debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Eran Siete – Eden Phillpotts

El acaudalado y tranquilo Mr Hannibal Knott «ha cursado su largura de días sin propósito, sin ideales y sin aventura». Siete sobrinos, que juzgan que esa existencia se prolonga indebidamente, acuden a la casa de Mr. Knott para acompañarlo en la semana de Navidad. Por ahora sólo revelaremos que uno de ellos es experto en venenos…


 

ANÍBAL KNOTT recibió a Tomás Cypress con su habitual afabilidad. —Buenos días, mi buen Tom —murmuró debajo de su voluminosa colcha de plumas—. ¿Qué día hace? —Amenaza una ligera helada, señor —contestó el viejo may ordomo—, pero el jardinero dice que está para llover, y el viento lucha contra el sol. Aníbal se incorporó, mientras Cypress encendía una estufa eléctrica y descorría las cortinas. —El jardinero opina que tendremos mucho verdor este invierno —prosiguió el más joven de los dos hombres—. Forbes posee lo que podríamos llamar un sexto sentido para el tiempo. —En lo que a mí se refiere, el verdor nunca puede ser bastante —declaró Aníbal Knott, tosiendo para aclararse la garganta mientras revolvía el té. Contaba ochenta y cinco años, pero la vida seguía pareciéndole buena. Fumaba demasiado, comía y bebía moderadamente, leía mucho, hacía diariamente ejercicio recorriendo su espacioso jardín y sus invernaderos, y continuaba plácidamente su existencia solitaria. Nacido en la riqueza, carecía de suficiente experiencia o fantasía para imaginar otra clase de vida ni concebir una situación insegura. Nunca había trabajado ni afrontado problemas serios desde el día de su nacimiento; sin embargo, exento de tendencias viciosas y totalmente falto de espíritu ambicioso y de emulación, había visto transcurrir sus días sin objetivo alguno, sin ideales y sin aventuras. « He sido —solía decir— un observador y un mirón en el festín de la vida y me he considerado satisfecho con el papel de espectador. No he trabajado personalmente en nada; con inmerecida comodidad he observado el desarrollo, bueno o malo, de los acontecimientos desde un asiento de primera fila que no he pagado. Me ha gustado la función, y dentro de poco, cuando el telón baje me despediré dispuesto a admitir que el espectáculo valía la pena» . Aníbal había perdido a sus padres cuando niño. Enviado al colegio Rugby y a la Universidad de Oxford, había cursado sus estudios discretamente, sin aplausos ni censura, hasta llegar a la mayoría de edad. Entonces realizó su única ambición: dar la vuelta al mundo, y completada la tarea se retiró a la vida privada, comprando una casa de su agrado, cerca de Seven Oaks, y alquilando un cómodo apartamento en el West End. Residía alternativamente en una u otra parte. Su viaje alrededor del planeta no le había despertado el menor entusiasmo ni interés especial por cosa alguna, y nunca había vuelto a salir de Inglaterra. Kent le era ampliamente suficiente. Aunque nunca se había enamorado y permanecía soltero, no era ningún misántropo. Rara vez buscaba amistades, pero sus semejantes, cualquiera que fuese la posición que ocuparan en la vida, lo consideraban bondadoso, cortés y respetuoso.


Dueño de una fortuna que superaba en mucho sus posibilidades de gastarla y sin abrigar el menor entusiasmo por coleccionar juguetes de precio, era generoso —demasiado generoso, según opinaban sus hermanas y quienes podían esperar que pensara en ellos para después de su muerte—. Por sus donaciones benéficas a grandes causas nacionales, Aníbal podía haber obtenido, de haberlo deseado, un título nobiliario; pero nada distaba más de sus aspiraciones. —Emplear para fines útiles la accidental posesión de riquezas —decía— es cuestión de buen sentido, pero no merece distinciones. En realidad, la fortuna que no ha sido ganada por uno no debe ser motivo de recompensa ni del menor agradecimiento. Siempre he sido y seguiré siendo absolutamente insignificante, y agregar un título a mi nombre no cambiaría esa verdad. Ningún zambullidor menos indicado que yo podría darse un remojón en la Fuente de los Honores. De las cuatro hermanas del señor Knott, todas mayores que él, sólo una vivía. Se habían casado y tenido hijos, razón por la cual Aníbal tenía seis sobrinos y una sobrina. De su generación nadie quedaba, salvo la señora de Adams, y él era el único hijo varón. Sus hermanas, sin embargo, habían alegrado el pasado de Knott, y casi todos sus sobrinos vivían aún. Eran ellos quienes experimentaban inquietud cuando el nombre de su tío aparecía en letras de molde como donante de otras diez o veinte mil libras a favor de una institución necesitada, o como contribuy ente de una colecta para el municipio en épocas de penuria nacional. No obstante, durante los últimos años Aníbal no había figurado entre los ricos benefactores, y la generación más joven tomaba nota de este hecho y se alegraba. El anciano no abrigaba hacía su familia más que sentimientos bondadosos. Como él, sus sobrinos en nada se habían destacado, pero, a diferencia de él, todos trabajaban para ganarse la vida. Nunca criticaba a ninguno de ellos, porque carecía de sentido crítico y porque sabía muy bien que la censura provoca disgustos y disipa la buena voluntad; pero tenía conciencia de que todos podían alegar la posesión de razonables derechos de parentesco con él, y se alegraba al observar que nunca aludían a ello. Le complacía el tacto que desplegaban en esta delicada cuestión. —Son pobres —dijo en una ocasión a Tomás Cypress—, pero no rapaces, defecto que tan a menudo nace de la escasez de medios. Mantenía las más cordiales relaciones con todos sus parientes; no dejaba de advertir que se acercaban a la madurez, y una vez por año, en Navidad, fiesta en la que los siete se reunían con él en su residencia próxima a Seven Oaks, introduciendo en ella por espacio de una semana un elemento de agitación y novedad, se permitía el placer de regalar un cheque a cada uno. No demostraba favoritismos; en realidad no tenía preferencia por ninguno. Le gustaba, si cabe, la compañía de su sobrina porque ésta se parecía a su madre y le traía el recuerdo de su hermana predilecta; pero todos recibían en Navidad un regalo igual de cien libras. Era una costumbre que los favorecidos valoraban profundamente, esperaban con paciencia y lo agradecían como era debido. En retribución, se reunían, comparaban cifras y adquirían entre todos un regalo de Navidad calculando que fuera de alguna utilidad para Aníbal y que le demostrara el afecto y la consideración que le tenían. Pero lo que unía aún más a la familia, en lo relativo a Aníbal Knott, era el hecho de que todos pasaran alternativamente varios días en casa del anciano. Le visitaban por turno y permanecían una semana en « Las Torres» , dedicándose a él y alegrando su casa, cada cual dentro de sus posibilidades. Esta temporada constituía un intervalo fatigante en la vida de algunos de ellos, pero nunca la eludían y ponían todo su empeño en hacerse querer.

En el pasado, algunos de sus sobrinos habían intentado aventajar a los demás en sus derechos, tratando de ganarse más de la séptima parte de la consideración del tío; pero tales experimentos no obtuvieron de parte de éste ninguna respuesta visible. Si en secreto abrigaba alguna predilección, ninguno podía asegurarlo. Todos se mostraban superficialmente amables, pero en realidad eran muy distintos de la vaga idea que Aníbal tenía de ellos. Actualmente Edgar Peters pasaba su correspondiente temporada con su tío, y como era hombre de negocios, iba diariamente de Seven Oaks a la capital y regresaba todas las noches. —Veamos, Tom —dijo Aníbal, mientras Cy press descorría las cortinas y colocaba su ropa interior junto a la estufa eléctrica—. El señor Edgar nos deja hoy. ¿Quién viene después? —La señorita Esperanza llegará pasado mañana, señor. —Bien. Entonces no volveremos a verla hasta la reunión de Navidad, Tom. Los siete estarán libres para esa fecha. El criado se echó a reír. —Nunca han dejado de estar libres para Navidad, señor, y nunca dejarán de estarlo. Tomás Cy press se hallaba al servicio de Aníbal desde su infancia. Cuando llegó a « Las Torres» como limpiabotas tenía diez años de edad; ascendió sin ostentación de puesto en puesto, y a los veinticinco se convirtió en sirviente personal de su amo y en su primer confidente. Si podía decirse que Aníbal Knott tuviera un amigo personal —amigo dueño del privilegio de penetrar el velo de su exterior impasibilidad y su monótona existencia—, ciertamente ese hombre era Cypress. Tomás, que contaba ahora sesenta años, se mantenía joven. Se había formado en el molde de su amo, era cortés con todos, considerado y bondadoso, y, sin embargo, en su calidad de mayordomo y regente de la servidumbre no le faltaban dotes de mando. Declaraba que no tenía parientes, y nadie conocía sus intereses privados. Solía ausentarse de cuando en cuando y disfrutar de breves vacaciones, pero nadie sabía adónde iba ni qué hacía durante esos períodos de bien merecido descanso. El mismo Knott lo ignoraba por completo, y nunca se tomó el trabajo de averiguarlo. —Cargar un cerebro limitado como el mío con un solo detalle informativo absolutamente inútil sería una locura —declaraba con frecuencia—. Soy el menos curioso de los hombres, y siempre me ha impresionado el prodigioso volumen de noticias que las personas llevan consigo, ignorando, al parecer, por completo que sus informes no tienen la menor importancia para nadie. Aníbal se levantó y procedió a vestirse con su acostumbrada parsimonia. Seguía siendo un hombre corpulento, pero había perdido muchos de sus anteriores ciento cinco kilogramos. Como siempre, se afeitaba él mismo, pero su mano no era y a tan hábil, y después de una o dos heridas desagradables empezó a considerar la conveniencia de dejarse crecer la barba.

—La naturaleza —había dicho dirigiéndose a Cy press— accede todavía gustosa a proporcionarme algo más, si y o se lo permito; y mis amigos que usan barba me aseguran que una vez pasada la incomodidad de dejarla crecer, la barba constituy e un agradable agregado de la persona. Pero mi preferencia lucha aún contra semejante cosa. Estar afeitado crea una sensación de bienestar y de apetito para el desayuno que la barba podía destruir. —¿Por qué no permite que le afeite yo, señor? —replicó Tomás en aquella ocasión. —Si fuera necesario, tú y nadie más que tú manejaría una navaja en mi cuello, amigo mío —respondió Knott—; porque en un caso extremo no dudo que la razón podría más que el instinto; pero hasta ahora el instinto (especie de impulso subconsciente absolutamente opuesto con frecuencia a la razón) siempre ha despertado en mí una aguda aversión ante la posibilidad de que otra mano distinta de la mía aplique un arma peligrosa a mi envoltura terrestre. Tomás expresó su perfecta comprensión de tal prejuicio. —Muchas son las cosas que yo no permitiría que un semejante hiciera por mí, a menos que me viera en la imposibilidad de hacerlas yo mismo —aseguró. —En este sentido, es usted una maravilla, señor, si me permite decirlo; y habría que buscar mucho para encontrar a alguien tan independientemente como usted a pesar de sus años y su riqueza. —Así es —asintió Aníbal—. Cuando en el colegio formaba parte de los may ores (no del cuadro de honor, porque nunca tuve sesos para figurar en él) conseguí el derecho de emplear a un « ayudante» , un chico de los grados inferiores, para que me hiciera los mandados y aumentara mi comodidad. Pero no: el espíritu de independencia y a se ponía de manifiesto. Renuncié al « ay udante» y lo pasé muy bien. —Nunca ha tenido un sirviente tarea más fácil que la mía —replicó Cy press —. Pero ochenta y cinco años son ochenta y cinco años, y aunque el espíritu no desfallezca, la carne es débil, señor. —No es que la carne sea débil, Tom; lo malo es que la carne está desapareciendo —explicó Aníbal—. Yo era muy fuerte en mis mejores años, y de haber tenido la ambición de emplear mi extraordinario vigor hubiese podido sobresalir, entrenándome bien, y muy posiblemente habría ganado un asiento en un « ocho» de regata. No es exagerado suponer que si la ambición me hubiera impulsado a aprender a remar y a someterme a la terrible tarea y aplicación exigidas para perfeccionarme en ese arte, hubiera logrado el honor de representar a Oxford en los grandes torneos. Pero en ningún momento se despertó en mí el deseo de adquirir fama deportiva. La fama exige capacidad de concentración, de renunciamiento y de paciencia, cosas completamente ajenas a mis humildes aptitudes. Pese a sus músculos atrofiados y a un andar que se había tornado vacilante, el anciano poseía una voz grave y enérgica, y miraba el mundo a través de unos ojos azules, sanos y firmes, aunque fortificados por un par de gafas. Su oído continuaba claro, y aun cuando el metro noventa de estatura de su juventud había disminuido algo, su espalda se encorvaba apenas y un sólido bastón era suficiente para ay udarle a moverse. Bajó a tomar el desayuno y saludó con jovialidad a su sobrino. Edgar Peters era contador y desarrollaba sus actividades en un círculo de pequeños negociantes. Trabajaba mucho y ganaba un modesto sustento para él y su mujer inválida. Tenía cincuenta y dos años, y como su profesión le hacía ver el lado oscuro de los negocios, se había desarrollado en él un elástico código moral.

Ninguna noble aspiración le alentaba, pero le impulsaba un sincero deseo de acabar con los negocios y dejar transcurrir el resto de sus días en el ocio y la tranquilidad. Sus allegados le consideraban un personaje dudoso, pero en presencia de su tío, Edgar había tenido escrupuloso cuidado en no demostrar jamás los rasgos antisociales que en realidad le caracterizaban. La necesidad ajena constituía la oportunidad de Edgar. Había probado una y otra vez su extremada habilidad para sacar de dificultades al prójimo; pero estos esfuerzos exigían siempre un reconocimiento liberal de sus servicios, y cuando algún desesperado recurría a él sabía muy bien que su dominio de las cifras reclamaba una recompensa proporcional. Peters era gordo y tenía cabellos canosos, ojos castaños y una apariencia de poca prosperidad. Vestía descuidadamente, su rostro era desagradable y su expresión mezquina; pero miraba a los hombres de frente y sabía luchar, como lo atestiguaba su barba belicosa y recortada. —Buenos días, muchacho —dijo Aníbal—. Siento que te vayas. Hemos pasado una semana agradable juntos, y siempre, cuando me visitas, lamento que tu mujer no pueda acompañarte. —Yo también, desde luego, tío Aníbal —replicó Edgar—, pero el traslado desde Londres sería excesivo para sus fuerzas. Está terriblemente delicada, pobrecita, pero es valiente siempre y tiene muchísima paciencia. —El valor y la paciencia son dotes muy nobles —observó Knott—. No te olvides de llevarle mis últimas uvas moscatel, Edgar. Tengo razones para creer que todavía quedan unos cuantos racimos. Dile a Forbes que los corte antes de irte. —Eres demasiado bueno, tío. Ella siempre me habla de ti con cariño y le agrada que venga cuando me llega el turno. Sabe que el pequeño cambio me hace mucho bien. Aníbal inspeccionaba las fuentes del desay uno. —Róbalo —dijo—; un trozo de róbalo escamoso me gusta mucho para el desayuno. Recuerdo que a ti también te gusta. Edgar. —Nada me gusta más —aseguró Peters—. ¡Qué placer verte tan sano y fuerte! Me parece que tienes todavía mejor aspecto que durante mi última visita. —Sí.

El doctor Runcorn me dice que por ahora la máquina no revela ningún desperfecto fatal. Simplemente se desgasta en forma digna y ordenada. Dice que soy como una espléndida alfombra oriental; aguantando bien hasta el fin y terminando como un señor. —Sin hacer ostentación de las hilachas para provocar simpatía, como una alfombra barata de Bruselas o Axminster, por ejemplo —dijo Edgar riendo. A pesar de su pesimismo, trataba de ocultar sus emociones derrotistas cuando visitaba a su tío, porque comprendía que al anciano le desagradaba toda demostración de malestar personal. Esa mañana, sin embargo, en un momento de descuido, Edgar expresó un punto de vista melancólico y fingió disminuir sus propios éxitos, y Aníbal, apartando el pescado y extendiendo el brazo para tomar otra tostada, replicó con tono bondadoso: —No dejes que tus defectos te depriman demasiado. Son evidentes y es lástima, pero no es culpa tuy a. El hombre es un mamífero notoriamente defectuoso y su extraordinaria capacidad de raciocinio se ejercita únicamente para exacerbar esos defectos. La mermelada, muchacho. Se sirvió; bebió un poco de café y siguió hablando: —Algunos de nuestros actos más indignos y la mayoría de nuestras preocupaciones más atroces son el resultado del poder de raciocinio, y vemos que nuestra especie prostituye en beneficio de los propósitos más bajos los más brillantes descubrimientos del intelecto humano. La razón ha dado origen a los actos sublimes y a las obras maestras de la humanidad; pero también ha elevado la acción criminal al nivel de un arte refinado, porque nuestro genio se presta con mayor frecuencia al triunfo del mal que a las victorias dignas de respeto. Una característica típica de Aníbal Knott, después de expresar alguna observación personal o de amonestar suavemente, era la de proseguir con generalidades y cambiar de tema antes que una réplica directa pudiera interrumpirlo. En esta ocasión Edgar no contestó hasta que el anciano hubo terminado el desayuno y encendido la pipa que fumaba habitualmente a esa hora. Treinta minutos más tarde el contador se despidió agradecido, y uno de los automóviles de su tío le llevó a la estación. —Una vez más has sido un descanso y un aliento para mí, querido tío Aníbal —dijo—. Brillas como un faro benéfico para todos nosotros, y saludamos el puerto de « Las Torres» como un grato asilo del cual disfrutamos de tiempo en tiempo en nuestro viaje a través de los mares tormentosos. —Encantado, estoy a tu disposición —contestó el anciano caballero—. No volveremos a vernos hasta Navidad; espero tener el placer de verte en esa fecha, querido Edgar, si tu buena esposa no te necesita. —Transmite mis saludos a Esperanza —rogó Edgar—. A ella le toca venir ahora, según me ha dicho Cypress. No la he visto últimamente. —Así lo haré —prometió Aníbal, y su sobrino se marchó. Muchas veces, después de una de estas visitas, Aníbal Knott hacía con su criado el comentario de sus parientes, pero nunca en sentido desfavorable. Siempre se refería a ellos en forma tan amable y simpática que ninguno hubiera hallado nada ofensivo en sus palabras. Advertía, sin embargo, que cuando sus sobrinos hablaban los unos de los otros no adoptaban su afable y generosa actitud.

En tales oportunidades los comentarios pronto se convertían en aguda crítica, lo que apenaba profundamente al tío. En realidad no abrigaba el menor cariño por ninguno de ellos; pero nada extraño había en esto, porque su naturaleza le impedía crearse afectos personales. Había sido espectador durante tantos años que y a no le era posible adoptar una actitud distinta, ni identificarse con uno solo de los personajes del espectáculo de la humanidad. Cuando llegó Esperanza Maitland besó a su tío, pero éste no le devolvió el beso. Tomó en las suyas las manos de su sobrina y con expresión radiante le aseguró que su visita le era tan grata como siempre. Más de una vez pensaba que ella era la única persona que le había besado desde la muerte de su madre. —En setenta y ocho años de vida nadie me ha besado —había dicho a Esperanza cierto día—, excepto tú. Esperanza Maitland contaba cincuenta y dos años, y era hija de la hermana predilecta de Aníbal, muerta hacía mucho tiempo. Carecía de atractivos físicos; tenía un colorido neutro, dura la expresión de la boca y ojos fríos y sin brillo. Sus piernas cortas contrastaban con la largura de su cuerpo, y la entonación de su voz se caracterizaba por su monotonía. Llevaba una existencia modesta por la escasez de sus medios de vida; su naturaleza era rígida y poco bondadosa. Trabajaba sin entusiasmo en el War Office y esperaba con impaciencia la jubilación que en poco tiempo más le correspondería. Soñaba con vivir en un ambiente rural, en una casa de campo rodeada de aves de corral y tranquilidad. Junto con sus hermanos y primos aguardaba con ansiosa expectativa el fallecimiento de su tío, y creía que, llegado el momento, sería la más favorecida. Con excepción de uno de ellos, todos compartían esta certidumbre y la triste seguridad de que, en su calidad de mujer y soltera, podía esperar la parte más generosa cuando sonara la hora. Lo creían probable, pero no por una razón determinada, salvo la de su sexo; suponían que por el hecho de ser única sobrina, sin amigos ni sostén, sería acreedora a una atención excepcional. No le tenían simpatía ni antipatía; en realidad, poco sabían de ella, excepto que estaba empleada en una oficina del gobierno y por consiguiente tranquila y segura. Su personalidad no atraía a los hombres debido a la frialdad de su aspecto y a su naturaleza reservada. Gerald Firebrace, hermano de Esperanza, era el único que realmente la detestaba y no vislumbraba ninguna probabilidad de que su hermana triunfase cuando se ley ese el contenido del testamento de su tío; en cambio, él esperaba confiadamente lograr un trato especial. Fundaba esta creencia en su comprensión superior de Aníbal y porque sabía que el anciano ocultaba una gran vacuidad, similar a la de un tambor retumbante. —Sólo yo comprendo su absoluta vacuidad —decía a los demás—. Detrás de su verbosidad altisonante y de las largas frases que pronuncia, no hay nada más que vacío. Vosotros no queréis aprender a llenarlo; yo lo he conseguido. No os culpo, porque se necesita arte para cumplir una tarea semejante, y ocurre que de todos nosotros soy el único artista. El tiempo dirá; pero estoy casi seguro de que si en ese nebuloso caos sin forma ni substancia que hace las veces de cerebro en la cabeza del querido tío Aníbal, si en ese caos existe una sola intención concreta, tal intención se relaciona conmigo.

No puedo decir que me tenga mucha simpatía; bien mirado, es incapaz de tenerle simpatía o antipatía a nadie; pero estoy casi seguro de que en mi compañía experimenta cierta satisfacción inconsciente y una vaga sensación de bienestar mayor, que ninguno de vosotros puede inspirar ni crear. Es un inefable aburrido y una sombra desolada, y, por supuesto, el único interés que despierta en nuestras mentes sigue siendo el interrogante de hasta cuándo vivirá. Gerald, por razones profesionales, había adoptado, en lugar de su apellido Maitland, el seudónimo de « Firebrace» . Era actor, y su don de simpatía, su tacto y diplomacia le habían conseguido, durante muchos años, ocupación en los teatros del West End. No pretendía ser un gran intérprete, pero su buen físico, sus modales distinguidos, su hermosa voz, su altivez y su atracción personal habían contribuido a su popularidad. Se especializaba en los papeles de ardiente enamorado, y muy pocas veces estaba sin trabajo. Aunque contaba cuarenta años de edad, representaba sólo veinte en las tablas. Los rasgos sobresalientes de la verdadera personalidad de Gerald estaban constituidos por un temperamento vivo, sagacidad natural y absoluto desprecio por cualquier clase de código ético; en la escena actuaba con el dramatismo de la escena antigua, pero poseía un exquisito e infalible sentido de la proporción y nunca se colocaba en el centro del escenario de la vida cuando se hallaba en compañía de otros cuy os derechos a ocuparlo eran mayores que los suyos. Gerald no vivía con sus hermanos, sino en un apartamento pequeño y cómodo. Era soltero

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |