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Elisabeth, Emperatriz de Austria-Hungría o el Hada – Ángeles Caso

La historia de una mujer que desafió a su tiempo. Elisabeth de Austria-Hungría nada tuvo que ver con la ñoña Sissi de la leyenda rosa. Fue una mujer compleja y extraña, escéptica hasta el nihilismo, irónica hasta el sarcasmo y libre hasta el capricho. Fue guapa, inteligente, culta y seductora. Fue rebelde, insatisfecha, melancólica y testaruda. Solitaria y maniática. Jamás se doblegó a ninguna imposición. Detestó los palacios y la corte. Odió las convenciones y las normas. Despreció la frivolidad. Huyó de las ceremonias y los actos sociales. Se resistió a ofrecerse en espectáculo al público y ocultó su rostro bajo velos y grandes abanicos. Desdeñó a los nobles, a los reyes, a los militares y a los papas. Se confesó anticlerical, antimilitarista y antimonárquica. Creyó que el matrimonio era una esclavitud. Respetó a los locos. Hizo gimnasia todas las mañanas, fumó a temporadas y bebió grandes jarras de cerveza en las tabernas. No apreció mucho la vida.


 

Quizá porque nací en domingo, hija del sol, mi vida está llena de prodigios. Yo he oído campanillear los árboles del bosque a mi paso, las grullas me han llevado en su vuelo hasta las tierras pardas del sur, y he visto danzar a las hadas… Como ellas quisiera ser: hermosa y fuerte, resplandeciente, poderosa para convertir en pan la mugre de los miserables, en salud el dolor de los enfermos, y en gozo la pena de los desdichados. Pero tan sólo soy Elisabeth, duquesa en Baviera. Mis trenzas se deshacen apenas las he peinado, y mi corazón sufre a menudo. Entonces escribo poemas, para echar fuera la congoja que me invade cuando oscurece, la fatiga de un cuerpo que no se atreve a vivir lejos de la luz… Quiera Dios todopoderoso ampararme, en los años por venir, del miedo y de la maldad. Que Él mantenga limpia mi mirada, altivo mi ánimo y serena mi frente. Amén.


Possenhoffen, 10 de septiembre de 1853 No sé qué me ocurre… Intento sonreír, como hacen todos a mi alrededor, exhibiendo el orgullo, pero es sólo una mueca lo que sale de mis labios. Paso las noches en vela, recordando los ojos llorosos de Helena, la agria voz de la archiduquesa, las miradas burlonas de las damas, la dulce sonrisa del emperador, y sintiendo miedo, tanto miedo que querría desaparecer… Luego, en la mañana, el mundo es negro y frío. Voy a ser emperatriz, dicen, pero yo no quería. Sólo fui a Ischl porque mi madre me lo ordenó: « Vendrás con nosotras, Sissi. Helena se sentirá así menos sola. Y es probable que algún guapo muchacho vienés se fije en ti…» . Sin embargo, a mí no me importaban los muchachos vieneses. Hubiese preferido quedarme aquí, en Possi, caminando por el bosque y montando mi yegua. No deseaba ir a Ischl, ni vivir en la corte y pasarme el día haciendo reverencias, obedeciendo estúpidas normas de protocolo, acudiendo a ceremonias absurdas en las que me siento tan nerviosa que ni siquiera soy capaz de abrir la boca y noto cómo las piernas me tiemblan bajo el vestido, a punto de derribarme al suelo… No deseaba ver cómo convertían a mi hermana en emperatriz, mi hermana, a la que tanto quiero, otra pobre princesa que tendrá que llorar, pensaba, como mi madre y la madre de mi madre… Pero tía Sofía —no, la archiduquesa Sofía, así es como debo llamarla— lo había decidido de esa manera. Y a lo que ella decide, su hijo el emperador se pliega sin reticencias. ¿Cómo puedo explicarle a Helena que yo no quería, que no hice nada? ¿Cómo podría ella creer que ni siquiera cuando Francisco bailó conmigo comprendí lo que estaba ocurriendo? Sólo empecé a darme cuenta cuando mi madre llegó corriendo a la mañana siguiente, toda llorosa, y tartamudeó: —¡Te ha elegido a ti, Sissi! —¿Quién me ha elegido…? ¿Para qué…? —Para ser su esposa… La voz se le quebró en un sollozo. Yo sentí cómo se me encogía el corazón: —¿La esposa de quién…? —¡Del emperador! —¡Yo no quiero, mamá! —grité—. ¡Era de Helena! ¡Yo no quiero! Ella se abalanzó hacia mí y me tapó la boca haciendo gestos para que me callara. Luego, se sentó conmigo en el sofá y cogió mis manos, y con la misma voz con la que me consolaba de pequeña, cuando alguna pesadilla me despertaba en mitad de la noche, me susurró: —Hija, no se le dan calabazas a un emperador de Austria. Yo no quería… No quería casarme así, con un hombre al que apenas conozco, aunque sea mi primo, ni ser emperatriz, ni entremeterme en la vida de Helena… No quiero separarme de mi madre, olvidar los juegos con mis hermanos, alejarme de Possi… Aún no he cumplido los dieciséis años… ¡Aún quiero jugar! Y tengo miedo. Miedo de mis piernas que tiemblan, de mi voz que se niega a sonar, tengo miedo de la archiduquesa Sofía y de la corte, de todas esas personas que en Ischl nos miraban con tanto desprecio… Sé lo que dicen de mí: « Cualquier condesa de Viena es más hermosa que ella, cualquiera sabe comportarse mejor. ¿Cómo va a ser ésta nuestra emperatriz, aquella ante la que debemos inclinarnos…?» . No, no quiero… Pero soy una princesa. Y una princesa no debe tener en cuenta sus sentimientos. Una princesa se entrega, rendida, en manos de su rey. Soy una buena princesa, con sangre de siglos en las venas para obedecer y sonreír. A pesar de todo, lo he aprendido: una princesa no le da calabazas al emperador de Austria. Aunque le cueste la vida. Munich, 30 de septiembre de 1853 Ocurren tantas cosas dentro y fuera de mí, que mi cabeza apenas tiene tiempo para entenderlas, para pensar… Es preciso atender a las costureras, recibir a los joy eros, dar clases de francés —¿por qué razón la corte vienesa preferirá esa lengua impronunciable al hermoso inglés?—, posar para los retratos… Y soportar un ir y venir incesante, agotador, de gentes y misivas: lejanos primos que no conozco, mensajeros del emperador cargados de regalos —rosas frescas de sus invernaderos, diademas y medallones—, y largas, larguísimas instrucciones de la archiduquesa: « No olvides tus dientes. ¿Ha mejorado algo su aspecto?» .

« Recuerda, Elisabeth, el protocolo es nuestra salvaguarda» . Y ¿cómo podría no recordarlo? Durante una tarde entera, en Ischl, me lo estuvo explicando: « Hay gentes que piensan que ha sonado el final para las monarquías. El desdichado ejemplo francés, querida hija, ha cundido en Europa. Y así, algunos insensatos pretenden levantarse contra el poder sagrado del emperador, intentan convencer a los pueblos de que pueden gobernarse ellos solos, olvidando que los monarcas han sido destinados por Dios para dirigirlos y engrandecerlos. Sin ellos, que aportan el orden a los asuntos y el cuidado a cada uno de sus súbditos, hasta el más humilde, las naciones se convierten en nidos de ambiciosos, libres para cultivar sin freno su propio medro… Pero la semilla del mal se ha esparcido por nuestras tierras. La locura de estos tiempos sin fe hace que muchos —aun aceptando su autoridad— se pregunten por qué ha de ser distinto el emperador del resto de los mortales. Quieren olvidar la respuesta que les dicta su conciencia: él es el elegido de Dios. Y a imagen y semejanza de nuestro trato con Él, debemos rendirle pleitesía, humillarnos ante su magnificencia. El ceremonial debe recordar a los pueblos la alta dignidad del monarca. ¡No lo olvides nunca, Elisabeth! Tú vas a ser ahora una Habsburgo, porque Dios así lo ha querido, tenlo presente. Sobre ti recaerán el peso y la gloria de un Imperio de siglos. Mantenerlo unido y vivo, ocupando con piadosa humildad tu privilegiado lugar, engendrando hijos sanos y virtuosos que prolonguen nuestra sangre en los tiempos venideros, es tu principal obligación, tu único deber en la vida. ¡No desfallezcas ni un momento, hija mía! Tu preparación es deficiente, lo sé. Debes esforzarte en aprender todo lo necesario. Acude a mí siempre que lo necesites. Y, sobre todas las cosas, haz por dominar tu natural relajado. Ni siquiera una princesa de campo, como tú has sido hasta ahora, debería vestirse de esa manera descuidada, trepar por las laderas igual que una cabra silvestre y repartir abrazos y besos a los seres queridos… Como emperatriz, has de olvidarte por siempre de esos hábitos. Tú serás el espejo en el que todas las mujeres deberán mirarse, el ideal al que todos los hombres han de adorar. Virtuosa y discreta, mansa e intocable, así te mostrarás ante tus pueblos y así, sólo así, ayudarás a nuestro amado emperador en la hermosísima tarea de acrecentar el poder de los elegidos del Señor, por el bien de sus súbditos. Rézale a Él para que te ayude» . Le rezo. Todos los días, con las manos muy juntas y el corazón apretado: Dame fuerzas, Dios mío, para ser una buena emperatriz, pues Tú lo has querido. Enséñame a ser virtuosa y discreta, mansa e intocable, si ése es tu designio. ¡No me dejes caer en la tentación! Munich, 12 de octubre de 1853 Mi padre ha tenido hoy una disputa con el rey Maximiliano. Él y sus amigos de la peña de Arturo se reunieron el pasado jueves, y brindaron a mi salud con uno de esos versos a los que ellos llaman hepáticos: Por el hígado de un lucio y no por el de una pantera, de corazón divertíos en la casa de la suegra.

A mí me divirtió. Greta, la doncella, lo había oído en el mercado, y me lo repitió. « Todo Munich lo conoce, Alteza» , me dijo, y y o me reí. Pero Maximiliano llamó a papá a la Residencia: —Ahora vas a ser el suegro del emperador de Austria —le recriminó—. Tus costumbres, Max, han de cambiar. Ni los Habsburgo ni nosotros, los Wittelsbach, podemos consentir que sigas comportándote como un burgués liberal, juerguista e impío. Eres un nefasto ejemplo para tus hijos, un desdoro para las dos familias. Hazme caso, Max, o tendremos muchos problemas. —Señor —respondió mi padre—, vos sois el jefe de nuestra Casa, y en nada quisiera ofenderos, ni a vos ni al emperador. Pero puedo aseguraros, Majestad, que me ha costado muchos años de aprendizaje llegar a vivir como deseo. Y la sabiduría no es algo a lo que se pueda renunciar voluntariamente. Vos debéis saberlo mejor que nadie. Vuestro propio padre fue víctima de quienes piensan que un hombre es dueño, a una cierta edad, de cambiar el rumbo de su vida. Dejemos pues, señor, las cosas como están. Vivid vos vuestra existencia y yo viviré, como hasta ahora, la mía… Y, si me permitís un consejo, no hagáis oídos a los envidiosos y maledicentes que intentarán herir, de todas las maneras posibles, a mi hija. Cuando él me lo contó, me sentí orgullosa de su valor, pero sus últimas palabras me asustaron: —¿Por qué le has dicho eso, papá? —Porque así será. ¡Ten cuidado, Elisabeth! Los envidiosos poseen el don de hacer daño con la única fuerza de su pensamiento. Ellos pueden lograr que, en tus manos, las flores se conviertan en ortigas. —¿Y por qué han de envidiarme? Hansel llegó en ese momento para anunciarle que el profesor Baer, su amigo, le esperaba en el gabinete. Mi padre no respondió a mi pregunta. Se fue sin hablarme, pero me miró con los ojos muy tristes. Munich, 26 de octubre de 1853 Cada noche, desde hace algunas semanas, sueño con Helena. Aparece ante mí, vestida de negro, y su boca pronuncia sin sonidos una palabra terrible, que y o entiendo a pesar del silencio: « Mentirosa» , me dice, y quiero entonces abrazarla, quiero pedirle perdón, pero ella se desvanece entre mis brazos… En todo este tiempo, desde el 18 de agosto, no me había atrevido a hablarle a solas. Imaginaba el rencor que ella debía de guardarme, su vergüenza, y procuraba evitarla. Hoy, después de que el sueño se repitiera de nuevo, no pude soportar por más tiempo el silencio.

Al despertarme esta mañana, decidida ya, le pedí a mi gobernanta que me dejara sola durante algún tiempo: « Es muy importante, baronesa» , le dije, y ella, comprendiendo, aceptó. Salí entonces en busca de mi hermana y, en la escalera, oí sonar el piano, la Sonata de Beethoven que tanto le gusta y que acostumbra tocar « para conjurar los demonios de la melancolía» , como suele decir. Me acerqué sin hacer ruido al gabinete y me quedé a sus espaldas, escuchando aquella música tristísima… Ella supo que y o estaba allí, pero no se volvió. Cuando terminó, le acaricié el pelo. Me tembló la voz: —Siempre he envidiado tu manera de tocar el piano. Conmigo no se lleva demasiado bien, ya lo sabes. No me atrevía a mirarla a los ojos. Helena seguía inmóvil: —También y o te envidio muchas cosas. Entonces me arrodillé a sus pies: — Nené, tienes que creer que yo no tengo la culpa. ¡Ni siquiera lo deseaba! Como si nada hubiera ocurrido, como si aún viviéramos en los tiempos felices en los que creíamos que nadie podría nunca separarnos y nos imaginábamos en un futuro muy lejano, viejas y juntas, ella apoy ó su cabeza sobre la mía y su voz fue de nuevo dulce: —¡Mi pequeña Sissi! Somos dos tontas empeñadas en alejarnos la una de la otra por absurdas razones… Sé que tú no tuviste la culpa. Nadie había pensado que el emperador podría decidir por su cuenta. Tía Sofía tiene tanta influencia sobre él que todos dimos por supuesto que yo habría de gustarle. Pero Francisco se enamoró de ti, y debe de amarte profundamente para haber dado ese paso contra la voluntad de su madre. Me alegro de ello, me alegro mucho, Sissi. Él te hará feliz, y eso es lo único que deseo. —¿No me odias entonces? —¿Cómo podría odiarte…? Al principio, estaba tan herida, tan avergonzada, que pensaba que me habías traicionado… Pero ahora ya pasó. Y tú, dime, ¿qué sientes? ¿Le quieres mucho? Me quedé callada. Nadie me había hecho aún esa pregunta, y yo no quería pensar en ello. De pronto, recordé a Ricardo. —Sí —respondí. No me atreví a decirle lo que en verdad sentía: No sé si le quiero, Helena… Es cariñoso y bueno… Comprendo que su vida es muy dura, sus deberes excesivos para un solo hombre. Se levanta cada día al amanecer, y debe enfrentarse a tantas decisiones que atañen a la vida y la muerte de sus súbditos… Yo desearía ay udarle en ese esfuerzo, darle paz para que él sepa dar paz a sus pueblos, hacerle dichoso a fin de que su dicha se convierta en clemencia y prosperidad… Pero no sé si le quiero. Nunca he sentido ante él aquel temblor que me agitaba cuando Ricardo se acercaba a mí, el deseo de besar mi almohada soñando que le besaba a él, el espantoso vacío de su ausencia… ¿Recuerdas a Ricardo, Helena, lo recuerdas…? Yo lo amaba, a él sí lo amaba. Pero era poca cosa para una princesa como y o, dijeron, y se fue. Se fue tan lejos y me dolía tanto, que yo soñaba que era pájaro y volaba a su lado… Hasta que se fue para siempre, Nené, sí, mamá me lo dijo un día, « Ricardo ha muerto, cariño» , y yo sentí que mi corazón se volvía de piedra, sentí que nunca más podría amar a ningún hombre, y tuve deseos de maldecir a Dios, ¡que Él me perdone! A Ricardo lo amaba.

Al emperador… No lo sé, Nené, no lo sé… Y es una pregunta tan angustiosa, que tengo miedo a la respuesta. ¡Ojalá nunca hubiera ido a Ischl! ¡Ojalá fueras tú la novia y las cosas tuvieran el orden que deberían tener! No me atreví a decírselo. Murmuré que sí, y ella sonrió satisfecha, y nos fuimos a pasear por el jardín, cogidas del brazo, hablando de mi ajuar. Munich, 5 de noviembre de 1853 Nieva sin cesar desde hace varios días. Las nubes están tan bajas que podría tocarlas con la mano, y tan negras como si fueran humo de los infiernos… Antes, la nieve me gustaba. Mis hermanos y y o solíamos jugar en el jardín, durante horas, y a veces íbamos a Possi —¡está tan hermoso todo cubierto de blanco!—, y montábamos en trineo y nos revolcábamos… Pero ahora me lo han prohibido: « ¿Qué opinaría la gente si supieran que la futura emperatriz de Austria se comporta como una chiquilla traviesa?» , dijo mi madre. Ahora, la nieve me pone muy triste. Siento una opresión en el pecho y en el estómago, unas terribles ganas de llorar que he estado dominando hasta hoy. No quería que los demás pensaran que no le agradezco a Dios mi suerte. Pero ese nudo que me crece por dentro y me ahoga, estalló esta mañana, cuando ya no podía más. El día se presentaba sorprendentemente tranquilo: ninguna cita estaba prevista, ninguna obligación había sido programada. Por vez primera desde hace dos meses, me sentí libre de hacer lo que me viniera en gana. Pensé en salir, dar un paseo con mi gobernanta o con alguna de mis hermanas. Pero la idea de tener que soportar las miradas de los transeúntes, que me señalan y aplauden a mi paso, me resultaba insufrible. Decidí entonces, como en otros tiempos, disfrutar mi soledad, recorrer el palacio, escudriñar los rincones rebuscando tesoros olvidados, el anillo regalo de los elfos que abre las puertas del mundo subterráneo, y que siempre he soñado encontrar… Subí y bajé escaleras, me acerqué a los postigos para ver, entre las rendijas, lo que ocurría en ese mismo instante en la Ludwigstrasse: dos damas gordezuelas y emperifolladas dejaban ver las enaguas mientras intentaban evitar los charcos de nieve sucia… Un jinete pasaba al trote, salpicando a una viejecita pobre y triste, a la que nadie miraba… Y un joven burgués, con aires de tísico y el gabán muy cerrado, acompañaba, sin ninguna esperanza, a una muchacha hermosa y coqueta… Pensé en la ignorancia de esas personas que pasaban las unas junto a las otras sin verse. Y, sin embargo, si se hubiesen mirado por un momento, si se hubiesen detenido a escucharse, tal vez habrían descubierto a la madre perdida en la infancia, a la amiga que nunca han podido tener, al esposo que siempre han estado buscando… La idea de la estrechez de nuestras vidas me resultó tan penosa, que corrí de nuevo las cortinas y seguí recorriendo la casa, sin alegría ya, como una sombra. Me acerqué a la pista de circo de mi padre. Todo estaba en silencio, vacío, pero yo recordaba sin embargo el bullicio de los días mágicos, cuando él acaba de regresar de algún viaje y, lleno de energía, nos hace interrumpir las clases, dejarlo todo para ir a verle mientras monta a Flick y a Flock, ejecuta cabriolas y salta entre los aros, y luego toca en su cítara tiernas canciones de amor… Recordaba cómo le aplaudimos, cómo lo admiramos boquiabiertos, llenos de orgullo, crey endo que es un brujo, un genio de los bosques que nos regala su sabiduría y su regocijo, y recordaba la duda después, la eterna pregunta en silencio —¿es que acaso no nos quiere?—, la pena cuando de nuevo desaparece, para encerrarse en su despacho con sus escritos, sus amigos y sus mujeres, o se va, viajando no importa a dónde, a cualquier sitio con tal de que esté lejos, a algún lugar lleno de sol del que nos traerá nuevas canciones, otras historias… Sentí un vacío inmenso, la añoranza de lo que no volverá a ser, y como si estuviera viviendo un maleficio que sólo y o misma fuera capaz de romper, fui al gabinete de mi madre, donde tantas horas he pasado a su lado, bordando y oyendo sus cuentos. Las plantas crecían magníficas, a pesar del frío de la calle, aprovechando la luz grisácea que entraba por los grandes ventanales, y en las paredes enteladas colgaban los retratos sonrientes de sus ocho hijos. Recordé nuestros juegos, las carreras y los baños en Possi, las clases que se convierten en vocerío cuando alguien descubre mis caricaturas: la baronesa subiéndose las faldas mientras un diminuto ratón la embiste, el profesor Schnittel con orejas de burro… Me estremecí de frío y de pena. Ésta es mi vida, pensé, es mi hogar, mi familia… Y pronto va a terminar. ¡Adiós a las risas de mis hermanos, adiós a las caricias de mi madre, adiós a mi infancia…! Luego, cargada de enojosos deberes, alejada día tras día de lo más querido, vendré aquí como una extraña, y mi propia madre, a la que tantas veces he besado la mano con ternura y gratitud, cumplirá el ceremonial y se inclinará ante mí… Y al fin mis ojos se llenaron de lágrimas y lloré, lloré, en silencio primero, encogida después sobre el suelo, sollozando. Lloré mientras sentía que mi corazón se aligeraba, hasta que María vino en mi busca y, sorprendida, me dijo: « ¡Sissi! ¿Cómo puedes estar triste? ¡Vas a ser la mujer más importante de Europa!» . Sequé entonces mis lágrimas, avergonzada, e hice esfuerzos por sonreír. Munich, 25 de diciembre de 1853 El emperador ha venido a Munich para celebrar mi aniversario.

Debo agradecérselo, aunque hubiera preferido festejar mis dieciséis años como de costumbre, cenando todos en el comedor pequeño, alrededor del árbol de Navidad, y entregar luego sus regalos a los criados. La presencia de mi prometido ha obligado a tantas ceremonias, hemos tenido que compartir la mesa con tantos extraños y comportarnos con tal seriedad, que apenas he disfrutado de la fiesta. Francisco me ha traído de Viena flores, una diadema resplandeciente de diamantes, y un precioso papagay o de Brasil. Le puse de nombre Puck, y lo llevé a mi pajarera. —Creo que es el regalo más bonito que me han hecho nunca —le dije. —¿Te ha gustado más que las joyas, más incluso que la capa de pieles que te envié? —¡Oh, sí! Me gusta porque está vivo, y es tan hermoso, con sus colores de la selva: el verde del follaje, el rojo del sol y el azul del agua… ¿Crees que algún día podremos hacer un gran viaje a la selva? —¡Qué ideas tan extrañas, Sissi…! ¿Qué iríamos a hacer tú y y o a la selva? Me sentí avergonzada y miré al suelo. No sabía qué decir, y como tampoco el emperador habla mucho, estuvimos largo rato en silencio. Al fin, recordé las clases de historia del profesor Majlath: —El conde Majlath me ha hablado a menudo en los últimos días de Hungría. Dice que los húngaros son orgullosos y leales, que su fidelidad a la dinastía y su sumisión al Imperio han sido de sobra probadas a lo largo de la historia, y que un día será preciso devolverles su Constitución, la que tú anulaste en el 49, durante las revoluciones. Me di cuenta de que el rostro del emperador se había ensombrecido: —¿De qué otras cosas te ha hablado Majlath? No sabía qué decirle. Me parecía que estaba disgustado, pero pensé que era mi obligación contarle a mi futuro esposo todo lo que me ocurría, y que sólo él podía esclarecer mi ignorancia de los asuntos políticos y las dudas que el conde había hecho surgir con sus lecciones en mi espíritu. Quise, de todas formas, suavizar algo el efecto de mis palabras: —Me ha explicado el gran esfuerzo de los Habsburgo por engrandecer su Estado, tu loable labor en aras de la paz y del bienestar de tus reinos. Pero… — Continúa, Sissi. ¿Qué más te ha dicho? —Majlath opina que, cuando todos los pueblos hay an alcanzado la madurez, los rey es no serán necesarios. —¿Te ha hablado de las repúblicas? —Así es. Dice que ahora esa forma de gobierno no es posible, pero que en los tiempos de la antigüedad, las gentes se regían de esa manera a sí mismas, y que algún día nuestras naciones serán grandes repúblicas de ciudadanos cultos y virtuosos. Francisco se puso en pie. Le vi llevarse la mano a las medallas que cubren la pechera de su uniforme: —Escucha, Sissi. Dentro de unos meses, tú serás emperatriz de Austria, reina de Hungría y Bohemia, reina de Lombardía y Venecia, de Dalmacia, Croacia, Eslovenia, Galitzia, Lodomeria e Iliria; gran duquesa de Toscana, Cracovia y Transilvania; margravesa de Moravia, de la Alta y Baja Lusacia y de Istria… Podría recitarte así hasta cuarenta y siete títulos. Cuarenta millones de almas serán tus súbditos. Y cada uno de ellos sabe que su vida está indisolublemente ligada a la tuya. Todos los granos de trigo que cosechan, cada trozo de hierro que sus manos retuercen con esfuerzo, cada bala que disparan sus armas en la guerra, cada pecado que cometen, cada nacimiento y cada muerte, les atañen tanto a ellos como a ti y a mí. No lo olvides nunca. Y no escuches palabras necias. La política no es asunto del que tú debas ocuparte.

Piensa sólo en cómo puedes hacer el may or bien posible a nuestros pueblos con tu belleza y tu bondad. —Así será, Francisco —musité. —Hablaré con Majlath. Y mandaré que te envíen desde Viena la lista de tus títulos, para que los aprendas de memoria. ¿Lo harás? —Claro que lo haré. Esa noche —la de ay er—, tuve una horrible pesadilla. Había estado viendo caer la nieve desde mi ventana, antes de acostarme, y cuando logré dormirme, en mi sueño empezó a nevar. Al principio eran hermosos copos blancos, llenos de alegría y de silencio, pero luego se transformaron en rostros humanos, espantosas caras de moribundos, lastimeros ojos de niños hambrientos, caras pintarrajeadas de rameras, sangrientas cabezas de heridos… Caían sobre mí sin cesar, salpicándome, golpeándome, y gritaban: « ¡Auxilio, Majestad! ¡Salvadnos! ¡Ay uda, ay uda…!» . Me desperté aterrada. La ventana se había abierto, y la nieve entraba en mi habitación. Las rosas de los invernaderos de Schönbrunn estaban cubiertas de copos, heladas.

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