas, descalza y triste, diciéndole adiós con la mano. El viaje comenzó en canoa por los afluentes del río a través de un panorama demencial, luego a lomo de mula por mesetas abruptas donde por las noches se helaban los pensamientos y finalmente en camión por húmedas llanuras, bosques de plátanos salvajes y pinas enanas, caminos de arena y de sal, pero nada sorprendió a la niña, pues quien ha abierto los ojos en el territorio más alucinante del mundo, pierde la capacidad de asombro. Durante ese largo trayecto lloró todas las lágrimas que guardaba en su organismo, sin dejar reserva para las tristezas posteriores. Una vez agotado el llanto cerró la boca, decidida a abrirla de ahí en adelante sólo para responder lo indispensable. Llegaron a la capital varios días después y los frailes condujeron a las aterrorizadas muchachas al convento de las Hermanitas de la Caridad, donde una monja abrió la puerta de hierro con una llave de carcelero y las guio a un patio amplio y umbroso, rodeado de corredores, en cuyo centro se alzaba una fuente de azulejos pintados donde bebían palomas, tordos y colibríes. Varias jóvenes de uniforme gris, sentadas en rueda a la sombra, cosían forros de colchones con agujas curvas o tejían canastos de mimbre. —En la oración y el esfuerzo encontrarán alivio para sus pecados.

No he venido a curar a los sanos, sino a cuidar a los enfermos. Más se alegra el pastor cuando encuentra la oveja descarriada, que ante todo su rebaño congregado. Palabra de Dios, alabado sea su Santo Nombre, amén —o algo por el estilo recitó la monja con las manos ocultas bajo los pliegues del hábito. Consuelo no entendió el significado de aquella perorata ni le prestó atención, porque estaba extenuada y la sensación de encierro la abrumaba. Nunca había estado entre murallas y al mirar hacia arriba y ver el cielo reducido a un cuadrilátero, creyó que moriría asfixiada, Cuando la separaron de sus compañeras de viaje y la llevaron a la oficina de la Madre Superiora, no imaginó que la causa era su piel y sus ojos claros. Las Hermanitas no habían recibido en muchos años a una criatura como ella, sólo niñas de razas mezcladas provenientes de los barrios más pobres o indias traídas por los misioneros a viva fuerza. —¿Quiénes son tus padres? —No sé. —¿Cuándo naciste? —El año del cometa. Ya entonces Consuelo suplía con giros poéticos lo que le faltaba en información. Desde que oyó mencionar por primera vez al cometa, decidió adoptarlo como fecha de nacimiento. Durante su infancia alguien le contó que en aquella oportunidad el mundo esperó el prodigio celeste con terror. Se suponía que surgiría como un dragón de fuego y que al entrar en contacto con la atmósfera terrestre, su cola envolvería al planeta en gases venenosos y un calor de lava fundida acabaría con toda forma de vida. Algunas personas se suicidaron para no morir chamuscadas, otras prefirieron aturdirse en comilonas, borracheras y fornicaciones de última hora. Hasta el Benefactor se impresionó al ver el cielo tornarse verde y enterarse de que bajo la influencia del cometa el pelo de los mulatos se desrizaba y el de los chinos se encrespaba y mandó soltar a algunos opositores, presos desde hacía tanto tiempo, que para entonces ya habían olvidado la luz natural, aunque algunos conservaban intacto el germen de la rebelión y estaban dispuestos a legarlo a las generaciones futuras. A Consuelo la sedujo la idea de nacer en medio de tanto espanto, a pesar del rumor de que todos los recién nacidos de ese momento fueron horrorosos y siguieron siéndolo años después que el cometa se perdió de vista como una bola de hielo y polvo sideral. —Lo primero será acabar con este rabo de Satanás —decidió la Madre Superiora, pesando a dos manos aquella trenza de cobre bruñido que colgaba a la espalda de la nueva interna. Dio orden de cortar la melena y lavarle la cabeza con una mezcla de lejía y Aureolina Onirem para liquidar los piojos y atenuar la insolencia del color, con lo cual se le cayó la mitad del pelo y el resto adquirió un tono arcilloso, más adecuado al temperamento y a los fines de la institución religiosa, que el manto flamígero original. En ese lugar Consuelo pasó tres años con frío en el cuerpo y en el alma, taimada y solitaria, sin creer que el sol escuálido del patio fuera el mismo que sancochaba la selva donde había dejado su hogar. Allí no entraba el alboroto profano ni la prosperidad nacional, iniciada cuando alguien cavó un pozo y en vez de agua saltó un chorro negro, espeso y fétido, como porquería de dinosaurio. La patria estaba sentada en un mar de petróleo. Eso despabiló un poco la modorra de la dictadura, pues aumentó tanto la fortuna del tirano y sus familiares, que algo rebasó para los demás. En las ciudades se vieron algunos adelantos y en los campos petroleros, el contacto con los fornidos capataces venidos del norte remeció las viejas tradiciones y una brisa de modernismo levantó las faldas de las mujeres, pero en el convento de las Hermanitas de la Caridad nada de eso importaba. La vida comenzaba a las cuatro de la madrugada con las primeras oraciones; el día transcurría en un orden inmutable y terminaba con las campanas de las seis, hora del acto de contrición para limpiar el espíritu y prepararse para la eventualidad de la muerte, ya que la noche podía ser un viaje sin retorno. Largos silencios, corredores de baldosas enceradas, olor a incienso y azucenas, susurro de plegarias, bancos de madera oscura, blancas paredes sin adornos. Dios era una presencia totalitaria.

Aparte de las monjas y un par de sirvientes, en el vasto edificio de adobe y tejas vivían sólo dieciséis muchachas, la mayoría huérfanas o abandonadas, que aprendían a usar zapatos, comer con tenedor y dominar algunos oficios domésticos elementales, para que más tarde se emplearan en humildes labores de servicio, pues no se suponía que tuvieran capacidad para otra cosa. Su aspecto distinguía a Consuelo entre las demás y las monjas, convencidas de que aquello no era casual sino más bien un signo de buena voluntad divina, se esmeraron en cultivar su fe en la esperanza de que decidiera tomar los hábitos y servir a la Iglesia, pero todos sus esfuerzos se estrellaron contra el rechazo instintivo de la chiquilla. Ella lo intentó con buena disposición, pero nunca logró aceptar ese dios tiránico que le predicaban las religiosas, prefería una deidad más alegre, maternal y compasiva. —Esa es la Santísima Virgen María —le explicaron. —¿Ella es Dios? —No, es la madre de Dios. —Sí, pero ¿quién manda más en el cielo, Dios o su mamá? —Calla, insensata, calla y reza. Pídele al Señor que te ilumine —le aconsejaban. Consuelo se sentaba en la capilla a mirar el altar coronado por un Cristo de realismo aterrador y trataba de recitar el rosario, pero muy pronto se perdía en aventuras interminables donde los recuerdos de la selva alternaban con los personajes de la Historia Sagrada, cada uno con su cargamento de pasiones, venganzas, martirios y milagros. Todo lo tragaba con avidez, las palabras rituales de la misa, los sermones de los domingos, las lecturas pías, los ruidos de la noche, el viento entre las columnas del corredor, la expresión bobalicona de los santos y anacoretas en sus nichos de la iglesia. Aprendió a permanecer quieta y guardó su desmesurado caudal de fábulas como un tesoro discreto hasta que yo le di la oportunidad de desatar ese torrente de palabras que llevaba consigo. Tanto tiempo pasaba Consuelo inmóvil en la capilla, con las manos juntas y una palidez de rumiante, que se regó el rumor en el convento de que estaba bendita y tenía visiones celestiales; pero la Madre Superiora, una catalana práctica y menos inclinada a creer en milagros que las otras monjas de la congregación, se dio cuenta de que no se trataba de santidad, sino más bien de una distracción incurable. Como la muchacha tampoco demostraba entusiasmo alguno por coser colchones, fabricar hostias o tejer cestos, consideró terminada su formación y la colocó para servir en la casa de un médico extranjero, el Profesor Jones. La llevó de la mano hasta una mansión que se alzaba algo decrépita, pero aún espléndida en su arquitectura francesa, en los límites de la ciudad, al pie de un cerro que ahora las autoridades convirtieron en Parque Nacional. La primera impresión que tuvo Consuelo de aquel hombre la afectó tanto, que pasó meses sin perderle el miedo. Lo vio entrar a la sala con un delantal de carnicero y un extraño instrumento metálico en la mano, no las saludó, despachó a la monja con cuatro frases incomprensibles y a ella la mandó con un gruñido a la cocina sin dedicarle ni una mirada, demasiado ocupado con sus proyectos. Ella, en cambio, lo observó con detención, porque nunca había visto a un sujeto tan amenazante, pero no pudo dejar de advertir que era hermoso como una estampa de Jesús, todo de oro, con la misma barba rubia de príncipe y los ojos de un color imposible. El único patrón que habría de tener Consuelo en su vida pasó años perfeccionando un sistema para conservar a los muertos, cuyo secreto se llevó finalmente a la tumba, para alivio de la humanidad. También trabajaba en una cura para el cáncer, pues observó que esta enfermedad es poco frecuente en las zonas infectadas de paludismo y dedujo naturalmente que podía mejorar a las víctimas de ese mal exponiéndolas a las picaduras de los mosquitos de los pantanos. Con la misma lógica, experimentaba dando golpes en la cabeza a los tontos de nacimiento o de vocación, porque leyó en la Gaceta del Galeno que debido a un traumatismo cerebral, una persona se transformó en genio. Era un antisocialista decidido. Calculó que si se repartieran las riquezas del mundo, a cada habitante del planeta le correspondería menos de treinta y cinco centavos, por lo tanto las revoluciones eran inútiles. Lucía un aspecto saludable y fuerte, sufría de constante mal humor y poseía los conocimientos de un sabio y las mañas de un sacristán. Su fórmula para embalsamar era de una sencillez admirable, como lo son casi todos los grandes inventos. Nada de sustraer las vísceras, vaciar el cráneo, zambullir el cuerpo en formol y rellenarlo con brea y estopa, para al final dejarlo arrugado como una ciruela y mirando estupefacto con ojos de vidrio pintado. Simplemente extraía la sangre del cadáver aún fresco y la reemplazaba por un líquido que lo conservaba como en vida.

La piel, aunque pálida y fría, no se deterioraba, el cabello permanecía firme y en algunos casos hasta las uñas se quedaban en sus sitios y continuaban creciendo. Tal vez el único inconveniente era cierto olor acre y penetrante, pero con el tiempo los familiares se acostumbraban. En esa época pocos pacientes se prestaban voluntariamente a las picaduras de insectos curativos o a los garrotazos para aumentar la inteligencia, pero su prestigio de embalsamador había cruzado el océano y con frecuencia llegaban a visitarlo científicos europeos o comerciantes norteamericanos ávidos de arrebatarle su fórmula. Siempre se iban con las manos vacías. El caso más célebre —que regó su fama por el mundo— fue el de un conocido abogado de la ciudad, quien tuvo en vida inclinaciones liberales y el Benefactor lo mandó matar a la salida del estreno de la zarzuela de La Paloma en el Teatro Municipal. Al Profesor Jones le llevaron el cuerpo aún caliente, con tantos agujeros de bala que no se podían contar, pero con la cara intacta. Aunque consideraba a la víctima su enemigo ideológico, pues él mismo era partidario de los regímenes autoritarios y desconfiaba de la democracia, que le resultaba vulgar y demasiado parecida al socialismo, se dio a la tarea de preservar el cuerpo, con tan buen resultado, que la familia sentó al muerto en la biblioteca, vestido con su mejor traje y sosteniendo una pluma en la mano derecha. Así lo defendieron de la polilla y del polvo durante varias décadas, como un recordatorio de la brutalidad del dictador, quien no se atrevió a intervenir, porque una cosa es querellarse con los vivos y otra muy distinta arremeter contra los difuntos. Una vez que Consuelo logró superar el susto inicial y comprendió que el delantal de matarife y el olor a tumba de su patrón eran detalles ínfimos, porque en verdad se trataba de una persona fácil de sobrellevar, vulnerable y hasta simpática en algunas ocasiones, se sintió a sus anchas en esa casa, que le pareció el paraíso en comparación con el convento. Allí nadie se levantaba de madrugada para rezar el rosario por el bien de la humanidad, ni era necesario ponerse de rodillas sobre un puñado de guisantes para pagar con sufrimiento propio las culpas ajenas. Como en el antiguo edificio de las Hermanitas de la Caridad, en esa mansión también circulaban discretos fantasmas, cuya presencia todos percibían menos el Profesor Jones, que se empeñaba en negarlos porque carecían de fundamento científico. Aunque estaba a cargo de las tareas más duras, la muchacha encontraba tiempo para sus ensoñaciones, sin que nadie la molestara interpretando sus silencios como virtudes milagrosas. Era fuerte, nunca se quejaba y obedecía sin preguntar, tal como le habían enseñado las monjas. Aparte de acarrear la basura, lavar y planchar la ropa, limpiar las letrinas, recibir diariamente el hielo para las neveras, que traían a lomo de burro preservado en sal gruesa, ayudaba al Profesor Jones a preparar la fórmula en grandes frascos de farmacia, cuidaba los cuerpos, les quitaba el polvo y la rémora de las articulaciones, los vestía, los peinaba y les coloreaba las mejillas con carmín. El sabio se sentía a gusto con su sirvienta. Hasta que ella llegó a su lado, trabajaba solo, en el más estricto secreto, pero con el tiempo se acostumbró a la presencia de Consuelo y le permitió ayudarlo en su laboratorio, pues supuso que esa mujer callada no representaba peligro alguno. Seguro de tenerla siempre cerca cuando la necesitaba, se quitaba la chaqueta y el sombrero y sin mirar hacia atrás los dejaba caer para que ella los cogiera al vuelo antes que tocaran al suelo, y como nunca le falló, acabó por tenerle una confianza ciega. Fue así como aparte del inventor, Consuelo llegó a ser la única persona en posesión de la fórmula maravillosa, pero ese conocimiento no le sirvió de nada, pues la idea de traicionar a su patrón y comerciar con su secreto jamás pasó por su mente. Detestaba manipular cadáveres y no comprendía el propósito de embalsamarlos. Si eso fuera útil, la naturaleza lo habría previsto y no permitiría que los muertos se pudrieran, pensaba ella. Sin embargo, al final de su vida encontró una explicación a ese antiguo afán de la humanidad por preservar a sus difuntos, porque descubrió que teniendo sus cuerpos al alcance de la mano, es más fácil recordarlos. Transcurrieron muchos años sin sobresaltos para Consuelo. No percibía las novedades a su alrededor, porque del claustro de las monjas pasó al de la casa del Profesor Jones, Allí había una radio para enterarse de las noticias, pero rara vez se encendía, sólo se escuchaban los discos de ópera que el patrón ponía en su flamante vitrola. Tampoco llegaban periódicos, sólo revistas científicas, porque el sabio era indiferente a los hechos que ocurrían en el país o en el mundo, mucho más interesado en los conocimientos abstractos, los registros de la historia o los pronósticos de un futuro hipotético, que en las emergencias vulgares del presente. La casa era un inmenso laberinto de libros.

A lo largo de las paredes se acumulaban los volúmenes desde el suelo hasta el techo, oscuros, olorosos a empastes de cuero, suaves al tacto, crujientes, con sus títulos y sus cantos de oro, sus hojas translúcidas, sus delicadas tipografías. Todas las obras del pensamiento universal se hallaban en esos anaqueles, colocadas sin orden aparente, aunque el Profesor recordaba con exactitud la ubicación de cada una. Las obras de Shakespeare descansaban junto a El capital, las máximas de Confucio se codeaban con la Vida de las focas, los mapas de antiguos navegantes yacían junto a novelas góticas y poesía de la India. Consuelo pasaba varias horas al día limpiando los libros. Cuando terminaba con el último estante había que comenzar otra vez por el primero, pero eso era lo mejor de su trabajo. Los tomaba con delicadeza, les sacudía el polvo acariciándolos y daba vueltas a las páginas para sumergirse unos minutos en el mundo privado de cada uno. Aprendió a conocerlos y ubicarlos en las repisas. Nunca se atrevió a pedirlos prestados, de modo que los sacaba a hurtadillas, los llevaba a su cuarto, los leía por las noches y al día siguiente los colocaba en sus sitios. Consuelo no supo de muchos trastornos, catástrofes o progresos de su época, pero se enteró en detalle de los disturbios estudiantiles en el país, porque ocurrieron cuando el Profesor Jones transitaba por el centro de la ciudad y por poco lo matan los guardias a caballo. Le tocó a ella ponerle emplastos en los moretones y alimentarlo con sopa y cerveza en biberón, hasta que se le afirmaron los dientes sueltos. El doctor había salido a comprar algunos productos indispensables para sus experimentos, sin recordar para nada que estaban en Carnaval, una fiesta licenciosa que cada año dejaba un saldo de heridos y muertos, aunque en esa ocasión las riñas de borrachos pasaron desapercibidas ante el impacto de otros hechos que remecieron a las conciencias adormiladas. Jones iba cruzando la calle cuando estalló el barullo. En realidad, los problemas comenzaron dos días antes, cuando los universitarios eligieron una reina de belleza mediante la primera votación democrática del país. Después de coronarla y pronunciar discursos floridos, en los cuales a algunos se les soltó la lengua y hablaron de libertad y soberanía, los jóvenes decidieron desfilar. Nunca se había visto nada semejante, la policía tardó cuarenta y ocho horas en reaccionar y lo hizo justamente en el momento en que el Profesor Jones salía de una botica con sus frascos y papelillos. Vio avanzar al galope a los guardias, con sus machetes en ristre y no se desvió del camino ni apuró el paso, porque iba distraído pensando en alguna de sus fórmulas químicas y todo ese ruido le pareció de muy mal gusto. Recuperó el conocimiento en una angarilla rumbo al hospital de indigentes y logró balbucear que cambiaran de ruta y lo condujeran a su casa, sujetándose los dientes con la mano para evitar que rodaran por la calle. Mientras él se recuperaba hundido en sus almohadas, la policía apresó a los cabecillas de la revuelta y los metió en una mazmorra, pero no fueron apaleados, porque entre ellos había algunos hijos de las familias más conspicuas. Su detención produjo una oleada de solidaridad y al día siguiente se presentaron decenas de muchachos en las cárceles y cuarteles a ofrecerse como presos voluntarios. Los encerraron a medida que llegaban, pero pocos días después hubo que liberarlos, porque ya no había espacio en las celdas para tantos niños y el clamor de las madres comenzaba a perturbar la digestión del Benefactor.

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