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Estado crepuscular – Javier Negrete

Dice el sabio Aristóteles que en esta vida hay dos cosas que mueven al hombre: haber mantenencia y tener juntamiento con fembra placentera (e cosa es verdadera). Lo primero, en nuestros días, está garantizado incluso para los hijos de la vieja madre Tierra. Pero lo segundo… Conseguir un buen revolcón está tan difícil como lo ha estado siempre; por este polvo uno puede acabar rebozado por aquellos lodos o, como yo, metido en asuntos demasiado complicados para un vulgar hijo de vecino. Aunque si yo hubiese sido un vulgar hijo de vecino o, por ser más preciso, hijo de un vecino vulgar y no de quien era, nada hubiese sucedido. Ella era una mujer de aspecto joven; sólo alguien dotado de mi ojo clínico podía detectar que había sido sometida a un tratamiento celular s’dnoP. En cualquier caso, la materia prima era de calidad extra: en particular, dos gloriosos pináculos que, acaso ayudados por la baja gravedad (objeción probablemente femenina y seguramente irrelevante), amenazaban con barrenar la tela de su vestido. —¿El doctor David Milar? —No podía creerme mi buena suerte: era ella quien se me había presentado, con todos los VIP que había en aquella fiesta a la que, por alguna extraña razón, no estaba invitado. Asentí: es cierto que soy doctor. Empecé un doctorado de nivel uno en el Caltech, con una tesis muy interesante sobre la ruptura de la causalidad por familias de partículas con masa negativa y velocidad superior a la de la luz. Por desgracia, cuando tras un año de trabajo en solitario se la presenté a mi tutor, éste me mostró que en la segunda página había tenido un error insignificante: un signo «menos» donde debía poner «más». También me comentó, como de pasada, que mis conclusiones chocaban con algunas teorías de cierta relevancia: por ejemplo, la relatividad especial y general de un tal Einstein. En la facultad de físicas de Almendralejo no pusieron tantas pegas para aceptar mi tesis en su prístina redacción, gracias entre otros motivos al pingüe cheque que iba grapado junto a la bibliografía. Ahora tengo un doctorado de nivel cinco (en escala descendente del uno al cinco), pero yo, que odio ese tipo de distingos clasistas, me limito a indicar «Dr.» en mi tarjeta de visita. —Ese soy yo —añadí, tras unas meditaciones similares a las que acabo de expresar, aunque por localizarse en el cerebro y no en una hoja de papel me demoraron bastante menos—. ¿Toma algo? —Un Chivas, gracias. —Me estrechó la mano con un movimiento que producía interesantes ondulaciones sinusoidales y se presentó como Mirtila Lump. Al carajo el presupuesto de copas para esa noche, me dije, pero qué demonios. Unas cúpulas como aquellas hubieran hecho trabajar gratis al mismo Bernini. Me acodé en la barra con ese escorzo que me ha hecho famoso en tantos bares del sistema solar, levanté la ceja izquierda (la derecha no, porque se me pone cara de tonto), y preguntéle: —¿Y a qué debo el honor? —Conozco sus trabajos sobre la esquizofrenia y su reflejo en el trazado de los campos magnéticos cerebrales y me han parecido muy interesantes. Alcé la copa y brindé en silencio por mi padre, David Milar sr., el célebre psiquiatra. ¡Si supiera que estaba a punto de beneficiarme a aquella beldad en su nombre! Susurré algo así como «oh, no tiene importancia», y traté de enarcar la ceja de nuevo; pero como ya la tenía enarcada, ello no fue posible. —Precisamente andaba buscando a un psiquiatra de prestigio, y no puede suponer lo contenta que me sentí cuando vi su nombre en los registros de estación Sheffield. Probablemente no se había molestado en pasar a la segunda pantalla, que indicaba el verdadero motivo de mi presencia: dirigir una cuadrilla de soldadura de baja gravedad en el segmento 9.


Compuse un gesto cuidadamente psicoanalítico y le pregunté: —¿Y cuál es su problema? —Oh, no es por mí. —Mirtila (permítanme esta familiaridad que me ahorra repetir enojosamente lo de «aquella mujer», «ella», «la misma», «la susodicha» y demás consabidos anafóricos) se sonrojó levemente, en particular en la zona del escote, que estaba untada de pegamento para ojos. —No necesito tratamiento psiquiátrico… por el momento. En realidad estoy por un motivo oficial, aunque digamos que… extraoficialmente. Lo primero rebajó un punto mi concupiscencia, pero lo segundo mantuvo mi interés general en una cota aceptable. Pensé que si seguía escuchando tal vez me metiera en un lío. «Bah, no será tan difícil salir de él». Si mi paladar no hubiera estado tan pastoso por los cuatro güisquis que me había echado al coleto, habría podido percatarme de que se mascaba la tragedia. En aquel momento de indecisión cuántica, el universo se desdobló y, como siempre, me quedé en el lado en que no debía. —Dígame, dígame. —Verá usted. —Mirtila se acercó a mí para no ser oída, cosa bastante sencilla dado el nivel de ruido que reinaba en la sala. Pero preferí no desilusionarla al ver que con unos centímetros de intimidad más me clavaría sus pitones—. Trabajo para la representación en Hoonai. Es un asunto de la embajada Satshu, pero debe llevarse de forma confidencial. —Como casi todo lo relativo a los Kghasatshu, por lo que sé. —¿Va a quedarse mucho tiempo más en estación Sheffield? —A decir verdad, no. El asunto que me traía aquí ya se ha terminado. —Mentir, no mentía. Me acababan de rescindir el contrato por la lentitud con que avanzaban las obras y porque un par de operarias se habían quejado de que yo trataba de inducirlas al consumo de bebidas espiritosas y demás vicios concomitantes—. Y puedo añadir que me alegro de irme. Me gusta sentir mis ochenta y cinco kilos uno por uno en los pies. —Aproveché para sacar torso y marcar pectoral en la chaqueta, pero Mirtila estaba mirando para otro lado, como vigilando que nadie nos oyera. Me arrimé un par de centímetros subrepticiamente. —¿Y se conformaría con pesar …uuh… unos setenta y cinco? Tardé algunos segundos en reaccionar.

Me estaba insinuando que adelgazara, sugerencia inaceptable, ofensiva y falta de realismo, u… (Escribo la disyuntiva «u» porque la siguiente palabra empieza por «o». Claro, que este paréntesis hace innecesaria tal elección eufónica. Pero si, debido a ello, pusiese de nuevo «o», el paréntesis estaría de más, con lo cual ambas «oes» quedarían en contacto y de nuevo tendría que poner «u», y como alguien se podría extrañar habría que explicárselo y… Mi ordenador me recomienda que corte si no quiero entrar en un bucle infinito.) [1] —¿Otro planeta? —Bingo. —Mirtila levantó los ojos y me miró con una expresión del tipo «es usted el elegido». Estuve a punto de contestarle con el sí, quiero, pero mi proverbial prudencia me retuvo. La animé con un gesto a que continuara—. Por lo que sé de usted, doctor Milar, creo que no es ningún entusiasta de la psiquiatría práctica, o terapéutica, o como quiera llamarla. Le gusta más la investigación. Traté de ponerme en el papel de mi padre, para lo cual tuve que imaginarme que me había tomado cuatro güisquis más y recordar un poco de su palabrería. Me animó pensar que esa mujer tenía por fuerza que saber menos psiquiatría que yo. —Más que de gustos, se trata de aptitudes. Reconozco que hay mucho mejores clínicos que yo. Aquí mismo mi labor es… —Era la tercera frase y ya me estaba pasando — Bueno, si me concretara algo más se lo agradecería. —Debe ser apasionante investigar en los secretos de la mente humana, pero ¿no le interesaría acceder también a los arcanos de una mente alienígena? Definitivamente, aquella mujer había recibido clases de primer curso en el Actor’s Studio o algún sitio aún peor. Con todo, el contenido, que no la forma, de sus palabras encendió mi piloto de atención (me refiero al de mi cerebro humano, que el animal ya llevaba un buen rato parpadeando). 2 + 2 = me estaba hablando de los Kghasatshu; pero aquello era imposible: nunca se habían dejado estudiar por nosotros. —Esta vez sí se dejarán. —(El lector inteligente adivinará que lo anterior era una expresión en estilo indirecto por amor de la brevedad)—. Son ellos mismos los que nos han pedido ayuda. —¿Pedir ayuda los Kghasatshu? — Me mordisqueé el bigote; este mismo hecho y su sabor a JB me recordaron que tenía que recortármelo—. Muy improbable. —Algo grave les sucede, obviamente. Nos han pedido que les enviemos un experto en enfermedades mentales. —Pero yo no soy un experto en enfermedades mentales… Quiero decir, alienígenas, por supuesto.

—Ya lo saben. Pero es que ellos no tienen psiquiatras ni nada que se les parezca. Piensan que un humano les podría ayudar. Al parecer, alguien muy importante en su planeta está sufriendo algún tipo de alteración y creen que sólo un psiquiatra de la Tierra puede hacer algo por él. Piense qué magnífica oportunidad. —Y bien que lo era. Me humedecí los labios, resecos de excitación y de sed. Antes de seguir pensando y tras una discreta mirada a la pantallita de mi tarjeta de crédito, pedí al camarero una humilde cerveza. Es desesperante lo despacio que cae en el vaso a un octavo de gravedad. De las diversas especies que los humanos habíamos encontrado en las inmediaciones galácticas, los Kghasatshu, aun siendo tan diferentes, eran quienes más puntos de contacto tenían con nosotros. Con las demás nos tratábamos de forma muy ocasional, mientras que las relaciones entre humanos y Kghasatshu eran estables. Sin embargo eran como un vecino educado pero distante: se limitaban a entornar la puerta y darnos el puñado de arroz que les hubiéramos pedido sin dejarnos pasar al interior ni ver cómo hacían la paella. (Esa era la opinión general; por lo que supe luego, lo de «educado» sobraba.) Quien pudiera penetrar sus misterios, ¡y nada menos que los de su mente!, tendría asegurada esa gloria eterna que un simple signo menos me había escamoteado. Al fin y a la postre, no se me ocurría que mi padre estuviera más preparado que yo para tratar a un Satshu loco. —Así que tendría que viajar a Hoonai… ¿Cuándo? —Lo antes posible. Los Kghasatshu han fletado una línea especial para usted. Como ve, no piensan reparar en gastos. Si no consigue nada con su paciente, al menos tendrá informaciones valiosas y una paga generosa de la embajada. Si logra curarlo… ¿quién sabe con qué le recompensarán los Kghasatshu? Aquello añadía un interés adicional imposible de pasar por alto, en especial cuando me quedaba poco más del dinero justo para bajar a la Tierra. Pensé que, puesto que me iban a llevar gratis a Hoonai, podía fundírmelo en copas y pedí otro Chivas para Mirtila. —¿Dónde tengo que firmar? —pregunté mientras le ofrecía el vaso, que ella, esponjil dama, aceptó sin rechistar. —Por el momento, en ningún lado. Como ya le he dicho, es una misión extraoficial. Pero no se preocupe, que no le dejaremos en la estacada.

—Echó una mirada al calendario de su reloj—. Pasado mañana venga usted a nuestras oficinas, en el sector tres. Tenga este cubo: contiene algunas informaciones útiles para que se desenvuelva en Hoonai. Tomé el cubo y me lo guardé en el bolsillo, sin atreverme a comentarle que había vendido mi portátil tres días atrás para invitar a cenar a una de las operarias que me había salido rana. Cuando más tarde hice el análisis de aquella noche, encontré algo extraño lo sucedido. Me había fingido psiquiatra para A) tirarme a la concupiscible Mirtila Lump con la condición de B) viajar a Hoonai, el planeta de los Kghasatshu —singular, Satshu—, y curar a un alienígena loco. Podría haberme limitado a A), encontrar las lógicas satisfacciones en ello, desaparecer de estación Sheffield y que se buscara a otro para B). Pero, y he ahí lo raro, cumplí con B), como ahora les narraré, y en cuanto a A), después de despojarme el bolsillo con los malditos Chivas, la muy pécora me dejó en la puerta de su habitación con tres palmos de NARICES. Al día siguiente utilicé el ordenador de un amigo para leer el cubo. En realidad, él estaba trabajando en la soldadura, de modo que falsifiqué su código y entré en su habitación suponiendo que a él no le importaría. La tenía un poco desordenada; una falta de delicadeza para con las visitas que, ya que me dejaba en usufructo su máquina, le disculpé. Me ceñí las dos antebraceras, crucé las manos en esa un tanto budista posición que adoptamos para manejar estos portátiles de diseño de la quincuagésima generación y con mi índice derecho marqué junto a mi codo izquierdo la orden de arrancar. Al introducir el cubo más o menos por la zona de mi escafoides siniestro, dos haces láser brotados mágicamente de mis brazos materializaron un vistoso holograma de un sistema solar con siete planetas.

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