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Entre mentira e ironia – Umberto Eco

Estas cuatro «lecturas» están aquí reunidas simplemente porque les tengo afecto y, como habían aparecido en lugares distintos, sentía que quedaran dispersas. Aun así, haber recogido estos cuatro escritos, y no otros, presupone que tienen algo en común. En cierto sentido, todos ellos tienen que ver con estrategias de mentira, desfiguración, abusos del lenguaje, vuelco irónico de esos abusos. Cagliostro miente con la palabra, con la ropa, con el comportamiento, y mienten sobre Cagliostro las leyendas que lo han transformado, del pequeño aventurero que era, en mito, símbolo del libre pensamiento, víctima del oscurantismo clerical (aún hoy manos misteriosas y fieles ponen continuamente flores en la celda donde murió, en el castillo de San Leo). Manzoni, aunque dedicara en sus ensayos páginas mucho más complejas al lenguaje, en Los novios sugiere una oposición entre lenguaje verbal, vehículo de mentira y trovospelías, y signos naturales, a través de los cuales los humildes comprenden, incluso cuando los poderosos los engañan con su latinorum. Achille Campanile, con el lenguaje y sus clichés, juega, da la vuelta a las frases hechas como a un calcetín, provoca efectos de extrañamiento. Hugo Pratt juega con la geografía, que conoce perfectamente, y parte de mapas verdaderos para hacerlos improbables, eludir los confines, hacer levitar las distancias y con ellas nuestra imaginación. Mienten por ironía Campanile y Pratt, miente por interés Cagliostro (o quizá por condena, a medida que va volviéndose prisionero de su propio mito), y Manzoni toma partido, con indignación, por los pobres que sufren los atropellos del lenguaje de los poderosos; pero en realidad —puesto que la ironía la practica también él— su ironía está elevada al cuadrado, y condena las palabras a través de la palabra narrativa. MIGRACIONES DE CAGLIOSTRO[1] Migraciones de Cagliostro era un título que elegí hace unos meses cuando todavía no sabía de qué iba a hablar, pero ahora me doy cuenta de que debería haber sido el título de todo este congreso, donde la mayor parte de los concurrentes parece fascinada no por el Cagliostro histórico, sino por esa imagen que ha migrado a innumerables narraciones, y a esa especie de pseudonovelas que son las reconstrucciones de los mercaderes de lo oculto, donde tanto filocagliostrismo masónico como anticagliostrismo sanfedista manifiestan gusto por la imprecisión histórica, credulidad indiscriminada hacia cualquier fuente y tendencia a no usar un testimonio cuando se haya demostrado fidedigno sino a juzgarlo fidedigno porque ha sido usado. Siguiendo la historia de estas migraciones nos deberíamos preguntar por qué Cagliostro ha interesado tanto a los cazadores de misterios, cuando se trata de un personaje que carece de misterio. Es tan previsible que podría haber sido programado por un ordenador dotado con las siguientes informaciones: noticias sobre la psicología de un personaje típico de la cultura dieciochesca, el aventurero (de Casanova a Da Ponte) con su gusto por la aventura cosmopolita, la curiosidad por lo insólito, la pasión por la intriga; informaciones sobre el nacimiento de las sectas masónicas y sobre el papel que han desempeñado en tejer contactos entre una burguesía arribista y una aristocracia insatisfecha del ancien régime; anécdotas sobre monarcas y landgraves que financiaban investigaciones alquímicas con un ojo en la piedra filosofal y otro en la química para la industria manufacturera (incluida la historia del conde de Milly, que para encontrar el elixir de larga vida al final se equivoca y se envenena); y he aquí construido el conde de Cagliostro. Cagliostro es uno de los personajes más obvios de su propio tiempo. Quizá ha atraído la atención porque ha representado de una forma más pintoresca, en voz más alta, el arquetipo eterno del hombre sin atributos, que se deja atravesar por su propio tiempo. Si, acaso, el verdadero misterio no es Cagliostro, el verdadero misterio que no cesa de inquietarnos es el cardenal De Rohan. Que un aventurero o una aventurera urdan intrigas, a veces sean arrollados por las mismas, a veces obtengan beneficios, es normal. Pero que una persona presumiblemente de mediana inteligencia, con deberes políticos y religiosos, quede convencido por esas intrigas, fascinado, obnubilado, y consiga consagrarse en la historia como monumento de imbecilidad, esto no cesa de preocuparnos. Los Estados no caen cuando los Cagliostro (o los De la Motte Valois) traman desde fuera, sino cuando los De Rohan debilitan desde dentro la credibilidad de las clases dirigentes. He aquí el quid: ¿cómo explicar que la revolución es un producto del ancien régime y no el resultado cinematográfico de la toma de la Bastilla? Precisamente a causa de su previsibilidad y obviedad, Cagliostro se ha prestado mejor que otros a leer de forma mitológica algunos procesos históricos. El máximo de la tensión mitográfica sobre Cagliostro (entre los dos polos de la santificación y la demonización) se ha establecido en la línea del complot revolucionario. Puede adoptar, en niveles de mayor responsabilidad fabuladora, la forma de la venganza templaria, que encontramos desde Cadet de Gassincourt hasta Guaita (para Guaita, el nombre de los jacobinos no procede del de un convento, sino de Jacques de Molay [2] ), o, en niveles de polémica ideológica mejor construida, la forma del complot ilustrado-masónico (desde el marqués de Luchet, a través del padre Barruel y a lo largo de la tradición jesuítica decimonónica et ultra, pero también en campeones del feuilleton anticlerical). Lo bueno es que la teoría del complot revolucionario se vuelve creíble cuando la metáfora del complot se traduce en términos de historia de la cultura. Entonces nos damos cuenta de que el complot se desarrolló en plein air, al igual que el que había unido a Copérnico, Galileo, Kepler y Newton para poner en aprietos no al cardenal De Rohan sino al cardenal Bellarmino. Pero ¿cómo explicar a las masas un cambio de paradigma histórico? Traduciendo la noción abstracta de tendencia histórico-cultural, cultural, o de ley histórica, a la noción antropomorfa de deus ex machina. Cagliostro, tan obvio que puede ser reconocido por todos, parece hecho adrede para poner en escena lo que no puede ser visto. Y helo ahí en el Joseph Balsamo de Dumas atando en un solo cabo la mística de Swedenborg, la Encyclopédie, écrasez el infame, Jean-Jacques Rousseau, las Neuf Soeurs y la eterna aspiración popular a una figura carismática que se convierta en vindicadora de cualquier desequilibrio social: —¿Quién eres? —Interrogaron a un tiempo las trescientas voces, mientras que brillaban veinte espadas en las manos de los fantasmas que se encontraban más próximos y que, por un movimiento regular como el de una falange aguerrida, llegaron hasta reunirse cercando con sus aceradas puntas el pecho del incógnito que sonrió levantando la cabeza y, sacudiendo su cabellera sin polvos, sujeta por una cinta que rodeaba su desnuda frente: —Ego sum qui sum —respondió—.


Yo soy quien soy. Y fijando al mismo tiempo su vista sobre la humana muralla que le rodeaba, las espadas se bajaron con movimientos desiguales, según la resistencia que pudieron oponer los que sufrieron aquella dominadora mirada. —Has pronunciado una palabra imprudente, y así lo has hecho, ignorando tal vez su significado —dijo el presidente. El extranjero, sonriendo, hizo un movimiento de cabeza y dijo: —He contestado lo que debía. —Entonces, ¿de dónde vienes? —preguntó el presidente. El desconocido contestó tranquilamente: —Del país de la luz. —Según nuestros informes, de Suecia. —Quien viene de Suecia puede venir de Oriente —repuso el extranjero. —Habla, no te conocemos. ¿Quién eres? —¿Quién soy?… —replicó el desconocido—. Pues demostráis no comprenderme, me explicaré; pero deseo decir antes quiénes sois vosotros mismos. Conmoviéronse los fantasmas, y chocaron sus espadas al pasar de sus manos izquierdas a las derechas, levantándolas a la altura del pecho del desconocido. —Primero a ti —replicó el extranjero, refiriéndose al presidente—, a ti, que me hablas creyéndote un Dios y sólo eres su precursor, a ti, que representas las Sociedades Suecas, voy a decirte tu nombre. Dime, Swedenborg, ¿los ángeles a quien tan familiarmente tratas, no te han dicho que aquel a quien aguardabas se hallaba en camino? —Cierto (…) Venimos a buscar a aquel que ha formado un misterioso imperio en Oriente, que ha reunido ambos hemisferios en una comunidad de creencias y que ha enlazado las fraternales manos de la humanidad. —¿Y tiene alguna señal que le conozcáis? —Sí, y Dios me la ha revelado por conducto de sus ángeles. —Entonces, ¿únicamente vos conocéis esa señal? —Yo solo la conozco. —¿A nadie la habéis revelado? —A nadie. —Decidla en voz alta. El presidente dudó. —Decidla —insistió con imperio el desconocido—, ha llegado ya el día de la revelación. —Una placa que traerá sobre el pecho —dijo el jefe supremo— y sobre ella brillarán las tres primeras letras de una divisa que únicamente él conoce. —¿Cuáles son esas tres letras? —L.P D. Abrió el extranjero rápidamente su casaca y chaleco; sobre su camisa, de holanda finísima, fulguró tan brillante como una estrella de fuego una medalla de diamante, sobre la cual centelleaban tres letras de rubíes. —¿Él?… —exclamó asustado el presidente—; ¿él? —¿El que espera el mundo? —Preguntaron los jefes, confusos—.

¿El gran Cophte? —Murmuraron trescientas voces. —¡Y bien! —exclamó triunfante el extranjero—, ¿me creeréis ahora cuando por segunda vez diga: yo soy quien soy? —Sí —contestaron los fantasmas inclinándose. —Hablad, maestro —dijeron el presidente y los cinco jefes inclinándose decididamente—; hablad y obedeceremos [3] . Pues bien, Dumas no ha inventado nada, y véase esta descripción sacada del Compendio de la vida y hechos de Joseph Balsamo llamado el Conde Calliostro que se ha sacado del proceso formado contra él en Roma el año de 1790 e impreso por la Cámara Apostólica (en la contemporánea traducción editada en Barcelona por la viuda Piferrer), salvo que Dumas habla del complot de un santo y aquí se confiesa el complot de un demonio: Baxamos juntos á un subterráneo por catorce ó quince escalones; y habiendo entrado en una sala redonda, en medio de la qual observé una tabla, que quitada, vi debaxo de ella una arca de hierro; y abierta también ésta, vi que la misma contenía una quantidad de Escrituras, entre las quales tomaron los dos sobredichos un libro manuscrito, á manera de letra bastardilla ó de misal, en cuyo principio estaba escrito: NOS LOS GRAN MAESTRES TEMPLARIOS amp;c.; y seguia una fórmula de juramento, concebido con expresiones horribles, de las quales no puedo acordarme, y se contenian las obligaciones de destruir todos los Soberanos Despóticos. Esta fórmula estaba escrita con sangre, tenía once firmas además de mi cifra arriba indicada, que estaba la primera, y todas hechas con sangre. No puedo acordarme de todos los nombres de las dichas firmas, á reserva de estos […]. Las tales firmas significaban los nombres de los doce grandes Maestres de los Iluminados; pero en realidad, mi cifra no estaba hecha por mí, ni yo sé como estuviese alli. De lo que ellos me dixéron sobre el contenido de este libro, que estaba escrito en Francés, y de lo demás que yo leí en alguna parte, me aseguré mayormente, que el punto determinado de esta Secta, era dirigido primeramente contra la Francia; y con la caída de ésta, debia despues darse el golpe á la Italia, y particularmente á Roma. Santo o demonio, una vez que el mito ha tomado pie, ya no lo elude nadie. Irónicamente, y con intentos desmitificadores, un tal caballero Clemente Vannetti escribe en 1789 un Liber Memorialis de Caleostro cum esset Roboreti, con el estilo de los evangelistas, las presuntas hazañas del taumaturgo: En el octavo año del reino de José Emperador, Cagliostro vino a Rovereto. […] Y algunos decían que era un mago, otros que era el Anticristo; y todos se dedicaban a discutir mucho entre sí. […] Y llegaban también forasteros que se industriaban, hablando con él, en cogerle en mentira, y desenmascararlo. Pero acababan por quedar admirados de él por la sabiduría de su palabra. Ahora bien, en 1914, Pericle Maruzzi (Il vangelo di Cagliostro, Todi, Atanor) saca a la luz este texto y lo convierte en pretexto para una revalorización de Cagliostro porque «se trata del único documento imparcial, aun habiendo sido escrito con un ligero sentido de la ironía, sobre la laboriosidad del Taumaturgo y sobre los sistemas que usaba para curar a los enfermos que acudían a él». Cagliostro migra reverberando su estridente obviedad también sobre otros personajes de su siglo. Llegados a este punto, quisiera trazar un breve perfil de los dos hermanos enemigos (para usar la categoría propuesta por Jean Tortel para explicar muchos mecanismos del folletín) donde, en algún sentido, la teatralidad del aventurero siciliano se beneficia de la reserva del aventurero (quizá) piamontés. Hablo de la pareja Cagliostro-San Germano. Son contemporáneos y tienen en común la profesión y la tendencia a la fantasía tituladora (para la crónica, San Germano se nos va apareciendo como conde de Saint-Germain, príncipe Rackoczi, conde de Saint-Martin, marqués de Aglié, señor de Surmont, marqués de Welldone, marqués de Monferrato, de Aymar y Belmar, conde Soltikof, caballero Schoening, conde Tzarogy). Para lo demás, no podían ser más distintos. 1. No resulta que San Germano estuviera vinculado a sectas masónicas, y de todas maneras, no fundó ninguna. 2. Su relación con los poderes constituidos fue más bien la del instrumento, la del agente secreto, la del mediador diplomático y, en efecto, no murió en la cárcel sino huésped del landgrave de Hesse Cassel, para quien llevaba a cabo experimentos sobre los tintes de los tejidos y el curtido del cuero. 3.

San Germano chapucea con la alquimia, pero no se aventura en la taumaturgia, y roza la química y sus reverberaciones sobre la artesanía (incluidos los colores en pintura) y sobre la industria. De las Memorias de Madame de Genlis sabemos que exhibe muchas gemas y, sobre todo, diamantes de colores, de un tamaño y de una perfección sorprendentes. «Creí ver» dice este último, «los tesoros de la lámpara maravillosa. Había, entre otros, un ópalo de un tamaño monstruoso y un zafiro blanco tan grande como un huevo, que oscurecía con su esplendor el de todas las piedras con las que lo hubiera podido comparar. Oso jactarme de ser un experto en joyas, y puedo asegurar que el ojo no podía descubrir razón alguna para dudar de la autenticidad de aquellas piedras, tanto más que no estaban engastadas.» Pero su biógrafo Chacornac (Le comte de St.-Germain, París, Editions Traditionnelles, 1982) observa que sacaba sus recetas del libro VII del De Subtilitate de Cardano; he controlado y se trata de artificios bastante razonables adulterandi gemmas, por los que un zafiro puede adquirir la limpidez de un diamante. 4. Según el conde Beugnot, Cagliostro era gordezuelo y de tez aceitunada, tenía el cuello corto y los ojos saltones. Su peinado mostraba el cabello dividido en muchas trencitas, reunidas en la nuca de una manera aplastada denominada «catogán». Se presenta ante la condesa de la Motte (y ya el hecho de que frecuentara ese ambiente es sospechoso) con un traje a la francesa, gris pizarra, con galones dorados, una túnica escarlata bordada a cordoncillo y pantalones rojos, la espada al costado bajo el faldón del traje y el sombrero adornado por una pluma blanca. Para hacer más suntuoso el traje llevaba puños de encaje, diferentes anillos y hebillas preciosas en los zapatos, «adornadas con piedras demasiado brillantes para poderlas tomar por diamantes finos». De todo otro talante es Saint-Germain. Es verdad que lleva diamantes en los dedos, pero era la época, y había leído a Cardano; para compensar, tal y como nos lo describe Madame de Hausset de visita a la Pompadour (y no a la De la Motte), «tenía un aire fino, donoso, se vestía con gran sencillez, pero con gusto». Llevaba relojes y tabaqueras de hechura exquisita, pintaba óleos y componía bellísimas canciones, sobre textos de poetas escoceses e italianos. Mademoiselle du Crest nos dice que «era un excelente músico; acompañaba con el clavecín sin partitura todo lo que cantaba, y con rara perfección». 5. San Germano, lo sabemos, es inmortal, y Cagliostro no —y en San Leo es sabido mejor que en otros lugares—. Nótese que San Germano no difunde la leyenda de la propia inmortalidad sino que se limita a no desmentirla: «A veces me divierto no haciendo creer sino dejando creer que viví en los tiempos más remotos». Y si damos crédito a Madame de Hausset: Se difundió la voz de que éste, aun teniendo el aspecto de un hombre en la flor de los años, era en realidad un venerable anciano cargado de siglos, y Madame de Pompadour, a cuyos oídos había llegado la habladuría, hizo la observación al conde: —Pero, vamos, no decís vuestra edad y dejáis creer que sois viejísimo. La condesa de Gergy, que creo que hace cincuenta años era embajadora en Venecia, dice haberos conocido tal como sois hoy. —Es verdad, señora, que conocí hace mucho tiempo a la condesa. —Pero según lo que dice ella, ¡vos ahora tendríais más de cien años! —No es imposible —dijo él, riéndose—, pero estoy de acuerdo en que es aún más posible que esa dama, que yo respeto, desvaríe. —Ella dice que le habéis dado un elixir cuyos efectos son sorprendentes; sostiene que durante largo tiempo tuvo el aspecto de una mujer de veinticuatro años. ¿Por qué no se lo dais también al rey? —¡Ah, señora! —dijo él, con una suerte de sobresalto—.

Debería de estar loco para osar darle al rey una droga desconocida. En conjunto, el conde de San Germano tiene éxito a causa de su reserva y no de sus ostentaciones. El resto lo hará la voz pública. El Diccionario infernal de Collin de Plancy (ed. 1844) recitará: Contando un día que había conocido a Pilatos en Jerusalén, describía minuciosamente la casa del gobernador, y citaba los platos servidos en la cena. El cardenal De Rohan, creyendo escuchar fantasías, se dirigió al camarero del conde de San Germano, un viejo con los cabellos blancos y aspecto honrado. —Amigo mío —le dijo—, me cuesta creer lo que dice vuestro amo. Que sea un ventrílocuo, pase; que haga oro, de acuerdo; pero que tenga dos mil años y haya visto a Poncio Pilatos, es demasiado. ¿Vos estabais allí? —Oh, no, monseñor —contestó ingenuamente el camarero—, llevo al servicio del conde sólo cuatrocientos años. También de Cagliostro, en un momento determinado, susurrará algo sobre su participación en las Bodas de Caná y su nacimiento antes del diluvio (Collin de Plancy), pero no consigue imponer leyenda alguna. Sólo después de su muer te se dice que estranguló al cura que iba a confesarlo y que, una vez que se hubo evadido, se volvió inmortal. Pero sólo un embrollón como Eliphas Levi (Histoire de la Magie) da un mínimo de crédito a la habladuría, y sugiere que se transfirió a América, por lo menos durante todo 1860. Si nos atenemos a la historia, San Germano muere en su cama, Cagliostro no. Raramente dos personajes pueden ser tan diferentes. Y aun así, se los empareja pronto: se atraen magnéticamente el uno al otro, y el uno transmigra en el otro. Se podrían citar muchas fuentes, pero me atendré a una de las más ilustres, el Gérard de Nerval de Les Illuminés, 1852: Estos dos personajes han sido los cabalistas más célebres de finales del siglo XVIII. El primero, que hizo su aparición en la corte de Luis XV y gozó de un cierto crédito, gracias a la protección de Madame de Pompadour, no tenía —dicen las memorias del tiempo— ni la impudencia que le corresponde a un charlatán, ni la elocuencia necesaria para un fanático, ni la seducción que arrastra a los superficiales. Se ocupaba sobre todo de alquimia, pero no descuidaba las distintas ramas de la ciencia. Enseñó a Luis XV la suerte de sus hijos en un espejo mágico, y el rey retrocedió horrorizado al ver la imagen del Delfín sin cabeza. Saint-Germain y Cagliostro se encontraron en Alemania, en el Holstein, y fue aquél —dicen— el que inició al otro y el que le dio los grados místicos. En la época de su iniciación, Cagliostro observó personalmente el célebre espejo que servía para evocar las almas. Quizá la primera noticia de ese «histórico» encuentro aparece en un autor que tiene interés en introducirlo en la teoría del complot. Hablo del marqués de Luchet y de sus Mémoires authentiques pour servir á l’histoire du comte de Cagliostro (Berlín, 1785). Por lo visto, parece ser que, de paso por Alemania, Cagliostro y su mujer piden ser admitidos a la presencia del divino San Germano, y para el acontecimiento visten blancas túnicas. De repente, dos grandes puertas se abren y un templo resplandeciente con mil velas hiere su mirada.

En un altar estaba sentado el conde; a sus pies dos ministros sostenían dos turíbulos de oro, de los que exhalaban perfumes dulces y sutiles. El dios tenía en el pecho una placa de diamante cuyo fulgor se soportaba con esfuerzo. Una gran figura blanca, diáfana, tenía en sus manos una vasija en la que estaba escrito: «Elixir de la inmortalidad»; un poco más lejos se divisaba un espejo inmenso, ante el que paseaba una figura majestuosa, y encima del espejo estaba escrito: «Depósito de las almas errantes». Usando probablemente la ventriloquia, San Germano pregunta litúrgicamente de dónde vienen, quiénes son y qué quieren. Y cuando Cagliostro le responde debidamente que vienen a interrogar al padre de la verdad para conocer uno de los catorce mil siete secretos que lleva en su seno, tanto él como su mujer son admitidos en algunas pruebas iniciáticas, después de lo cual reciben la revelación secreta: Sabed que el gran secreto de nuestro arte es gobernar a los hombres, y que la única manera es no decirles nunca la verdad. No os comportéis según las reglas del buen sentido; desafiad a la razón y presentad con valor las absurdidades más increíbles. Cuando sintáis que estos grandes principios flaquean, retiraos, recogeos en meditación y recorred la tierra; veréis entonces que las extravagancias más absurdas se convierten en objeto de culto. […] La tumba de san Medardo ha reemplazado la sombra de san Pedro, la cubeta de Mesmer la piscina del filósofo nazareno; recordaos que el primer resorte de la naturaleza, de la política, de la sociedad es la reproducción, que la quimera de los mortales es ser inmortales, conocer el futuro aunque ignoran el presente, ser espirituales, mientras que ellos y todo lo que los rodea son materia.

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