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En deuda con el jeque – Annie West

TRES HOMBRES avanzaban por los relucientes pasillos de mármol del palacio del emir. Iban dejando atrás la gran sala del consejo, cuyas paredes estaban decoradas con lanzas, espadas y antiguos mosquetes y donde los marciales estandartes de brillantes colores colgaban como si estuvieran esperando la siguiente llamada a las armas. Dejando atrás las suntuosas salas de banquete y de audiencias. Dejando atrás patios de columnas adornados con hermosos jardines en los que aún resonaba con fuerza el tintineo del agua de las fuentes a pesar de que ya era más de medianoche. El único otro sonido que se escuchaba era el de las duras suelas de las botas. Dejando atrás la puerta tachonada que daba paso al vacío harén y, después, otra puerta que conducía al pasaje que se abría paso entre las rocas que sostenían la ciudadela, para conducir hasta las antiguas mazmorras. Por fin llegaron al pasillo que conducía a la suite privada del emir. Sayid se detuvo. –Eso es todo por el momento. –Pero, mi señor, nuestras órdenes son… Sayid se dio la vuelta. –Las órdenes han cambiado esta misma noche. Halarq ya no está al borde de la guerra. Decirlo en voz alta le resultaba algo irreal. Halarq había estado al borde de la guerra durante la mayor parte de la vida de Sayid principalmente, aunque no en exclusividad, con el vecino reino de Jeirut. Por eso, todos los hombres estaban armados y entrenados para defender a su país hasta la muerte. Sayid pensó en todos esos años de conflicto, de escaramuzas en la frontera y de bajas. En las oportunidades perdidas para invertir en una vida mejor para la gente en vez de centrar toda la energía y todos los fondos en armamento. Endureció la boca. Aunque no consiguiera nada más, él, Sayid Badawi, el nuevo emir de Halarq, había conseguido la paz para su pueblo. Ya se regocijaría más tarde. En aquellos momentos, lo único que deseaba era reclinar la cabeza sobre una almohada por primera vez en tres días y olvidarse de todo. –Pero, mi señor, nuestro deber es protegeros. Siempre pasamos la noche en el puesto de guardia que hay junto a sus habitaciones –insistió el soldado inclinando la cabeza hacia el final del largo pasillo. –El palacio está bien protegido por soldados y por las últimas innovaciones tecnológicas. A pesar de sus palabras, los guardias no se movieron.


Sayid sintió que empezaba a perder la paciencia. –Os he dado una orden –rugió. Entornó la mirada y el guardia palideció. Inmediatamente, la ira de Sayid se aplacó. El guardia, después de todo, solo estaba tratando de cumplir con el que creía que era su deber. En el pasado, cuestionar las órdenes del emir le habría reportado un castigo terrible. –Tomo nota de vuestra devoción por el deber y por vuestro emir y os lo agradezco –dijo mirando a los dos guardias–, pero las normas de seguridad están cambiando. Vuestro comandante os informará de ello en breve. Mientras tanto, es mi deseo y mi orden que regreséis a la sala de la guardia. Entonces, Sayid se dio la vuelta sin esperar respuesta y echó a andar. –Eso es todo –añadió mientras avanzaba por el pasillo. Sus polvorientas botas iban dejando huellas sobre el impoluto suelo. Hubo un silencio. Los guardias no se atrevieron a seguirle. Sayid aspiró el aire fresco de la noche que provenía de un patio cercano. Aquella era la primera vez en días que estaba solo. La primera vez en la que se le permitía relajarse. Aquella noche, los líderes de todos los clanes, gobernadores regionales y señores de la guerra celebrarían el fin de las hostilidades con efusividad junto a los suyos. La llanura situada frente a las murallas de la ciudad estaba llena a rebosar y el aroma de la comida cocinada sobre festivas hogueras se extendía por toda la ciudad. De vez en cuando, una descarga de fusilería indicaba que las celebraciones continuaban. Probablemente sería así hasta que despuntara el alba. Mientras tanto, él estaría despierto en su despacho, en el despacho del que apenas había podido tomar posesión desde la muerte de su tío, inmerso en el papeleo y en los detalles diplomáticos que redondearían el acuerdo de paz. Una paz que garantizaría las fronteras, la seguridad de los viajeros al atravesar las fronteras e incluso el comercio y el desarrollo mutuo entre Halarq y Jeirut. Sayid aminoró el paso y sonrió. Aquel acto le tensó los músculos.

¿Cómo podía culpar a los suyos por celebrarlo? Él haría lo mismo si no estuviera agotado por las largas negociaciones con Huseyn de Jeirut y por mantener a raya a sus generales más beligerantes lo suficiente como para impedir la provocación y la violencia. Algunos habían pensado, a pesar de su imponente carrera militar y su excelente reputación, que sería fácil convencerle para que siguiera con los planes de guerra de su predecesor. Sin embargo, la prioridad de Sayid era su pueblo, no la postura de unos ancianos a los que les parecía que la vida de los demás era algo prescindible. Al llegar a las habitaciones privadas del emir, entró y lanzó un suspiro de alivio tras cerrar la puerta a sus espaldas. Por fin estaba solo. Atravesó el despacho y la sala multimedia, el salón y el comedor privado para llegar al dormitorio. Miró inmediatamente la inmensa cama, que parecía llamarle. La colcha, bordada en azul y plata, que eran los colores del emir, había sido retirada. La lámpara del techo estaba apagada y la estancia quedaba iluminada tan solo por unas cuantas luminarias decorativas. Sintió la tentación de dejarse caer sobre el colchón tal y como estaba. Seguramente, se quedaría dormido en segundos. Sin embargo, prefirió dirigirse hacia el cuarto de baño para ducharse primero. Se fue quitando la ropa mientras caminaba e iba sintiendo que la tensión disminuía. Se sacó por último la camisa por la cabeza e hizo girar los hombros con apreciación cuando sintió el fresco aire de la noche sobre la piel. Estaba a punto de quitarse la primera bota cuando algo le hizo detenerse. Se quedó inmóvil ante la certeza de que algo estaba ocurriendo. Su entrenamiento militar de toda una vida le puso en estado de alerta. Ocurría algo. Estaba seguro de ello. Le estaría bien merecido haber despedido a su guardia para encontrarse la amenaza dentro de sus propias habitaciones. Sería el emir más joven y más breve de toda la historia de Halarq. ¡Menudo epitafio! Con movimientos suaves, se envolvió la camisa que se acababa de quitar sobre el antebrazo izquierdo. La tela no detendría las balas, pero podría ayudarle a apartar una daga. No miró la larga cicatriz que le recorría ese brazo desde la muñeca hasta más allá del codo. Demostraba que una daga bien manejada podía cortar fácilmente varias capas de ropa.

Se volvió lentamente, aspirando profundamente para captar cualquier aroma inusual. Entonces, entornó la mirada y recorrió la oscurecida habitación. No observó nada. Seguramente el agotamiento debía de estar interfiriendo en su percepción. Se volvió lentamente hacia la cama y… Entonces, se tensó y se agarró instintivamente la daga ceremonial que llevaba en la cadera.

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