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Ensayos – Friedrich Holderlin

Puede decirse que el conocimiento de la obra de Hölderlin en su conjunto data de 1923, fecha en que se concluyó la edición fruto del trabajo iniciado antes de la guerra mundial por Norbert von Hellingrath y continuado por Friedrich Seebass y Ludwig von Pigenot. Hoy en día, tras la gran edición a cargo de Friedrich Beissner (Stuttgart, 1943 ss.), ese conocimiento es, en el aspecto filológico, todo lo perfecto que puede pedirse. Durante la vida visible de Hölderlin, y aparte de algún que otro poema suelto en alguna revista, sólo dos obras suyas habían sido publicadas: el Hiperión y, varios años más tarde, las traducciones de Edipo rey y Antígona, a las que acompañan las notas (incluidas en el presente volumen) a esas mismas tragedias; traducciones y notas que apenas fueron tenidas en cuenta en la imagen tradicional del poeta y que, sin embargo, pertenecen al último y decisivo Hölderlin. Como es sabido, el joven Hölderlin permaneció en el Stift de Tubinga desde 1788 hasta 1793, y allí entabló amistades duraderas, entre ellas las de Schelling y Hegel (este último había nacido en el mismo año que él; Schelling era algo más joven). Por entonces, Kant, Rousseau, la Revolución y los griegos configuran los intereses centrales de Hölderlin, en una u otra manera compartidos por sus amigos; en filosofía, Hölderlin no va a la cola de Schelling y Hegel; más bien va por delante de ellos; pero ya está dicho que Hölderlin no será filósofo, sino poeta. A la época de Tubinga pertenece probablemente el escrito «Las cartas de Jacobi sobre la doctrina de Spinoza», primero de los traducidos en la presente edición. Suponiendo conocidos, en adelante, los principales acontecimientos, lugares y fechas de la vida de Hölderlin, diremos que al llamado «período de Hiperión» (1794-1798) pertenecen, de los escritos aquí reunidos, los siguientes: «Sobre la ley de la libertad», que Beissner considera no posterior a noviembre de 1794; «Hermócrates a Céfalo», «Sobre el concepto del castigo», «Juicio y ser», los tres escritos probablemente en Jena en 1795, y «A Calias», que podemos suponer de la etapa de Francfort (1796-1798). En cuanto al «proyecto» que, de acuerdo con el orden cronológico más probable, colocamos antes de «A Calias», hay que decir que, si bien no es en sentido estricto obra de Hölderlin, lo es más de él que de cualquier otro; parece haber sido redactado materialmente por Schelling bajo la inspiración directa de Hölderlin en 1795, y copiado por Hegel en 1796; se lo suele subtitular «El más antiguo programa de sistema del idealismo alemán». Al abandonar Francfort, Hölderlin ha encontrado refugio junto a su amigo Sinclair, en Hamburgo, donde permanece hasta la primavera de 1800. Allí proyecta, sin éxito, fundar una revista literaria, Iduna, y escribe una serie importante de textos ensayísticos, los llamados «ensayos de Hamburgo»; son los que siguen a «A Calias» en este volumen, hasta «Fundamento para el Empédocles» inclusive. Algunos de ellos eran, sin duda, esbozos para la revista; así, «El punto de vista desde el cual tenemos que contemplar la Antigüedad» y las varias observaciones agrupadas bajo el título «Reflexión»; otros, para su uso personal, como parece ser el caso de «Sobre el modo de proceder del espíritu poético». El orden cronológico dentro de los ensayos de Hamburgo es dudoso en algunos puntos, pero parece claro, al menos, que «El devenir en el perecer» y «Fundamento para el Empédocles» son los últimos; el segundo de éstos fue escrito no antes de agosto de 1799. Toda esta etapa de la producción de Hölderlin está dominada por el problematismo de una obra que, finalmente, quedó sin terminar: la tragedia Empédocles. Pues bien: el «Fundamento para el Empédocles» fue escrito antes de iniciarse la tercera de las versiones de la tragedia. De enero a abril de 1802, Hölderlin es preceptor en Burdeos; a ese viaje al sur de Francia hace Hölderlin referencia en las dos cartas a Böhlendorf que, por su inmediata conexión con las notas a Edipo y a Antígona, hemos incluido en esta edición. Desde el otoño de 1800 es el período que con razón se ha llamado «de los grandes poemas» de Hölderlin. El escrito «Sobre la pieza escénica de Siegfried Schmid La heroína» es de 1801. Pero, sobre todo, este período es, para lo que concierne a la presente edición, el de Edipo rey y Antígona y los «fragmentos de Píndaro». Los «fragmentos» es probable que daten de 1803. En cuanto a Edipo rey y Antígona, vamos a detenernos un poco más en su historia externa. Ya en septiembre de 1802 se ocupaba Sinclair de buscar editor para las traducciones de Sófocles que Hölderlin estaba, seguramente, concluyendo. En septiembre de 1803, Hölderlin puede escribir al editor Wilmanns diciéndole que acepta su ofrecimiento de hacerse cargo de la publicación de las tragedias, «dado que no tengo noticia alguna de mi amigo Schelling, que quería confiarlas al teatro de Weimar»; es posible que Schelling hubiese usado de la pía mentira que se destina a un loco, pero Hölderlin, al parecer, lo había tomado en serio. En diciembre, al enviar a Wilmanns el texto, Hölderlin le habla de una «Introducción» que piensa escribir para las tragedias de Sófocles, porque las notas no le parecen suficientes; todavía en una carta posterior insiste en esto; pero el proyecto de la «Introducción» no fue tenido en cuenta; las tragedias, cargadas de erratas de imprenta, aparecieron en la primavera de 1804, con sólo las notas y una dedicatoria a la princesa Augusta de Homburgo, también recogida en la presente edición. La dedicatoria no es un mero formulismo; la princesa admiraba sinceramente a Hölderlin.


La acogida dispensada a las traducciones de Sófocles por los contemporáneos de Hölderlin varió entre la compasión y la risa. Y no sólo en el público común; véase un trozo de una carta de Voss (hijo del célebre traductor): «¿Qué me dices del Sófocles de Hölderlin? Este hombre está loco o se lo hace… El otro día, cenando con Schiller en casa de Goethe, hice pasar un buen rato a ambos poetas. Lee el IV coro de Antígona; tendrías que ver cómo reía Schiller…». Por su parte, Schelling escribe a Hegel, a propósito de Hölderlin, lo siguiente (en julio de 1804): «Su traducción de Sófocles expresa por completo su deteriorado estado». Las traducciones de Sófocles hechas por Hölderlin no empezaron a ser tomadas en serio hasta fecha bastante reciente, en general después de los trabajos Hölderlinianos de Norbert von Hellingrath. En la actualidad, el interés por ellas alcanza no sólo a los estudiosos de Hölderlin y a los poetas, sino también a los helenistas. Lo reunido en este volumen son, pues, todos los ensayos de un autor que no cultivó el ensayo como género, pero que nos dejó en sus papeles (y, en una ocasión, en letra impresa, descuidadamente impresa) testimonios de su reflexión sobre su propia labor poética; son esos testimonios lo que aquí se presenta. El orden en que los colocamos es el probablemente cronológico, con la salvedad de que el esbozo «De la fábula de los antiguos», probablemente, no es anterior a las notas a Edipo y a Antígona, y de que «Que el hombre en el mundo…» es una frase citada por el biógrafo Schwab como ejemplo de la extraña manera de expresarse del Hölderlin enfermo. Colocamos ambos escritos antes de las cartas a Böhlendorf con el fin de dejar juntos al final los textos que componen lo más decisivo del cuadro: las «Notas» y los «fragmentos de Píndaro». El texto alemán que traducimos es el que resulta de la edición de F. Beissner. En materia de posible facilidad y fluidez de la expresión castellana es bastante lo que en la traducción hemos sacrificado a la exigencia de reflejar con mayor precisión el original, que, por otra parte, no es precisamente un texto fácil ni (en general) un texto preparado para publicación; a veces, ni siquiera algo a lo que el autor pensase dar forma publicable; aun lo publicado con conocimiento de Hölderlin —las notas a Edipo y a Antígona— lo fue en circunstancias muy anormales. En el deseo de dar la construcción original, hemos tenido en cuenta, naturalmente, que la misma fuese admisible en castellano y que, trasladada a esta lengua, no produjese hechos de sentido no existentes en el original ni eliminase algunos de los allí existentes; pero no siempre hemos tenido en cuenta el que pudiera haber construcciones castellanas más fáciles y que, presuntamente, digan lo mismo, porque, con frecuencia, esta presunción deja en el aire algunos problemas. Por otra parte, anomalías de la configuración, redacción o puntuación del original han sido respetadas en todos los casos en que han podido tener reflejo en la traducción. Cuando el título con el que se nos ha transmitido un ensayo no es (o probablemente no es) de Hölderlin, lo ponemos entre [ ]. Las notas (a pie de página) se introducen mediante asteriscos [1] cuando son de Hölderlin; las nuestras, mediante números en exponente. F. M. M. ENSAYOS LAS CARTAS DE JACOBI SOBRE LA DOCTRINA DE SPINOZA[2] 1. Lessing era spinoziano. Los conceptos ortodoxos de la divinidad no eran para él. No podía gozar de ellos. Ἓν χαὶ πᾶν!, otra cosa no sabía. Si tuviera que titularse del nombre de alguien, no conocería otro que el de Spinoza.

Cuando se lo conoce del todo, no hay nada que hacer. Hay que ser totalmente amigo suyo. No hay otra filosofía que la de Spinoza. Si el determinista quiere ser concluyente, tiene que ser fatalista; lo demás se da entonces por sí mismo. El espíritu de Spinoza no puede en verdad haber sido otro que el más antiguo: a nihilo nihil fit. Spinoza encontraba que, tomado esto en el sentido más abstracto, por cada surgir en lo finito, por cada cambio en ello, es puesto un algo a partir de la nada. En consecuencia, rechazó todo tránsito de lo infinito a lo finito. Para ello, puso un énsofo inmanente. A éste no le dio, en la medida en que es causa del mundo, ni entendimiento ni voluntad. Porque la voluntad y el entendimiento no tienen lugar sin un objeto. Y, a consecuencia de la unidad trascendental y absoluta infinitud de la causa primera, no hay objeto alguno. Y producir un concepto antes de su objeto, tener una voluntad determinada antes de que haya algo a lo cual pueda referirse, es absurdo. Así, hay que admitir una serie infinita de efectos. La objeción de que una serie infinita de efectos es imposible se refuta a sí misma, porque toda serie, o parte de nada o es una serie infinita, indeterminabilis. Y, además, no se trata de meros efectos, porque la causa inhabitante es siempre y en todas partes. Más aún: la representación de sucesión y duración es mero fenómeno: sólo la forma de la que nos servimos para intuir lo múltiple en lo infinito. 2. Jacobi cree en una causa personal e inteligente del mundo. Ve las objeciones de Spinoza tan claramente que casi llegan a ser en él algo propio. Pero se vale del recurso de atacar solamente la parte principal de la doctrina positiva de Spinoza. Partiendo del fatalismo, concluye inmediatamente contra el fatalismo y todo lo que está ligado con él. «Si hay solamente causas eficientes, y no causa final alguna, entonces a la facultad pensante sólo le queda, en toda la naturaleza, el ser espectador. Su único negocio es acompañar el mecanismo de las fuerzas eficientes. Incluso los afectos no actúan, en la medida en que comportan sensaciones y pensamientos. Y en el fondo nos mueve un algo que nada sabe de manifestación alguna y que, en esa medida, está lisa y llanamente desprovisto de sensación y pensamiento.

Sensación y pensamiento son sólo conceptos de extensión, de movimiento, de grados de celeridad, etc.» a) Pero Lessing arguye que es uno de los prejuicios humanos el considerar el pensamiento como lo primero y más distinguido y querer derivar todo de él, porque lo cierto es que todo, incluidas las representaciones, depende de principios más altos. Hay una fuerza más alta que es infinitamente más excelente que tal o cual efecto. Puede haber también un modo de goce adecuado a ella, el cual no sólo sobrepase todos los conceptos, sino que resida por completo fuera del concepto. Esto, empero, no suprime su posibilidad. Es cierto que Spinoza hizo valer la inteligencia por encima de todo, pero sólo en la medida en que ella es, para el hombre, para el ser finito determinado, el medio con el cual llega más allá de su finitud. Estuvo lejos de tener por el método supremo nuestro mísero modo de actuar según intenciones, y de poner en alto el pensamiento. b) Jacobi confiesa que no puede hacerse ninguna representación suficiente de la divinidad extramundana, que los principios de Leibniz no ponen fin a los de Spinoza. Con las mónadas y sus vincula, dice, la extensión y el pensamiento, y en general la realidad, siguen siendo para él tan incomprensibles como ya lo eran antes. No sabe a qué lado volverse. Es, para él, como si aún algo más se le fuese de la bolsa. Lessing le muestra además un pasaje de Leibniz que es manifiestamente spinoziano. Dice esto de Dios: Dios se encuentra en una perpetua expansión y contracción. Esto seria la creación y la constancia del mundo. Y Jacobi encuentra que ningún edificio doctrinal coincide con el spinozismo tanto como el de Leibniz. 1) Mendelssohn —dice— ha mostrado evidentemente que la harmonia praestabilita se encuentra en Spinoza. 2) Ambos tienen, en el fondo, la misma doctrina de la libertad, y sólo una falsa apariencia distingue ambas teorías. Spinoza aclara nuestro sentimiento de la libertad mediante el ejemplo de una piedra que pensase y supiese que ella se esfuerza en continuar su movimiento tanto como pueda. Leibniz aclara lo mismo con el ejemplo de una aguja magnética que tuviese placer en moverse hacia el Norte y se encontrase en la opinión de que gira independientemente de otra causa, al no ser consciente del imperceptible movimiento de la materia magnética. Las causas finales las explica Leibniz mediante un appetitus, un conatus immanens (conscientia sui praeditus). Del mismo modo Spinoza, que, en este sentido, podía perfectamente admitirlas, y en el cual la representación de lo externo y el apetito constituyen la esencia del alma. En Leibniz, como en Spinoza, toda causa final presupone una causa eficiente. No el pensar es la fuente de la sustancia, sino que la sustancia es la fuente del pensar. Jacobi se aparta de una filosofía que hace necesario el perfecto escepticismo. Le gusta Spinoza porque le ha conducido, más que cualquier otro filósofo, a la perfecta convicción de que determinadas cosas no pueden desarrollarse: cosas ante las cuales no por ello hay que cerrar los ojos, sino tomarlas tal como se las encuentra.

El mayor mérito del investigador es descubrir y hacer patente el ser-ahí. La explicación es para él el medio, el camino hacia la meta, el fin próximo, nunca el último. Su fin último es lo que no se deja explicar: lo irresoluble, inmediato, simple. [SOBRE LA LEY DE LA LIBERTAD] Hay un estado natural de la imaginación que tiene, ciertamente, en común con aquella anarquía de las representaciones que el entendimiento organizó, la ausencia de ley, pero que, por lo que se refiere a la ley mediante la cual ha de ser ordenado, debe desde luego ser distinguido de aquél. Por este estado natural de la imaginación, por esta ausencia de ley, entiendo la ausencia de ley moral; por esta ley, entiendo la ley de la libertad. Allí la imaginación es considerada en y para sí, aquí lo es en ligazón con la facultad de apetecer. En aquella anarquía de las representaciones, donde la imaginación es considerada teoréticamente, una unidad de lo múltiple, ordenación de las percepciones, era ciertamente posible, pero contingente. En este estado natural de la fantasía, donde es considerada en ligazón con la facultad de apetecer, legalidad moral es ciertamente posible, pero contingente. Hay una cara de la facultad de apetecer empírica, la analogía de lo que se llama naturaleza, la cual es chocante en el más alto grado, donde parece hermanarse la necesidad con la libertad, lo condicionado con lo incondicionado, lo sensible con lo sagrado, una inocencia natural, podría decirse una moralidad del instinto, y la fantasía acorde con ello es celeste. Pero este estado natural depende como tal también de causas naturales. Es una mera dicha estar así temperado. Si no hubiese la ley de la libertad, bajo la cual está la facultad de apetecer juntamente con la fantasía, no habría jamás un estado firme que se igualase al que acaba de ser citado; al menos no dependería de nosotros mantenerlo. Su contrario tendría lugar igualmente, sin que pudiésemos impedirlo. Pero la ley de la libertad manda, sin ninguna consideración a los recursos de la naturaleza. Sea o no favorable la naturaleza al cumplimiento de ella, ella manda. Más bien presupone una resistencia de la naturaleza; de lo contrario no mandaría. La primera vez que la ley de la libertad se expresa cabe nosotros, se muestra castigando. El comienzo de toda nuestra virtud acontece a partir del mal. Por lo tanto, la moralidad no puede jamás ser confiada a la naturaleza. Pues, aunque la moralidad no dejase de ser moralidad tan pronto como los fundamentos de determinación residiesen en la naturaleza y no en la libertad, la legalidad que podría ser producida mediante mera naturaleza sería una cosa muy insegura, variable según tiempo y circunstancias. En cuanto las causas naturales fuesen determinadas de otra manera, esta legalidad… HERMÓCRATES A CÉFALO ¿Crees, pues, seriamente que el ideal del saber podría aparecer en algún tiempo determinado en algún sistema determinado, el ideal que todos presintieron, que los menos conocieron del todo? ¿Crees incluso que ahora este ideal se haya hecho efectivo ya, y que a Júpiter Olímpico no le falte más que el pedestal? ¡Quizá! ¡Sobre todo según cómo se tome esto último! Pero ¿no sería asombroso que precisamente este modo del aspirar mortal tuviese un privilegio, que precisamente aquí estuviese presente el cumplimiento que cada uno busca y ninguno encuentra? Yo siempre pensé que el hombre necesita, para su saber como para su actuar, un progreso infinito, un tiempo ilimitado, para acercarse al ilimitado ideal; la opinión de que la ciencia pudiese ser acabada, o estuviese acabada, en un tiempo determinado, la llamé quietismo científico, el cual sería error en todo caso, tanto si se contenta con un límite individualmente determinado como si niega en general el límite allí donde, sin embargo, lo hay, pero no debiera haberlo. Pero ello fue, sin duda, posible bajo ciertos presupuestos que quiero que tengas en cuenta a su tiempo con todo rigor. Entretanto, déjame preguntar si la hipérbola se une efectivamente con su asíntota, si el tránsito de… SOBRE EL CONCEPTO DEL CASTIGO Parece como que la Némesis de los antiguos hubiese sido presentada como hija de la Noche no tanto por su carácter terrible como por su origen misterioso. Es el necesario destino de todos los enemigos de los principios el que vayan a parar con todas sus afirmaciones a un círculo. (Prueba).

En el caso presente, la cosa, para ellos, se diría así: «El castigo es el padecimiento de legítima resistencia y la consecuencia de malas acciones. Ahora bien, acciones malas son aquellas a las cuales sigue castigo. Y sigue castigo allí donde hay malas acciones». No podrían en modo alguno indicar un criterio consistente por sí de la mala acción. Pues, si quieren estar de acuerdo consigo mismos, debe según ellos la consecuencia determinar el valor del acto. Si quieren evitar esto, tienen que partir del principio. Si no hacen esto y determinan el valor del acto por sus consecuencias, entonces estas consecuencias —desde el punto de vista moral— no están fundadas en nada más alto, y la legitimidad de la resistencia no es más que una palabra, castigo es lisa y llanamente castigo, y, si el mecanismo o el azar o el albedrío, según se quiera, me ocasiona algo desagradable, entonces sé que he obrado mal, no tengo nada más que preguntar, sino que, lo que acontece, acontece por derecho, puesto que ello acontece.

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