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Escuela de Robinsones – Jules Verne

El joven Godfrey, sobrino de un rico comerciante estadounidense, decide viajar en busca de emociones. Cuál es su sorpresa al verse náufrago en una isla aparentemente virgen donde vivirá multitud de aventuras junto a su profesor de baile y amigo Tartelett. Pasados más de 6 meses en la isla, su existencia se hace insoportable: la isla, inicialmente sin depredadores, se llena de ellos; el fuego de las tormentas destruye su pequeña cabaña en el tronco de un árbol; la comida escasea… En esta novela Verne rinde tributo a Daniel Defoe, ya que se trata de una parodia de Robinsón Crusoe. Quizas, de todas sus obras, sea la más decidida a adentrarse en el género cómico, ya que los tres personajes centrales (Godfrey, Tartelett y Cerefinotú) añaden una buena dosis de humor a la trama.


 

El novelista francés Jules Verne nació en Nantes el 8 de febrero de 1828 y murió en Amiens el 24 de marzo de 1905. Hijo de un magistrado de provincias, estudió Derecho, y sus primeras incursiones en la literatura las realizó en el teatro, escribiendo algunas piezas dramáticas. Luego acometería la novela, con el éxito conocido. Las novelas de aventuras y las de ciencia-ficción se alternan en su copiosa obra. Escuela de robinsones, Dos años de vacaciones, y La isla misteriosa, entre las primeras, y Veinte mil leguas de viaje submarino, Viaje al centro de la Tierra, y De la Tierra a la Luna, entre las segundas, son buenos ejemplos de estas dos vertientes de su producción, sin que debamos olvidar otro tipo de fabulaciones, tales como La leyenda del maestro Zacarías, que nada tiene que ver con lo aquí apuntado y sí con mitos de valor constante en las literaturas europeas. Escuela de robinsones, Dos años de vacaciones, y La isla misteriosa, pertenecen a lo que podríamos denominar épica robinsoniana. Jules Verne, lector de Defoe y de Wy ss, autores respectivamente de Robinson Crusoe y de El Robinson suizo, y muy probablemente influido por ellos, a los que cita alguna vez —buena referencia de ello es la novela que prologan estas cuartillas—, tiende a « deleitar enseñando» en las batallas que el hombre sostiene con la Naturaleza. Su docencia está presente en las tres novelas, pero hay además otras muchas cosas que es necesario resaltar: el coraje de los protagonistas, las capacidades de sacrificio y de inventiva, el buen humor, casi irreflexivo, que muestran en las circunstancias adversas, la esperanza, la laboriosidad, y una serie de « cualidades viriles» , como la fortaleza física, la sobriedad y una no despreciable sabiduría en el manejo de las armas. Jules Verne es un amante de la geografía y sitúa la acción de sus novelas en lugares muy concretados en grados de longitud y latitud. Sus héroes son capaces también, guiados por la observación más científicamente pura, tanto botánica, como zoológica, como mineralógica, como climatológica, de ubicar en el planisferio el teatro de sus hazañas. Ya no es el héroe solitario, elemental, de Robinson Crusoe, ni la familia colonizadora de El Robinson suizo; ahora son bachilleres, estudiantes, profesores, los que llegan a la isla de los naufragios. Llegan casi desprovistos de todo, por lo menos en dos de las tres novelas: La isla misteriosa y Escuela de robinsones. Se acercan a los Robinsones italianos de Salgari, desnudos como los hijos de la mar. De lo dicho se desprende que hay dos clases de Robinsones: los del ciclo sajón —Defoe, Wyss, y también Stevenson— y los del ciclo latino —Verne, Salgari—. Unos naufragan acompañados del instrumental necesario, provisto por su « civilización» , y los otros naufragan con cierto bagaje cultural, que han de instrumentar, y amparados en un evidente providencialismo. Escuela de robinsones es novela en que se aúnan las dos tendencias. ¿Por qué? Porque hay mucho humor en ella, como verá el lector, y el ensayo de robinsonismo no debe ser tan duro, ni tan aventurado, que no pueda conjuntar cierto providencialismo de los primeros tiempos en la isla con un encuentro casual con un baúl-almacén que los sacará de sus miserias y otros incidentes en que se parodia alegremente el Robinson de Defoe. Los dos protagonistas de Escuela de robinsones se contraponen. Godfrey llega a la isla y hasta el encuentro con el baúl-almacén es capaz no sólo de defenderse de la Naturaleza, sino de tutelar a su compañero Tartelett, que alcanza la playa portando algo, en principio tan sin sentido para un náufrago, como su precioso violín y su arco. A partir del encuentro con el baúl-almacén, la novela empieza a discurrir por otros caminos que los sospechados por el lector. « Miserables, sin recursos, padeciendo hambre y sed, sin armas, sin herramientas, casi desnudos, entregados a sí mismos» , plañe el novelista.


Bien es verdad que no están solos. Del naufragio se han salvado milagrosamente algunos animales domésticos. Pero, a pesar de ser una grata compañía, no se pueden servir de ellos. Carecen de fuego hasta que la providencia provee. Los restos del naufragio no aparecen por parte alguna y, por tanto, nada hay aprovechable. « Decididamente –escribe Verne —, convengamos en que, si la mala fortuna había convertido a entrambos supervivientes del Dream en nuevos Robinsones, se había mostrado más rigurosa con ellos que para con sus antecesores. Después de sacar de él (el barco naufragado en las otras ocasiones) multitud de objetos de primera necesidad, podían aprovechar sus restos. Aquello suponía tener víveres por algún tiempo, vestidos, herramientas, armas, en fin, lo necesario para proveer a las más elementales exigencias de la vida» . El novelista no los dejará por mucho tiempo abandonados a sus solas fuerzas y a los regates de la providencia. En un momento determinado, que quien esto escribe considera clave en las novelas de Robinsones, llega el baúl-almacén con todos los elementos imprescindibles para que la vida de los dos náufragos —el caballero y su inútil escudero— pueda hacerse singularmente confortable. Es el momento más gustoso de la novela y de todas las novelas de Robinsones: el del inventario. Los inventarios tienen una extraña poesía en las novelas del ciclo sajón, y en esta Escuela de robinsones, que comparte características de él en su segunda parte. El inventario sirve para que el lector entre en el juego de las elementalidades necesarias para la existencia abandonada a la Naturaleza. Veamos lo que hay en el baúl-almacén: « En primer lugar, ropa blanca: camisas, toallas, sábanas, mantas; luego, vestidos: marineras de lana, calcetines de lana y de algodón, sólidos pantalones de lona y pana, chalecos de punto, chaquetas de tela gruesa y fuerte; además, dos pares de botas fuertes, calzado de caza, sombreros de fieltro» , etc. « Aquello –dice el novelista — constituía un inventario de un precio incalculable en tales circunstancias» . Naturalmente, hay que añadir. Y la novela varía, de rumbo y se va transformando lenta pero seguramente en la burla de Robinson Crusoe. Las sorpresas se suceden y el humor fluy e por todas partes. Tartelett, el escudero inútil y acongojado, va recobrando su seguridad, hasta la aparición… Pero no, no debemos desvelar la aventura, con su verdaderamente robinsoniano « efecto final» . Volvamos a los inventarios. En Defoe, el inventario arroja un saldo tan crecido, que prácticamente transforma a Robinson en un hombre rico, al igual que en Wy ss a la familia de su historia. Corre por las creaciones de estos dos autores un sentido de acaparamiento y de seguridad civilizada que no solamente hace menos dura la existencia en el abandono, sino que hasta los prima con ventajas y comodidades. Por si el futuro, en caso de ser recobrados, se les presentara, obscuro, hay todavía alguna lotería al respecto en forma de arqueta con perlas o pequeños tesoros. Escuela de robinsones no es más que, como su título subraya, una educación, con las consiguientes pruebas o exámenes, y, aunque no lo sospechen los protagonistas, un auténtico curso, una temporada de robinsonismo. Se trata, por tanto, de enseñar y aplicar unos palmetazos, rigurosos pero no crueles, al joven soñador Godfrey y a su compañero de aventuras, el inútil Tartelett.

Jules Verne salva, para la aventura vivida con verdadero riesgo, a un personaje segundón y misterioso que no pertenece al clan de la alta burguesía de San Francisco de California. Este es el que vive, o se presume que vive, una vida de despojado, la de un ser en absoluto contacto con la Naturaleza, y de solitario. Por las pocas indicaciones que se hacen, parece ser más capaz, en la aventura robinsoniana, que los protagonistas de la novela. Por lo demás, la novela, desde la ciencia geográfica derrochada en estas aventuras, se complace en el nuevo descubrimiento y en los nuevos y necesarios bautismos de lugares, bahías, moradas… En esto no difiere de los demás Robinsones, que en el mundo de la literatura han sido. Los bautismos nacen de los recuerdos, las nostalgias o los incidentes de la acción. Obvio es decir que es fábula con moraleja y que a ella conviene la sentencia de G. K. Chesterton: « La aventura puede ser loca; el aventurero, no» . IGNACIO ALDECOA « ¡S 1 En que el lector hallara, si lo desea, ocasión de comprar una isla en el Océano Pacífico e vende isla al contado, sin gastos, al último y mejor postor!» , repetía una y otra vez, sin tomar aliento, Dean Felporg, comisario tasador de la subasta en que se debatían las condiciones de esta venta singular. « ¡Isla en venta, isla en venta!» , repetía con voz más y más sonora el pregonero Gingrass, que iba y venía por entre una multitud en verdad excitadísima. Multitud, efectivamente, que se apretaba en la vasta sala del hotel de ventas del número 10 de la calle Sacramento. Allí había no sólo cierto número de americanos de los estados de California, Oregon y Utah, sino también algunos de esos franceses que forman una buena sexta parte de la población, mejicanos envueltos en su sarape, chinos con sus túnicas de largas mangas, zapatos en punta y gorro cónico, canacos de Oceanía e incluso pies-negros, vientres abultados, o cabezas-planas procedentes de las riberas del río Trinidad. Nos apresuramos a decir que la escena tenía lugar en la capital del estado californiano, en San Francisco, pero no en la época en que la explotación de nuevos placeres atraía a los buscadores de oro de ambos mundos, de 1849 a 1852. San Francisco y a no era lo que había sido al principio, un caravasar, un desembarcadero, una posada en que se detenían por una noche los atareados que se apresuraban hacia los terrenos auríferos de la vertiente occidental de la Sierra Nevada. ¡No! Desde hacía unos veinte años, la antigua y desconocida Yerba-Buena había dado lugar a una ciudad única en su género, poblada por cien mil habitantes, construida al respaldo de dos colinas por haberle faltado sitio en la playa del litoral, pero del todo dispuesta a extenderse hasta las últimas alturas de lo más lejano; una ciudad, en fin, que ha destronado a Lima, Santiago, Valparaíso, todas sus otras rivales del Oeste, de la que los americanos han hecho la reina del Pacífico, la « gloria de la costa occidental» . Ese día —15 de may o— aún hacía frío. En este país, sometido directamente a la acción de las corrientes polares, las primeras semanas de dicho mes recuerdan más bien las últimas de marzo en la Europa media. Sin embargo, no se hubiera uno dado cuenta de ello en el recinto de esta sala de subastas públicas. La campana, con su volteo incesante, había atraído allí a un gran concurso popular, y una temperatura estival hacía resbalar de la frente de cada uno gotas de sudor que el frío de fuera pronto hubiera solidificado. No creáis que todos estos afanosos habían acudido a la sala de remates con la intención de adquirir. Hasta diría que allí no había sino curiosos. ¿Quién hubiera sido bastante loco, de haber sido bastante rico, para comprar una isla del Pacífico que el gobierno había tenido la bizarra idea de poner en venta? Se decía, pues, que el precio de puesta en venta no sería cubierto, que ningún aficionado se dejaría arrastrar al fuego de las pujas. No obstante, esto no impedía al pregonero público el tratar de animar a los chalanes con sus exclamaciones, sus gestos y el despliegue de sus pomposos discursos, adornados con las más seductoras metáforas. Se reía… pero no se hacían ofertas. —¡Una isla, una isla en venta! —repitió Gingrass.

—¡Pero no para comprar! —respondió un irlandés cuyo bolsillo no hubiese tenido con qué pagar nada en absoluto. —¡Una isla que, según su precio de venta, no llegaría a seis dólares el acre! —gritó el comisario Dean Felporg. —¡Y que no produciría medio cuarto por ciento! —contestó un grueso hacendero, buen conocedor respecto de explotaciones agrícolas. —¡Una isla que no mide menos de sesenta y cuatro millas [1] de circunferencia y doscientos veinticinco mil acres [2] de superficie! —¿Está sólidamente asentada sobre su fondo? —preguntó un mexicano, viejo frecuentador de bares, cuy a solidez personal parecía ser dudosa en este momento. —¡Una isla con selvas vírgenes! —repetía el anunciador—; con praderas, colinas, cursos de agua… —¿Garantizados? —exclamó un francés que parecía poco dispuesto a dejarse coger en el anzuelo. —¡Sí, garantizados! —respondía el anunciador, comisario Felporg, demasiado viejo en el oficio para impresionarse con los chascarrillos del público. —¿Dos años? —¡Hasta el fin del Mundo! —¡Y hasta más allá! —¡Una isla en plena propiedad! —repetía el anunciador—. ¡Una isla sin ningún animal dañino, ni fieras, ni reptiles! —¿Ni pájaros? —añadió un socarrón. —¿Ni insectos? —exclamó otro. —¡Una isla al que dé más! —volvió a decir en la mejor forma Dean Felporg —. ¡Vamos, ciudadanos! ¡Un poco de valor con el bolsillo! ¿Quién quiere una isla en buen estado, no habiendo sido casi utilizada, una isla del Pacífico, de este océano de los océanos? Su precio de venta es punto menos que nada. ¡Un millón cien mil dólares! [3] . ¿Interesa por un millón cien mil dólares? ¿Quién habla? ¿Es usted, caballero? ¿Es usted, el de allá abajo, usted que mueve la cabeza como un mandarín de porcelana? ¡Tengo una isla! ¡He aquí una isla! ¿Quién quiere una isla? —¡Que se pase el objeto! —dijo una voz, como si se tratase de un cuadro o de un vaso de porcelana. Y toda la sala estalló en risas, pero sin que el precio de puesta en venta fuese cubierto ni en medio dólar. Sin embargo, si bien el objeto en cuestión no podía pasar de mano en mano, el plano de la isla estaba a disposición del público. Los interesados podían saber a qué atenerse acerca de este pedazo del globo puesto en adjudicación. Ninguna sorpresa debía temerse, ni ningún chasco. Situación, orientación, disposición de tierras, relieve del suelo, red hidrográfica, climatología, lazos de comunicación, todo era fácil de comprobar por adelantado. No se compraría al buen tuntún, y ha de creérseme si aseguro que no podía existir engaño alguno sobre la naturaleza de la mercancía vendida. Por otra parte, los innumerables diarios de los Estados Unidos, como los de California, y las hojas cotidianas, bisemanales, semanales, bimensuales, o mensuales, revistas, boletines, etc., no cesaban desde hacía varios meses de llamar la atención pública sobre esta isla cuya licitación había sido autorizada por un voto del Congreso. Esta isla era la isla Spencer, que se encuentra situada en el oeste-sudoeste de la bahía de San Francisco, a cuatrocientas sesenta millas [4] , poco más o menos, del litoral californiano, a los 32º 15′ de latitud norte y 142º 18′ de longitud oeste del meridiano de Greenwich. Imposible, por consiguiente, imaginar una posición más aislada, fuera de todo movimiento marítimo o comercial, por más que la isla Spencer estuviese a una distancia relativamente corta y se encontrase, por así decirlo, en aguas americanas. Pero allí las rutas regulares, desviándose al norte o al sur, han determinado una especie de lago de aguas tranquilas que es en algunas ocasiones designado con el nombre de « Recodo de Fleurieu» . En el centro mismo de esta enorme calma sin dirección apreciable, es donde yace la isla Spencer.

Así pues, pocos navíos pasan a su vista. Las grandes rutas del Pacífico que unen el nuevo continente al antiguo, ya conduzcan al Japón ya a China, todas se desvían en una zona más meridional. Los buques de vela se encontrarían con calmas sin fin en la superficie de este « Recodo de Fleurieu» y los vapores, que tienden a lo más corto, no encontrarían ventaja alguna en atravesarlo. Por esto, ni unos ni otros llegan a tomar conocimiento de la isla Spencer, que se y ergue allí, como la cima aislada de una de las montañas submarinas del Pacífico. En verdad, para el hombre que desee huir del ruido del Mundo buscando estar tranquilo en la soledad, ¿qué puede haber mejor que esta Islandia perdida a algunos centenares de leguas del litoral? Para un Robinson voluntario hubiera sido el ideal dentro del género. ¡Solamente faltaba lo del precio!

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