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Ensayos – George Orwell

Resulta tentador imaginar sobre qué escribiría hoy Orwell si viviera. ¿Qué opinaría acerca de los grandes acontecimientos de nuestro tiempo? ¿Cuáles atraerían su atención? ¿Qué autores elegiría para reseñar su obra? The Guardian cayó en la tentación y publicó un excelente reportaje en enero de 2013, planteando la cuestión a numerosos expertos y biógrafos de Orwell. La respuesta fue tan variable e imprevisible como el propio Orwell. Unos afirmaban que su vertiente tradicional, así como su nostalgia de la vida rural y sencilla, le habrían llevado a posturas conservadoras, y otros sostenían que habría puesto su atención en las crecientes desigualdades en los países desarrollados, o incluso que se centraría en escándalos alimentarios como la comercialización de hamburguesas de carne de caballo. Probablemente a él le desagradaría ese juego de especulaciones no contrastables, y por ello quizá vale la pena reflexionar sobre el hecho cierto: que lo escrito por Orwell ayer sigue teniendo vigencia hoy. Lo de menos es que su Gran Hermano sea un programa de televisión, o que el lenguaje orwelliano se haya convertido en la marca distintiva de la cháchara del poder, tal como ocurría en 1984; el futuro de hace treinta años es nuestro presente. Lo relevante es la perseverancia de Orwell en ajustar sus reflexiones a la realidad, en un siglo en que tantos escritores políticos han moldeado la realidad para adaptarla a sus reflexiones previas. Lo fundamental es su esfuerzo infatigable por dotar a sus escritos políticos de validez universal, ahora que muchos se contentan con proclamar las verdades enanas de la política de la identidad. La vigencia de los textos de Orwell se halla en la infatigable decencia con que encara la realidad y la escritura. Y ese hombre decente muestra su grandeza, más que en ningún otro lugar, en sus ensayos y artículos. De entre los recogidos en esta antología, uno de los más estrambóticos es la respuesta que Orwell da a la Left Review, una de las revistas más prestigiosas de la izquierda intelectual británica, en agosto de 1937. Le remiten un cuestionario sobre distintos aspectos de la guerra de España, para incluir sus respuestas en un reportaje titulado «Los escritores toman partido sobre la guerra española». Orwell acaba de regresar de Barcelona, de donde ha conseguido huir, sin ser detenido, tras una persecución de peripecia motivada por su vinculación con el POUM. Ha temido seriamente por su vida y aún le duelen sus heridas de bala. Su carta a los editores comienza así: «¿Quiere hacer el favor de dejar de enviarme esta maldita basura? Es la segunda o tercera vez que lo recibo. Yo no soy uno de esos mariquitas modernos suyos, como Auden y Spender, yo estuve seis meses en España, la mayor parte del tiempo combatiendo, tengo un agujero de bala en el cuerpo ahora mismo y no me voy a poner a escribir tonterías sobre la defensa de la democracia o el “pequeño gran” lo que sea». La Left Review no publicó su respuesta. ¿Por qué un editor decide incluir en esta antología de artículos y ensayos una carta que carece de valor literario? Por todo aquello que hace que hoy Orwell sea imprescindible, porque está a la altura de la decencia que impregna su vida y su obra. Porque forma parte de su minucioso apego a los hechos y, en menos de un folio, nos muestra a Orwell completo. Nos preguntamos por qué lo seguimos leyendo, por qué nos sigue deslumbrando, por qué nos interesa en 2013 un escritor político apegado a la realidad de su tiempo; por qué volvemos a él una y otra vez, confiados en encontrar en sus razonamientos el sosiego y el orden que muchos otros no nos proporcionan. Por qué sabemos a qué se refiere cuando escribe sobre «la desintegración de nuestra sociedad… el incremento del desamparo en que viven todas las personas decentes», tanto como cuando describe la imposibilidad del reseñador de novelas de decir la verdad en «En defensa de la novela». La respuesta reside en la inteligencia desbordante de sus textos, un destello en cada párrafo pese a la ausencia de alardes estilísticos, como si se ausentara para dejarnos con la verdad desnuda. Bajo ese no estilo tan personal, rehúye la frivolidad o el cinismo. Con su precisión y sencillez, Orwell quiere dirigirse a la humanidad entera, porque su visión política es de carácter universal. Pero, por encima de todo, leemos a Orwell porque, sumidos en la perplejidad de la hipocresía oficial que asegura proteger a los débiles mientras castiga al jubilado, al dependiente y al parado, inmersos en la desazón por las múltiples formas que cobra el cinismo, nos reconfortan las palabras sinceras de un hombre decente empeñado en «restablecer lo obvio», como él dijo de Russell.


La decencia es el rasgo fundamental de la obra de Orwell y, sin embargo, no se trata de una virtud literaria, como tampoco lo es el coraje, del que Orwell siempre dispuso para desmantelar las mentiras sin importarle de quién procedieran. Entonces volvemos a preguntarnos cómo es ese magnetismo irresistible de sus textos, si no es literario. Y descubrimos que, en tiempos tenebrosos, las más elementales virtudes morales cobran fuerza como virtudes literarias y políticas. Y así sucede en la escritura política de Orwell. Consigue, sin enarbolar la autoridad protectora de los clásicos, a los que raramente cita, aquello a lo que aspiraba el canon griego: aunar lo bello, lo bueno y lo justo, concebidos como la misma cosa, y hacerlo de forma natural, sin declaraciones explícitas, sin grandilocuencia ni artificio, como si no pudiera evitar ser como es. Si los buenos ensayistas políticos llegan a serlo por su capacidad de analizar la realidad, comprenderla y explicarla, Orwell nos transmite con sencillez lo que él mismo es mientras habla de otras cosas. Su genio fue convertir su propia textura moral en escritos políticos de enorme calidad literaria. Por eso no resultan incongruentes sus contradicciones, sino que se perciben como el fruto de la coherencia que un hombre decente le debe a la realidad cuando esta lo obliga a apearse de algunas de sus ideas previas. Si hay algún escritor al que pueda calificársele con el tópico de «incómodo», ese es Orwell: lo fue incluso para sí mismo, por su heterodoxia y su disposición a traicionarse para ser fiel a su esencia más íntima. Y desde luego molestó a todos: a cierta derecha y a cierta izquierda por ser demasiado demócrata; a otra derecha por ser antiimperialista, antifascista y defender sin ambages lo que llamó «socialismo democrático»; a otra izquierda por denunciar el totalitarismo soviético desde la primera hora; a los liberales por no ceder ni un milímetro de su libertad de escritor, incluso para denunciar la censura en las sociedades democráticas. Orwell ha llegado a ser un clásico de popularidad mundial gracias a dos de sus obras de ficción, Rebelión en la granja y 1984, es decir, por su habilidad para extraer la verdad de las mentiras, por decirlo con el título de Mario Vargas Llosa. El mejor Orwell —el ensayista y articulista— es, en cambio, un ser de este mundo empeñado en revelar la mentira de las verdades. En Orwell la verdad no es una pasión abstracta ni un concepto absoluto; él no persigue la verdad filosófica o religiosa escrita en mayúsculas, sino la simple realidad de los hechos. No es la verdad que debe ser creída, sino la que debe ser vista, porque, como afirma en su reseña a Poder: un nuevo análisis social de Bertrand Russell: «Hemos caído tan bajo que la reformulación de lo obvio es la primera obligación de un hombre inteligente». La extraordinaria intuición de Orwell para percibir las cosas tal como son corre pareja a su sensibilidad y su repugnancia hacia la mentira. Su pasión ciudadana por los hechos logra lo que parece casi un imposible metafísico, pues, según el lugar común, la verdad y la política son dos mundos que no casan bien. Y, sin embargo, Orwell consigue ser un escritor netamente político precisamente en su persecución de la verdad. Como siempre estuvo dispuesto a darles la razón a los hechos, los hechos han acabado por darle la razón a él. Lo ha señalado Christopher Hitchens: Orwell acertó en su antiimperialismo, su antifascismo y su antiestalinismo, que adoptó de forma precoz y a contracorriente de casi todos sus coetáneos. Su compromiso no venal con los hechos no sólo es un pilar básico de su decencia, sino también un acicate de su escritura. «Intenté por todos los medios contar toda la verdad sin traicionar mi instinto literario». Así enuncia sus propósitos en «Por qué escribo», un ejercicio de sinceridad profundo ante el cual el lector no puede dejar de sentirse impresionado por la claridad con la que Orwell es capaz de desnudarse a sí mismo y mostrarse sin temor ante los demás, conociéndose y reconociéndose como hijo de su tiempo: «En una época de paz, podría haberme dedicado a escribir libros recargados o meramente descriptivos… Pero tal como están las cosas, me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista». Su escritura es una transacción constante entre la lealtad a los hechos y a sus convicciones, que quiere transformar en influencia política: «Cada renglón que he escrito en serio desde 1936 lo he creado, directa o indirectamente, en contra del totalitarismo y a favor del socialismo democrático». ¿Cómo puede alguien que se define como panfletista reclamar al mismo tiempo la necesidad de los hechos? Ese pacto resulta inmensamente creativo en el caso de Orwell, pues «cuanto más consciente es uno de su sesgo político, mayores posibilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar su estética ni su integridad intelectual» (en «Por qué escribo»). Y en esa lucha por no sacrificar su integridad es capaz de plasmar todos los matices que la realidad contiene.

Algo similar cabe decir del viejo dilema entre «el arte por el arte» y el «arte comprometido». Orwell percibe con claridad que la proclama de que el arte no debe inmiscuirse en política es, en sí misma, política; pero no renuncia a dotar de altura literaria a sus textos. Su empeño en convertir la literatura política en un arte resulta de nuevo productivo, como apunta en el ensayo «Por qué escribo»: «Escribo porque existe alguna mentira que aspiro a denunciar, algún hecho sobre el cual quiero llamar la atención… Pero no podría realizar el trabajo de escribir un libro, ni tampoco de un artículo largo para una publicación periódica, si no fuera, además, una experiencia estética». El Orwell escritor necesita de esa experiencia estética, pero su compromiso con la verdad cobra la forma de una pasión ciudadana. Sólo desde esa singular relación con la verdad se entiende que conciba su combate contra la mentira y contra el totalitarismo como batallas distintas de la misma guerra. Su afán por restablecer la simple verdad de los hechos concretos es tan sistemático y minucioso como su denuncia de los regímenes totalitarios. En «Recuerdos de la guerra de España» escribe: «Sin duda, un historiador británico y uno alemán estarían en completo desacuerdo en muchos aspectos, incluso en asuntos fundamentales, pero aun en ese caso podían contar con ese corpus de, por así llamarlos, hechos neutrales acerca de los cuales ninguno se atrevería a recusar seriamente al otro. Es justamente esa base común, que implica que los seres humanos pertenecen a la misma especie animal, lo que el totalitarismo destruye. De hecho, la teoría nazi niega específicamente que haya algo parecido a “la verdad”». No puede ser casual que Hannah Arendt, también develadora infatigable del totalitarismo, sintiera un apego semejante por lo que ella llamó «las modestas verdades de los hechos». Abolir los hechos es una de las señas de identidad del totalitarismo, cuya labor de destrucción de la verdad arremete en primera instancia contra el significado de las palabras. Resulta revelador que un filólogo, Viktor Klemperer, escribiera uno de los libros fundamentales para entender el régimen propagandístico nazi, LTI. La lengua del Tercer Reich , una minuciosa anotación de las operaciones de transformación semántica llevadas a cabo por los nazis. Orwell comprende las tres fases de ese asalto totalitario a la imaginación. En un primer momento, se destruye el significado propio de las palabras. Así se rompe ese consenso social elemental, tan básico que nos pasa desapercibido, y se deshace la trama invisible de significados que vincula a todos los hablantes de una lengua. Esto amputa también la posibilidad de cualquier acto de raciocinio. Si la sociedad no comparte ni siquiera el significado de las palabras, ¿cómo encontrar terrenos comunes para la argumentación y la razón? El camino a la emocionalidad está abonado. En una segunda etapa, se sustituyen los significados comunes por aquellos decretados por el régimen totalitario, modificando así las relaciones entre los hablantes, cuyos vínculos semánticos se ven definidos desde el poder. Una vez logrado el asalto al significado, consumar el asalto al poder total resulta más fácil; si las batallas políticas son batallas de ideas, hacerse con el significado de las palabras equivale a tener la llave de las conciencias ciudadanas, penetrar en ellas sin ser percibido, saquearlas. Es el triunfo de la propaganda que no se percibe como tal. El proceso es captado a la perfección por el instinto político y literario de Orwell. En cada escrito lo desenmascara con tanta sutileza que, en el lenguaje común, la palabra «orwelliano» ha quedado como descriptiva de la reformulación tiránica de los conceptos llevada a cabo por el poder para abolir los hechos, acabar con cualquier idea de verdad, y así ejercer mejor su dominación: «Los Hitler y los Stalin de este mundo encuentran que el asesinato es necesario, pero no anuncian a bombo y platillo su insensibilidad, y ni siquiera lo llaman “asesinato”. Hablan de “liquidar”, “eliminar”, o emplean cualquier otra expresión edulcorada» («En el vientre de la ballena»). Si los filósofos ingleses de la primera mitad del siglo XX incorporaron su preocupación por el lenguaje a la filosofía mediante lo que se ha llamado «el giro lingüístico», Orwell hizo algo equivalente en la escritura política.

Sin sistematicidad de filósofo, con audacia de escritor, incorporó el giro lingüístico porque era plenamente consciente de que su combate contra el totalitarismo no podía llevarse a cabo sin un trabajo conceptual previo que desmantelase la cháchara del totalitarismo y sacara a la luz sus mentiras conceptuales. El restablecimiento de las modestas verdades de los hechos constituye el paso previo al restablecimiento de la libertad. En ese ejercicio, Orwell funde su pasión ciudadana por la verdad con su pasión política antitotalitaria. Sin pretenderlo, Orwell se revela en esto como un antiposmoderno previo a los posmodernos. Un autor tan destacado como Zygmunt Bauman ha conseguido, mediante un viraje analítico sorprendente, analizar el nazismo como «un ejercicio de gestión racional de la sociedad», identificando el totalitarismo con la razón. Pero Orwell ya había experimentado en su piel el totalitarismo como triunfo de la mentira y el poder irracional, y dedica su vida de escritor a desentrañar esa arbitrariedad que comienza en las trampas de los significados y acaba en los campos de concentración. Al desvelar esos mecanismos de la propaganda totalitaria, no sólo contribuye a desentrañar el enigma perpetuo sobre qué pudo llevar a una sociedad culta a aprobar tanta irracionalidad, sino que, además, nos recuerda la necesidad de desobedecer incluso ante objetos tan aparentemente inermes como las palabras. Muchas de sus páginas, especialmente las de «La política y la lengua inglesa», o las de «Recuerdos de la guerra de España», recogen ese estado de alerta constante, ya sea respecto al presente o a las narraciones históricas. Orwell nos enseñó a sospechar de todo discurso y, al hacerlo, a defendernos de los saqueadores de conciencias, porque el «estado de conciencia reducida, si no indispensable, es cuando menos propicio a la conformidad política». Al leerlo es inevitable preguntarse cómo afecta hoy a la democracia el lenguaje orwelliano de los gobernantes como modo habitual de dirigirse a los ciudadanos, pues contiene los rasgos con los que él caracterizó «el idiolecto oficial»: ramplón en el pensamiento, perifrástico en la forma, cuajado de abstracciones y eslóganes, lejano pero no elevado. Orwell nunca pensó que la democracia estuviera a salvo de vestigios totalitarios, y de ello da fe un significativo episodio de su escritura: la publicación de Rebelión en la granja pero no la del prólogo que debía antecederla, una denuncia de la censura en las sociedades democráticas. Cuando Orwell termina de escribir la novela, a finales de 1943, la Segunda Guerra Mundial aún no ha terminado. Él es consciente de que no se trata del mejor momento para publicar su implacable embestida contra los regímenes totalitarios, claramente dirigida contra la Rusia de Stalin, cuya alianza con Gran Bretaña goza de plena solidez. En efecto, cuatro editores la rechazan. Cuando finalmente encuentra quién la publique, Orwell decide escribir un prefacio para relatar las resistencias que ha encontrado a su novela. En él describe simplemente lo que ha vivido: las renuencias de editores de distintas adscripciones políticas, la inconveniencia sugerida a alguna editorial desde el propio gobierno, la cobardía del mundo intelectual: «Si los responsables de las editoriales se afanan por que determinados temas queden inéditos, no es porque tengan miedo de que los persiga la justicia, sino porque temen a la opinión pública. En este país, la cobardía intelectual es el peor enemigo al que tiene que enfrentarse un escritor o un periodista» («La libertad de prensa»). El prólogo, titulado «Literary censorship in England», no se publicó originalmente, sino que fue encontrado entre los papeles de Orwell años después. Desde entonces, a menudo ha aparecido también bajo el título «La libertad de prensa» con el que figura en esta antología.

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