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Eres mi cielo – Yamila Bianqueri

Ainara cerró la puerta de su departamento de un talonazo. Dejó la maleta a medio camino. Tiró la cartera sobre el sofá y se encaminó hacia su habitación. El departamento olía a encierro, pero eso no le impidió dejarse caer sobre el colchón. Tampoco le importó que la cama estuviera sin hacer. Estaba cansada, muerta de calor y agotada psicológicamente. Le había costado tanto obtener sus títulos, uno de Técnico Superior en Prótesis Dental, mejor conocido como mecánico dental, y otro de Dentista especializado en Ortodoncia, y ahora eso no parecía bastar. Necesitaba una inyección de adrenalina, sus amigas no estaban con ella. Saiana se había instalado en Ushuaia, y Morena tenía la cabeza en cualquier parte; por lo tanto, se le hacía casi imposible conseguir cómplices para eso. Ese último pensamiento la empujó directo a aquella fiesta de fin de año, más exactamente hacia él. Hacia ese muchacho que tanto la había hecho sonrojar con sus comentarios con segundas intenciones. <>, se reprendió interiormente. Joaquín había logrado que ella se pusiera más nerviosa de lo normal. Que deseara ser como una de sus amigas: mandada, confiada, delgada, más alta. Pero nada de eso era posible. Por más que lo anhelara con todas sus fuerzas, ella era petiza, más exactamente de un metro cincuenta de altura, rellenita, demasiado para su gusto, y pálida, muy pálida, como siempre le dijeron, y ella, tan tonta, se lo creyó. Se veía a sí misma como un tapón de sidra. Nada más lejos de la realidad. Ainara era una mujer con curvas, con rollitos firmes. Una dama de esas que menean las caderas al caminar de forma espontánea, sensual. Con un par de faroles negros como la noche oscura en el medio de un bosque, una cabellera rubia natural que caía sobre su espalda como una cascada de río manso y un color de piel que la hacía parecer transparente, inalcanzable para quien se detuviera a observarla y eso fue lo que vio Joaquín esa noche en ella. Quedó anonadado, prácticamente mudo al divisarla, algo absurdo para ese rufián que se lo pasaba halagando a cuanta mujer se le cruzaba por el camino. La notó tan discreta, vergonzosa, frágil, que hasta le dio miedo acercarse, pero después de ver cómo sus amigas la dejaban sola y que se disponía a marcharse, escapó de su trance y, decidido, salió a su encuentro. Se interpuso en su andar logrando que ella colisionara en su mundo y absorbiera todo con esa mirada atormentada. La convenció para que lo acompañara a tomar una copa.


La hizo reír. Solo obtuvo su nombre, no pudo sonsacarle nada más y en una distracción la perdió de vista. Ainara se esfumó y por más que la buscó, no pudo ubicarla. *** Sus vidas siguieron su rumbo. Ainara volvió a trabajar, regresó a su monótona rutina, sintiéndose cada vez más sola. Viendo cómo su existencia pasaba sin sentido. Preguntándose porqué el amor le rehuía. Guardando solo para ella las esperanzas de cruzarse con ese chico simpático y cara rota de ojos celestes como el cielo despejado en un día de primavera. Joaquín se concentró en sus labores de maestro mayor de obras en la empresa que su padre dirigía desde que él tenía uso de razón. Volvió de ese viaje con las energías renovadas, pero seguía sin poder sacarse de la cabeza a esa mujer que había sacudido su corazón. Pasaba la mayor parte de su tiempo libre con su hija, esa niña era la fortaleza de su alma. Su todo. Una tarde, de esas muy calurosas y húmedas en Capital Federal, Joaquín retiró a Sofía de la colonia más temprano de lo habitual. Tomados de la mano, charlando muy animadamente caminaron hacia el consultorio del dentista. No era la primera vez que iban, pero sí era la iniciación de la niña con el ortodontista que se encargaría de corregir su dentadura. Llegaron a horario y esperaron pacientes hasta que el nombre de la pequeña apareció en la pantalla. Sofía se mostraba un poco reticente al momento de ingresar, la verdad era que estaba muy asustada. Sus amiguitas le habían dicho que le dolería todo lo que iban a hacerle y por eso no quería entrar. —Papito, mejor vamos a casa. No quiero entrar —dijo la niña aferrada con fuerza a la mano de su padre. Joaquín la observó con ternura. Derritiéndose de amor por ella. —Mi vida,no va a pasar nada malo. El doctor solo va a mirarte la boca, como mucho va a sacar unas fotos de tus dientes. Te prometo que no va a doler —contestó luego de ponerse en cuclillas para estar a su altura.

Sabía lo miedosa que era su hija. Le tenía pavor a los médicos. Sofía miró con atención al hombre que consideraba su héroe y asintió con su pequeña cabecita. Él se puso de pie, la tomó por debajo de las axilas y le hizo upa, consiguiendo, con esto, que la niña se tranquilizara un poco. El doctor era todo un amor de persona. Primero, envió a la niña al sector de radiografías en donde le tomaron las placas de su dentadura. Luego de eso, una vez que volvieron con las imágenes en mano, trató a la pequeña con mucha delicadeza, y antes de liberar a Sofía tomó un guante de su caja, lo infló, le dibujó un par de ojos, una boca y se lo entregó. No sin antes felicitarla porque en esa boquita no había ni una sola carie. Ella, muy desenvuelta, luego de descubrir que su papi tenía razón, lo abrazó antes de darle las gracias. Se enfrascó de lleno en la tablet que había sacado de su mochila, sin soltar el improvisado globo, y dejó que los grandes hablaran con calma. El ortodoncista le explicó a Joaquín que la mala mordida de Sofía se debía a una condición conocida como paladar ojival o estrecho, y que para corregir eso la niña debía comenzar a usar aparatos removibles. Le comunicó que lamentablemente él no podría hacerse cargo del tratamiento de la niña porque debía salir del país y no sabía cuándo regresaría. Joaquín no estuvo muy feliz con esa noticia y ante eso el doctor Montero le dijo que se tranquilizara, asegurándole que ya tenía un reemplazo para todos sus pacientes. Le pidió que se dirigiera hacia la recepción, que ahí le explicarían los costos, la forma de pago y todo lo relacionado mientras él se comunicaba con la persona que desde ahora en más se ocuparía de la dentadura de su hija. Ainara se encontraba sentada en su consultorio tomando un café mientras revisaba las historias clínicas de los que a partir de ese día serían sus pacientes. Por suerte, nada de otro mundo, todos trabajos simples, ningún reto hasta el momento. Eso la bajoneó un poco. Estaba tan aburrida. La vibración de su teléfono celular en el bolsillo de su ambo la sacó del pozo donde, poco a poco, se iba sumergiendo sin siquiera quererlo. Al ver que quien la llamaba era su padre, atendió con gusto. —Pero si es el hombre más lindo del mundo el que me llama —saludó sonriendo sinceramente. —Pero si es la joven más hermosa de este planeta la que me atiende — contestó siguiéndole el juego a su hija. Esa era la forma que siempre empleaban cuando hablaban por teléfono. —Te amo, pa. ¿Qué paso? Todavía estoy en la clínica —reveló recostándose sobre el respaldar estampado con estrellas, de su silla.

—Estoy con la última paciente de la lista, todavía no viste su historia clínica porque la tengo yo. ¿Querés conocerla? En este momento su padre está arreglando los papeles para que empieces con el tratamiento

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