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Escrito en negro – Martin Olmos

DESDE QUE CAÍN LE abrió la cabeza a Abel, los hombres no han dejado de matarse con desahogo excusándose en razones no siempre bien argumentadas, y al vecindario le han interesado los detalles para comentarlos en la piedra de lavar y en la tasca con el cafelito. El oficio de contar crímenes empezó en el siglo XVII con los ciegos que cantaban en las plazas acuchillamientos en rima al precio de la voluntad y ha ido manteniendo su carácter de industria de gentes que no son capaces de ganarse la vida en otra labor de más provecho. Un suceso con sangre y celos interesa lo mismo al bachiller que al patán, pero le suele dar vergüenza reconocerlo para aparentar elevación de espíritu e interés por la cultura clásica. Los periódicos descubrieron que la narración de atrocidades rentaba en 1888: en Londres con los asesinatos del Destripador y por acá con el crimen de la calle Fuencarral, que dobló la tirada del diario El Liberal. Eugenio Suárez, antiguo voluntario de la División Azul, recogió la intuición y fundó El Caso en los tiempos del periodismo con cinturón y consiguió el permiso de la administración diciendo que iba a difundir la cultura, el idioma castellano y los valores de la patria. El Caso lo leyeron Cela, Juan Goytisolo y Robert Graves, y parece que también le entretenía a Franco, y el español se acostumbró a leer con los goles de Zarra en el Marca y con el crimen de Jarabo. Los crímenes al final son reiterativos, pero el fútbol también lo es y se comenta lo mismo, y a veces con más adorno. Al crimen le han ido poniendo adeenes y explicaciones con cromosomas, pero nunca dejará de ser la pedrada de Caín y la materialización de la agresividad instintiva del ser humano, que le salió torcido a Dios. Escribió el etólogo Konrad Lorenz que el hombre no ha conseguido desarrollar ningún mecanismo para inhibir dicha agresividad para garantizar la supervivencia de la especie, con lo que el ser humano es una especie extremadamente peligrosa. Konrad Lorenz acabó dirigiendo una fila de gansos que caminaban detrás de él en formación, con lo que tampoco es necesario concederle el crédito de la zarza ardiente. DOS CHAVALES QUE NO ERAN DEL MONTÓN, UN CALVO, UNA FOTO DEL REVÉS Y LA IMPORTANCIA DE MANTENERSE RELATIVAMENTE SOBRIO CUANDO SE TIRA AL BLANCO Los asesinos diletantes «Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente». Thomas de Quincey 1 El hombre lleva asesinando a sus semejantes desde que descubrió que una piedra es más dura que una cabeza, pero generalmente necesita un motivo, que o lo tiene o se lo inventa. La razón de matar es grandilocuente en los magnicidios, quizás altruista, pero normalmente es codiciosa y se viene matando frecuentemente por quitarle al otro lo que tiene y, puestos a buscar causas, David Berkowitz decía que asesinaba porque se lo mandaba el perro de su vecino, que era el diablo Belcebú. Se mata por amor y por desamor, por celos o por un calentón de pitarra, se mata por una idea que normalmente no merece la pena y se mata porque uno siempre tiene la razón; y por un millón lo mismo que por una perra gorda, por la linde de la huerta, por el honor, por presumir de macho delante de la novia y por hambre. Pero no se mata por nada como no se sale a la calle una noche de diluvio si no se tiene que ir a por pitillos. Ni se mata por juego, que para eso se inventaron los árabes el ajedrez. Los niños juegan a matar en verano, disparando con el dedo índice, que amartillan con el pulgar, pero luego se les pasa. La muerte en los juegos de los niños es un estado transeúnte que limita con la resurrección a la hora de la merienda, pero cuando los chiquillos dejan de serlo descubren que la muerte de verdad no tiene arreglo, como la mona que se viste de seda, y ya no les hace tanta gracia dejarse matar la tarde del domingo porque les tocó ser indios. El asesinato como crucigrama es un entretenimiento de diletantes que juegan al Cluedo, pero al revés, y entretienen la sobremesa haciendo una disertación estética sobre el arte de matar que se queda en toreo de salón. Cualquiera con un concepto mediano de sí mismo piensa que es un Moriarty, pero se queda en pensarlo. Nathan Leopold y Richard Loeb tenían un gran concepto de sí mismos y decidieron cometer el asesinato perfecto para demostrar que eran los más listos del club de campo. Secuestraron y mataron a un chaval de catorce años pero el crimen les salió chapuza, les trincaron en un par de días y se arrugaron a la primera vuelta de tuerca que les atornilló un poli con los pies planos que se tenía por un tío del montón. 2 Nathan Leopold y Richard Loeb eran amigos, eran raros, leían a Nietzsche, descendían de familias forradas de pasta y vivían en esa clase de vecindarios en los que los perritos mean en francés. Tuvieron una infancia con juguetes, dejaron de mojar la cama a una edad razonable, sus padres no llegaban a casa trompas y pegaban a la abuela y no sufrieron ni diez minutos de frustración. Nathan Leopold era hijo del presidente de la Fibre Can Company, tenía diecinueve años y dijo su primera palabra esdrújula a los cuatro meses.


Y la pronunció bien. Con dieciocho años se licenció en Filosofía por la Universidad de Chicago, hablaba diez idiomas y era un ornitólogo notable que había llamado la atención al Departamento de Historia Natural del estado de Michigan por filmar en libertad a una curruca del pino, un ave tan extremadamente esquiva que los expertos hacía años que la consideraban extinta. Por lo demás, gastaba sus ocios visitando iglesias de barrio porque le fascinaba la contemplación de las imágenes de Jesucristo crucificado y practicaba el desprecio riguroso hacia sus contemporáneos. A Richard Loeb le decían Dick por humanizarlo, tenía dieciocho años, le pregonaban de sarasa, era hijo del vicepresidente de la cadena de tiendas Sears & Roebuck y fue el graduado más joven de la Universidad de Michigan. Los dos muchachos se conocieron en la facultad de Derecho y comenzaron una amistad hecha de chistes con segundas y bromas aparte y descubrieron que ambos concedían una valoración subterránea a la humanidad. Estornudaban pasta y matrículas de honor e iban para Gatsbys empollones porque eran los años veinte de Chicago, durante la monarquía de Capone, y faltaba un lustro para que los linces de Wall Street se tirasen ventana abajo. Leopold y Loeb mezclaron las lecturas de las teorías de Nietzsche sobre el superhombre con el gin de desagüe y decidieron cometer un asesinato perfecto como juego intelectual. Quizás les aburría el golf. Eligieron secuestrar y matar a un chico del vecindario para demostrar que podían salir impunes y, por el camino, cobrar un rescate que no necesitaban. Construyeron su plan durante cuatro meses, se procuraron identidades falsas en hoteles de los alrededores, escribieron una pauta de carta de rescate que servía para cualquiera, hicieron una lista de posibles víctimas contra las que no tenían nada en contra, pero tampoco nada a favor, y urdieron un sistema para hacerse con el botín que minimizara los riesgos. Armaron su rompecabezas entre jerez y risas. Ellos no eran hombres ordinarios. 3 La elección de la víctima fue aleatoria. El 21 de mayo de 1924 se encontraron con Bobby Franks, de catorce años, vecino de Loeb e hijo del millonario Jacob Franks. Le convencieron para subir a su coche para ir a jugar unos puntos de tenis y en cinco minutos le mataron rompiéndole la cabeza con un cincel. Desnudaron su cadáver, lo rociaron con ácido clorhídrico y lo arrojaron al lago Wolf, después enviaron una petición de rescate de diez mil dólares al señor Franks y se fueron a cenar perritos calientes. Un obrero polaco llamado Tony Minke encontró el cuerpo cuando atajó por el lago para ir a un taller para que le arreglasen el reloj. El detective Patrick Byrne encontró en el escenario un par de gafas con un sistema especial de bisagra que pertenecían a Nathan Leopold (hoy se enseñan en el Museo de Historia de Chicago). El plan perfecto se fue al carajo. Leopold y Loeb no le aguantaron media hora a un poli que no leía a Nietzsche y arrastraba un verbo vernáculo, tirando a monosilábico. Reconocieron que cometieron el crimen por la emoción de llevarlo a cabo, como quien inventa una trampa infalible en el bridge. Sus trajes caros se llenaron de piojos en el calabozo, durmieron con dos chorizos y llamaron a sus papás. Sus papás contrataron los servicios de Clarence Darrow, un picapleitos zurdo de las dos manos que era capaz de presentarle un contencioso a las tablas de Moisés. Un cuarto de hora de sus consejos legales costaba lo mismo que el producto interior bruto de un país mediano. Nathan Leopold intentó sobornar a un pasma para que le procurase ginebra.

Un muerto de hambre llamado Curt Geissler se ofreció para ser ahorcado en el lugar de alguno de los dos muchachos a condición de que les pagasen a sus herederos un millón de dólares. Lamentó no tener dos pescuezos para sacar el doble. Clarence Darrow les libró de la soga y les metieron cadena perpetua por asesinato y noventa y nueve años por secuestro. El padre de Loeb se suicidó un mes después de la sentencia. Richard Loeb observó el clasicismo carcelario y se dejó matar de cincuenta cuchilladas en las duchas de la prisión de Stateville en 1936. Nathan Leopold enseñó a leer a los negros analfabetos del penal, se contagió voluntariamente la malaria para investigar la enfermedad y después de treinta años en el trullo le concedieron la condicional, se fue a vivir a Puerto Rico, se casó con una viuda y cuando murió de diabetes en 1971 hablaba veintisiete idiomas y en ninguno de ellos aprendió la palabra compasión. En el juicio había dicho: «Estábamos haciendo un experimento. El crimen fue accidental y secundario. Pero es tan justificable una muerte en dichas circunstancias como lo es que un entomólogo empale un escarabajo en un alfiler». Donó sus córneas. El asesino pelón «El aliento de Higinio Sobera era fétido, dado que la materia fecal no solo se la untaba, sino que era alimento para él». Alfonso Quiroz Cuarón 1 A Higinio Sobera le decían el Pelón porque se mondaba el tiesto y se pasaba la vida de parranda. Su padre le dejó una fortuna que él empleó en labrarse una rutina concienzuda de curdas, putas y cochazos y se le fue arruinando el juicio primero progresivamente y después del todo. A Higinio Sobera le gustaban las pistolas, las chavalas del club Waikiki y las gorras de cuadros y no le gustaba trabajar, que le mentasen a la vieja y que le llevasen la contraria. De niño ya apuntó chifladuras de demente y hacía ruidos con la garganta, gesticulaba como un lunático y crio un natural susceptible que le inclinaba a interpretar ofensas, pero su madre, Zoila de la Flor, decía que no podía ser malo porque le gustaban los gatos. Zoila de la Flor era la viuda de José Sobera, comerciante español que había hecho pesos en México y tenía una hacienda en Villahermosa, en el estado de Tabasco, y ya tenía otro hijo loco, por lo que prefirió hacerse la ilusión de que Higinio era un excéntrico y no un orate. Zoila de la Flor practicó la devoción materna y la interpretación laxa de la ropa manchada de sangre que a veces traía su hijo de sus noches de cabaret y le decía a la criada María López, que era de Pichucalco de Chiapas, que los meros pinches del vecindario le miraban al chaval con mala sombra. A María López, que era de Pichucalco de Chiapas, le daba miedo el joven Higinio porque se pelaba el melón porque decía que cuando le crecía el pelo le salía la jaqueca. Tenía prohibido mirarle el ropero. 2 Higinio Sobera nació en Ciudad de México en 1928, cursó parte del bachillerato en Los Ángeles de California y estudió contabilidad en la Universidad Nacional Autónoma de México, pero nunca ejerció más que de garufa y escribió blasón en las noches de la capital rindiéndolas generalmente en el club Waikiki, en el Paseo de la Reforma, con chavalas del mercantil. Una vez tiró a una desde un coche en marcha porque se conoce que no le cumplió el servicio y la dejó en la vía raspada de alquitrán. A Higinio le decían el Pelón por el corte de pelo y la bofia le tenía en el catálogo de juerguista y peleón, pero le hacía la vista gorda cuando arrugaba un coche contra una farola. Se las pescaba tremendas y armaba escándalos, frecuentaba la marihuana y el gin y tenía cartel de esperar al sol de zambra en los burdeles de Tampico y de Veracruz. Le gustaban las de pago, que no enredan, porque tenía la petaca rumbosa con los pesos de papá, la mano ligera y la precaución de llevar pistola por si salía desacuerdo. Alguna vez la enseñó por charrear en alguna pendencia y en una ocasión despeñó un Ford Mercury por una barranca para demostrar a sus compañeros de farra, que eran pilotos, que él también sabía volar.

Quedaron todos a tres cuartas de diñarla. Mediando lo de untar la ley le obvió el contratiempo. La ley en México, como la de todos los pueblos con campanario, es maleable como un pellejo de vino y se arruga o se tersa según el riego. 3 El Pelón Sobera podría haber dejado nada más que biografía de rentista juergón y roto de mano, alborotador según lo que acarrease comulgado, si no se le llega a esquinar la tarde del sábado 10 de marzo de 1952, que le salió de litigar. La empezó buscándole la pendencia a una chica que atendía la tienda de perfumes de un hotel, a la que le encañonó con su pistola porque no le gustó la calidad de un frasco de colonia y después se sentó en el vestíbulo hablando solo y diciendo que tenía que matar a alguien. Cuando se aburrió de perorar se fue a un bar de la Avenida Juárez y ordenó un trago de gin. El camarero le pidió que se quitase su gorra de cuadros y el Pelón Sobera le sacó el pistolón, se lo acercó a la jeta y le dijo: «Tú mejor te callas, meserito hijo de la chingada», y el meserito se calló porque entendió que la vaina no andaba para nerviosear. El Pelón se atizó el trago de una sola buchada y salió de la tasca corriendo como un lunático. Rindió la víspera violenta sin bajas, de milagro, y al día siguiente, el domingo 11 de marzo, cogió el coche para acercarse al club Waikiki para procurarse una doña. Sobre la una de la tarde tuvo un incidente de tráfico en la esquina de la Avenida Insurgentes con Yucatán cuando el Buick que conducía el capitán Armando Lepe Ruiz le cortó el paso en un semáforo. No se rozaron la chapa pero el capitán le dijo que le estaba pidiendo vía, le llamó payaso y le gritó que chingase a su vieja. El Pelón se bajó del coche y le acribilló a tiros dejándolo seco en el acto. En el tiroteo hirió en un dedo a la novia del capitán Lepe, María Guadalupe Manzano, que más tarde describió al asesino como un loco con una gorra de cuadros. El Pelón volvió a casa y le contó a su madre que acababa de finar a un macho que la mentó, se negó a comer y pasó la jornada riéndose a carcajadas. Doña Zoila le sugirió que durmiese en un hotel y empezó a prepararle un exilio en España. A la mañana siguiente salió el Pelón a buscar mujer y encontró a Hortensia López Gómez esperando a un autobús. La cortejó sin éxito y por no perder la metió en un taxi a la fuerza, la intentó besar y cuando recibió las calabazas le pegó tres tiros a quemarropa y la mató. Robó el taxi, que era un Plymounth del 46, y llevó a la muerta a hombros al hotel Palo Alto diciendo en la recepción que era su novia que se había pescado una trompa. En la habitación la disfrutó en frío, durmió abrazado a ella y al amanecer la reiteró. Después tiró el cadáver en una cuneta de la carretera de Cuajimalpa. 4 Al Pelón Sobera le trincaron los federales al día siguiente, en la habitación 108 del hotel Montejo, en la Avenida de la Reforma. Llevaba puesta la gorra de cuadros y tenía una pistola del nueve corto y cuarenta balas. Le metieron en la cárcel del Palacio Negro de Lecumberri, en la celda 21 del pabellón H, donde ensayó una huelga de hambre con postre y zurró a un fotógrafo. El psiquiatra Alfonso Quiroz Cuarón determinó que estaba loco, le diagnosticó esquizofrenia y concluyó su irresponsabilidad penal, por lo que le encerraron en el manicomio de la Castañeda. Al Pelón se le acabó derrumbando el tiesto sin remedio, adelgazó veinte kilos en un año y se quedó en la raspa, empezó a beber su propio pis y a merendarse las heces.

De tanto comer mierda crio aliento de hiena y el doctor Quiroz Cuarón tuvo que interrumpir sus visitas porque no le aguantaba el olor. Apestaba a almizcle de tanto cerdear, cochineaba sus horas largas harinándose en su propio caldo. Pasó treinta años en el asilo, loco y hediondo, y en 1982 le sacaron viejito y en una silla de ruedas. Vivió tres años más y se le veía dando de comer a los patos del estanque del parque de Chapultepec. Con su gorrita de cuadros y su mirada vacía. Ya no estaba doña Zoila para decir que malo no podía ser, si le gustaban los patos.

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