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Escalando el monte improbable – Richard Dawkins

Este libro tiene su origen en mis Christmas Lectures de la Royal Institution, televisadas por la BBC con el título general de Growing up in the Universe [Creciendo en el universo]. Tuve que abandonar este título porque desde entonces han aparecido al menos otros tres libros con nombres casi idénticos. Además, mi libro ha crecido también y ha cambiado, de manera que no es justo decir que es el libro de las Christmas Lectures. No obstante, me gustaría dar las gracias al director de la Royal Institution por haberme honrado con la invitación a unirme al linaje histórico de conferenciantes de Navidad que se remonta a Michael Faraday. Bryson Gore, de la Royal Institution, junto con William Wollard y Richard Melman, de Inca Televisión, ejercieron una gran influencia en mis conferencias, que todavía se deja sentir en este libro a pesar de sus muchas transformaciones y ampliaciones. Michael Rodgers leyó e hizo una crítica constructiva de los borradores iniciales, que tenían más capítulos, y sus consejos fueron decisivos para la reconstrucción de todo el libro. Fritz Vollrath y Peter Fuchs realizaron lecturas expertas del capítulo 2, mientras que Michael Land y Dan Nilsson hicieron lo mismo para el capítulo 5. Estos cuatro expertos me ofrecieron generosamente su saber cuando lo pedí en préstamo. Mark Ridley, Matt Ridley, Charles Simonyi y Lalla Ward Dawkins leyeron todo el borrador del libro y me proporcionaron estímulo alentador y críticas útiles en las proporciones necesarias. Mary Cunnane, de W. W. Norton, y Ravi Mirchandani, de Viking Penguin, mostraron hacia mí una bondadosa tolerancia y un criterio generoso a medida que el libro crecía, adquiría vida propia y finalmente se reducía de nuevo a un formato más manejable. John Brockman acechaba alentadoramente en un segundo plano, nunca interfiriendo pero siempre dispuesto a dar su apoyo. Los expertos en ordenadores son héroes de los que muy raramente se cantan sus gestas. En este libro he utilizado los programas de Peter Fuchs, Thiemo Krink y Sam Zschokke. Ted Kaehler colaboró conmigo en la concepción y la escritura del difícil programa de los artromorfos. En mi propio séquito de programas de «relojero» me he beneficiado con frecuencia del consejo y la ayuda de Alan Grafen y Alun ap Rishiart. El personal de las colecciones zoológica y entomológica del Museo Universitario de Oxford me cedió especímenes y consejos de experto. Josine Meijer fue una documentalista de ilustraciones dispuesta e ingeniosa. Mi esposa, Lalla Ward Dawkins, hizo los dibujos (pero no los esquemas), y su amor por la creación darwiniana resplandece en cada uno de ellos. Debo dar las gracias a Charles Simonyi, no sólo por su inmensa generosidad al crear la plaza de comprensión pública de la ciencia que en la actualidad ocupo en Oxford, sino también por articular su visión (que coincide con la mía) del arte de explicar ciencia a una audiencia numerosa: no hablar con prepotencia; intentar inspirar a todos con la poesía de la ciencia y hacer las explicaciones tan fáciles como lo permita la propia integridad, pero sin descuidar las dificultades, y realizar un esfuerzo explicativo adicional de cara a aquellos lectores dispuestos a dedicar un esfuerzo comparable a comprender. Frente al monte Rushmore Acabo de asistir a una conferencia en la que el tema de debate era el higo. No era de carácter botánico, sino literario. Se habló del higo en la literatura, el higo como metáfora, las percepciones cambiantes del higo, el higo como símbolo de las partes pudendas y la hoja de higuera como modesta ocultadora de las mismas, «higo» como palabra gruesa, la construcción social del higo, cómo comer un higo en sociedad según D. H.


Lawrence, «la lectura del higo» y, si mal no recuerdo, «el higo como texto». La pensée final del conferenciante fue la siguiente. Nos recordó el relato del Génesis en el que Eva tienta a Adán para comer el fruto del árbol de la ciencia. El Génesis no especifica, nos recordó, de qué fruto se trataba; por tradición, se acepta que era una manzana. Pero el conferenciante sospechaba que de hecho era un higo, y con este pequeño dardo picante terminó su charla. Esta clase de cosas forma parte del repertorio de un determinado tipo de mente literaria, pero a mí me provoca una propensión a la literalidad. Era evidente que el conferenciante sabía que nunca existió un Jardín del Edén, ni tampoco un árbol de la ciencia del bien y del mal. Así pues, ¿qué intentaba comunicar realmente? Supongo que debía tener una vaga sensación de que «de alguna manera», «si se quiere», «en algún nivel», «en cierto sentido», «si así puede decirse», es en cierto modo «correcto» que el fruto del relato del Génesis «pudiera» haber sido un higo. Ya es bastante. No se trata de ser literalistas y puntillosos hasta el extremo, pero hay que decir que nuestro refinado conferenciante se dejó muchísimas cosas. En el higo subyace una paradoja genuina y una poesía real, con sutilezas capaces de ejercitar una mente inquisitiva y maravillas que harían las delicias de una mente estética. En este libro quiero situarme en una perspectiva desde la que poder explicar la verdadera historia del higo. Ahora bien, aunque figure entre las más cabalmente complejas de toda la evolución, la historia del higo es sólo una entre millones, todas las cuales comparten la misma gramática y la misma lógica darwinianas. Para anticipar la metáfora central del libro, podría decirse que la higuera se encuentra en la cumbre de uno de los picos más altos del macizo del monte Improbable. Pero los picos de esa altura se conquistan mejor al final de la expedición. Antes de ello hay muchas cosas que contar, una visión completa de la vida por desarrollar y explicar, enigmas por resolver y paradojas por desmontar. Como dije, la historia del higo es, en su nivel más profundo, la misma que la de cualquier otro ser vivo de este planeta. Aunque las distintas historias puedan diferir en el detalle superficial, todas son variaciones sobre el tema del DNA y sus 30 millones de vías de propagación. En nuestra ruta tendremos ocasión de observar las telarañas, la ingeniosidad estupefaciente, aunque inconsciente, de su fabricación y funcionamiento. Reconstruiremos la evolución lenta y gradual de las alas y de la trompa de los elefantes. Veremos que, por legendariamente difícil que pueda parecer su evolución, «el» ojo se ha desarrollado de hecho al menos cuarenta veces, y puede que hasta sesenta, de manera independiente en el conjunto del reino animal. Programaremos ordenadores que nos ayuden a visitar con la imaginación el gigantesco museo de los incontables organismos que han vivido y desaparecido, así como el de sus primos imaginarios, aún más numerosos, que nunca nacieron. Vagaremos por los senderos del monte Improbable, admirando en la distancia sus precipicios verticales, pero buscando siempre sin cesar las laderas de suave pendiente que hay del otro lado. Clarificaremos el significado de la parábola del monte Improbable, y otras muchas cosas. Empezaré por aclarar el problema del designio [1] aparente en la naturaleza, su relación con el designio humano genuino y su relación con el azar.

Éste es el objetivo del capítulo 1. El Museo de Historia Natural de Londres posee una singular colección de piedras que casualmente recuerdan objetos familiares: una bota, una mano, un cráneo de niño, un pato, un pez. Las donaron al museo personas que sospechaban sinceramente que tal parecido podía tener algún significado. Sin embargo, la erosión de las piedras ordinarias origina tal confusión de formas que no es en absoluto sorprendente encontrar alguna que nos recuerde una bota o un pato. De todas las que son susceptibles de captar nuestra atención, el museo ha conservado aquellas que la gente recoge y guarda como curiosidades. Miles de piedras son desechadas porque son sólo eso, piedras. Las coincidencias de semejanza en esta colección de museo no tienen significado alguno, pero son divertidas. Lo mismo ocurre cuando creemos ver caras o formas animales en las nubes o los perfiles de los acantilados. Las semejanzas no son más que accidentes. Se supone que la ladera escarpada de la figura 1.1 sugiere el perfil del desaparecido presidente Kennedy. Una vez sabido, puede advertirse un ligero parecido tanto con John como con Robert Kennedy. Pero hay quienes no lo perciben, y ciertamente es fácil aceptar que tal parecido es accidental. En cambio, no es posible persuadir a una persona razonable de que en el monte Rushmore, en Dakota del Sur, la erosión debida a los agentes meteorológicos produjo los rasgos de los presidentes Washington, Jefferson, Lincoln y Theodore Roosevelt. No hace falta que nos digan que éstos fueron esculpidos de forma deliberada (bajo la dirección de Gutzon Borglum). Es evidente que no son accidentales: llevan el designio escrito por todas partes. Figura 1.1. Un puro accidente. El perfil del presidente Kennedy en una ladera de Hawái. La diferencia entre el monte Rushmore y el perfil de John Kennedy obra de la meteorización (o el monte Saint Pierre en Mauricio, o cualquier otra curiosidad de este tipo debida a la erosión natural) es la siguiente. El enorme número de detalles que hacen que las caras del monte Rushmore se parezcan a las originales es demasiado grande para ser producto de la casualidad. Además, las caras son claramente reconocibles cuando se las observa desde ángulos diferentes. En cambio, el parecido casual con el presidente Kennedy de la figura 1.1 sólo se advierte contemplando el despeñadero desde cierto ángulo y con una iluminación particular.

Sí, una roca puede erosionarse hasta adquirir la forma de una nariz si se la observa desde un punto concreto, y hasta puede que otro par de rocas haya rodado hasta una posición que sugiere la forma de unos labios. No es mucho pedir del azar que produzca una modesta coincidencia como ésta, en especial si el fotógrafo puede elegir entre todos los ángulos posibles y sólo uno ofrece el parecido (y existe el hecho adicional, al que volveré enseguida, de que el cerebro humano parece mostrar una activa inclinación a ver caras: las busca y las encuentra). Pero el monte Rushmore es otra cosa. Sus cuatro cabezas están claramente diseñadas (o lo que es lo mismo, responden a un designio). Un escultor las concibió, las dibujó sobre el papel, realizó meticulosas medidas en todo el acantilado y supervisó equipos de operarios que manejaban taladros neumáticos y dinamita para esculpir las cuatro caras, cada una de ellas de dieciocho metros de altura. La intemperie pudo haber realizado la misma tarea que la dinamita diestramente distribuida. Ahora bien, de todas las maneras posibles en que una montaña puede erosionarse, sólo una ínfima minoría sería el retrato fiel de cuatro personas concretas. Aun sin conocer la historia del monte Rushmore, estimaríamos que las probabilidades en contra de que las cuatro caras hubieran sido accidentalmente esculpidas por la erosión eran astronómicamente altas (algo así como lanzar cuarenta veces una moneda al aire y obtener siempre cara). Creo que la distinción entre accidente y designio está clara al menos en una primera aproximación, aunque quizá no siempre en la práctica, pero este capítulo presentará una tercera categoría de objetos más difíciles de distinguir. Los llamaré diseñoides. Los objetos diseñoides son organismos vivos y sus productos. Los objetos diseñoides parecen responder a un designio, tanto que mucha gente (probablemente, ¡ay!, la mayoría) piensan que han sido diseñados. Quienes así lo creen se equivocan, pero no en su convicción de que los objetos diseñoides no pueden ser resultado del puro azar. Los objetos diseñoides no son accidentales. En realidad, han sido construidos por un magnífico proceso no aleatorio que crea una ilusión casi perfecta de designio.

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