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Eugene Pickering – Henry James

Esto sucedió en Homburg, hace varios años, antes de que el juego se hubiese prohibido. La noche era bastante cálida, y todo el mundo se había congregado en la terraza del Kursaal y la explanada inmediata, con el fin de escuchar a la excelente orquesta; mejor dicho, medio mundo, pues la concurrencia era parejamente masiva en las salas de juego, alrededor de las mesas. Por doquier el gentío era grande. La velada era perfecta, la temporada estaba en su apogeo, las abiertas ventanas del Kursaal arrojaban largos haces de luz artificial hacia los oscuros bosques y, de vez en cuando, en las pausas de la música, casi se podía oír el tintineo de los napoleones y las metálicas apelaciones de los crupieres alzarse sobre el expectante silencio de las salas. Yo había estado vagando con una amiga, y al fin nos disponíamos a sentarnos. Empero, las sillas escaseaban. Ya había logrado capturar una, pero no parecía fácil hallar la segunda que nos faltaba. Me encontraba a punto de desistir resignado e insinuar que nos encamináramos a los divanes damasquinados del Kursaal, cuando observé a un joven indolentemente sentado en uno de los objetos de mi búsqueda, con los pies apoyados en los palos de otro más. Esto excedía la cuota de lujo que legítimamente le correspondía, conque prestamente me acerqué a él. Desde luego pertenecía a la especie que mejor sabe, en casa y fuera de ella, proveer a su propia comodidad; mas algo en su apariencia sugería que su actual proceder se debía más bien a desapercibimiento que a egocentrismo. Se hallaba con la vista fija en el director de orquesta y atendía absorto a la música. Tenía las manos enlazadas bajo sus largas piernas, y su boca se entreabría con aire casi embobado. —Hay aquí tan pocas sillas —dije— que necesito suplicarle que me ceda una de ellas. Dio un respingo, me miró sorprendido, se azoró, empujó la silla con desmañada alacridad y murmuró algo sobre que no se había dado cuenta. —¡Vaya individuo de pinta más rara! —dijo mi compañera, quien había estado observándome, cuando volví para sentarme a su lado. —Sí, es un individuo de pinta rara; pero lo más raro de todo es que yo lo he visto antes de ahora, que su cara me suena y que sin embargo no consigo recordar de qué. La orquesta ejecutaba la Oración de Der Freischütz, pero la preciosa música de Weber no contribuyó sino a impedirme recordar. ¿Quién diantre era aquel caballero? ¿Dónde, cuándo, cómo lo había conocido yo? Parecía increíble que una faz pudiera serme a la vez tan familiar y tan extraña. Nosotros estábamos de espaldas a él, conque no podía persistir en mis miradas. Cuando cesó la música, dejamos nuestro asiento y me fui acompañando a mi amiga para devolverla a su mamá en la terraza. De camino advertí que mi joven desconocido se había marchado; concluí que no lo conocía y que simplemente se parecería notablemente a algún verdadero conocido mío. Pero ¿quién diantre sería aquél al cual se parecía? Las dos mujeres se marcharon a su alojamiento, que no estaba muy lejos, y yo volví a las salas de juego para rondar alrededor del círculo de la ruleta. Paulatinamente, fui filtrándome hacia el interior, cerca de la mesa, y, paseando la mirada, de nuevo me topé con el enigmático supuesto amigo, ubicado en el lado opuesto al mío. Estaba observando el juego, con las manos en los bolsillos; pero, por extraño que semeje, ahora que lo contemplaba a mi sabor, el aspecto de familiaridad había desaparecido totalmente de su cara. Lo que nos había hecho calificar de rara su pinta era la gran longitud y delgadez de sus extremidades, su largo cuello blanco, sus prominentes ojos azules y su ingenua y poco avispada atención hacia la escena que tenía ante sí.


No era guapo, ciertamente, mas parecía especialmente cordial; y aunque su patente asombro traslucía una pizca de provincianismo, ello resultaba un agradable contraste con las duras máscaras inexpresivas que lo rodeaban. Debía de ser un vástago novel, según me dije para mis adentros, de algún rígido abolengo antiguo: habría sido criado en el más sosegado de los hogares y estaría teniendo su primer atisbo de lo que es la vida. Sentí curiosidad por comprobar si se arriesgaría o no a colocar alguna apuesta en la mesa; saltaba a la vista que experimentaba la tentación, mas semejaba paralizado por una endémica timidez. Permanecía contemplando el complejo movimiento de las pérdidas y ganancias, revolviendo las monedas sueltas en su bolsillo y pasándose nerviosamente de vez en cuando la mano por los ojos. La mayoría de los concurrentes estaba demasiado atenta al juego como para fijarse mucho en los demás; pero al poco reparé en una señora que patentemente no miraba menos a sus vecinos que a la mesa. Más o menos estaba sentada a mitad de distancia de mi amigo y de mí, y a renglón seguido observé que intentaba cruzar su mirada con la de él. Aunque en Homburg, como dice la voz popular, «nunca se sabe», sin embargo me inclinaba a ver en esta señora una de esas mujeres cuya particular vocación es llamar la atención de los caballeros. Era más bien joven que vieja, y más bien hermosa que fea; de hecho, unos momentos después, al verla sonreír, se me antojó maravillosamente hermosa. Tenía unos encantadores ojos grises y una abundante cabellera rubia, dispuesta en pintoresco desorden; y aunque sus facciones eran flacas y su tez descolorida, daba la sensación de una sentimental gracia refinada. Vestía de muselina blanca con muchos volantes y rizos, aunque algo gastada por el uso, realzada aquí y allá por una cinta azul claro. Yo presumía de identificar la nacionalidad de las personas por sus rasgos fisonómicos, y, por regla general, acertaba. Esta delicada, decadente, vaporosa belleza, consideré, era alemana: una alemana, extrañamente, como las que había visto descritas en la literatura. ¿Acaso sería amiga de poetas, corresponsal de filósofos, una musa, una sacerdotisa de la estética: algo parecido a una Bettina, a una Raquel? Sin embargo, raudamente mis conjeturas se diluyeron en mi atención hacia cómo procedería respecto de ella mi desapegado amigo. Por fin ella logró cruzar su mirada con la de él y, levantando una mano totalmente cubierta con sortijas de gemas azules —turquesas, zafiros y lapislázulis—, le hizo señas de que se acercase. El gesto fue ejecutado con una especie de avezada soltura y acompañado de una sonrisa seductora. Él se quedó mirándola un instante, algo perplejo, incapaz de creer que la invitación se dirigiese a él; después, como inmediatamente el gesto se repitiera, y además con apremiante intensidad, se puso colorado hasta la raíz del cabello, titubeó desmañadamente y por último se encaminó hacia la silla de la mujer. Para cuando llegó junto a la espalda femenina ya estaba completamente rojo y se enjugaba la frente con un pañuelo. Ella se volvió a mirarlo con la misma sonrisa, puso dos dedos en la manga masculina y le dijo algo interrogativamente, a lo cual contestó él con ademán negativo de cabeza. Ella debió preguntarle, obviamente, si había jugado alguna vez en su vida, y él responderle que no. Los jugadores veteranos tienen la superstición de que, cuando la suerte les vuelve la espalda, pueden tornar a congraciarla haciendo sus apuestas por medio de un completo novato. A su nueva conocida le habría parecido que la fisonomía de nuestro joven expresaba a la perfección la inexperiencia, y, como mujer práctica que era, había resuelto valerse de él para su juego. Al contrario que la mayoría de sus vecinos, ella no tenía ningún montoncito de dinero sobre la mesa, pero sacó de su bolsillo un doble napoleón, se lo puso en la mano al joven y le rogó que lo apostase a un número de la elección de él mismo. A todas luces lo invadió una especie de deliciosa preocupación; gozaba con la aventura, pero temblaba ante el azar. Yo habría apostado aquella moneda a que se trataba de la última de las de ella; pues, aunque ella sonreía espléndidamente mientras contemplaba la vacilación masculina, había cualquier cosa excepto tranquilidad en su hermosa faz pálida. Repentinamente él, como desesperado, se estiró para depositar la moneda en el tablero.

En este momento distrajo mi atención el tener que dejar pasar a una dama recargada de volantes, que cedía su asiento a una sedosa amiga a quien se lo había prometido; cuando volví a mirar a la mujer de la muselina blanca, ésta arrastraba hacia sí un buen montón de monedas con su pequeña zarpa de gemas azules. La buena y la mala fortuna, en las mesas de Homburg, son igualmente inexpresivas, conque esta bella aventurera recompensó con una única, mera y fugaz sonrisa a mi joven amigo por su sacrificio de su inocencia. A él todavía le quedaba suficiente inocencia, no obstante, como para pasear una mirada alrededor de la mesa con una alegre expresión satisfecha, durante la cual sus ojos tropezaron con los míos. Entonces, imprevistamente, el aspecto de familiaridad que se había desvanecido de su cara se reavivó inequívocamente: se trataba de la infantil sonrisa de un amigo de mi infancia. ¡En mi despiste no había caído en la cuenta de estar mirando a Eugene Pickering! Aunque le sostuve la mirada unos momentos más, no me reconoció. El reconocimiento, creo, había encendido una sonrisa en mi propio rostro; pero, menos afortunado que él, supongo que mi sonrisa ya no conservaba nada de infantil. Habiendo vuelto a favorecerla la fortuna, su compañera siguió jugando por sí misma… jugando y ganando mano tras mano. Por último pareció disponerse a embolsarse sus ganancias y procedió a guardárselas en diversos pliegues de su muselina. Pickering no había apostado nada para sí, pero cuando la vio decidida a retirarse, le enseñó un doble napoleón y le rogó que lo apostase por él. Con gran decisión ella movió su cabeza negativamente y pareció indicarle que lo jugara él mismo; pero él, aún sonrojadísimo, la incitó con desmañado ardor, hasta que por fin ella tomó la moneda, lo miró un momento fijamente y la dejó sobre un número. Un instante después el crupier la arrastraba para sí. Con la cabeza ella le hizo al joven un pequeño ademán que semejó decir: «¿Se convence?»; él tornó a pasear la mirada por la mesa y se rio; ella abandonó su asiento y él la acompañó precediéndola para abrirle paso entre la multitud. Antes de volver a mi alojamiento di un paseo por la terraza y contemplé la explanada. El alumbrado público ya había sido apagado, pero la cálida luz de las estrellas iluminaba vagamente una docena de figuras diseminadas en parejas. Una de tales figuras, me pareció, era la mujer vestida de blanco. Yo no tenía ninguna intención de dejar escapar a Pickering sin renovar nuestra antigua amistad. Él había sido un niño singular, y yo tenía curiosidad por saber en qué habría parado su singularidad. A la mañana siguiente lo busqué por dos o tres hoteles, y por último descubrí su alojamiento. Pero se hallaba ausente, según me dijo el empleado: había salido a pasear hacía una hora. Yo también resolví ponerme a pasear, confiado en que ya me encontraría con él por la noche. Era costumbre del público de Homburg pasar las veladas en el Kursaal, y, manifiestamente, Pickering había descubierto un buen motivo para no constituir una excepción. Uno de los atractivos de Homburg es que en un día de calor se puede pasear en ininterrumpida sombra hasta la caída de la tarde. Los umbrosos jardines del Kursaal se entretejen con el encantador Hardtwald, el cual, a su vez, se mezcla y enlaza con las boscosas laderas de los Montes Taunus. Al Hardtwald orienté mis pasos, y durante una hora vagué por sus musgosas cañadas y la silenciosa penumbra perpendicular de sus bosques de abetos. Impensadamente, en la herbosa margen de un sendero, di con un joven tendido a la ajedrezada sombra cuan largo era y distraído en contemplar ociosamente una franja de cielo azul.

Mis pasos quedaban tan acallados por la hierba, que antes de que él me advirtiera tuve ocasión de reconocer otra vez a Pickering. Parecía que llevara algún tiempo descansando allí; su cabellera se hallaba revuelta cual si hubiera estado durmiendo en el césped; cerca de él, al lado de su sombrero y bastón, yacía una carta sin abrir. Cuando se apercibió de mi presencia se sentó de un tirón, pero yo permanecí mirándolo sin brindarle explicaciones… y ello adrede, a fin de darle la oportunidad de reconocerme por sí solo. Se puso sus gafas, pues era deplorablemente corto de vista, y me miró fijamente con aire de global confianza pero sin dar el menor indicio de haberme reconocido. Así es que finalmente le comuniqué mi nombre. Entonces se incorporó de un salto y me estrechó las manos y me miró conmovido y se puso colorado y rompió a reír y me lanzó una docena de preguntas inconexas, concluyendo con la petición de que le explicara cómo diantres había logrado reconocerlo. —Caramba, porque no has cambiado hasta tal punto —dije—, y, si bien se mira, sólo hace quince años desde que me hacías los ejercicios de latín. —¿Conque no he cambiado, eh? —repuso, todavía sonriendo y sin embargo hablando con una especie de ingenua consternación. Entonces recordé que en aquellos días del latín el pobre Pickering había sido víctima de la crueldad de la infancia. Llevaba un frasco de medicina a la escuela y tomaba una dosis en un vaso de agua antes de la comida; y todos los días a las dos en punto, media hora antes de que los demás estudiantes fuésemos puestos en libertad, llegaba una vieja aya de pobladas cejas a buscarlo en un carruaje. Su cutis extraordinariamente blanco, su aya y su frasco de medicina, que guardaba una vaga analogía con la botellita de tósigo en la tragedia shakespeariana, hicieron que lo llamaran Julieta. Ciertamente, a duras penas la enamorada de Romeo habría podido aventajarlo en sufrimiento; ella no era, al menos, tema de constantes chanzas en Verona. Recordando estas cosas, me apresuré a decirle a Pickering que esperaba que continuase siendo la misma buena persona que antiguamente resolvía por mí los deberes de latín. —Fuimos estupendos amigos, ya sabes —completé—, entonces y un poco más tarde. —Sí, fuimos bonísimos amigos —dijo—, y ello torna todavía más extraño mi no haberte reconocido. Pues, ¿sabes?, de pequeño no tuve excesivos amigos, ni tampoco de mayor. Verás — agregó, pasándose la mano por los ojos—, me noto desorientado y desconcertado porque es la primera vez que estoy… a mi propia merced. —Y sacudió nerviosamente los hombros y levantó la cabeza, como recalcando que se hallaba en una posición inusitada. Me pregunté si la vieja aya de pobladas cejas habría continuado unida a su persona hasta muy recientemente, y bien pronto iba a descubrir que, virtualmente al menos, así había sido. Teníamos ante nosotros todo el día estival, conque nos sentamos juntos sobre la hierba y repasamos nuestros antiguos recuerdos. Fue como si hubiésemos tropezado con un viejo armario en un oscuro rincón, y de él sacásemos un montón de juguetes de niño: soldaditos de plomo y rasgados libros de cuentos, navajitas y rompecabezas. Entre los dos fuimos recordando toda una serie de cosas pretéritas. Corta fue su estancia en la escuela… no porque se sintiese mortificado, pues le parecía tan bonito el mero hecho de ir a la escuela que nunca se quejó en su casa de las burlas por los frascos de medicina; sino porque su padre creía que Eugene estaba aprendiendo malos modales. Esto me lo contó mi amigo confidencialmente en su época, y recuerdo cómo ello acrecentó mi opresivo terror hacia el padre de Pickering, que me había parecido, tras verlo alguna vez de pasada, una especie de sumo sacerdote de la corrección. El señor Pickering era viudo, hecho que había parecido infundirle una especie de preternatural concentración de dignidad paternal.

Era un hombre majestuoso, de nariz ganchuda, penetrantes ojos oscuros, patillas grandes e ideas propias sobre cómo había que educar a un hijo… o a su hijo, en todo caso. Lo primero y principal, tenía que ser un «caballero»; lo cual parecía significar, preponderantemente, el tener que llevar siempre puestos una bufanda y unos guantes, y acostarse, tras una cena de pan con leche, a las ocho en punto. La vida escolar, en la práctica, semejó hostil a estas observancias, conque Eugene fue reintegrado a su casa definitivamente, para ser modelado en urbanidad bajo la mirada de su padre. Se le buscó un preceptor y se le prescribió un único y seleccionado compañero. Misteriosamente, la elección recayó en mí, aunque yo hubiera nacido bajo muy distinta estrella; mis padres fueron consultados, y durante unos meses se me permitió estudiar junto a Eugene. El preceptor, pienso, debía de ser algo esnob, pues Eugene fue tratado como un príncipe en tanto que yo cargaba con todas las preguntas y los palmetazos en la mano. Y sin embargo recuerdo no haberme sentido nunca envidioso de mi favorecido compañero, y sí haber desarrollado, a la sazón, una inmensa amistad infantil. Él tenía un reloj y un poney y un sinfín de libros con láminas de colores, pero mi envidia de estos lujos se diluía a causa de una vaga compasión, que me dejaba libertad para ser generoso. Yo podía salir a jugar solo, podía abotonarme solo mi chaqueta y quedarme levantado hasta cuando no pudiera más de sueño. El pobre Pickering nunca podía dar un paso sin antes haber pedido permiso, ni pasar media hora en el jardín sin facilitar a su regreso un detallado informe de sus actividades allí. Mis padres, que no tenían deseos de que se me inculcaran importunas virtudes, me hicieron volver a la escuela al cabo de seis meses. Desde entonces no había vuelto a ver a Eugene. Su padre hizo que se mudaran al campo, para proteger mejor la moral del mozalbete, y Eugene se difuminó, en mis recuerdos, hasta convertirse en una pálida imagen de los nocivos efectos de una educación severa. Creo que vagamente supuse que se habría disuelto en liviano aire, y de hecho paulatinamente comencé a dudar hasta de su pasada existencia y a considerarlo una de esas fantasías en que uno deja de creer conforme se hace mayor. Pareció lógico que yo no volviera a tener noticias de él. Nuestro actual encuentro era mi primera verificación de que realmente había sobrevivido a tanta atención y cuidado. Lo contemplaba ahora con una buena dosis de interés, pues era todo un raro fenómeno: el fruto de un sistema persistente e ininterrumpidamente aplicado. Me recordaba, en cierto modo, a ciertos jóvenes monjes que yo había visto en Italia: tenía el mismo ingenuo y patente aire de enclaustramiento. De veras su educación había sido casi monástica, recayendo además, evidentemente, en un sujeto bien predispuesto para ella: su suave y afectivo espíritu no había sido uno de ésos a los que hace falta doblegar. Ello le había legado, ahora que pisaba los umbrales del gran mundo, una extraordinaria virginidad de impresiones y viveza de deseos, y confieso que, al mirarlo y fijarme en sus claros ojos azules, temblé por la indefensa inocencia de semejante alma. Me percaté, gradualmente, de que el mundo ya había hecho cierta mella en él y le había instilado una inquieta cautela acongojada. Todo en él denunciaba la experiencia que le había sido arrebatada; su organismo entero se estremecía con una alboreante percatación de insospechadas posibilidades de sensaciones. Lo cierto es que este agradable temblor era externamente apreciable.

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