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Esau – Philip Kerr

El picacho de hielo, con sus delicadas formaciones esculpidas en la ladera del Machhapuchhare que semejaban innumerables velos de novia en una ceremonia nupcial celeste, se elevaba por encima de su dolorida cabeza a la luz deslumbrante de primera hora de la tarde. A sus pies, que tenía protegidos con crampones y cuyas puntas apenas si se apoyaban en la pared vertical de hielo, se extendía la profunda garganta que es el glaciar sur del Annapurna. A unos doce kilómetros, a su espalda, que se resentía del peso de una mochila excesivamente cargada, se alzaba, como un pulpo gigante, la inconfundible cumbre del Annapurna. Él no la miraba, pues a seis mil metros de altitud uno no podía pensar en nada más que en ir cavando sin descanso, piolet en mano, puntos de agarre para las manos y puntos de apoyo para los pies; había que olvidarse de tomarse un respiro y disfrutar de las vistas con el cuerpo relajado, colgado de la cuerda, en posición de sentado. El paisaje no contaba para nada cuando uno iba a coronar una cumbre. Sobre todo si era una cumbre a la que estaba oficialmente prohibido ascender. Los escaladores occidentales la llaman pico Cola de Pez, nombre que describe muy bien lo difícil que lo tiene el hombre para dominar esta esquiva montaña de formas sinuosas y escurridizas. Bastó una propuesta de un británico sentimental, que fracasó en el intento de conquistar la cumbre en 1957 y que adoptó la personalidad y la forma de vida de los indígenas, para que el gobierno nepalés declarara inviolable el Machhapuchhare. Esta montaña, tres veces más grande que el Matterhorn, debía permanecer para siempre inmaculada. Como consecuencia, es imposible conseguir un permiso para escalar uno de los picos más bellos, y que representa un mayor desafío para el alpinista, de todos cuantos rodean el Santuario del Annapurna. La mayoría de los escaladores renuncian a ir por temor a las consecuencias: no sólo se imponen multas sino que uno puede ser incluso condenado a prisión. El temerario escalador se expone también a que le denieguen futuros permisos de expedición. Y también detienen a los sherpas. Pero Jack había acudido porque aquella montaña, el Machhapuchhare, representaba una afrenta, una burla a su intención, declarada públicamente, de conquistar los picos de mayor altitud del Himalaya. Y en cuanto él y su compañero hubieron efectuado con éxito la ascensión del Annapurna por su vertiente suroeste, que cuenta con la aprobación oficial, decidieron seguir escalando, aunque esta vez ilegalmente. Un asalto relámpago les había parecido una buena idea hasta que llegó el mal tiempo. Jack subió y se apoyó en uno de los escalones que había cavado anteriormente; levantó el piolet y talló otro punto de agarre para la mano en la pared de hielo. Ya es una desgracia, se dijo, que los alpinistas se vean obligados a poner fin a la escalada en Kangchenjunga, a tan sólo escasos metros de la cima, porque no puede profanarse el pico sagrado. Pero que hubiera montañas que estuviera prohibido escalar era aberrante. Uno de los motivos por los cuales uno se aventura a escalar es, ante todo, el deseo de escapar a las normas y a las leyes a las que nos vemos sometidos y que regulan nuestras vidas. Jack estaba muy habituado a oír comentarios sobre la dificultad insuperable de tal o cual montaña, de tal o cual pared. Él había demostrado que la mayoría de las veces se equivocaban. Pero que hubiera una montaña que estuviera prohibido escalar, que un gobierno hubiera prohibido la ascensión de una montaña, eso ya era harina de otro costal. Por lo que al oficial de enlace de Katmandu se refería, ellos seguían en el Annapurna, pues habían sobornado a los sherpas para que guardaran silencio. Nadie iba a decirle a él los lugares que podía escalar y los que no.


Este pensamiento bastó para que Jack clavara el piolet en la pared con redoblada ferocidad provocando una lluvia de astillas de hielo y una rociada de agua que le salpicaron el rostro curtido por la intemperie; hasta que tuvo que parar porque sintió que el peldaño en el que tenía apoyado el pie era inestable. Cuando por fin recobró el equilibrio, tentó con la mano la pared e insertó otro tornillo. Cosa nada fácil cuando se llevan guantes Dachstein. —¿Qué tal estás? —le gritó su compañero de escalada, que estaba unos quince metros más abajo. Jack no contestó. Le dolían los músculos. Se agarró a la pared con una mano al tiempo que con la otra intentaba enroscar un tornillo con los dedos entumecidos por el frío. Si no bajaba pronto de aquella pared, corría el riesgo de quedarse congelado. No había tiempo que perder informando sobre su progreso. O sobre la falta de progreso. Si no llegaban pronto a la cumbre, tendrían graves problemas. Habían gastado una gran cantidad de combustible los días que habían pasado en la tienda montada en la pendiente empinada. Ya sólo les quedaban reservas para un día, o todo lo más dos, y sin combustible no podrían derretir nieve para hacer café. Por fin, el tornillo quedó bien firme y Jack pudo desprenderse del peso que sostenía en el brazo. Respiró hondo llenándose los pulmones del aire enrarecido de la montaña, e intentó estabilizar el pulso desbocado que le latía fuerte en las sienes. Jack no recordaba ninguna escalada tan dura como aquella. Ni siquiera la ascensión del Annapurna le había parecido tan ardua. Vista de cerca, la cima del Machhapuchhare no tenía aspecto de cola de pez sino que parecía más bien la punta de una lanza que algún guerrero gigante subterráneo hubiera clavado en la tierra hasta atravesarla. No cabía ninguna duda sobre este punto: la escalada en hielo por paredes cortadas a pico seguía siendo el mayor desafío para un alpinista moderno. Y las paredes del Machhapuchhare, de una altura que rivaliza con la de las catedrales góticas y que son tan perpendiculares como las de cualquier rascacielos neoyorquino, eran quizá el reto mayor de todos, la prueba definitiva. Qué temeridad la suya. Pero primero había que concluir la escalada; ya se preocuparía después de las consecuencias que le acarrearía el hecho de que las autoridades descubrieran su hazaña, si es que llegaban a descubrirla. El martilleo en las sienes disminuyó un poco. En cambio, los oídos le silbaban de un modo extraño. Al principio le pareció que padecía tinnitus, después el silbido se hizo más fuerte, hasta que se convirtió en un rugido, como el ruido de proyectiles de mortero lanzados por un buque de guerra en una bahía lejana; y se preguntó si no estaría sufriendo algún efecto terrible de la altura, un edema pulmonar o incluso una hemorragia cerebral.

Por un momento, fugaz y angustioso, en el que sintió atroces náuseas, Jack oyó cómo los tornillos que lo mantenían sujeto a la pendiente escarpada crujían en el hielo y la montaña temblaba, y cerró los ojos. Al cabo de unos segundos el ruido cesó en algún punto del glaciar que había al norte. Suspendido en el vacío, soltó el aire que involuntariamente había retenido, y de sus labios agrietados salió una exclamación de gratitud. Volvió a abrir los ojos. —¿Qué demonios ha sido? —le gritó Didier desde el fondo de la pared de hielo. —Me alegra que tú también lo hayas oído —dijo Jack. —Me ha parecido que provenía de la otra vertiente de la montaña. ¿Qué ha sido? —Yo creo que venía de más al norte. —Tal vez ha sido un alud. —Entonces tiene que haber sido un alud gigantesco —comentó Jack. —A esta altitud siempre lo son. —Puede que haya sido un meteorito. Jack oyó que Didier se reía. —Mierda —exclamó Didier—. Lo que nos faltaba. Por si esto no fuera ya bastante peligroso, el Altísimo ha querido también arrojarnos piedras. Jack se apartó de la pared de hielo echando el cuerpo hacia atrás y, apoyándose en el arnés, miró hacia arriba, hacia el saliente enorme de hielo que pendía sobre él. —Me parece que todo va bien —gritó. A su mente acudió una imagen de las deyecciones de un alud que él y Didier habían visto esparcidas al pie del pico en el que se encontraban. Una advertencia desagradable del peligro al que tanto él como su compañero canadiense estaban expuestos. —Bueno, supongo que muy pronto lo sabremos —añadió en voz queda. La semana anterior a su llegada al Santuario del Annapurna, adonde habían ido con el objetivo de planear la escalada en ensemble ligera a la montaña que por altitud es la décima del mundo, y a su pico gemelo prohibido, una expedición alemana, mucho más numerosa e importante que la de ellos, pereció sepultada bajo un ingente alud que se desprendió de la pared meridional del Lhotse, el impresionante y sombrío pico que está unido al Everest por el famoso collado. Fallecieron seis hombres. Según uno de los sherpas que había presenciado el accidente, les cayó encima un serac de varios centenares de toneladas de hielo sólido. Jack, con el fin de evitar un desprendimiento similar de hielo, había trazado un recorrido por la ladera, pero ahora se hallaba justo debajo de una zona realmente peligrosa: un enorme bloque de hielo duro pegado a la roca tan sólo por una fina capa de escarcha.

Si se desprende, se dijo, estamos acabados. Para desterrar de su mente la amenaza del peligro, halló una distracción: pugnó por recordar el nombre del héroe griego condenado por Zeus a subir eternamente a la cima de una colina una piedra gigantesca sin conseguirlo jamás porque, cuando estaba a punto de llegar a la cima, el peso de la piedra le obligaba a retroceder y esta se precipitaba al fondo una vez más. ¿Cómo se llamaba? Justo en el momento en que se preguntaba por el nombre del héroe, de la cima del saliente se desprendió un montón de nieve polvo que, como un espectro, voló hasta reunirse con los restos de una nube que avanzaba por el cielo límpido e inmaculado. Jack sintió que la nieve le salpicaba la cara y le refrescaba como unas gotas de agua de colonia aplicada con un vaporizador. Se pasó la lengua por los labios agrietados que la nieve había refrescado y humedecido, levantó el piolet y se dispuso a tallar otro asidero, para seguir la peligrosa ruta que había trazado mentalmente y que le conduciría hasta un lugar seguro en el que estaría a resguardo de la amenaza del desprendimiento de hielo. Se detuvo cuando de la cima del picacho cayeron, como si de diminutos y ruidosos lemmings blancos se tratase, cientos de fragmentos de nieve y de hielo; al cesar el aluvión, advirtió que la sangre le martilleaba otra vez en la cabeza. —Sísifo —murmuró Jack al recordar el nombre del héroe griego, al tiempo que terminaba de cavar el punto de apoyo para la mano—. Se llamaba Sísifo. Una eternidad de segundas oportunidades. Eso es lo que parecía. El bloque de hielo sólo se desprendería una vez. Una vez nada más. El último descenso del hombre. Mortal. Metió un largo de cuerda por el ollado del tornillo y alzó el piolet. —Cuanto antes salga de este perro sitio, mejor. Los oídos volvían a jugarle malas pasadas. Esta vez tenía la sensación de haberse quedado sordo. Jack dejó lo que estaba haciendo y repitió la última frase que había pronunciado, pero fue como si hubieran aspirado todos los sonidos. Sintió la vibración de las palabras en su boca pero no oyó nada, como si se hubiera formado un vacío que le impidiera oír cualquier ruido que se produjera en aquel picacho de hielo. Le hacía pensar a uno en la calma total que precede a una tempestad en el mar, y la sensación de que se cernía una amenaza era angustiosa. Miró hacia abajo y llamó a Didier, pero una vez más su grito se lo tragó el vacío, al tiempo que se mezclaba con un ruido retumbante y prolongado. Un segundo después, la montaña se sacudió de encima miles de toneladas de nieve y de hielo tapando el cielo azul bajo la cascada helada y tenebrosa de un gigantesco alud. Envuelto por un cúmulo enorme de nieve sofocante y de asfixiante vapor, Jack sintió que era arrojado del altar rocoso de la montaña. Cayó y cayó durante unos minutos que se le hicieron eternos.

Atrapado en el vientre de la ballena blanca del alud, completamente aislado del mundo exterior, con los sentidos anulados, era incapaz de sentir la velocidad, la aceleración y el peligro, y sólo percibía una fuerza abrumadora y elemental. Era como si el invierno lo tuviera en sus garras. Formando un todo con el frío, al chocar contra el suelo se derretiría y desaparecería. Para siempre. Casi tan abruptamente como se había desencadenado, la dirección del alud cambió y, al sentir una creciente presión en su cuerpo, Jack, instintivamente, se puso a nadar. Braceaba, movía las piernas y luchaba por subir a una superficie imaginaria. Después todo quedó quieto, a oscuras y en silencio. Nada le impedía mover las piernas, pero de cintura para arriba estaba cubierto de nieve. Haciendo un esfuerzo por retroceder, Jack se desplomó en una superficie rocosa. Estuvo varios minutos tendido, inmóvil, aturdido y deslumbrado por la nieve. Descubrió que podía mover los brazos y poco a poco fue quitándose la nieve que le cubría la nariz, la boca, las orejas y los ojos. Miró a su alrededor y advirtió que se hallaba en una especie de fisura: era una grieta grande y horizontal en la pendiente escarpada del glaciar. La nieve bloqueaba la entrada a la fisura, pero Jack dedujo, por la luz que se filtraba por ella, que no estaba a demasiada profundidad. La cuerda seguía ciñéndole la cintura y atravesaba el montón de nieve que obstruía la salida. Con gran esfuerzo consiguió arrodillarse y tiró fuerte de la cuerda. Pero, aunque podía avanzar a rastras por el suelo, supo que Didier había perdido la vida. Que él siguiera vivo le parecía ya un verdadero milagro. Tras tirar varias veces frenéticamente de la cuerda, apareció el cabo deshilachado. Se arrastró hasta la boca de la fisura y asomó la cabeza. Una ojeada a la masa de hielo y nieve acumulados en la pendiente que había más abajo confirmó sus peores temores. La avalancha había sido impresionante. Había arrasado la parte inferior del glaciar, desde los seis mil metros hasta el campamento base situado en la cima del riñón, a unos cinco mil metros de altitud. Las probabilidades de que los sherpas que se hallaban en él hubieran sobrevivido eran escasas. Lo más seguro era que hubieran corrido la misma suerte que Didier. Jack advirtió que el alud, sin saber cómo, lo había arrojado hasta el borde de la fisura.

Si hubiera caído desde otro ángulo, el impacto de la dureza del borde inferior hubiera sido mortal. Pero afortunadamente la fisura lo había protegido de la deyección de hielo letal que ahora hacía irreconocible el trayecto realizado desde la pared norte hasta el riñón y el campamento I. Jack, aturdido por las náuseas y a la vez maravillado de haber salido ileso del accidente, se sentó y fue quitándose la nieve y el hielo que se le habían metido por dentro del anorak y de los pantalones, mientras reflexionaba sobre qué debía hacer. Calculó que estaba a unos ciento cincuenta metros del campamento II, que se hallaba al pie de la pendiente escarpada. Habían levantado el campamento, que estaba a cinco mil doscientos metros, justo en el lugar en el que la pendiente sobresalía por encima del glaciar, de modo que cabía una remota posibilidad de que la pared hubiera protegido a los dos sherpas del alud, aunque lo más probable era que se hallaran sepultados bajo la nieve y el hielo a una profundidad mucho mayor de la que estaba él. Aun así, sabía que no podía iniciar el descenso porque estaba ya a punto de oscurecer. Se había quedado sin radio y el recorrido hasta el campamento estaba demasiado lleno de dificultades para ser emprendido en aquellas condiciones. Además, tenía la mochila llena de reservas y era consciente de que lo mejor que podía hacer era pasar la noche en la fisura y descender en cuanto rayara el alba. Jack se quitó la mochila y con mucho esfuerzo, pues no había ni un solo músculo del cuerpo que no le doliera, se puso en pie con el objeto de inspeccionar el lugar en el que iba a hospedarse aquella noche, y uno de los larguísimos carámbanos que colgaban del techo abovedado, y que parecían los dientes de un olvidado animal prehistórico hincados en la oscuridad, por poco le atraviesa la cabeza. El carámbano, largo como una jabalina, se rompió y cayó al suelo. Abrió la mochila y sacó la linterna Maglite. —Esto no es precisamente el hotel Stein Eriksen —dijo Jack al tiempo que recordó que aquel lugar podría muy bien haber sido su tumba. ¿Por qué no habían abandonado la escalada en la vertiente suroeste del Annapurna? La mayoría se hubiera contentado con haber ido hasta allí. Fue justamente su buena suerte, la de Didier y la suya, la que los había derrotado, porque la meteorología les había sido propicia cuando iniciaron la ascensión sin oxígeno del Annapurna, y habían podido llevarla a cabo en la mitad del tiempo previsto. Pero por culpa de su desmesurada ambición, que no se arredraba ante ningún obstáculo, Didier Lauren y los sherpas que se hallaban en el glaciar habían, con toda probabilidad, perecido. Volvió a sentarse e iluminó con la linterna el espacio que le envolvía. La fisura tenía forma de túnel horizontal; medía unos nueve metros de ancho y, en la entrada, unos seis metros; la parte posterior era más estrecha y formaba un pasadizo que no medía más de un metro y medio cuadrado. Decidió, para matar el tiempo, explorar el túnel, resuelto a averiguar si era muy largo y hasta dónde llegaba. Fue a la parte trasera de la caverna, se puso en cuclillas y el haz potente de luz halógena de la linterna penetró en la oscuridad del cañón. Jack sabía que en el Himalaya había osos, ciertos monos de la India e incluso leopardos, pero pensó que era improbable que hubiesen escogido vivir en aquel lugar tan inaccesible y tan alejado de los árboles, que estaban mucho más abajo. Se adentró en el túnel andando en cuclillas. Cuando llevaba recorridos unos cien metros, advirtió que se empinaba, lo que le trajo a la memoria el pasadizo largo y angosto que conducía a la cámara sepulcral de la reina en Keops, en la Gran Pirámide de Egipto, un recorrido que ciertamente no estaba hecho para los que padecían del corazón, ni para los que sufrían claustrofobia, ni para los que llevaban aparatos ortopédicos. Tras un breve momento de vacilación, Jack decidió seguir adelante e inspeccionar la cueva para ver lo profunda que era. En su mayor parte, las montañas se originaron en el período Precámbrico por el plegamiento de la corteza continental del margen septentrional del subcontinente indio y están formadas por esquistos y rocas cristalinas. Pero en aquel lugar, en la fisura y a poca distancia de la cumbre, las rocas eran de piedra caliza y provenían de un período en el que la cordillera más alta del mundo era el fondo del poco profundo mar Tetis.

Estos sedimentos del Paleoceno se habían levantado casi veinte kilómetros desde el principio de la formación de las montañas del Himalaya, que se produjo hace aproximadamente cincuenta y cinco millones de años. Jack había oído decir que había partes de la cordillera que seguían levantándose a razón de casi un centímetro por año. El Everest que él y Didier habían conquistado sin oxígeno era casi medio metro más alto que el que escalaron sir Edmund Hillary y el sherpa Tenzing en 1953. La cuesta del túnel iba nivelándose y el techo se iba haciendo cada vez más alto, de modo que ya podía andar de pie. Gracias a la luz potente de la linterna, Jack descubrió que se hallaba en una caverna enorme y, al ver que el haz de la Maglite no llegaba a iluminar el techo, estimó que debía de medir como mínimo treinta metros de altura.

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