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En la Hierba Alta – Stephen King & Joe Hill

Cal y Becky DeMuth son dos hermanos que mantienen una relación casi telepática, pues sus vidas han montado en el mismo tándem desde su nacimiento. Cuando Becky se queda embarazada, decide marcharse a San Diego a casa de sus tíos hasta que nazca el bebé. La unión entre los hermanos es tan fuerte que Cal deja sus estudios para acompañarla y cruzar con ella el país en coche. Incluso planean juntos el futuro del niño. Pero la casualidad intercede en el transcurso del viaje. Al mediodía realizan un alto en el camino junto a un campo de hierba altísima: Cal apaga la radio para tener un momento de calma, y Becky abre las ventanillas, sofocada por el calor. De haber sido de otra manera, nunca habrían oído la voz de auxilio de aquel niño atrapado en la espesura. Deciden adentrarse en el campo y tomar sendas distintas para encontrar al niño cuanto antes. Por primera vez en su vida, los hermanos quedarán separados, aunque sea tan solo por unos metros de hierba. Sin embargo, nunca habían estado tan lejos.


 

Él quería un rato de silencio en lugar de la radio, así que podría decirse que lo sucedido fue culpa suy a. Ella quería un rato de aire fresco en lugar del aire acondicionado, así que podría decirse que fue de ella. Sin embargo, puesto que no habrían oído al niño sin que se dieran ambos factores, en realidad debería decirse que fue una combinación, lo que era muy propio de Cal y Becky, que habían funcionado en equipo durante toda su vida. Cal y Becky DeMuth, nacidos con diecinueve meses de diferencia. Sus padres los llamaban « Casi Gemelos» . « Becky coge el teléfono y Cal pregunta quién es» , le gustaba decir al señor DeMuth. « Cal piensa en dar una fiesta y Becky ya ha escrito la lista de invitados» , le gustaba decir a la señora DeMuth. Los hermanos nunca discutían, ni siquiera el día en que Becky, que por entonces vivía en un colegio mayor y estaba en el primer año de carrera, se presentó en el piso de estudiantes de Cal para contarle que estaba embarazada. Cal se lo tomó bien. ¿Sus padres? La noticia no les entusiasmó demasiado. El piso de estudiantes de Cal estaba en Durham porque estudiaba en la Universidad de New Hampshire. Cuando dos años más tarde, Becky (que en aquel momento aún no estaba embarazada, aunque eso no significa que fuera virgen) eligió la misma facultad, a nadie le sorprendió en absoluto. —Por lo menos, así él no tendrá que venir a casa todos los fines de semana para estar con ella —dijo la señora DeMuth. —A lo mejor ahora estaremos un poco más tranquilos —dijo el señor DeMuth—. Después de veinte años, tanta fraternidad ya empezaba a cansar un poco.


Por supuesto, no lo hacían todo juntos, porque obviamente Cal no era responsable del bombo de su hermana. Y el plan de preguntar al tío Jim y a la tía Anne si podía ir a vivir con ellos una temporada, hasta que naciera el bebé, había sido solo de Becky. A sus padres, que se habían quedado estupefactos y aturdidos por los acontecimientos, les pareció una opción tan razonable como otra cualquiera. Y cuando Cal sugirió que él también podía tomarse el semestre de primavera libre para cruzar el país en coche juntos, el señor y la señora DeMuth no protestaron demasiado. Incluso aceptaron que Cal se quedara con Becky en San Diego hasta que naciera el bebé. Así Calvin podría buscarse algún trabajillo para colaborar con los gastos. —Embarazada a los diecinueve —dijo la señora DeMuth. —Tú te quedaste embarazada a los diecinueve —replicó el señor DeMuth. —Sí, pero yo estaba casada —señaló la señora DeMuth. —Y con un tipo estupendo —se sintió obligado a añadir el señor DeMuth. Ella suspiró. —Becky elegirá el primer nombre y Cal el segundo. —O viceversa —dijo el señor DeMuth también con un suspiro de su esposa. A veces, los matrimonios también se vuelven « Casi Gemelos» . Un día, poco antes de que los hermanos se marcharan a la costa Oeste, la madre de Becky invitó a comer a su hija en un restaurante. —¿Estás segura de que quieres dar al bebé en adopción? —le preguntó—. Ya sé que no tengo derecho a preguntártelo porque solo soy tu madre, pero a tu padre le ha entrado la curiosidad. —Aún no lo sé —dijo Becky—. Cal me ayudará a decidirlo. —¿Y qué hay del padre, cariño? Becky puso cara de sorpresa. —¡Bah!, no tiene ni voz ni voto. Resultó ser un imbécil. La señora DeMuth suspiró. II Así fue como terminaron en Kansas, un día cálido y primaveral de abril, conduciendo un Mazda de ocho años con matrícula de New Hampshire en cuyos estribos aún quedaban restos de la sal de las carreteras de Nueva Inglaterra. Silencio en vez de la radio, ventanillas abiertas en vez del aire acondicionado.

Por eso los dos oyeron la voz. Tenue pero clara. —¡Socorro! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! Los hermanos se miraron asustados. Cal, que conducía, se detuvo en el arcén de inmediato. La arena repiqueteó contra los bajos del coche. Antes de salir de Portsmouth habían decidido que no irían por la autopista de peaje. Cal quería ver el dragón Kaskaskia en Vandalia, Illinois, y Becky quería presentar sus respetos al ovillo de cuerda más grande del mundo en Cawker City, Kansas. Tras cumplir ambas misiones, los dos querían pasar por Roswell y visitar alguna de esas chorradas de extraterrestres. Ya se encontraban bastante al sur de la enorme madeja de cuerda, que habían encontrado hirsuta, aromática y, sin duda, más impresionante que lo que esperaban, y ahora conducían por la Ruta 73. Era una carretera asfaltada en dos direcciones y bien conservada, por la que terminarían de cruzar la llanura de Kansas hasta llegar a Colorado. Por delante quedaban kilómetros y kilómetros de carretera sin un solo coche ni camión a la vista. Atrás dejaban lo mismo. En su lado de la carretera vieron unas pocas casas, una iglesia con tablones en las ventanas llamada La Roca Negra del Redentor (a Becky le pareció un nombre raro para una iglesia, pero al fin y al cabo estaban en Kansas) y una bolera en ruinas que parecía haber cerrado en la época en que los Trammps incendiaron la música pop con su famosa canción « Disco Inferno» . Al otro lado de la 73 no había más que hierba verde y alta, que se extendía hasta el horizonte. —¿Eso ha sido un…? —empezó a decir Becky. Llevaba un chaquetón ligero con la cremallera medio subida hasta el vientre, que empezaba a abultarse. Estaba de seis meses largos. Él levantó una mano sin mirarla. Observó la hierba. —Chis. ¡Escucha! Se oía música a lo lejos, procedente de una de las casas. Un perro soltó un triple ladrido (bup-bup-bup) y luego se hizo un silencio. Alguien daba martillazos a una tabla. Además, se oía el apagado murmullo de un viento constante. Becky cayó en la cuenta de que incluso podía ver el viento, que combaba la hierba al otro lado de la carretera.

Provocaba unas ondas que recorrían la hierba desde donde estaban ellos hasta perderse en la lejanía. Justo cuando Cal empezaba a pensar que en realidad no habían oído nada (tampoco sería la primera vez que imaginaban algo al mismo tiempo), se oyó un nuevo grito: —¡Socorro! ¡Ayuda, por favor! —Y luego: —¡Me he perdido! En esa ocasión la mirada que cruzaron fue de alarma. La hierba era increíblemente alta (el hecho de que un prado tan extenso hubiera crecido casi hasta los dos metros tan a principio de temporada era muy raro, aunque no repararon en ello hasta más tarde). Algún niño debía de haberse adentrado en la hierba, posiblemente para explorar un poco, casi con toda certeza procedente de alguna casa próxima a la carretera. Se habría desorientado y se habría ido internado cada vez más. A juzgar por la voz, debía de tener unos ocho años y, por lo tanto, era demasiado bajito para orientarse dando un salto. —Deberíamos sacarlo de ahí —dijo Cal. —Aparca en la iglesia. Mejor que el coche no se quede en el arcén. Cal dejó a su hermana al borde de la carretera y se metió en un descampado que había frente a la iglesia del Redentor. Había varios coches aparcados, cubiertos de polvo y con los parabrisas, negros como escarabajos, reflejando la potente luz del sol. Que todos los coches salvo uno tuvieran aspecto de llevar allí días, si no semanas, era extraño, aunque en aquel momento fue algo que no captaron. Caerían más adelante. Mientras Cal se quedaba en el coche, Becky cruzó al otro lado de la carretera. Se puso las manos alrededor de la boca para que se la oy era mejor y gritó: —¡Chico! ¡Eh, chico! ¿Me oyes? Al cabo de un momento, el chico respondió: —¡Sí! ¡Ayúdame! ¡Llevo DÍAS aquí! Becky, que sabía cómo era la noción del tiempo de los niños pequeños, supuso que quería decir que llevaba unos veinte minutos allí. Buscó un sendero de hierba rota o pisoteada por donde hubiera podido entrar el chico, seguramente mientras se inventaba algún ridículo videojuego o una película de acción en la selva, pero no encontró ninguno. No pasaba nada; Becky estimó que la voz procedía de su izquierda, más o menos a las diez de un reloj. Y no parecía estar muy adentro. Tenía sentido: si el chico se hubiera internado mucho en la hierba, no habrían podido oírlo ni siquiera con la radio apagada y las ventanillas abiertas. Becky se disponía a descender por un terraplén hasta el límite de la hierba cuando oy ó una segunda voz, esta vez de mujer, ronca y confusa. Parecía tener la aspereza de alguien que acaba de levantarse y necesita un poco de agua. Desesperadamente. —¡No! —gritó la mujer—. ¡No entre! ¡Por favor! ¡Aléjese! ¡Tobin, deja de gritar! ¡Deja de gritar, cariño! ¡O te oirá él! —¿Hola? —vociferó Becky—. ¿Qué ocurre? Oy ó que se cerraba la puerta de un coche a su espalda.

Era Cal, que cruzaba hacia ella. —¡Nos hemos perdido! —gritó el niño—. ¡Por favor! ¡Por favor, mi madre está herida! ¡Por favor! ¡Ay údanos, por favor! —¡No! —replicó la mujer—. ¡No, Tobin, no! Becky se volvió para ver por qué Cal tardaba tanto. Su hermano había recorrido unos metros en el aparcamiento y se había detenido ante lo que parecía un Prius de primera generación. Tenía el parabrisas completamente cubierto por una blanquecina y fina capa de polvo. Cal se encorvó un poco, se cubrió los ojos con las manos a modo de visera y miró por la ventanilla lateral, fijándose en algo que había en el asiento del copiloto. Frunció el ceño un momento y luego hizo una mueca, como si le hubiera picado un tábano. —¡Por favor! —insistió el chico—. ¡Nos hemos perdido y no encuentro la carretera! —¡Tobin! —empezó a decir la mujer, pero se le quebró la voz, quizá por la falta de saliva. Amenos que se tratara de una broma pesada, allí pasaba algo. Becky DeMuth no fue consciente de llevarse la mano hacia la curva de su abdomen, tenso y firme como una pelota de playa. Tampoco asoció la sensación que la invadía entonces con los sueños que la asediaban desde hacía casi dos meses; unos sueños en los que conducía de noche y de los que ni siquiera había hablado con Cal. En esos sueños también aparecía un niño gritando. Becky se dejó caer terraplén abajo con dos grandes zancadas. Era más profundo de lo que parecía y, al llegar al fondo, comprendió que la hierba superaba por mucho los dos metros de altura, bastante más de lo que le había parecido al principio. Notó una ráfaga de viento. La muralla de hierba se abombó y se retiró con la fluidez de una marea susurrante. —¡No nos busque! —exclamó la mujer. —¡Ayuda! —la contradijo el niño, gritando para tapar sus palabras… Y su voz parecía próxima. Becky le oía cerca, a su izquierda. No lo bastante cerca para estirar un brazo y sacarlo de allí, pero sin duda a menos de diez o doce metros de la carretera. —¡Estoy cerca, chico! —le gritó Becky—. Sigue andando hacia mí. Casi estás en la carretera.

Casi estás fuera. —¡Socorro! ¡Socorro! ¡No te veo! —gritó el niño, su voz más cerca todavía. Las frases llegaron seguidas de una risa histérica y sollozante que dejó a Becky helada. Cal dio un paso y resbaló por el terraplén, intentó derrapar al llegar abajo y casi se cayó de culo. La tierra estaba húmeda. Si Becky se había resistido a adentrarse en la densa hierba para coger al niño había sido porque no quería empaparse los pantalones cortos. Una hierba tan alta contendría suficientes gotitas brillantes para llenar un pequeño estanque de agua. —¿Qué estás haciendo? —preguntó Cal. —Hay una mujer con él —dijo Becky—. Dice cosas extrañas. —¿Dónde estáis? —sollozó el chico casi farfullando desde apenas un par de metros más adentro. Becky buscó un atisbo de sus pantalones o de su camiseta, pero no vio nada. El niño se encontraba demasiado adentro para verlo—. ¿Vais a venir? ¡Por favor! ¡No encuentro la salida! —¡Tobin! —gritó la madre, con voz distante y forzada—. ¡Tobin, basta! —Aguanta, chico —dijo Cal mientras se adentraba en la hierba—. ¡Capitán Cal al rescate! ¡Tatachán! Becky y a había sacado su teléfono móvil y lo sostenía en una mano mientras se disponía a preguntarle a Cal si debía llamar a una patrulla de tráfico o a cualquier cuerpo policial que tuviesen por allí y que vistiera de azul. Cal dio un paso, luego otro y, de pronto, Becky solo vio la parte trasera de su camisa vaquera azul y sus pantalones cortos de color caqui. Por algún motivo muy alejado del raciocinio, la idea de perderlo de vista le aceleró el pulso. Aun así, echó un vistazo a la pequeña pantalla negra táctil de su Android y comprobó que tenía las cinco barritas de cobertura. Marcó el 911 y descolgó. Mientras se acercaba el teléfono a la oreja, dio un largo paso adentrándose en la hierba. El teléfono dio un tono antes de que una voz de robot le anunciara que la llamada sería grabada. Becky dio otro paso para no perder de vista la camisa azul y los pantalones cortos de su hermano. Cal era muy impaciente. Por supuesto, ella también lo era.

La hierba mojada chirrió al rozar contra su blusa, los pantalones cortos y las piernas descubiertas. Desde el interior de la máquina de baños… —pensó Becky, cuyo subconsciente empezaba a escupir fragmentos de un epigrama de Edward Gorey a medio digerir—. Llegó un alboroto de entusiasmo, que fue oído a lo largo y a lo ancho, y no sé qué de la marea, bla bla bla. Becky había escrito un trabajo sobre epigramas para su clase de literatura de primero, que a ella le parecía bastante ingenioso pero que en realidad solo había servido para llenarle la cabeza de rimas tontas que no conseguía olvidar y para que le pusieran un bien alto. Una voz humana sustituyó al robot: —Emergencias del Condado de Kiowa. Indique dónde se encuentra y el motivo de su llamada, por favor. —Estoy en la Ruta 73 —dijo Becky—. No sé el nombre del pueblo, pero hay una iglesia llamada La Roca del Redentor, o algo así… y una pista de patinaje hecha polvo… no, no, me parece que es una bolera… y un niño se ha perdido entre la hierba. Su madre también. Oímos sus gritos de auxilio. El chico está cerca, la madre no tanto. Él parece asustado; la madre parece más bien… —Iba a decir « rara» , pero ya no pudo. —Disculpe, hay muy mala cobertura. Por favor, repita su… Nada. Becky dejó de andar para mirar el móvil, que ahora solo mostraba una barrita de cobertura que desapareció mientras la observaba y que fue reemplazada por un aviso de Sin servicio. Cuando levantó de nuevo la mirada, la vegetación y a se había tragado a su hermano. Por encima de ella, un avión dejó una estela blanca en el cielo a diez mil metros de altura. III —¡Socorro! ¡Ayuda! El niño estaba cerca, pero tal vez no tanto como había creído Cal. Y un poco más a la izquierda. —¡Vuelvan a la carretera! —gritó la mujer a quien, en cambio, se la oía más próxima que antes—. ¡Vuelvan ahora que aún pueden! —¡Mamá! ¡Mami! ¡Solo quieren AYUDARNOS! Entonces el niño gritó. Subió de tono hasta convertirse en un alarido que hacía rechinar los dientes, vaciló y, de repente, se transformó en otra carcajada histérica. Se oy eron golpes, tal vez fruto del pánico o tal vez por un forcejeo. Cal echó a correr en aquella dirección, convencido de que encontraría un claro de hierba pisoteada donde el tal Tobin y su madre estarían sufriendo el ataque de un demente con cuchillo salido de una película de Quentin Tarantino. Había recorrido diez metros y empezaba a creer que tenía que estar mucho más lejos cuando la hierba se enredó en torno a su tobillo izquierdo.

Cal se agarró a otros tallos para frenar la caída, pero no logró más que arrancar dos manojos de los que chorreaba una savia verde y pegajosa, que fluyó por la palma de sus manos hasta las muñecas. Se cayó al suelo rezumante y logró expulsar barro por ambas fosas nasales. Maravilloso. ¿Cómo podía ser que nunca hubiera cerca un árbol cuando a uno le hacía falta? Se arrodilló. —¿Chico? ¿Tobin? Canta. —Estornudó barro, se limpió la cara con la mano y reparó en que ahora olía a pringue de hierba cada vez que respiraba. La cosa mejoraba por momentos. Un auténtico festín para los sentidos—. ¡Cántame, chico! ¡Usted también, señora! La madre no lo hizo. Tobin sí. —¡Ayúdame, por favooor! Ahora el chico se oía a la derecha de Cal, y parecía estar mucho más adentro que antes. ¿Cómo era posible? Hacía un momento, habría jurado que podía extender el brazo y agarrarlo. Cal dio media vuelta con la esperanza de ver a su hermana, pero solo se veía hierba. Una hierba altísima. Debería de haberse partido por donde él la había pisado al correr, pero estaba intacta. Solo vio una zona despejada, la que había machacado al caer, pero incluso allí la vegetación empezaba a recuperarse. Vaya hierba más dura que tenían en Kansas… Hierba dura y alta. —¿Becky? ¿Beck? —Tranquilo, estoy aquí mismo —respondió su hermana. Aún no podía verla, pero era cuestión de segundos: la oía como si la tuviera al lado. Parecía enfadada —. He perdido a la mujer de emergencias. —No pasa nada. Con tal de que no me pierdas a mí… —Se volvió de nuevo y se acercó las manos a la boca—. ¡Tobin!

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