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Estacion de tormentas – Andrzej Sapkowski

Vivía sólo para matar. Estaba tumbado al sol, en la arena caliente. Percibía unas vibraciones, transmitidas por las antenas peludas y las sedas pegadas al suelo. Aunque las vibraciones aún estaban alejadas, Idr podía sentirlas con claridad y precisión, basándose en ellas era capaz de determinar no sólo la dirección y el ritmo del movimiento de la víctima, sino también su peso. Para la mayoría de las fieras que cazan de esa manera, el peso de la presa tiene una importancia primordial: la aproximación furtiva, el ataque y la persecución implican una pérdida de energía que tiene que ser compensada por el valor energético del alimento. La mayoría de los depredadores semejantes a Idr renunciaban al ataque cuando la captura era demasiado pequeña. Pero Idr no. Idr no existía para alimentarse y preservar la especie. No había sido creado con ese fin. Vivía para matar. Desplazando cuidadosamente las extremidades, salió de la cepa del árbol caído, se arrastró por el tronco carcomido, con tres saltos dejó atrás los árboles tumbados, atravesó el calvero a toda prisa, como un fantasma, fue a parar a una zona de monte bajo, cubierta de helechos, se introdujo en la espesura. Se movía deprisa y en silencio, lo mismo echaba a correr que brincaba como un enorme saltamontes. Cayó en unos matorrales, pegó a tierra el segmentado caparazón del abdomen. La vibración del suelo se iba volviendo más clara. Los impulsos de las vibrisas y los pelillos de Idr configuraron una imagen. Un plan. Idr ya sabía por dónde abordar a la víctima, en qué lugar tenía que cortarle el paso, cómo obligarla a huir, cómo caer sobre ella por la espalda con un largo salto, a qué altura golpear y cortar con sus mandíbulas afiladas como cuchillas. Las vibraciones y los impulsos ya estaban llenándolo de la alegría que solía sentir cada vez que una presa se agitaba bajo su peso, de la euforia que le proporcionaba el sabor de la sangre caliente. Del placer que experimentaba cuando un grito de dolor rompía el aire. Se estremecía levemente, abriendo y cerrando las pinzas y los pedipalpos. Las vibraciones en el suelo eran ya muy claras, y además se habían diferenciado. Idr ya sabía que había más de una presa, probablemente tres, tal vez cuatro. Dos de ellas sacudían el suelo de una forma corriente, el temblor de la tercera indicaba una masa y un peso menores. Por su parte, la cuarta —si es que efectivamente había una cuarta presa— generaba una vibración irregular, débil e insegura. Idr se quedó inmóvil, se puso en tensión y extendió las antenas sobre la hierba, para analizar los movimientos del aire.


Los temblores del suelo indicaron por fin lo que estaba esperando Idr. Las presas se habían separado. Una, la menor, se había quedado atrás. Y la cuarta, la menos clara, había desaparecido. Se trataba de una señal falsa, de un eco engañoso. Idr la despreció. La presa pequeña se alejó aún más de las otras. El suelo empezó a estremecerse con fuerza. Y a muy poca distancia. Idr tensó las patas traseras, tomó impulso y saltó. La niña gritó aterrorizada. En lugar de huir, se quedó paralizada en el sitio. Y no paraba de gritar. El brujo se lanzó hacia ella, sacando la espada a medida que corría. E inmediatamente se dio cuenta de que algo no iba bien. De que le habían engañado. El hombre que tiraba del carro cargado de leña soltó un grito y voló ante la vista de Geralt, elevándose a una altura de tres varas, mientras despedía sangre a chorros y salpicaba por todas partes. Cayó, para volver a elevarse de inmediato, convertido esta vez en dos porciones sanguinolentas. Ya no gritaba. La que gritaba ahora de un modo penetrante era la mujer, inmóvil como su hija y paralizada de terror. Aunque no creía que pudiera conseguirlo, el brujo logró salvarla. Saltó hacia ella y de un fuerte empujón sacó a la mujer rociada de sangre del sendero y la lanzó hacia el bosque, entre los helechos. Y al instante comprendió que también esa vez se trataba de un engaño. De un ardid. Y es que una forma gris, plana, de múltiples patas e increíblemente veloz se estaba alejando del carro y de su primera víctima.

Corría hacia la segunda. Hacia la niña que no paraba de chillar. Geralt se lanzó en su dirección. Si la chiquilla hubiera seguido clavada en el sitio, Geralt no habría llegado a tiempo. Pero mostró presencia de ánimo y echó a correr a la desesperada. De todos modos, el monstruo gris le habría dado alcance rápidamente, sin el menor esfuerzo: le habría dado alcance, la habría matado y habría vuelto para acabar también con la mujer. Así habría ocurrido de no estar allí el brujo. Alcanzó al monstruo, dio un salto, aplastando con el tacón una de sus patas traseras. De no haber saltado otra vez de inmediato, habría perdido la pierna: el engendro gris se revolvió con una agilidad increíble y sus pinzas falciformes se cerraron, fallando por un pelo. Antes de que el brujo recobrara el equilibrio, el monstruo se elevó desde el suelo y atacó. Geralt, con un golpe de espada irreflexivo, amplio y bastante caótico, se defendió y repelió a la criatura. No le infligió ninguna herida, pero recuperó la iniciativa. Saltó, cayó encima del monstruo, tajando desde la oreja, golpeando el caparazón que cubría el liso cefalotórax. Antes de que la aturdida criatura se rehiciera, con un nuevo espadazo le amputó la mandíbula izquierda. El monstruo se lanzó contra él, agitando sus garras, intentando embestirlo como un toro con la mandíbula sana. El brujo también se la amputó. Con un rápido tajo en sentido inverso le magulló uno de los pedipalpos. Y de nuevo acuchilló en el cefalotórax. Por fin Idr se dio cuenta de que estaba en peligro. De que tenía que huir. Tenía que huir, huir lejos, ocultarse en algún sitio, buscar un escondrijo. Vivía únicamente para matar. Para matar, tenía que regenerarse. Tenía que escapar… Escapar… El brujo no le dejó escapar. Lo alcanzó, le aplastó el segmento posterior del tórax, cortó de arriba abajo, con ímpetu.

En esta ocasión el caparazón del cefalotórax cedió, al estallar brotó y se derramó una sangre espesa y verdosa. El monstruo forcejeó, sus extremidades golpeteaban frenéticamente la tierra. Geralt tajó con la espada, esta vez separó por completo la cabeza plana del resto del cuerpo. Jadeaba. Tronó a lo lejos. El viento racheado y el cielo que se estaba cubriendo a toda prisa anunciaban la inminente tormenta. Desde que lo vio por primera vez, Geralt asoció a Albert Smulka, el flamante zalmedina municipal, con un bulbo de nabo: era rechoncho, desaseado, sin la menor finura y, en términos generales, escasamente interesante. En otras palabras, apenas se distinguía de los demás funcionarios de rango municipal a los que había tenido ocasión de tratar. —Así pues, es cierto —dijo el zalmedina—. Que para un apuro nada como un brujo. »Jonas, mi predecesor —prosiguió después de unos instantes, sin esperar ninguna reacción por parte de Geralt—, de alabarte no se cansaba. Figúrate que yo por un embustero le había. Vamos, que no acababa de fiarme de él. Sé que tales cosas van engrosando hasta que se convierten en cuentos. Sobre todo entre el vulgo ignorante, ésos están todo el rato nomás que hablando de milagros y prodigios, cuando no de no sé qué brujo de poderes sobrehumanos. Y mira por dónde, resulta que no es más que la misma verdad. Allá, en el bosque, tras el riachuelo, ni se sabe la de gente que habrá muerto. Mas como por acá el camino a la villa es más corto, lo toman, los muy patanes… Derechitos a su perdición. Sin hacer caso de amonestaciones ni consejos. Más vale en estos tiempos no andar deambulando por desiertos lugares, ni conviene vagar por los bosques. Por todos lados hay monstruos, fieras comehombres. En Temeria, en el Piedemonte de Tukai, ha muy poco que ocurriera algo terrible, un fantasma del bosque ha matado a quince personas en un pueblo de carboneros. Las Cornamentas se llamaba esa colonia. Seguro que lo habrás oído. ¿No? Pues que la palme si la verdad no digo.

Pues a lo visto, hasta los hechiceros llevaron a cabo pesquisas en Las Cornamentas. Mas basta de cháchara. Ahora aquí en Ansegis estamos a salvo. Gracias a ti. Sacó un cofre de una cómoda. Desplegó sobre la mesa una hoja de papel, mojó la pluma en el tintero. —Prometiste que matarías a ese espantajo —dijo, sin levantar la cabeza—. Y el caso es que no fue un farol. Eres hombre de palabra, para ser un vagamundos. Y a esas personas les salvaste la vida. A la moza y a la chiquilla. ¿Te habrán dado las gracias a lo menos? ¿Se han echado a tus pies? No se han echado a mis pies, el brujo apretó las mandíbulas. Porque todavía no han vuelto en sí del todo. Y yo me largaré de aquí antes de que vuelvan en sí. Antes de que caigan en la cuenta de que las utilicé como cebo, convencido, en mi vana arrogancia, de que sería capaz de defender a los tres. Me iré antes de que a la niña se le ocurra pensar, antes de que comprenda que por mi culpa ahora es medio huérfana. Se sentía mal. Seguramente era el efecto de los elixires consumidos antes de la lucha. Seguramente. —Aquel monstruo —el zalmedina espolvoreó de arena el papel, tras lo cual sacudió el papel en el suelo— era realmente escalofríante. Contemplé su carroña cuando la trajeron. ¿Qué demonios era? Geralt no estaba seguro al respecto, pero no pensaba traicionarse. —Un aracnomorfo. Albert Smulka movió los labios, intentando inútilmente repetirlo. —Uf, vaya nombrecito, que se llame como le dé la gana.

¿Lo cosiste a tajos? ¿Con esa espada? ¿Se puede echar un vistazo? —No se puede. —Ya, seguro que es una hoja encantada. Y cara tiene que ser… Una cosa exquisita… Bueno, nosotros aquí venga a platicar, y el tiempo que vuela. Cumpliste lo acordado, toca ahora pagar. Mas primero las formalidades. Echa una firma en la factura. Quiero decir, pon una cruz o alguna otra señal. El brujo cogió la cuenta que le tendió, se volvió hacia la luz. —Lo que hay que ver. —El zalmedina sacudió la cabeza, poniendo mala cara—. Pues si resulta que sabe leer. Geralt puso la hoja encima de la mesa, la empujó hacia el funcionario. —Se ha deslizado —dijo con calma, en voz baja— un pequeño error en el documento. Acordamos que serían cincuenta coronas. La factura asciende a ochenta. Albert Smulka juntó las manos, apoyó en ellas la barbilla. —No es un error. —Bajó también la voz—. Más bien es una prueba de reconocimiento. Has matado a un terrible engendro, de seguro que no ha sido un trabajo ligero… Así que a nadie le sorprenderá el importe… —No entiendo. —No me digas. No te hagas el inocentón. No querrás que me crea que Jonas, cuando mandaba aquí, no te presentaba esta clase de facturas. Me juego la cabeza a que… —¿A qué? —le cortó Geralt—. ¿A que engordaba las facturas? Pero la diferencia, con la que hacía mermar el tesoro real, la repartía conmigo a medias.

—¿A medias? —El zalmedina torció el gesto—. Sin exagerar, brujo, sin exagerar. Cualquiera diría que eres tan importante. De la diferencia te quedarás con un tercio. Diez coronas. De todos modos, para ti es un sobresueldo de categoría. Y a mí me corresponde más, aunque sólo fuera en virtud de mi cargo. Los funcionarios del estado tienen que ser ricos. Cuanto más rico sea un funcionario del estado, mayor es el prestigio del dicho estado. Pero bueno, ¿qué sabrás tú de eso? Esta charla ya me aburre. ¿Firmas o no firmas la factura? La lluvia tamborileaba en el tejado, fuera llovía a cántaros. Pero ya no tronaba, la tormenta se alejaba. Interludio Dos días después —Adelante, adelante, honorable dama. —Belohun, rey de Kerack, hizo una señal imperiosa—. Os lo ruego. ¡Criados! ¡Una silla! La bóveda de la estancia estaba adornada con un plafón, un fresco que representaba un velero rodeado de olas, tritones, hipocampos y criaturas que recordaban a bogavantes. En cambio, el fresco en una de las paredes era un mapa del mundo. Un mapa, como hacía ya tiempo que había advertido Coral, totalmente fantástico, que tenía poco que ver con la ubicación real de tierras y mares. Pero era bonito y elegante. Dos pajes sacaron a rastras una pesada silla curul toda labrada. La hechicera se sentó, colocando las manos en los brazos de la silla de modo que sus brazaletes con incrustaciones de rubí quedaran bien a la vista y no pasaran desapercibidos. Lucía además una diadema de rubíes en su cabellera rizada, y un collar de rubíes en su profundo escote. Todo pensado especialmente para la audiencia real. Quería causar impresión. Y la causó.

El rey Belohun puso los ojos como platos, no se sabe si por los rubíes o por el escote. Belohun, hijo de Osmyk, era, podría decirse, rey de primera generación. Su padre había reunido un notable patrimonio merced al comercio marítimo y, por lo visto, también había pillado algo gracias a la piratería. Tras acabar con la competencia y monopolizar la navegación de cabotaje en la región, Osmyk se proclamó rey. El acto de coronación del usurpador, en principio, no hizo más que formalizar el statu quo, por lo que no suscitó mayores reservas ni dio lugar a protestas. Previamente, por medio de guerras y guerritas privadas, Osmyk había zanjado las querellas fronterizas y jurisdiccionales con sus vecinos, Verden y Cidaris. Se llegó a saber dónde empezaba Kerack, dónde terminaba y quién mandaba allí. Y, dado que mandaba, se trataba de un rey, y le correspondía ese título; según el orden natural de las cosas, título y poder se transmiten de padres a hijos, así que a nadie le extrañó que a la muerte de Osmyk su hijo, Belohun, se sentara en el trono. La verdad es que Osmyk tenía más hijos, por lo menos otros cuatro, pero todos renunciaron a sus derechos a la corona, uno de ellos incluso voluntariamente. De ese modo Belohun llevaba gobernando en Kerack desde hacía más de veinte años, obteniendo beneficios, de acuerdo con la tradición familiar, de la industria de los astilleros, el transporte, la pesca y la piratería. Pero ahora, en el trono, en el estrado, con su kalpak de marta, con el cetro en la mano, el rey Belohun celebraba audiencia. Mayestático como un escarabajo pelotero en una boñiga de vaca. —Nuestra amada y respetada señora Lytta Neyd —la saludó—. Nuestra hechicera predilecta Lytta Neyd. Ha tenido a bien visitar nuevamente Kerack. ¿Y una vez más, acaso, por una larga temporada? —Los aires marinos me sientan bien. —Coral cruzó las piernas provocativamente, exhibiendo unos zapatos a la moda, con tacones de corcho—. Con el amable permiso de su majestad. El rey paseó la mirada por sus dos hijos, sentados a sus flancos. Ambos eran largos como palos, en nada recordaban a su padre, huesudo, fibroso, pero de una altura que no imponía demasiado. Tampoco parecían hermanos. El mayor, Egmund, negro como un cuervo; Xander, algo más joven, rubio casi albino. Ambos miraban a Lytta sin simpatía. Era evidente que se sentían irritados por un privilegio en virtud del cual los hechiceros podían sentarse en presencia de los reyes, y se les daba audiencia en una silla. No obstante, tal privilegio tenía validez universal y nadie que quisiera pasar por civilizado podía ignorarlo.

Los hijos de Belohun tenían muchas ganas de pasar por tales. —Contáis —declaró despacio Belohun— con nuestro amable permiso. Con una reserva. Coral levantó una mano y se puso a examinarse las uñas ostentosamente. Quería así dar a entender que las reservas de Belohun se las pasaba por cierto sitio. El rey no supo interpretar su señal. Y, si la supo interpretar, lo disimuló hábilmente. —Ha llegado a nuestros oídos —jadeó enfurecido— que a las mujeres que no desean tener hijos la honorable señora Neyd les facilita una decocción mágica. Y a las que ya están embarazadas las ayuda a expulsar el fruto de su vientre. Y aquí, en Kerack, ese proceder lo tenemos por inmoral. —Aquello a lo que la mujer tiene derecho natural —repuso secamente Coral— no puede ser inmoral ipso facto.

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