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En el Corazón de los Fiordos – Christine Kabus

Nordfjordeid, 2010. Después de la muerte de su madre, Lisa, una exitosa fotógrafa alemana, recibe un paquete de parte del notario de la familia. El mismo contiene un antiguo medallón, con la foto de una pareja en tiempos de guerra, y una carta de su madre. Esta foto amarillenta la llevará a viajar al tranquilo pueblo de Nordfjordeid, en Noruega, y será la única pista para que Lisa pueda rastrear y descubrir quiénes fueron realmente sus antepasados. Lisa penetrará en la vida de los fiordos y descubrirá en ellos no solo el verdadero amor sino también el verdadero origen de su madre, lo que le permitirá esclarecer los secretos que llevan décadas dormidos en la historia de su familia, las sombras de aquel pasado que alcanzaron y llegaron a cubrir su presente.


 

—Ya puedes abrir los ojos. La chica obedeció y se quedó boquiabierta. Delante de ella, sobre la cama, había un bunad drapeado. Sorprendida, se volvió hacia su madre, que la miraba con ilusión. —¿Es para mí? —Sí, cariño. Necesitas un traje adecuado para tu boda —contestó su madre con una sonrisa. —Es maravilloso —dijo la chica en un susurro, al tiempo que acariciaba con timidez el traje de fiesta. Sobre una falda negra que llegaba hasta los tobillos se extendía un mandil con un vistoso bordado y un saquito de tela atado. El corpiño era sin mangas y de color granate, ornamentado con un ribete bordado, y por debajo sobresalían las mangas abultadas de una blusa blanca. —Pero falta lo más importante —dijo la madre, sacó una cajita y se la alcanzó a su hija invitándola a abrirla con una sonrisa. La chica abrió la cajita y sacó un colgante redondo de plata que se balanceaba en una cinta de terciopelo. —Pero es tu medallón nupcial —exclamó. La madre asintió. —Me lo regaló mi madre cuando me casé con tu padre. Ahora me gustaría dártelo para que puedas meter tus fotos —dijo. La chica le dio la vuelta en la mano a la alhaja, con un laborioso grabado, y en la parte posterior descubrió una inscripción. Miró a su madre, intrigada. —La dedicatoria es mía —le explicó. Su hija leyó aquellas palabras llenas de afecto, rompió a llorar y le dio un fuerte abrazo a su madre. —Te echaré tanto de menos… —murmuró.


—Yo también, mi niña, yo también —susurró la madre. 1 Fráncfort, abril de 2010 Lisa soltó aliviada la pesada bolsa con el equipo fotográfico, entró la maleta de ruedas y cerró la puerta del pequeño apartamento que ocupaba en la cuarta planta de un edificio de vivivendas en una calle tranquila, junto a la Alten Oper. Antes de quitarse la chaqueta fue corriendo al salón y abrió la puerta del diminuto balcón para que entrara aire fresco. Salió fuera y miró hacia el patio interior, donde había un abedul solitario cuyas ramas empezaban verdear. Un mirlo posado en el canalón del edificio de enfrente entonaba su canción melódica al atardecer. ¡Por fin la primavera! Lisa sonrió, cerró los ojos y respiró hondo el aire fresco. Qué lejos le parecía ahora Mumbai y el calor abrasador en el que se asaba veinticuatro horas antes. Había estado haciendo una especie de inventario fotográfico artístico por encargo de un instituto de investigación de urbanismo en Dharavi, un enorme barrio bajo situado en medio de la ciudad. En breve el confuso mar de barracas de chapas onduladas, alfarerías y otros talleres de artesanía, negocios y burdeles tenía que dejar paso a un barrio moderno con torres de oficinas y viviendas y servir de modelo para sanear otros suburbios. Aquel proyecto despertaba sentimientos encontrados entre los afectados, según Lisa pudo constatar de inmediato. Los vecinos iban a ser trasladados a viviendas adecuadas, pero sobre todo los talleres temían no poder continuar con su trabajo allí. Lisa se sumergió en aquel mundo fascinante y regresó con una buena colección de fotografías y nuevas experiencias. No le quedaba mucho tiempo para digerirlo todo, pues en unos días estaría de nuevo de viaje, esta vez en Dubai, donde durante los últimos años había estado registrando regularmente con la cámara el desarrollo de un gigantesco proyecto de construcción. El timbre sonó tres veces, señal de que era Susanne. Lisa volvió a entrar en el piso y abrió la puerta. Su vecina y amiga Susanne la saludó con una sonrisa de oreja a oreja. Era casi una cabeza más baja que Lisa y muy delicada. A Lisa su pelo largo color caoba, que resaltaba el rostro en forma de corazón y la piel clara, los ojos castaños de cejas alargadas y los labios rojo cereza le recordaban a Blancanieves. De hecho, de niña se imaginaba así al personaje del cuento. Aquel día Susanne llevaba un vestido de color borgoña de una tela vaporosa que ponía de relieve sus formas femeninas. A su lado Lisa siempre parecía especialmente desgarbada, no solo por su altura, sino por la ropa informal y deportiva que en vez de resaltar su figura esbelta la disimulaba. Debido a su aspecto aniñado, los hombres solían considerar a Susanne un ser tierno y desvalido, un error que ella sabía aprovechar con gran placer. A Lisa, en cambio, la may oría la trataba de forma amistosa, como a una compañera. En realidad a ella le resultaba muy agradable, pero a veces, cuando iba de viaje con Susanne, la hería en lo más hondo que todas las miradas se clavaran en su amiga como si fueran teledirigidas y ella de pronto se sintiera invisible. Aun así, jamás se le había ocurrido tomárselo en serio ni modificar su aspecto.

Su amistad con Susanne se remontaba a poco después de mudarse allí cinco años antes, y a que vivían en la misma planta. Las dos jóvenes se cay eron simpáticas desde el principio a pesar de ser muy distintas, o precisamente por eso. A partir de entonces Susanne recogía su correo cuando Lisa estaba de viaje, y ella le devolvía el favor ampliando la colección de gatos de su vecina, tray éndole de todos los lugares figuras y representaciones de gatos de todos los materiales imaginables. Esta vez tenía un pequeño bolso de mano rojo con motivos de gatos en el equipaje. Susanne sujetaba en una mano un montón de cartas y en la otra un ramo enorme de rosas de té amarillas, cuyo aroma intenso llegó hasta Lisa. Sorprendida, se arregló los díscolos rizos cortos de color rubio oscuro y sonrió a su amiga. —No, no, no son mías —dijo Susanne—. Las han traído para ti, aquí hay una tarjetita. —Señaló con la barbilla un sobrecito pegado a una rosa—. Las desempaqueté y las puse en agua, no sabía cuándo llegabas exactamente. Pero no he leído la tarjeta, ¡palabra de honor! Lisa sonrió a Susanne. Sabía que se estaba muriendo de curiosidad, así que, para no tener más tiempo en vilo a su amiga, arrancó el sobrecito de las rosas y sacó la tarjetita. —« Cara, hasta mañana en la ciudad. Te espero a las ocho en el Da Vinci. Besos, Marco» . —Ley ó Lisa en voz alta. El resplandor de ilusión que reflejaba el rostro de Susanne se desvaneció. —Vaya, de Marco. ¡Pensaba que tenías un admirador secreto! Lisa la miró con fingida indignación, le cogió el ramo de rosas y las cartas y la invitó a pasar al piso con un gesto de la cabeza. —¿Te apetece un Masala Chai? Está muy bueno. Susanne sacudió la cabeza. —Lo siento, pero no tengo tiempo, voy con prisa. Tengo turno de tarde en el restaurante. Susanne era diseñadora gráfica y de páginas web autónoma, y quería seguir así. Si no tenía encargos suficientes, prefería trabajar de camarera para pagar el alquiler que dejarse explotar en una oficina.

Eso lo había dejado atrás definitivamente. Lisa lo entendía: la idea de pasar día tras día hacinada en una oficina le resultaba insoportable. Era uno de los motivos por lo que le gustaba tanto su profesión. —Entonces ven mañana a desayunar a casa —propuso. —Una idea genial —contestó Susanne—, estoy ansiosa por saber cómo te ha ido en la India. —Le rozó el brazo con suavidad a Lisa—. Y cómo estás en general. « Sí, ¿y cómo estoy ?» . Lisa se miró pensativa en el espejo tras cerrar la puerta del piso cuando Susanne se fue. Las frecuentes estancias en países soleados habían bronceado su piel, clara por naturaleza, lo que resaltaba sus grandes ojos azules de pestañas espesas. Durante los últimos meses había estado evitando mirar en su interior y se había volcado en un encargo tras otro, totalmente concentrada en su trabajo. Le había ay udado a superar la primera impresión y a estar preparada para enfrentarse a una pérdida tan inesperada. Aún no podía creer que no volviera a ver nunca más a sus padres, Simone y Rainer. Cuando pensaba en ellos los veía a los dos sentados en una cafetería griega, explorando el interior de Australia o paseando por un bazar marroquí. Desde la jubilación de su padre siete años atrás, sus padres siempre estaban viajando por el mundo, siguiendo con la vida errante que llevaban durante la carrera diplomática de Rainer Wagner. En el fondo esperaba que en cualquier momento sonara el teléfono y oy era la voz alegre de su madre informándole de sus nuevas experiencias. Lisa escogió un jarrón en la cocina para el ramo de rosas, lo dejó sobre la mesa de centro en el salón y se sentó con las piernas cruzadas en su sofá granate preferido. Miró alrededor y poco a poco fue recobrando la calma. Una alfombra persa, gruesa y tejida a mano, dominaba con sus colores vivos el espacio, que apenas estaba amueblado. En la gran estantería de la pared de enfrente del sofá había artículos de cerámica, vasos, cestos de mimbre, cajas de madera tallada y otros objetos artesanales que le habían traído sus padres de todos los rincones del mundo. En medio se apretujaban guías de viaje, álbumes de fotos, novelas policiacas y de otros géneros formando un colorido caos. Lisa clavó la mirada en el ramo de bienvenida de Marco. Rosas. Las flores preferidas de su padre, que en vida siempre había soñado con tener su propia rosaleda. Incluso en los lugares más inverosímiles, siempre conseguía regalar rosas frescas a su mujer.

El tío Robert se ocupó de que la pequeña capilla del cementerio de montaña de Heidelberg estuviera decorada con ramilletes de rosas. Y las numerosas coronas y ramos de flores que casi tapaban del todo los dos ataúdes también eran en su may oría de rosas. A Lisa le resultaba difícil imaginar que sus padres yacían en aquellos ataúdes. Simplemente no podía ser. Ambos tenían setenta y pocos años, aunque parecían mucho más jóvenes. Amaban y disfrutaban la vida, y tenían aún tantos planes… el último plan les costó la vida: en un viaje con amigos en barco de vela por el Caribe la embarcación zozobró. Para Simone y Rainer Wagner el rescate llegó demasiado tarde, cuando los encontraron ya habían fallecido. Al día siguiente por la mañana Lisa estaba completamente exhausta. Tras una noche de insomnio sin parar de darle vueltas a las mismas ideas y cavilaciones, no tenía ganas de salir de casa. Por eso se alegró tanto de desayunar con Susanne, hacía demasiado tiempo que no se veían y charlaban. Lisa agradeció a su amiga que aceptara sin decir nada su actitud de retraimiento tras la muerte de sus padres y no la asediara con consejos bienintencionados. Sin embargo, durante los últimos días antes de su partida a la India, Lisa se había dado cuenta de hasta qué punto añoraba sus conversaciones, y de que y a estaba preparada para hablar sobre su pérdida. Incluso tenía ganas de hacerlo. Aun así, al oír la señal del timbre Lisa dudó de si debía hacer pasar a su amiga. Tras una breve lucha interior abrió la puerta y vio a Susanne frente a ella, que pasó de la sonrisa alegre a poner cara de susto. —Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado? —exclamó—. ¿Estás enferma? Lisa sacudió la cabeza y forzó una media sonrisa. Debía de tener un aspecto horrible: recién levantada de la cama, vestida solo con el camisón, pálida y con ojeras. —No es para tanto —murmuró—. De verdad, no pasa nada —insistió al ver la cara de preocupación de Susanne—. Solo es que… bueno, no sé, es todo tan extraño… lo siento, pero creo que ahora mismo no soy buena compañía… Susanne la miró fijamente a los ojos. —¡Nunca te había visto de esta manera, así que no me digas que no pasa nada! Lisa suspiró. Le costaba pensar con claridad. —Tienes razón, luego te lo cuento, ¿de acuerdo? Ahora tal vez será mejor estar sola… Susanne no le hizo caso, apartó a un lado con suavidad a Lisa y entró en el piso. —Ahora desay unaremos, y luego me lo contarás todo.

Poco después las dos amigas estaban sentadas en el sofá del salón, bebiendo un aromático té Masala Chai que Susanne había preparado mientras Lisa se daba una ducha rápida y se vestía. En la mesa baja de delante del sofá estaba la lata con el té, cuy o aroma a cardamomo, canela y jengibre impregnaba todo el aire. Además había cruasanes recién hechos que había llevado Susanne. Lisa, hambrienta, le dio un mordisco a esa delicia hojaldrada y sonrió agradecida a su amiga. —Ya estoy mejor. ¡Eres un sol! Susanne sonrió y miró impaciente a Lisa. —Será mejor que lo leas tú misma —dijo Lisa, que dejó el cruasán de nuevo en el plato y cogió un sobre acolchado tamaño DIN-A 4 que estaba sobre la mesa, junto con otras cartas—. Estaba en el correo que recogiste para mí —dijo, sacó una cajita y dos hojas de carta y se las alcanzó a Susanne, que le hizo un gesto con la cabeza y procedió a leer en voz alta. Heidelberg, 12 de enero de 2010 Estimada señora Wagner: Ante todo me gustaría darle mi más sentido pésame. Hace unos años su madre me dio la carta que adjunto y la cajita, y me encargó que se las entregara a usted en caso de que falleciera. Si puedo serle de ay uda de alguna manera, no dude en hacérmelo saber. Atentamente WALTER SCHNEIDER Notaría y despacho de abogados Schneider e hijos Hauptstrasse 37 69117 Heidelberg. Susanne dejó a un lado la carta del notario y se volvió hacia la segunda carta, escrita a mano. 12 de agosto de 1993 Querida Lisa: En realidad te lo quería decir hoy en persona, pero no me he decidido. No quiero estropearte tu decimoctavo cumpleaños con esta vieja historia. Si lees esta carta algún día, y espero que no lo hagas, significará que y a no he tenido ocasión o he sido demasiado cobarde para contarte la verdad yo misma: de niña me adoptaron y no conozco a mis padres biológicos. « Nuestra» familia Lenz de Heidelberg tampoco son tus parientes. No podría imaginar unos padres y hermanos mejores. Nunca me transmitieron la sensación de no pertenecer a su familia, y me regalaron su amor incondicional. Incluso cuando supe de mi adopción, siempre los consideré mi verdadera familia. Espero que tú también puedas hacerlo. Con amor, tu madre. P. D.: El medallón es la única « herencia» que tengo de mis padres biológicos.

Susanne dejó caer la carta y miró a Lisa, consternada. —¿De verdad se lo guardó para sí durante todos estos años? Lisa se encogió de hombros. —Tú no la conocías. Parecía abierta y extrovertida, pero en realidad era muy cerrada. Susanne asintió. —Ya entiendo. ¿Y cómo es ese medallón? —preguntó. Lisa abrió la cajita y sacó un colgante redondo de plata. Abrió la tapa, le alcanzó el medallón a Susanne y dijo: —Estos debían de ser los padres de mi madre. Susanne observó los retratos en color sepia de un joven y una chica que sonreían con timidez. Susanne respiró hondo y señaló a la mujer: —¡Pero si eres tú! Lisa esbozó una media sonrisa. —Resulta inquietante, ¿verdad?

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