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En cuestion de segundos – Abraham Stern

Sobre la mesa yacían los residuos de una batalla gastronómica y dos botellas de vino vacías que mostraban el efecto en sus rostros abrasados. Uno frente al otro entrelazaban las manos como con miedo a perderse y conversaban como dos adolescentes enamorados. En un intento por engrosar su propina, el mesero planificó infructuosos avances por mercadear un último aperitivo pero los ojos de los Galán ya tenían el horizonte reservado solo para ellos. —¿No te parece increíble cómo vuela el tiempo? Ya tengo treinta y cuatro años y me siento como si los minutos a tu lado no tuvieran ninguna importancia —recordó Ricardo mientras acariciaba sus manos—. ¿Sabés que te amo con toda mi alma, verdad? —Por supuesto que me amás —dijo Daniela con dicción borrosa—. Creo que se me subieron los vinos. —Pues pidamos la cuenta y nos vamos a casa —le contestó él. No en vano y con cierto aire de desesperación, Ricardo agitó su mano como tratando de conseguir consuelo en uno de los meseros. Sus mejores encuentros pasionales con Daniela fueron siempre el resultado de una buena botella de vino, y en siete años de matrimonio ya había aprendido que era la mejor inversión para una noche de amor. «Nos la vamos a pasar bien rico llegando a casa», se decía a sí mismo insistiendo en la atención inmediata de un camarero. El tiempo de llegada entre la salida del restaurante y la recámara de su habitación debía ser preciso, ya que un retraso inesperado echaría por la ventana los efectos del mágico brebaje y abriría nuevamente la posibilidad de varias semanas de penitente espera. —Ricky —murmuró Daniela con un timbre de voz somnoliento—, apurate que ya se me están durmiendo hasta las piernas. —¡Mesero! —gritó él con desespero. El viaje de regreso a casa fue una mezcla de ansias pasionales con velocidad temeraria que por poco termina en las laderas de un barranco. Ricardo intercambiaba su mirada entre el volante y su hermosa mujer, quien se balanceaba en el asiento del acompañante haciendo un intento por no cerrar sus párpados. —No te durmás —le decía algo inquieto. —Dejame cerrar un rato los ojos que estoy cansada —replicaba Daniela con más reflejos que intención. Finalmente su cuerpo cayó en un profundo letargo víctima de las muchas noches de desvelo que inocentemente su pequeño Luis Ricardo le prodigaba. Ya en su habitación y justo cuando Ricardo había desechado cualquier posibilidad de coronar lo que hasta ese momento había sido una noche perfecta, Daniela lo sorprendió con un beso tierno que encontró concordancia en sus labios. Se estrecharon en un abrazo sincronizado. El beso inocente se transformó en una cascada de caricias que recordaban una danza exótica ancestral y el anuncio de una guerra de cuerpos en la que solo habría ganadores. Las manos de Ricardo encontraron instintivamente sus pechos, plenos, de piel ardiente y de una suavidad delicada, sobre la cual podía percibir el ritmo de sus latidos. Aún mezclados en el beso, la mano derecha de Ricardo logró desprender la tira del ropaje que aún envolvía su desnudez. El gemido inevitable no tardó en invadir sus gargantas y lentamente subía de tono al tiempo que los dedos de Ricardo palpaban su inequívoca humedad. El escaso vello de Daniela acrecentaba su debilidad y la necesidad intensa de fundirse uno con el otro.


Con más apuro que sensatez el dedo índice de Ricardo encontró el camino hacia las profundidades de la gloria. La humedad de su contorno recordaba el rocío de una mañana que recién iniciaba. A pesar del cúmulo de sensaciones que la invadían Daniela recobró por un instante la cordura, interrumpiendo ese tropel de sacudidas que la invadían. —Cerrá la puerta con llave que no quiero que al enano se le ocurra pasarse a nuestra cama y nos agarre en estas —se dejó decir mientras aprovechaba para recuperar el aliento. Ricardo, quien a esas alturas mostraba su torso al descubierto, unos calzoncillos de algodón en los que era imposible ocultar la rigidez y la cintura del pantalón a la altura de los tobillos, se apresuró hacia la puerta de la recámara. —¡No se te ocurra moverte un centímetro! —exclamó justo antes de que Daniela se dejase caer sobre la cama—, te dije que no te movieras, no ves que me cuesta mucho caminar con los pantalones por abajo. Daniela no pudo ocultar su risa al verlo en semejante estado de excitación y con los pantalones al ras mientras hacía acrobacias para escaparse de sus zapatos. Finalmente logró superar el reto y antes de que ella pudiese decir palabra, se postró desnudo exponiendo orgullosamente su erección al filo de la cama. —¿Mi vida, sabés de qué tengo ganas? —preguntó él tímidamente como si ya supiese de antemano la respuesta. —Dejate de inventos —contestó algo incómoda—. Vos sabés que a mí esas cosas no me hacen… —¡Pero hoy es mi cumpleaños! —interrumpió. —Puede ser el fin del mundo que no pienso meterme eso en la boca — sentenció ella con fastidio. —Bueno pero por lo menos dejame a mí… —suplicaba. —¿Qué es lo que te pasa hoy? —preguntó molesta—. Eso tampoco me gusta y vos ya lo sabés. ¿Por qué la insistencia, hombre? D-os nos regaló el cuerpo para algo y cada cosa tiene un lugar y una razón de ser… Subite a la cama que se me están quitando las ganas. Con su orgullo magullado y aquello a media asta, Ricardo obedeció con más resignación que placer. Su yo íntimo pedía un auxilio lúbrico e impotente y ninguno de sus sentidos clamaba por otra noche de recato de las tantas que ya había experimentado. «¿Será posible mantener intacta una relación en estas circunstancias?», se preguntaba. Y aunque algo de consuelo encontraba en las quejas similares de sus amigos, se recordaba a sí mismo que a pesar de las limitaciones eróticas impuestas, la pureza de su amor se sustentaba en otras virtudes extraordinarias de Daniela. Su amor no fue un amor de alcoba pero sí legítimo y cristalino, inexplicable pero real. Ella se arrinconó a un extremo y Ricardo se recostó a su lado. Lentamente él reinició su peregrinaje hacia ese rinconcito complejo pero apetecido. Acarició con sus labios la redondez perfecta de sus pechos y sin más preámbulo fijó una de sus manos en la entrepierna. Daniela separó lentamente sus extremidades y pudo sentir dentro de sí ese tacto maravilloso del que tanto disfrutaba pero que difícilmente podría reconocerle.

Los gemidos regresaron como si hubiesen estado esperando la invitación y sus cuerpos se fundieron de nuevo en uno solo. Tan evidente era la tensión de su miembro como la piel de gallina que se apoderaba de Daniela cada vez que Ricardo movía sus dedos de una forma armoniosa. Los gemidos eran ahora más intensos y descontrolados. Ella lo volteó de espaldas y se encimó sobre él sin resistencia alguna. Recostó sus suaves muslos sobre los de él, tomó su sexo con la mano y lo colocó en el lugar preciso. Ricardo la penetró lentamente produciendo en ambos una conmoción deliciosa. Daniela le tomó sus manos y las colocó sobre sus pechos endurecidos. Él sintió que no podría contener por mucho la explosión de sus entrañas y cambió el ritmo con penetraciones más sutiles y delicadas. La suavidad de sus nuevos movimientos no hicieron mella en sus lascivas percepciones y el descontrol de sus cuerpos continuó intacto. Él percibía con total agrado el roce húmedo que recibía sensiblemente con cada impulso y ella le daba una grata bienvenida a ese cuerpo que había llenado su cavidad más íntima. El placer fue total y por unos instantes olvidaron todo cuanto les rodeaba. Como metal ardiente se unieron el uno con el otro y el tiempo les pareció detenerse. Repentinamente un golpeteo en la puerta interrumpió el momento, seguido del llanto insistente del pequeño Luis Ricardo que se había despertado con una horrenda pesadilla y buscaba el refugio maternal. —…Me lleva putas, esto es increíble… —reclamó Ricardo. —¿Acaso es mi culpa? —preguntó ella mientras apresuradamente cubría sus carnes.

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