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Escalofríos – Douglas E. Winter

He aquí un libro estremecedor que reúne a los maestros de la literatura de terror contemporánea. Desde el entusiasmo maníaco de Stephen King hasta el elegante ingenio de Paul Hazel, pasando por el simbolismo enigmático de M. John Harrison, el psicologismo inquietante de Clive Barker, el estilo implacable de Denis Etchison y el erotismo refinado de Thomas Tessier, esta obra recopila seis pequeñas joyas del horror universal. Se trata de seis largos relatos que, por distintos medios, logran un mismo resultado: sacudir las fibras íntimas del lector, hacerle partícipe de espeluznantes experiencias que bordean los imprecisos límites entre la realidad y la ficción. Una lectura imprescindible para conocer lo mejor de un género apasionante.


 

¿Qué es lo que confiere calidad a la literatura de terror? A menudo me han pedido que, como crítico, juzgara las obras de los principales talentos en el campo de la literatura de terror. He dedicado un ensay o a estudiar las causas del fenomenal éxito de Stephen King, y he publicado también una historia del terror contemporáneo, contada a través de las vidas de sus más brillantes y conocidos escritores. Como lector y cinéfilo empedernido, he tenido ocasión de acceder a casi todo lo que ofrece el panorama del género. Mi propia producción literaria vuelve regularmente a los temas de la violencia y el miedo. Con todo, me siento tentado a responder esta pregunta con la desarmante seguridad de Potter Stewart, juez del Tribunal Supremo, quien afirmó en cierta ocasión que reconocía la obscenidad en cuanto la veía. Muchos lectores creen que el relato de terror es algo embutido exclusivamente en ediciones de bolsillo repetitivas, atiborradas de prosa vulgar portadas sensacionalistas y títulos trillados que empiezan siempre con la palabra « El» . Y, en la mayoría de los casos, tienen razón. Los cuentos de terror actuales ofrecen muy pocas veces alguna novedad. Son escasos los argumentos frescos y excitantes etiquetados como « terror» ; de hecho, casi todos los editores se lamentan de la facilidad con que estos relatos pueden clasificarse en subcategorías reconocibles. (T. E. D. Klein, el primer editor de Twilight Zone Magazine, me dijo una vez que el noventa por ciento de las obras que se presentaban a su criterio para ser publicadas en la revista podían agruparse en diez variedades tópicas). En general, la escritura es tramposa y superficial; en el peor de los casos, no rebasa la pobreza de las revistas baratas de aventuras. Por cada relato o novela original aparecen cientos de imitaciones descaradas de libros millonarios en ventas o de películas famosas, que se inciden en la temática de las inevitables casas encantadas, niños con poderes psíquicos, pequeñas ciudades acosadas por el mal o presencias sobrenaturales que preludian una invasión extraterrestre. A juzgar por los estantes de las librerías, existe un público que consume masivamente las imitaciones que intentan recordarnos éxitos ajenos. Descubrir la buena literatura de terror exige pasar por alto las portadas llamativas, las extravagantes citas de las cubiertas y, desde luego, las etiquetas que los expertos en publicidad adjudican a sus productos. Les invito a compartir conmigo una pequeña herejía: El terror no es un género, como la intriga, la ficción científica o las novelas del Oeste. Tampoco es un tipo de novela destinada al gueto de una estantería especial en las bibliotecas o librerías. El terror es una emoción, presente en toda la literatura.


Se puede rastrear tanto en las páginas de William Faulkner o Carlos Fuentes como en las de Stephen King. En los últimos años, ha aparecido en la obra de escritores tan dispares como, J. G. Ballard, Robert Cormier, Jerzy Kosinski y Jim Thompson. Si echamos una ojeada a la historia de la literatura anglosajona, comprobaremos que casi todos los escritores de may or prestigio (desde Shakespeare a Joyce, pasando por Hawthorne y Hemingway) han escrito al menos un cuento de fantasmas, de miedo o sobre el mal en estado puro. « La más antigua y poderosa emoción de la raza humana es el miedo» , escribió H. P. Lovecraft, y los relatos que invocan el miedo jamás carecieron de narradores… ni de lectores. El hecho de que en nuestros días siga existiendo una marca de fábrica llamada « literatura de terror» patentiza bien a las claras nuestra perdurable (y, en apariencia, creciente) habilidad para disfrutar en la práctica de esta emoción. Y no cabe duda de que disfrutamos. En palabras de Clive Barker, « no hay placer comparable al horror» . EL PARQUE DE ATRACCIONES DEL MIEDO Reconozcámoslo: el miedo es divertido. Una atracción fundamental del cuento de terror es que, a veces, ofrece la excusa para decir: « Dejad los cerebros en la puerta, tíos, y enrollémonos» . En realidad, no nos importa que flojee el guión de películas basadas en sus efectos especiales, como Poltergeist, Posesión infernal o Aliens: el regreso; después de todo, las pesadillas no suelen seguir un hilo argumental coherente. Las imágenes hablan por sí solas con una magia especial: tanto los rostros monstruosos que emergen en primer plano, como las manos que aferran un hombro de súbito, o los charcos de sangre coagulada son los soportes de una feria de alta tecnología. Nos gusta contemplar algo tan grotesco e inesperado que nos haga chillar o reír (a veces al mismo tiempo), arropados en la seguridad de saber que en el parque de atracciones del miedo este tipo de comportamiento no sólo es aceptado, sino incluso alentado. La palabra correcta es evasión. « Los sueños —escribe Charles Fisher, profesor de psiquiatría y director del laboratorio del sueño en el hospital Monte Sinaí de Nueva York— nos permiten a todos y cada uno de nosotros enloquecer tranquilamente y sin peligro todas las noches de nuestra vida» . Sus palabras pueden aplicarse también a los sueños engendrados por el cine y la literatura de terror. Vivimos tiempos peligrosos y necesitamos, por consiguiente, algo más peligroso que las apacibles fantasías de romances o aventuras. A medida que se publican más noticias acerca de ciudadanos norteamericanos retenidos como rehenes en países extranjeros, de tranquilizantes envenenados o de residuos tóxicos almacenados bajo patios de escuelas, el relato de terror parece más invitador… porque nos demuestra, al menos, que las cosas todavía podrían ir peor. Como Stephen King escribió en La niebla [1] . Cuando las máquinas fallan, cuando las tecnologías fallan, cuando las religiones convencionales fallan, hay que darle otra cosa a la gente. Incluso un zombi que camina con paso vacilante en la noche puede resultar absolutamente gratificante comparado con la tragicomedia existencial de la capa de ozono que se va destruyendo ante el asalto combinado de un millón de desodorantes en vaporizador. El zombi mencionado resulta gratificante desde el momento en que está confinado en la letra impresa o en la pantalla del cine; en el terror, podemos controlar nuestros miedos, llamados al orden y, muy a menudo, derrotados.

Por muy desesperada que sea la situación, siempre nos queda una vía de escape del escapismo: abandonar el parque de atracciones del terror en cualquier momento. Todo relato de terror, como toda pesadilla, tiene un final feliz: podemos despertarnos y decir que se trataba de un simple sueño. ¿O no? LA PESADILLA SE CONVIERTE EN REALIDAD En ningún parque de atracciones debe faltar una sala de los espejos; podemos despreciar las máscaras de goma y los monstruos de papier-maché como pura fantasía, pero esos espejos combados reflejan algo indudablemente real. Accedemos a la sugestiva oportunidad de contemplarnos desde ángulos extraños y perspectivas distorsionadas… y, tal vez, de ver cosas por completo inesperadas. El relato de terror no es tan sólo una simple vía de escape, sino también un modelo de conocimiento que actúa, consciente o inconscientemente, a modo de espejo imperfecto de los auténticos terrores de nuestros días. Las memorables cintas de terror de la década de los cincuenta se hacían eco de la mentalidad de la guerra fría, y ofrecían los insectos gigantes de La humanidad en peligro o The beginning of the end como respuesta a la amenaza nuclear, y El enigma de otro mundo y La invasión de los ladrones de cuerpos cediendo a la histeria anticomunista, reacciones viscerales contra ciertas formas de vida extraterrestre que amenazaban el modo de vida norteamericano. Una mirada al espejo oscuro del terror contemporáneo revela tendencias reaccionarias muy similares. El terror convencional siempre ha sido rico en segundas lecturas impregnadas de puritanismo. Si hay una cosa segura es que los adolescentes que practican el sexo en coches o en los bosques morirán. La may oría de libros y películas de los años ochenta brindan un mensaje tan conservador como su moralidad: el conformismo. Los « hombres del saco» de La noche de Halloween o Viernes 13 son los defensores a ultranza de la uniformidad. No lo hagas, nos advierten, o pagarás un precio espantoso. No hables con extraños. No vay as a guateques. No hagas el amor. No te atrevas a ser diferente. Sus victimas, abandonadas a los pecadillos de la llamada Generación del Yo, se revuelven una y otra vez entre sus brazos expectantes. Su némesis exclusiva suele ser una heroína monógama (cuando no virginal), una madonna de clase media que ha hecho caso a sus padres y actúa siguiendo sus consejos. Y lo que mantiene alejados a los monstruos de nuestros días no son los crucifijos o las balas de plata, sino, precisamente, su decoroso comportamiento. LOS MONSTRUOS DE LOS AÑOS OCHENTA Aquellos monstruos han cambiado. El vampiro es un anacronismo en el despertar de la revolución sexual. Los colmillos del Drácula de Bram Stoker, afilados por la represión de la época victoriana, han sido limados por los imitadores de la sexóloga Ruth Westheimer. El conde sediento de sangre y su descendencia sobreviven en nuestros días más por una cuestión de sentimentalismo que de sensualidad, como una fantasía de la clase alta decadente, el sueño prohibido de la clase baja que aspira a un cierto chic lánguido (como en El ansia, de Whitley Strieber), o el símbolo de una corrupción absoluta (véase el cuento de Stephen King El Aviador Nocturno, que publicamos en esta antología). El hombre-lobo también ha envejecido; su relato arquetípico, El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, de Robert Louis Stevenson, hincaba las raíces en la mentalidad victoriana, con su marcado dualismo entre caballeros civilizados y zafios ignorantes. Como las diferencias de clase disminuyen en nuestros tiempos populistas, el dualismo se hace confuso.

El hombre-lobo sobrevivirá en tanto sigamos luchando con la bestia, que anida en nuestro interior, pero sus modernas encarnaciones —Lobos humanos, Aullidos, Un hombre-lobo americano en Londres— sugieren que el salvaje ha ganado la partida y merodea en las calles de la jungla urbana. El invasor extraterrestre, el coco de la era Eisenhower, volvió a ponerse de moda con películas como Alien y la nueva versión de El enigma de otro mundo (La cosa, dirigida por John Carpenter), pero fue transformado por las anhelantes fantasías de Spielberg en un bondadoso salvador venido del cielo. El legado automático de Encuentros en la tercera fase y E. T. ha sido una serie de adorables extra-terrestres, desde la sirena de Un, dos, tres… splash a los afables protagonistas de Starman, Cocoon y ALF. También han desaparecido los supervivientes de lejanas culturas (las momias, los golems, las criaturas de las lagunas negras); no pueden mantenerse a flote en una sociedad en constante evolución, cuy a visión de la historia antigua no se remonta más allá de los años cincuenta. Los monstruos de nuestra era son menos exóticos y, por desgracia, más sintomáticos que sus predecesores. Una locura insensata anima las páginas de una de las mejores novelas de terror de los años ochenta, Red dragon, de Thomas Harris. Los niños maltratados son el implacable tema de las popularísimas novelas de V. C. Andrews, mientras que la disolución de la familia y el matrimonio es una obsesión constante en la narrativa de Charles L. Grant. Las lacras de la sociedad moderna —en especial las enfermedades venéreas— contaminan las películas de David Cronenberg. La decadencia urbana es el telón de fondo en el que Ramsey Campbell sitúa todos sus cuentos. Stephen King se encarniza en el mal funcionamiento de la vida cotidiana, dando rienda suelta a las más mezquinas tiranías de nuestra sociedad de consumo: nuestros bienes domésticos, nuestros coches y camiones, el perro del vecino. El monstruo más simbólico de los años ochenta nos parece todavía más familiar. Les llamamos zombis, pero como dice un personaje de El día de los muertos, de George A. Romero: « Ellos son nosotros» . EL MUERTO DE AL LADO Los zombis han formado parte del catálogo de monstruos desde principios de siglo, cuando la práctica del vudú proveniente de las Indias Occidentales ganó cierta reputación; sus relatos de muñecos diabólicos, sacrificios paganos y muertos vivientes se convirtieron en el tema central de algunas películas y a clásicas, como White zombie con Bela Lugosi, y Caminé con un zombi, producida por Val Lewton y dirigida por Jacques Tourneur. Sin embargo, el zombi moderno nace en 1968, cuando el realizador de Pittsburgh George A. Romero consiguió rodar con el más bajo de los presupuestos La noche de los muertos vivientes. En ésta, y en sus dos secuelas, Zombi y El día de los muertos, Romero traslada los zombis a un marco contemporáneo, abandonando los atavíos rituales del vudú para presentar una visión horriblemente prosaica del vecino fallecido. Arrastrando los pies, silenciosos, la mirada perdida en la lejanía, son los individuos que toman la última copa en algún bar o que devuelven el cambio en un peaje de la autopista; en Zombi, Romero los equipara a dependientes de galerías comerciales, pálidos reflejos de los maniquíes alineados en los escaparates. Desde el punto de vista de Romero, y de los entusiastas pastiches del italiano Lucio Fulci, los zombis encarnan la pesadilla liberal: masas apiñadas, ansiosas de una bocanada de aire puro, que llegan a tu puerta con un solo pensamiento en la mente. « Quieren comerte» , reza el fascinante pasquín publicitario de Zombi 2, de Fulci; su mordedura es infecciosa, provoca una muerte momentánea y la nueva vida se integra en un todo canibalístico, vacuo y estúpido.

Romero y Fulci, así como escritores de la talla de Setphen King (La hora del vampiro), Peter Straub (Floating dragon) y Thomas Tessier (en su brillante Finishing touches), subvierten la lección conformista que suele brindar el cuento de terror tradicional, los zombis, nos dicen, simbolizan el conformismo (ciego e insensato a escala nacional) que ha aportado tanto miedo a nuestras vidas cotidianas. La intrusión del terror nos permite ver nuestro mundo con claridad, conocer sus peligros y sus posibilidades. De lo contrario, como los ciudadanos de la más memorable narración de Clive Barker, En las colinas, las ciudades; que se unen para dar forma a un gigante y marchar a la batalla, estamos condenados: Popolac se volvió hacia las colinas, sus piernas daban zancadas de más de medio kilómetro de largo. Cada hombre, cada niño y cada mujer de aquella torre hirviente estaban ciegos. Sólo veían a través de los ojos de la ciudad. No pensaban, tenían tan sólo los pensamientos de la ciudad. Se creían inmortales en su pesada, implacable fuerza. Inmensa, loca e inmortal. En El día de los muertos, los últimos vestigios del orden racional, soldados y científicos, quedan atrapados en una base subterránea de misiles con los detritos de la civilización, desde vehículos recreativos abandonados hasta copias de declaraciones negativas del impuesto sobre la renta. Los zombis aguardan en la superficie, símbolos ambulantes de la definitiva necedad: la lucha por el poderío nuclear. En La noche… y Zombi, Romero expuso las típicas soluciones tan caras a Estados Unidos (religión, familia, consumismo, armamento superior), pero no funcionaron. En la primera secuencia de El día… el científico jefe se está devanando los sesos para encontrar algo que haga portarse bien a los zombis: él, por supuesto, está loco de remate. Somos nosotros quienes debemos aprender a no comportarnos como zombis. Al final, los únicos supervivientes son aquellos que rehúsan someterse y se rebelan contra la estéril parodia de la autoridad; hallan una vía de escape muy simbólica: ascienden por un silo de misiles balísticos intercontinentales y encuentran un paraíso de paz. UNA MIRADA A LA OSCURIDAD La buena literatura de terror nunca ha girado alrededor de los monstruos, sino de los hombres. Descubre algo importante sobre nosotros, algo oscuro, a veces monstruoso… y, por lo general, de mal gusto. El arquetipo de la Caja de Pandora es el origen de sus relatos: el tenso conflicto entre placer y miedo, latente cuando nos enfrentamos a lo prohibido y a lo desconocido. Mientras pasamos las páginas, la Caja se abre; los tabús de nuestras vidas quedan expuestos a la luz, y se ponen a prueba los límites del comportamiento aceptable. Sus escritores sacan literalmente a rastras nuestros terrores de las sombras y nos obligan a contemplarlos con desesperación… o alivio. ¿Y por qué no? ¿A quién no le apetece ver lo que hay detrás de la máscara del Fantasma de la Ópera? Ya sabemos que no será hermoso, pero, aún así, no nos abstenemos de pedir: « Enseñádmelo» . No queremos decir con esto que la buena literatura de terror sea por definición explícita o clarificadora. La narrativa de Clive Barker o de David Morrell —autores conocidos por la dureza de sus imágenes— es gráfica, a menudo implacable, pero nunca meramente explícita. ¿Cuántas veces se han sentido decepcionados por la adaptación cinematográfica de alguna de sus novelas de terror favoritas? La razón es muy simple: el director plasmó sus propias imágenes, no las que ustedes veían mentalmente cuando leían el libro. La lectura es un acto íntimo, en el que escritor y lector comparten la imaginación. Su poder se acrecienta cuando el argumento saca a flote nuestros terrores más profundos y oscuros.

Cuando un escritor elige imágenes explícitas, expulsando sus temores ocultos, priva al lector de compartir el acto de creación. Sin embargo, critico la actual tendencia hacia una literatura de terror explícita por razones más importantes. Demasiados proveedores « al por may or» parten de la base de que el propósito de la literatura de terror es conseguir la sumisión del lector. Se complacen en esas tácticas groseras que, tan bien conocen los directores de cine: la mano que aparece por sorpresa, el repentino primer plano sobre un cadáver mutilado… Con todo, el sobresalto es una experiencia visceral, una sobrecarga sensorial de la que nos recuperamos, por suerte, con gran rapidez. La buena literatura de terror no busca el sobresalto, sino la emoción: se infiltra bajo nuestra piel y se queda con nosotros, prueba suficiente de que la fuerza de la imagen reside en el contexto. Estilistas como Dennis Etchison y M. John Harrison provocan más terror mediante una sombra deslizante o una mancha fugitiva que los litros de sangre derramada en la mayoría de las películas del género. El sello distintivo de todos los escritores que han colaborado en esta antología es su capacidad de no sólo asustar al lector, sino de turbarlo, de invocar un misterio que permanecerá una vez cerradas las páginas del libro. La innegable seducción de la literatura de terror descansa en su habilidad para ver en la oscuridad, en explorar el vacío que acecha tras la fachada del orden. El género es responsable de incontables películas y libros de bolsillo cuy o único propósito es dar un susto tras otro a base de engaños; pese a todo, en sus momentos más penetrantes, aquellos de inmaculada claridad de discernimiento que llamamos arte, la literatura de terror no se fundamenta en el engaño. Nos comunica una sola certeza: que, en palabras de Hamlet, « todo lo que vive ha de morir» . No buscamos respuestas a este enigma; sabemos, aunque de modo instintivo, que es cuestión de fe. Lo que buscamos es un método de confesar nuestras dudas, nuestras incredulidades, nuestros temores, y el relato de terror ofrece la rara oportunidad de reír y llorar sobre el hecho de nuestra mortalidad. Cuando entramos en el parque de atracciones del terror descendemos al último abismo: vemos la noche más oscura. Al salir, una vez hemos pasado de las tinieblas a la luz, no podemos olvidar que nos hemos enfrentado con nuestros más ocultos temores y hemos sobrevivido. Y ya estamos dispuestos a probarlo otra vez. ¿Qué es lo que confiere calidad a la literatura de terror? La presente obra [2] es mi respuesta. Trece historias creadas especialmente para este libro por las voces más consistentemente originales e inquietantes de la narrativa contemporánea. A cada uno se le ofreció la oportunidad de trabajar sin limitaciones de estilo, argumento o extensión; los resultados van desde el cuento breve a la novela corta. El producto final es un excepcional tapiz literario tejido con hebras de prosa oscura y decididamente idiosincrásica: del entusiasmo maníaco de Stephen King y David Morrell al erotismo amanerado de Thomas Tessier y Whitley Strieber, del elegante ingenio de Paul Hazel y Thomas Ligotti al simbolismo enigmático de M. John Harrison y Jack Cady. Trece voces genuinas e individuales. Aflora de vez en cuando algún elemento de homage (en especial a Henry James, Arthur Machen y Joseph Conrad), pero estos relatos forman parte de una raza a extinguir, la clase de narrativa que, en palabras del esforzado capitán Lou Albano, « se imita a menudo, pero nunca se iguala» . En mi cuaderno de notas encontré una frase tomada de un texto de psicología largo tiempo olvidado: « Si abres la luz con mucha rapidez, verás la oscuridad» . Los escritores aquí antologados son esa luz, que brilla con gran intensidad.

Éstos son sus relatos: visiones singulares de los abismos más oscuros de nuestros sueños. Varias personas me ayudaron a hacer posible este libro; a todas ellas quiero dedicarles unas palabras de agradecimiento: Para mi esposa Ly nne, cuy as aportaciones mejoraron el libro en todas sus fases; para Mike Dirda, Charlie Grant y Howard Morhaim, mi agente, por su amistad y buenos consejos; para Gianni Scattolini, por saber las palabras precisas; y, sobre todo, a mi asesora editorial, Hilary Ross. Después de todo, fue idea suya.

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