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En Pocas Palabras – Jeffrey Archer

Quince muestras del talento multiforme y sutil de Jeffrey Archer, quince relatos, irónicos unos, románticos otros, pero siempre llenos de ingenio y elegancia. Desde el cuento árabe, de estremecedora brevedad, «La muerte habla», hasta la divertida jerarquía de personajes insatisfechos de «La hierba siempre es más verde», pasando por historias de amor y entrega o por explorar las zonas oscuras de la legalidad y cómo de puede abusar de ellas, «En pocas palabras» lleva al lector a un universo siempre amable, pero en el que no dejan de aflorar los conflictos humanos que, a pesar de todo, constituyen la sal de la tierra.


 

A Prefacio ntes de que empiecen este volumen de quince relatos breves, al igual que en anteriores ocasiones, me gustaría confesar que algunos están basados en incidentes verdaderos. En el índice los encontrarán señalados con un asterisco. En mis viajes alrededor del mundo, siempre en busca de alguna anécdota que posey era vida propia, me topé con « La muerte habla» , y me impresionó tanto que he colocado el relato al principio del libro. Fue traducido del árabe, y pese a laboriosas investigaciones, el autor sigue siendo « Anónimo» , si bien el cuento apareció en la obra de Somerset Maugham Sheppey, y más tarde como prefacio de Cita en Samarra, de John O’Hara. Raras veces me he encontrado con un ejemplo mejor del sencillo arte de contar historias. Se trata de un don que carece de prejuicios, y se reparte con independencia de la cuna, la educación o la cultura. Para demostrar mi aseveración, bastará con que piensen en las diferentes educaciones de Joseph Conrad y Walter Scott, de John Buchan y O. Henry, de H. H. Munro y Hans Christian Andersen. En este, mi cuarto volumen de relatos, he intentado dos ejemplos muy cortos del género: « La carta» y « Amor a primera vista» . Pero antes, « La muerte habla» : É La muerte habla rase una vez un mercader de Bagdad que envió a su criado al mercado para comprar provisiones, y el criado regresó al poco rato, pálido y tembloroso, y dijo: Amo, cuando estaba en el mercado, una mujer me empujó en medio de la multitud, y cuando me volví, vi que era la muerte quien me había empujado. Me miró e hizo un gesto amenazador. Prestadme vuestro caballo, huiré de esta ciudad y burlaré a mi destino. Iré a Samarra, y allí la muerte no me encontrará. El mercader le prestó el caballo, el criado lo montó, hundió las espuelas en sus flancos y el caballo partió a galope tendido. Después, el mercader fue al mercado, me vio entre la multitud, se acercó a mí y dijo: ¿Por qué hiciste un gesto amenazador a mi criado cuando te vio esta mañana? No fue un gesto amenazador, dije, solo de sorpresa. Me sorprendió verle en Bagdad, porque tenía una cita con él esta noche en Samarra. —U El testigo experto n golpe excelente —dijo Toby, mientras veía la pelota de su oponente surcar el aire—. De unos doscientos treinta metros, tal vez doscientos cincuenta —añadió, mientras se llevaba la mano a la frente para proteger los ojos del sol, y continuó mirando la pelota hasta que rebotó en mitad de la calle. —Gracias —dijo Harry. —¿Qué has desayunado esta mañana, Harry? —preguntó Toby cuando la pelota se detuvo por fin. —Una discusión con mi mujer —fue la inmediata respuesta de su contrincante—.


Quería que fuera con ella de compras esta mañana. —Me tentaría la posibilidad de casarme si pensara que fuera a mejorar tanto mi golf —dijo Toby, mientras golpeaba su pelota—. Maldita sea —añadió un momento después, mientras veía que su débil esfuerzo se desviaba hacia los obstáculos, a menos de cien metros de donde él estaba. El juego de Toby no mejoró en el hoyo nueve, y cuando se dirigieron al club antes de comer, advirtió a su contrincante: —Me vengaré en el tribunal la semana que viene. —Espero que no —rio Harry. —¿Por qué? —preguntó Toby cuando entraron en el club. —Porque presto testimonio como testigo experto a tu favor —contestó Harry cuando se sentaron a comer. —Qué curioso —dijo Toby—. Habría jurado que estabas contra mí. Sir Toby Gray, QC [1] , y el profesor Harry Bamford no siempre estaban en el mismo bando cuando se encontraban en los tribunales. —Todas las personas que tengan alguna función que ejercer ante los señores magistrados de la reina procedan a acercarse y presentarse. El tribunal de la Corona de Leeds estaba celebrando sesión. El juez Fenton presidía. Sir Toby echó un vistazo al anciano juez. Consideraba que era un hombre honrado y justo, si bien sus recapitulaciones podían ser algo prolijas. El juez Fenton cabeceó en dirección al banquillo. Sir Toby se levantó para presentar el caso de la defensa. —Con permiso de Su Señoría, miembros del jurado, soy consciente de la gran responsabilidad que pesa sobre mis hombros. Defender a un hombre acusado de asesinato nunca es fácil. Resulta aún más difícil cuando la víctima es su esposa, con la cual había estado felizmente casado durante más de veinte años. La Corona ha aceptado esta circunstancia, incluso la ha admitido de forma oficial. » No ha facilitado mi tarea, señor —continuó sir Toby—, el hecho de que todas las pruebas circunstanciales, presentadas con tanta habilidad por mi docto amigo el señor Rodgers en su exposición de apertura de ayer, apuntaron a la culpabilidad de mi defendido. No obstante —dijo sir Toby, al tiempo que aferraba las cintas de su toga de seda negra y se volvía hacia el jurado—, me propongo llamar a un testigo cuy a reputación es irreprochable. Abrigo la confianza de que les dejará, señores miembros del jurado, sin otra elección que emitir un veredicto de no culpable. Llamo al profesor Harold Bamford.

Un hombre elegante, vestido con un traje de americana cruzada azul, camisa blanca y corbata del Yorkshire County Cricket Club, entró en la sala y ocupó su lugar en el estrado de los testigos. Le acercaron un ejemplar del Nuevo Testamento, y ley ó el juramento con tal confianza, que a ningún miembro del jurado le cupo duda de que no era su primera aparición en un juicio por asesinato. Sir Toby se ajustó la toga y miró a su compañero de golf. —Profesor Bamford —dijo, como si jamás hubiera visto al hombre—, con el fin de confirmar su experiencia, será necesario formularle algunas preguntas preliminares que tal vez le pongan en un aprieto, pero es de capital importancia que sea capaz de demostrar al jurado la relevancia de sus cualificaciones, pues afectan a este caso en particular. Harry asintió con semblante serio. —Usted, profesor Bamford, se educó en la escuela de segunda enseñanza de Leeds —dijo sir Toby, mientras miraba al jurado, compuesto en su totalidad por habitantes de Yorkshire—, donde consiguió una beca para estudiar leyes en el Magdalen College de Oxford. Harry asintió de nuevo. —Exacto —dijo, en tanto Toby echaba un vistazo a su informe, un gesto innecesario, pues ya había repetido esta rutina con Harry en anteriores ocasiones. —Pero no aceptó esta oportunidad —continuó sir Toby—, y prefirió pasar sus días de estudiante universitario no graduado aquí en Leeds. ¿Es eso cierto? —Sí —dijo Harry. Esta vez, el jurado asintió con él. No hay nada más leal u orgulloso que un ciudadano de Yorkshire en lo tocante a cosas de Yorkshire, pensó sir Toby con satisfacción. —Cuando se graduó en la Universidad de Leeds, ¿puede confirmar para que conste en acta que lo hizo con matrícula de honor? —En efecto. —¿Y le ofrecieron una plaza en la Universidad de Harvard para hacer un máster, y a continuación un doctorado? Harry se inclinó levemente y confirmó que así era. Tuvo ganas de decir: « No dejes de marear la perdiz, Toby » , pero sabía que su viejo amigo iba a explotar los siguientes minutos por la cuenta que le traía. —Y para su tesis doctoral, ¿escogió el tema de las armas de fuego en relación con los casos de asesinato? —Correcto, sir Toby. —¿Es también cierto —continuó el distinguido QC— que cuando su tesis fue presentada ante el tribunal, suscitó tal interés que fue publicada por la Harvard University Press y ahora es lectura obligatoria para cualquiera que desee especializarse en ciencia forense? —Es muy amable por su parte decirlo —dijo Harry, dando pie a Toby para su siguiente frase. —Pero no fui yo quien lo dijo —contestó sir Toby, al tiempo que se alzaba en toda su estatura y miraba al jurado—. Esas fueron las palabras, nada más y nada menos, del juez Daniel Webster, miembro del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Pero permítame que prosiga. Después de abandonar Harvard y regresar a Inglaterra, ¿sería correcto decir que la Universidad de Oxford trató de tentarle de nuevo, ofreciéndole la primera cátedra de Ciencia Forense, pero usted les rechazó por segunda vez, y prefirió volver a su alma máter, primero como conferenciante y después como profesor? —Es correcto, sir Toby —dijo Harry. —¿Un puesto en el que ha permanecido durante los últimos once años, pese al hecho de que varias universidades de todo el mundo le han hecho lucrativas ofertas para abandonar su amado Yorkshire y engrosar sus filas? Llegado a aquel punto, el juez Fenton, que ya lo había escuchado todo antes, bajó la vista y dijo: —Creo que puedo afirmar, sir Toby, que ha establecido el hecho de que su testigo es un eminente experto en el campo de su especialidad. Me pregunto si podríamos ceñirnos y a al caso que nos ocupa. —Con sumo placer, señor, sobre todo después de sus generosas palabras. No será necesario acumular más elogios sobre los hombros del buen profesor.

A sir Toby le habría encantado confesar al juez que había llegado al final de sus comentarios preliminares momentos antes de que le interrumpiera. —Por consiguiente, y con su permiso, señor, me ceñiré a nuestro caso, ahora que admite que he establecido las credenciales de este testigo en particular. Se volvió hacia el profesor, con el cual intercambió un guiño de inteligencia. —Al principio de iniciarse la vista —continuó sir Toby—, mi docto amigo el señor Rodgers expuso con todo detalle el caso de la acusación, y dejó manifiesto que el caso descansaba sobre una sola prueba, es decir, la pistola humeante que nunca echó humo. Harry había oído a su viejo amigo utilizar dicha expresión muchas veces en el pasado, y estaba convencido de que la utilizaría muchas más en el futuro. —Me refiero a la pistola, cubierta de huellas dactilares del acusado, que fue descubierta cerca del cadáver de su infortunada esposa, la señora Valerie Richards. La acusación afirmó a continuación que, después de asesinar a su esposa, el acusado fue presa del pánico y huyó de la casa, abandonando el arma en mitad de la habitación. —Sir Toby giró en redondo hacia el jurado—. Sobre esta única y endeble prueba, y pienso demostrar que es endeble, se les pide a ustedes, el jurado, que condenen a un hombre por asesinato y le encierren en la cárcel durante el resto de su vida. Hizo una pausa para dejar que el jurado asimilara la importancia de sus palabras. —Bien, ahora vuelvo con usted, profesor Bamford, para formularle, como experto eminente en su campo, para utilizar las palabras de Su Señoría, una serie de preguntas. Harry comprendió que el preámbulo había terminado por fin, y que ahora debería demostrar que estaba a la altura de su reputación. —Permita que empiece preguntándole, profesor, si a juzgar por su experiencia es normal que, después de que un asesino hay a disparado a su víctima, abandone el arma homicida en el lugar de los hechos. —No, sir Toby, es muy poco frecuente —contestó Harry—. En nueve de cada diez casos relacionados con armas de fuego, el arma nunca se recupera, porque el asesino se encarga de hacer desaparecer la prueba. —Muy bien —dijo sir Toby—. Y en ese caso de cada diez en que el arma se recupera, ¿es normal encontrar huellas dactilares repartidas por toda el arma homicida? —Casi nunca —contestó Harry—. A menos que el asesino sea un completo idiota o que sea detenido in fraganti. —Puede que el acusado sea muchas cosas —dijo sir Toby—, pero está claro que idiota no. Al igual que usted, se educó en la escuela de segunda enseñanza de Leeds. Y no fue detenido en el lugar de los hechos, sino en casa de una amiga, al otro lado de la ciudad. Sir Toby se abstuvo de añadir, como el fiscal había subray ado varias veces en su exposición inicial, que el acusado había sido descubierto en la cama con su amante, que resultó ser su única coartada. —Ahora me gustaría fijar nuestra atención en el arma, profesor. Una Smith y Wesson K4217 B. —En realidad era una K4127 B —corrigió Harry a su viejo amigo.

—Me inclino ante sus superiores conocimientos —dijo sir Toby, complacido del efecto que su pequeña equivocación había causado en el jurado—. Bien, volviendo al arma, ¿el laboratorio del Ministerio del Interior descubrió las huellas dactilares de la víctima en el arma? —Sí, sir Toby. —Como experto, ¿le lleva eso a formular alguna conclusión? —Sí. Las huellas de la señora Richards se destacaban más en el gatillo y la culata del arma, lo cual me conduce a creer que fue la última persona en empuñar el arma. De hecho, la prueba física sugiere que fue ella quien apretó el gatillo. —Entiendo —dijo sir Toby—. ¿Cabe la posibilidad de que el asesino colocara el arma en la mano de la señora Richards, con el fin de despistar a la policía? —Me sumaría de buen grado a esa teoría, de no ser porque la policía encontró huellas de la señora Richards en el gatillo. —No estoy seguro de haber comprendido por completo lo que está insinuando, profesor —dijo sir Toby, que lo comprendía muy bien. —En casi todos los casos en que he colaborado, lo primero que hace un asesino es borrar sus huellas del arma homicida, antes de pensar en ponerla en la mano de la víctima. —Entiendo, pero corríjame si me equivoco —dijo sir Toby—. El arma no fue encontrada en la mano de la víctima, sino a tres metros de su cuerpo, que fue donde cay ó, según el fiscal, cuando el acusado huyó presa del pánico del hogar cony ugal. Le pregunto, profesor Bamford: si alguien que va a suicidarse apoya una pistola en la sien y aprieta el gatillo, ¿dónde cree que terminará el arma? —A una distancia del cuerpo de dos o tres metros —contestó Harry—. Un error muy común, cometido por lo general en películas de escasa entidad y programas de televisión, es mostrar a las víctimas aferrando todavía la pistola después de haberse disparado. Lo que sucede en realidad, en caso de suicidio, es que la fuerza del retroceso del arma la suelta de la presa de la víctima, y la proy ecta a varios metros del cuerpo. En treinta años de investigar suicidios cometidos con pistolas, nunca supe de un arma que continuara en la mano de la víctima. —Por lo tanto, en su opinión de experto, profesor, las huellas dactilares de la señora Richards y la posición del arma hablan más de suicidio que de asesinato. —Exacto, sir Toby. —Una última pregunta, profesor —dijo el QC, mientras se tiraba de las solapas—. Cuando ha prestado testimonio a petición de la defensa en casos como este en el pasado, ¿qué porcentaje de jurados han emitido un veredicto de no culpable? —Las matemáticas nunca fueron mi fuerte, sir Toby, pero en veintiún casos de veinticuatro el resultado fue la absolución. Sir Toby se volvió lentamente hacia el jurado. —Veintiún casos de veinticuatro —dijo— terminaron en absolución después de que usted fuera llamado como testigo experto. Creo que eso ronda el ochenta y cinco por ciento, Su Señoría. No haré más preguntas. Toby alcanzó a Harry en la escalera del tribunal. Palmeó a su viejo amigo en la espalda.

—Has estado sensacional, Harry. No me sorprende que la acusación se derrumbara después de que prestaras testimonio. Nunca te había visto en mejor forma. He de darme prisa, mañana tengo un caso en el Bailey, así que te veré el sábado a las diez en el primer hoy o. Vamos, si Valerie lo permite. —Me verás mucho antes —murmuró el profesor, mientras sir Toby se precipitaba al primer taxi. Sir Toby echó un vistazo a sus notas mientras esperaba al primer testigo. El caso había empezado mal. La acusación había podido presentar un montón de pruebas contra su cliente que no estaba en posición de refutar. No le hacía la menor gracia el contrainterrogatorio de una retahíla de testigos que, sin duda, corroborarían esas pruebas. El juez en esa ocasión, el señor Fairborough, cabeceó en dirección al fiscal. —Llame a su primer testigo, señor Lennox. El señor Desmond Lennox, QC, se levantó poco a poco. —Con sumo placer, Su Señoría. Llamo al profesor Harold Bamford. Un sorprendido sir Toby alzó la vista de sus notas y vio que su viejo amigo caminaba con aire seguro hacia el estrado de los testigos. El jurado londinense miró intrigado al hombre de Leeds. Sir Toby se vio forzado a admitir que el señor Lennox establecía bastante bien las credenciales de su testigo experto, sin referirse ni una sola vez a Leeds. A continuación, el señor Lennox procedió a ametrallar a Harry con una serie de preguntas, que terminaron convirtiendo a su cliente en un cruce entre Jack el Destripador y el doctor Crippen [2] . —No haré más preguntas, Su Señoría —dijo por fin el señor Lennox, y se sentó con una expresión relamida en la cara. El juez Fairborough miró a sir Toby. —¿Tiene más preguntas para este testigo? —preguntó. —Desde luego, Su Señoría —contestó sir Toby, al tiempo que se levantaba—. Profesor Bamford —dijo, como si fuera su primer encuentro—, antes de entrar en el caso que nos ocupa, creo que sería justo decir que mi docto amigo el señor Lennox se ha preocupado con creces de establecer sus credenciales como testigo experto. Tendrá que perdonarme si vuelvo al tema, con el fin de aclarar un par de pequeños detalles que me han desconcertado.

—Por supuesto, sir Toby —dijo Harry. —El primer título académico que recibió en… veamos, sí, la Universidad de Leeds. ¿Cuál fue la materia que estudió? —Geografía. —Qué interesante. No se me habría ocurrido considerar esa disciplina una buena preparación para alguien que llegaría a ser un experto en armas de fuego. Sin embargo —continuó—, permítame que pase a su doctorado, que le fue concedido por una universidad norteamericana. ¿Puedo preguntar si ese título académico está reconocido en Inglaterra? —No, sir Toby, pero… —Le ruego que se limite a contestar a las preguntas, profesor Bamford. Por ejemplo, ¿las universidades de Oxford o Cambridge reconocen su doctorado? —No, sir Toby. —Entiendo. Y, como el señor Lennox se ha encargado de subray ar, todo este caso puede depender de sus credenciales como testigo experto. El juez Fairborough miró al defensor y frunció el ceño. —Será el jurado quien tome esa decisión, basada en los hechos presentados, sir Toby. —Estoy de acuerdo, Su Señoría. Solo deseaba establecer el crédito que los miembros del jurado deberían conceder a las opiniones del testigo experto de la Corona. El juez volvió a fruncir el ceño. —Pero si usted cree que he dejado claro este punto, Su Señoría, proseguiré — dijo sir Toby, y se volvió hacia su viejo amigo—. Ha dicho al jurado, profesor Bamford, como experto, que en este caso concreto la víctima no pudo cometer suicidio, porque la pistola fue encontrada en su mano. —Exacto, sir Toby. Un error muy común, cometido por lo general en películas de escasa entidad y programas de televisión, es mostrar a las víctimas aferrando todavía la pistola después de haberse disparado. —Sí, sí, profesor Bamford. Ya nos deleitó con sus grandes conocimientos sobre series televisivas cuando mi docto colega le estuvo interrogando. Al menos, hemos descubierto que es experto en algo. Pero me gustaría regresar al mundo real. Quiero aclarar una cosa, profesor. Usted no está insinuando, ni siquiera por un momento, al menos en eso confío, que su aportación demuestra que la acusada puso la pistola en la mano de su marido.

En ese caso, profesor Bamford, usted no sería un experto, sino un vidente. —No he llegado a esa suposición, sir Toby. —Le agradezco su apoy o, pero dígame, profesor Bamford: debido a su experiencia, ¿se ha encontrado con algún caso en que el asesino pusiera la pistola en la mano de la víctima, con el fin de sugerir que la causa de la muerte era el suicidio? Harry vaciló un momento. —Tómese su tiempo, profesor Bamford. El resto de la vida de una mujer depende de su contestación. —Me he encontrado con casos similares en el pasado —volvió a vacilar—, en tres ocasiones. —¿En tres ocasiones? —repitió sir Toby, intentando fingir sorpresa, pese al hecho de que él había intervenido en los tres casos. —Sí, sir Toby —dijo Harry. —¿Y en estos tres casos, el jurado emitió un veredicto de no culpable? —No —dijo Harry en voz baja. —¿No? —repitió sir Toby, y se volvió hacia el jurado—. ¿En cuántos de los casos fue declarado el acusado no culpable? —En dos de los casos. —¿Y qué pasó en el tercero? —preguntó sir Toby. —El hombre fue condenado por asesinato. —¿Y sentenciado…? —preguntó sir Toby. —A cadena perpetua. —Me gustaría saber algún detalle más de este caso, profesor Bamford. —¿Adónde nos conduce todo esto, sir Toby ? —preguntó el juez Fairborough, con la vista fija en el abogado defensor. —Sospecho que estamos a punto de descubrirlo, Su Señoría —dijo sir Toby, al tiempo que se volvía hacia el jurado, cuy os ojos estaban ahora clavados en el testigo experto—. Profesor Bamford, haga el favor de informar al tribunal sobre los detalles de este caso particular. —En ese caso, la reina contra Reynolds —dijo Harry—, el señor Reynolds cumplió once años de su sentencia antes de que surgieran nuevas pruebas, y demostraran que no había podido cometer el crimen. Más tarde, fue absuelto. —Espero que perdonará mi siguiente pregunta, profesor Bamford, pero la reputación de una mujer, para no hablar de su libertad, se halla en juego en esta sala. —Hizo una pausa y miró con semblante serio a su viejo amigo—. En este caso en particular, ¿prestó testimonio por la parte acusadora? —Sí, sir Toby. —¿Como testigo experto de la Corona? Harry asintió.

—Sí, sir Toby. —¿Y un hombre inocente fue condenado por un crimen que no había cometido, y terminó cumpliendo once años de cárcel? Harry asintió de nuevo. —Sí, sir Toby. —¿Sin « peros» en este caso concreto? —preguntó sir Toby. Esperó una respuesta, pero Harry no habló. Sabía que había perdido toda credibilidad como testigo experto en aquel caso particular. —Una última pregunta, profesor Bamford: en los otros dos casos, para ser justo, ¿los veredictos de los jurados apoyaron su interpretación de las pruebas? —Sí, sir Toby. —Recordará, profesor Bamford, que el fiscal ha hecho gran hincapié en el hecho de que, en el pasado, su testimonio ha sido crucial en casos como este; de hecho, para citar textualmente al señor Lennox, « el factor decisivo en demostrar las tesis de la acusación» . No obstante, hemos averiguado que en los tres casos en los cuales fue encontrada una pistola en la mano de la víctima, usted alcanza un porcentaje de error del treinta y tres por ciento como testigo experto. Harry no hizo ningún comentario, como ya esperaba sir Toby. —Y como resultado, un hombre inocente pasó once años en la cárcel. —Sir Toby devolvió su atención al jurado—. Profesor Bamford —dijo con voz serena —, esperemos que una mujer inocente no vaya a pasar el resto de su vida en prisión por culpa de la opinión de un « testigo experto» que se equivoca el treinta y tres por ciento de las veces. El señor Lennox se puso en pie para protestar por el trato que estaba soportando el testigo, y el juez Fairborough agitó un dedo admonitorio. —Su comentario ha sido inapropiado, sir Toby —advirtió. Pero los ojos de sir Toby seguían fijos en el jurado, que y a no estaban pendientes de todas las palabras del testigo experto, sino que susurraban entre sí. Sir Toby se sentó lentamente. —No haré más preguntas, Su Señoría. —Estupendo golpe —dijo Toby, mientras la pelota de Harry desaparecía en la caja del agujero dieciocho—. Temo que me toca de nuevo invitarte a comer. ¿Sabes una cosa, Harry ? Hace semanas que no te gano. —Oh, yo no diría eso, Toby —dijo su compañero de golf, mientras se encaminaban hacia el club—. ¿Cómo describirías lo que me hiciste en el tribunal el martes? —Sí, debo pedirte disculpas por ello, viejo amigo —dijo Toby—. No fue nada personal, como sabes bien. Date cuenta de que Lennox cometió una estupidez cuando te seleccionó como testigo experto.

—Estoy de acuerdo —dijo Harry—. Les advertí de que nadie me conocía mejor que tú, pero Lennox no estaba interesado en lo que sucedía en el NorthEastern Circuit. —No me habría importado tanto —dijo Toby, mientras se sentaba para comer—, de no haber sido por el hecho… —¿De no haber sido por el hecho…? —repitió Harry. —De que en ambos casos, el de Leeds y el del Bailey, cualquier jurado tendría que haberse dado cuenta de que mis clientes eran más culpables que el demonio. C Final de partida ornelius Barrington vaciló antes de efectuar el siguiente movimiento. Continuó estudiando el tablero con sumo interés. La partida se prolongaba desde hacía más de dos horas, y Cornelius estaba seguro de que se encontraba a solo siete movimientos del jaque mate. Sospechaba que su oponente también era consciente del hecho. Cornelius alzó la vista y sonrió a FrankVintcent, que no solo era su amigo más antiguo, sino que, a lo largo de los años, como abogado de la familia, había demostrado ser su consejero más sabio. Los dos hombres tenían muchas cosas en común: su edad, que rebasaba la sesentena; su procedencia, ambos hijos de profesionales de clase media; habían estudiado en el mismo colegio y en la misma universidad. Pero sus similitudes terminaban ahí. Pues Cornelius era por naturaleza un empresario, amante de los riegos, que había hecho su fortuna con el negocio de las minas en Sudáfrica y Brasil. Frank era abogado de profesión, cauteloso, lento a la hora de tomar decisiones, un hombre fascinado por los detalles. Cornelius y Frank también diferían en el aspecto físico. Cornelius era alto, corpulento, con una cabeza de cabello plateado que muchos hombres con la mitad de su edad habrían envidiado. Frank era delgado, de estatura mediana, y aparte de un semicírculo de mechones grises, estaba casi completamente calvo. Cornelius había enviudado tras cuatro décadas de feliz matrimonio. Frank era un soltero empedernido. Entre las cosas que habían afianzado su amistad se contaba su constante amor al ajedrez. Frank se encontraba con Cornelius en The Willows todos los jueves por la noche para echar una partida, cuyo resultado solía ser tablas. La noche siempre empezaba con una cena ligera, pero solo se servían un vaso de vino cada uno (los dos hombres se tomaban muy en serio el ajedrez), y cuando la partida terminaba regresaban al salón para regalarse con una copa de coñac y un habano. No obstante, Cornelius estaba a punto aquella noche de romper esa rutina. —Felicidades —dijo Frank, al tiempo que levantaba la vista del tablero—. Creo que esta vez me has ganado. Estoy seguro de que no tengo escapatoria.

Sonrió, dejó el rey rojo tumbado sobre el tablero, se levantó y estrechó la mano de su viejo amigo. —Vamos al salón a tomar un coñac y un habano —sugirió Cornelius, como si fuera una idea inédita. —Gracias —dijo Frank, mientras dejaban el estudio y se dirigían al salón. Cuando Cornelius pasó junto al retrato de su hijo Daniel, su corazón se detuvo un momento, algo que no había cambiado desde hacía veintitrés años. Si su único hijo hubiera vivido, nunca habría vendido la empresa. Cuando entraron en el espacioso salón, los dos hombres fueron recibidos por un alegre fuego que ardía en la chimenea, encendido por Pauline, el ama de llaves de Cornelius, tan solo momentos después de haber despejado la mesa donde habían cenado. Pauline también creía en las virtudes de la rutina, pero su vida también estaba a punto de saltar por los aires. —Tendría que haberte acorralado varios movimientos antes —dijo Cornelius —, pero me pillaste por sorpresa cuando capturaste el caballo reina. Tendría que haberlo previsto —añadió, mientras se acercaba al aparador. Sobre una bandeja de plata aguardaban dos generosos coñacs y dos Monte Cristo. Cornelius cogió el cortapuros y lo pasó a su amigo. Después, encendió una cerilla, se inclinó y miró a Frankmientras este tiraba del puro, hasta convencerse de que estaba bien encendido. Después, él también se adhirió a la misma rutina, antes de hundirse en su sofá favorito junto al fuego. Frank alzó la copa. —Bien jugado, Cornelius —dijo, insinuando una pequeña reverencia, aunque su anfitrión hubiera sido el primero en reconocer que, después de tantos años, era su invitado el que sumaba más puntos. Cornelius permitió que Frank aspirara unas cuantas bocanadas de humo más antes de destrozar su velada. ¿Para qué darse prisa? Al fin y al cabo, hacía varias semanas que estaba preparando este momento, y no quería compartir el secreto con su amigo de toda la vida hasta que todo estuviera atado y bien atado. Ambos permanecieron un rato en silencio, relajados en la mutua compañía. Por fin, Cornelius dejó su coñac en una mesilla auxiliar. —Frank, hace más de cincuenta años que somos amigos. Igual de importante es que, como consejero legal, has demostrado ser un abogado astuto. De hecho, desde la prematura muerte de Millicent no hay nadie en quien confíe más. Frank continuó dando bocanadas a su puro sin interrumpir a su amigo. A juzgar por la expresión de su cara, era consciente de que el cumplido no era otra cosa que un gambito de apertura. Sospechó que debería esperar un rato antes de que Cornelius revelara su siguiente movimiento.

—Cuando fundé la empresa, hace unos treinta años, fuiste tú el responsable de redactar las escrituras, y no creo que hay a firmado un documento legal desde ese día que no haya pasado por tu escritorio, algo que ha sido, sin la menor duda, un factor fundamental de mi éxito. —Es muy generoso por tu parte decir eso —dijo Frank, antes de tomar otro sorbo de coñac—, pero la verdad es que siempre fueron tu originalidad y carácter emprendedor los que hicieron posible el avance imparable de la empresa. Dones que los dioses decidieron no otorgarme, dejándome con la única elección de ser un simple funcionario. —Siempre has subestimado tu contribución al éxito de la empresa, Frank, pero no me cabe la menor duda del papel que has tenido durante todos estos años. —¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Frankcon una sonrisa. —Paciencia, amigo mío —dijo Cornelius—. Aún he de hacer algunos movimientos antes de revelar la estratagema que tengo en mente. —Se reclinó en la butaca y dio una larga calada a su puro—. Como sabes, cuando vendí la empresa hace unos cuatro años, mi intención era tomarme el primer descanso desde hacía años. Había prometido a Millie que la llevaría a unas largas vacaciones por India y el Extremo Oriente —hizo una pausa—, pero no pudo ser. Frank asintió. —Su muerte sirvió para recordarme que yo también soy mortal, y que tal vez no me queden muchos años de vida. —No, no, amigo mío —protestó Frank—. Aún te quedan un montón de años por delante. —Puede que tengas razón —dijo Cornelius—, aunque por curioso que parezca, fuiste tú quien me hizo empezar a pensar seriamente en el futuro… —¿Yo? —preguntó Frank, con semblante perplejo. —Sí. ¿No te acuerdas de hace unas semanas, cuando estabas sentado en esa butaca y me comentaste que había llegado el momento en que debía pensar en volver a redactar mi testamento? —Sí —dijo Frank—, pero solo fue porque en el actual se lo dejas prácticamente todo a Millie. —Soy consciente de eso —dijo Cornelius—, pero de todos modos me sirvió para concentrar la mente. Todavía me levanto a las seis cada mañana, pero como y a no tengo despacho al que ir, dedico muchas horas a reflexionar sobre cómo distribuir mi riqueza, ahora que Millie ya no puede ser la principal beneficiaría. Cornelius dio otra larga calada a su habano antes de continuar. —Durante el último mes he estado pensando en las personas que me rodean (parientes, amigos, conocidos y empleados), y empiezo a pensar en cómo me han tratado siempre, lo cual provocó que me preguntara cuáles de ellos seguirían demostrándome la misma devoción, atención y lealtad si no fuera millonario, si fuera un viejo arruinado. —Tengo la sensación de que estoy siendo investigado —dijo Frank con una carcajada. —No, no, querido amigo —dijo Cornelius—. Tú estás absuelto de estas dudas. De lo contrario, no compartiría estas confidencias contigo.

—Pero ¿no son un poco injustos esos pensamientos para con tu familia inmediata, por no hablar…? —Puede que tengas razón, pero no deseo dejar eso al azar. Por lo tanto, he decidido averiguar la verdad por mí mismo, pues considero que la mera especulación es insatisfactoria. —Una vez más, Cornelius dio una calada a su habano antes de proseguir—. Ten paciencia conmigo un momento mientras te cuento lo que tengo en mente, pues confieso que sin tu colaboración será imposible llevar a cabo mi pequeño subterfugio. Pero antes, permite que vuelva a llenar tu copa. Cornelius se levantó de la butaca, cogió la copa vacía de su amigo y se acercó al aparador. —Como iba diciendo —continuó Cornelius, al tiempo que entregaba la copa llena a Frank—, me he estado preguntando recientemente cómo se comportarían las personas que me rodean si me quedara sin un penique, y he llegado a la conclusión de que solo hay una forma de averiguarlo. Frank tomó un largo sorbo antes de preguntar: —¿Qué maquinas? ¿Un falso suicidio, tal vez? —No será tan dramático como eso —contestó Cornelius—, pero casi, porque —hizo otra pausa— tengo la intención de declararme en bancarrota. Miró a través de la neblina de humo, con la esperanza de observar la inmediata reacción de su amigo, pero, como tantas veces en el pasado, el viejo abogado se mantuvo inescrutable, sobre todo porque, pese a que su viejo amigo había hecho un movimiento atrevido, sabía que la partida estaba lejos de terminar. Movió hacia adelante un peón vacilante. —¿Cómo piensas hacerlo? —preguntó. —Mañana por la mañana —contestó Cornelius—, quiero que escribas a las cinco personas con más derecho a heredarme: mi hermano Hugh, su esposa Elizabeth, su hijo Timothy, mi hermana Margaret y, por fin, mi ama de llaves, Pauline. —¿Y cuál será el contenido de esa carta? —preguntó Frank, intentando disimular su incredulidad. —Les explicarás a todos que, debido a una inversión imprudente que hice poco después de la muerte de mi esposa, me encuentro endeudado. De hecho, sin su ay uda me enfrento a la bancarrota. —Pero… —protestó Frank. Cornelius levantó una mano. —Escúchame —rogó—, porque tu papel en esta partida dirimida en la vida real podría ser fundamental. En cuanto les hay as convencido de que ya no pueden esperar nada de mí, mi intención es poner en marcha la segunda fase de mi plan, que debería demostrar de una forma concluyente si sienten afecto por mí, o solo les mueve la perspectiva de hacerse con mi fortuna. —Ardo en deseos de saber qué tienes en mente —dijo Frank. Cornelius dio vueltas al coñac mientras reflexionaba. —Como sabes muy bien, cada una de las cinco personas que he nombrado me han pedido un préstamo en algún momento del pasado. Nunca exigí ningún documento por escrito, pues siempre he considerado que la devolución de esas deudas era una cuestión de confianza. Esos préstamos oscilan entre las cien mil libras que mi hermano Hugh pidió para la opción de compra de la tienda que tenía alquilada, y que según tengo entendido va muy bien, hasta las quinientas libras que mi ama de llaves me pidió prestadas para la entrada de un coche de segunda mano. Incluso el joven Timothy necesitó mil libras para saldar su préstamo universitario, y como parece que está progresando muy bien en la profesión que ha elegido, no debería ser pedirle mucho, como a todos los demás, que pague su deuda.

—¿Y la segunda prueba? —preguntó Frank. —Desde la muerte de Millie, cada uno de ellos me ha prestado algún pequeño servicio. Siempre insistieron en que era un placer para ellos, no un deber. Voy a descubrir si querrán hacer lo mismo por un viejo sin dinero. —Pero ¿cómo sabrán…? —empezó Frank. —Sospecho que irán quedando en evidencia a medida que pasen las semanas. En cualquier caso, hay una tercera prueba, que según creo zanjará el asunto. Frankmiró a su viejo amigo. —¿Serviría de algo intentar disuadirte de esta loca idea? —preguntó. —No —replicó Cornelius sin vacilar—. Estoy decidido, si bien acepto que no puedo efectuar el primer movimiento, y mucho menos llevarlo a una conclusión, sin tu colaboración. —Si de veras es eso lo que quieres hacer, Cornelius, seguiré tus instrucciones al pie de la letra, como siempre he hecho en el pasado. Pero en esta ocasión, ha de existir una condición. —¿Y cuál será? —preguntó Cornelius. —No presentaré factura por este encargo, para que pueda demostrar a cualquiera que lo pregunte que no he obtenido el menor beneficio de tu jugarreta. —Pero… —Nada de « peros» , viejo amigo. Ya obtuve pingües beneficios de mis acciones cuando vendiste la compañía. Has de considerar esto un pequeño intento de darte las gracias. Cornelius sonrió. —Soy y o quien debería estar agradecido, y de hecho lo estoy, como siempre, consciente de tu valiosa asistencia durante tantos años. Eres un buen amigo, y juro que te legaría todas mis posesiones si no fueras soltero, y porque sé que no cambiarías ni un ápice tu modo de vivir. —No, gracias —dijo Frank con una risita—. Si lo hicieras, debería llevar a cabo la misma prueba, solo que con diferentes personajes. —Hizo una pausa—. Bien, ¿cuál es tu primer movimiento? Cornelius se levantó de la butaca.

—Mañana enviarás cinco cartas informando a los interesados de que me han enviado una notificación de bancarrota, y por lo tanto necesito que se me devuelvan todos los préstamos, lo más rápido posible. Frank ya había empezado a tomar notas en una libretita que siempre llevaba consigo. Veinte minutos después, cuando hubo anotado las últimas instrucciones de Cornelius, guardó la libreta en un bolsillo interior, vació su copa y apagó el puro. Cuando Cornelius se levantó para acompañarle hasta la puerta, Frank preguntó: —¿Cuál será la tercera prueba, la que consideras tan definitiva? El viejo abogado escuchó con atención, mientras Cornelius bosquejaba una idea tan ingeniosa que se marchó con la sensación de que a las víctimas no les quedaría otro remedio que enseñar sus cartas.

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