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Elige El Corazon – Mara Brent

Fue allí, delante de la cama de mi abuelo, cuando me di cuenta de que ya nada sería como siempre. Cuando llegó Matías ya había anochecido. Llevaba al hombro un palo del que colgaba un farol como única compañía. Venía a presentar sus respetos a su amigo del alma, su amigo de tantas batallas, el que le había salvado la vida. Pero para mí era mi abuelo, mi guía, mi todo, y se estaba muriendo. Estaba desolada, y lo único que hacía era frotar mis manos contra mi vestido en un intento de controlar el nerviosismo. A mi lado mis hermanos, pegados a mí, mudos, preocupados por el abuelo pero también por verme a mí sin iniciativa, abatida y derrotada como nunca me habían visto. Perdimos a nuestros padres muy pronto, nuestra madre en el parto de Blasillo y nuestro padre poco tiempo después de una caída en el bosque cuando estaba cazando. Éramos tres hermanos: Juana, Blas y yo, Esperanza, que era la mayor. El abuelo apareció para el entierro de padre y ya no se volvió a marchar. Estábamos esperando al cura para la extremaunción, pero nos habían dicho que lo habían requerido en el castillo y que tardaría. Me imaginé que no se daría prisa puesto que en nuestra mísera casa no iba a recibir ni dinero ni comida. Me indignó pensar que alguien sermonease tanto contra el pecado, pecando tanto de gula y avaricia y desatendiendo a sus feligreses. A mí me daba igual, pero el abuelo había tenido fe y merecía un respeto. El abuelo murió o, mejor dicho, se fue marchando de a poco hasta que exhaló un último suspiro, como en muda resignación por abandonar este mundo. Matías se puso a rezar de rodillas y los demás le seguimos, yo abriendo la boca en un murmullo, con un dolor que me abrasaba toda. Lágrimas corrían por mis mejillas sin poder ni querer hacer nada por evitarlas. Ya era media mañana cuando llegó el cura. Don Fermín era un hombre grande, fofo, con la cara roja de los excesos. Tenía mal genio y el haber tenido que acercarse a nuestra casa no se lo habría mejorado. Rezó un responso sin ganas, y todo lo demás lo hizo de igual manera. «¿Tenéis dinero para el entierro?» «No -tuve que decir.» Él ya sabía que no teníamos y no me parecía que nos tuviese que humillar tanto, pero me tuve que callar. Aún quedaban unas pocas sábanas de lino que habían pertenecido a mi madre. La mayoría las habíamos ido vendiendo para comer, pero iba a utilizar una para cubrir a mi abuelo, no quería que fuese colocado sin más en la tierra.


Mi abuelo era muy querido en la zona, pero vino solamente gente de granjas cercanas, los demás estaban muy alejados y casi seguro ni se habían enterado. Todo se hizo muy deprisa puesto que el cura no quería estar más de lo necesario. Se envolvió a mi abuelo en la sábana y cuatro hombres lo cargaron. Fuimos al cementerio y allí mismo, con un breve rezo se le dio tierra. No tenía ni derecho a que se hiciese una misa por su alma, me indigné. II Allí mismo se decidió nuestra suerte, la que el cura había dispuesto; Juana se iría con una familia, Blas con otra y yo iría al castillo, a trabajar. La choza que era nuestra casa no era nuestra en realidad, estaba en los dominios del castillo. Nos habían permitido vivir allí o simplemente ni sabían que existía. Nos iban a separar, creía que no iba a soportar tanto dolor. Lo único que tenía era a mis dos hermanos y me los iban a quitar. Pero además yo iba a ser castigada enviándome al castillo, yo era la «rebelde» porque una vez le dije a Don Fermín que si para Dios todos éramos iguales, porqué él trataba tan diferente a pobres y a ricos. No me pegó porque el abuelo se lo impidió. Pude dar un abrazo y un beso a mis hermanos y verlos marchar con sus nuevas familias. Al menos no eran tan pobres como nosotros. Cultivaban tierras del castillo y podían comer todos los días. Eso era algo que nosotros desconocíamos. En los últimos tiempos, con el abuelo ya enfermo, era yo la que salía a cazar y muchas veces volvía con las manos vacías. También recogíamos bayas silvestres y algunas manzanas, pero eso era todo. Tuvimos una cabra que fue la que salvó a Blasillo de bebé, pero en un invierno especialmente malo, con mucha pena nos la tuvimos que comer porque si no los que moríamos éramos nosotros. El cura se puso en marcha y yo tuve que seguirle. Me imagino que era también una excusa para poder beber, seguro de que algo de vino le darían. Llegamos al castillo y se fue derecho a la cocina. Era un lugar inmenso y un ejército de personas trajinaba entre lo que me pareció una cantidad de comida escandalosa. Recordé que hacía mucho que no había comido y el estómago me empezó a rugir. Había varias chimeneas encendidas con ollas en ellas y había mucho humo, lo que me hizo toser.

Vi al cura hablar con un hombre y señalarme. Después se acercó a mí y me dijo; «Sigue a este hombre y no le pierdas.» El hombre se puso a andar tan rápido que casi tenía que correr. Subimos escaleras, anduvimos por unos pasillos iluminados con antorchas lo que me pareció una eternidad, hasta que llegamos ante una puerta. La abrió y pasamos a una gran sala que estaba llena de gente. A un lado había una bancada de piedra y me hizo una seña para que me sentara allí. En el centro había una mesa donde había un hombre de mediana edad sentado. En la sala había muchas personas, algunos nobles, otros campesinos. III Entonces llegó el conde. No era el que estaba en la mesa, ese era el secretario como me enteré más tarde. Entró dando grandes zancadas. En ese momento me pareció un gigante, yo estaba acurrucada en el banco y era pequeña. Se sentó en la mesa, y empezaron a desfilar primero los nobles, que estaban en pie. Yo lo veía todo maravillada y veía al conde mirándolo todo altivo y con desgana. Uno tras otro fueron pasando y yo me fui quedando amodorrada por el frío y el cansancio. Habían pasado muchas horas e iba quedando poca gente. Yo estaba adormilada cuando me pareció oír mi nombre: «Esperanza García, ¿Está aquí Esperanza García?» El que hablaba era el secretario. Me puse en pie, me costó puesto que me dolía todo el cuerpo de tantas horas en el banco. Avancé hasta donde se habían parado los demás. El conde miraba aburrido, los ojos entrecerrados. «Señor, no tiene familia y Don Fermín nos ha pedido que le demos trabajo aquí a cambio de comida y cama.» No es cierto, no es cierto, quería gritar. Tengo dos hermanos y me los han quitado. «Dinos tu fecha de nacimiento -me dijo el secretario.» «16 de marzo de 1764.

» «Está muy flaca, pero parece sana. Chica, abre la boca para que te veamos los dientes -me dijo nuevamente el secretario.» «No soy un caballo.» «¿Cómo? -era el señor, que había abierto los ojos.» «Que no soy un caballo de vuestras cuadras -temblaba, muchos por menos seguro habían sido azotados.» No obstante le miré desafiante, pero es que estaba harta, había perdido a mi abuelo, a mis hermanos y me habían llevado allí. Llevaba horas esperando y tenía hambre y frío. Ya me daba igual lo que me hiciesen. El señor se me quedó mirando fijamente un rato y después dijo: «Que se marche a la cocina. Allí siempre hay trabajo. Y que le den un vestido, no lleva más que harapos.» Tocaron una campanilla y apareció un criado que me llevo a la cocina por un camino diferente. El castillo era inmenso, no me extrañaría que alguien se hubiese perdido y no lo pudiesen encontrar. IV Ese día me dieron un vestido marrón hasta el tobillo y unos zapatos. Se me hacía raro, hacía mucho que no tenía zapatos y nunca había tenido un vestido tan largo, por lo que entre una cosa y otra al principio no hacía más que tropezarme, hasta que me acostumbré. En la cocina había muchísimo trabajo. Me pasaba el día acarreando leña, verduras, carne, desplumando pollos, faisanes, gallinas y mil cosas más que había que hacer. A la noche terminaba agotada y caía rendida en el jergón que tenía en el cuarto al lado de la cocina donde dormíamos todos los que allí trabajábamos. Hacía calor puesto que las chimeneas no se apagaban nunca. Lo que no faltaba era la comida. Naturalmente no era la de los señores, se hacía una distinta, sencilla pero buena. Nunca en toda mi vida había comido diariamente y era una sensación increíble. Creo que había engordado incluso. Llegó el invierno que fue especialmente crudo. Las nieves llegaron muy pronto y me alegré de que por lo menos estuviese en un lugar donde no iba a pasar ni hambre ni frío.

Pero no hacía más que pensar en mis hermanos. Sabía lo que un invierno duro suponía en una granja y solo esperaba que la cosecha hubiese sido buena para soportar el peor invierno en años. V Un día de abril un criado se presentó en la cocina y me dijo que me requerían arriba. Le seguí y nuevamente fuimos por lo que me pareció una sucesión infinita de escaleras y pasillos. El criado tocó ante una puerta. «Adelante -se oyó decir.» Me hizo entrar, cerrando tras de mí. La estancia era una biblioteca, llena de lo que me parecieron muchísimos libros. El señor estaba al lado de una ventana, mirando hacia fuera. Volvió la cabeza cuando me oyó entrar. «Vaya, así que eres tú.» Yo me quedé sin decir nada, me imaginaba que me iba a regañar. ¿Para qué me había llamado si no? «Mi madre, la condesa viuda de Campoviejo, acaba de llegar, está muy delicada y prácticamente no ve, así que he pensado que le vendría bien una persona para que le haga compañía y le lea los libros que ella ya no puede leer. A ti te ha recomendado su doncella.» Pero bueno, ¿Cuándo iban a dejar de humillarme? «No sé leer -tuve que decir.» «¿Cómo?» «Que no sé leer -dije casi gritando.» «¿Por qué?» «No sé, igual preferí gastarme el dinero en harapos -dije, mirándole a los ojos.» Se me quedó mirando de forma extraña, pensativo. ¿Pero qué les pasaba a los ricos? Parecía que el dinero les ablandase el seso. Mi madre sí sabía leer, lo cual era extraordinario, pero murió cuando yo tenía cuatro años y no me pudo enseñar. «Esto lo cambia todo, tendré que pensar que hacemos, ya te diré cuando lo haya decidido.» Me hizo un gesto con la mano para que me marchase. Esta vez no había un criado para que me acompañase así que me tenía que guiar por la intuición. Me dio pánico perderme por los pasillos. Después de muchos rodeos, olí a humo y a comida por lo que llegué a la cocina sin novedad.

Más tarde me di cuenta de algo que había dicho: Que una doncella me había recomendado. ¿Pero quién? Yo no conocía a nadie en el castillo. Lo deseché pensando que era un error. Dos días pasaron y un criado volvió para decirme que me requerían nuevamente. Otra vez anduvimos largo rato hasta que llegamos ante una puerta que el criado tocó. «Adelante -esta vez era una voz de mujer.» Entré en una sala diferente. Era muy acogedora, con una gran chimenea y cantidad de cuadros. Había unos sillones que parecían muy confortables. Sobre uno de ellos una mujer, algo mayor, con el pelo totalmente blanco, tapado con una redecilla y vestida de negro. «Pasa, pasa querida. Así que tú eres Esperanza. Acércate que casi no veo. Yo soy Catalina.» «Sí señora.» «¿Cuántos años tienes?» «Dieciocho.» «Vaya, no me habían dicho que eras tan mayor. ¡Pero si estás en edad casadera!» Yo me ruboricé intensamente. «No señora, no tengo ninguna intención de casarme -ni ahora ni nunca pensé, pero eso no lo dije.» «Me ha dicho mi hijo que no sabes leer y es una pena. Lo que más echo de menos ahora es no poder leer. Su hija, mi nieta, tiene un preceptor que le da clases y tú irás cuatro horas al día con ellos hasta que aprendas. Espero que seas aplicada. El resto del tiempo me atenderás y ayudarás a mi doncella.» Su doncella, la que me había recomendado, quizá la conociese pronto.

La señora hizo sonar una campanilla y al poco apareció una criada. «Lleva a Esperanza a su habitación y que se ponga el vestido que tiene sobre la cama. Yo ahora voy a echar la siesta. Nos veremos a la hora de la cena. Mi doncella irá a buscarte. Hasta luego.» La criada me acompañó hasta una habitación que estaba dos puertas más allá. Era una habitación muy pequeña, con una cama, una silla y un pequeño arcón por todo mobiliario. Pero a mí me parecía increíble, nunca había tenido tanto. Todo era un error, estaba segura, y en cuanto se descubriese yo volvería a la cocina. Sobre la cama había un vestido encarnado que me dejó sin habla. Era muy sencillo, sin adornos de ningún tipo, pero me parecía el vestido más bonito que había visto nunca. Al lado una redecilla para cubrir el pelo. Fue lo único que me dio pena, mi pelo negro era mi mayor orgullo. No pude resistirlo y me lo puse. Al rato tocaron la puerta. «Adelante -dije.» «Hola, soy María y soy la doncella de la señora condesa. Me alegra mucho conocerte, Esperanza.» «Yo no te conozco y creo que esto es un malentendido.» «¿Tú no eres la hija de Eloísa Meneses?» » Sí.» «Pues entonces no hay ningún error, yo conocí a tu madre.» «¿Que erais, amigas o parientes? Ella murió cuando yo tenía cuatro años así que casi no me acuerdo de ella. Y mi padre cuando tenía seis.» Me miró de una forma que no supe interpretar.

«Bueno, ya te contaré algún día, con tiempo, es una historia muy larga. Ahora te voy a enseñar las habitaciones que están destinadas a la señora condesa y a su séquito entre el que me incluyo. Aunque creo que deberías conocer primero a la nieta de la señora ya que vas a tomar clases con ella. Ahora estará merendando con su niñera. Vayamos a su habitación.» Atravesamos varios pasillos hasta que llegamos a la habitación de la niña. Era una niña rubia y muy bonita, pequeña y delicada. Tenía diez años y estaba en ese momento jugando con un pequeño gatito blanco. Tenía una pequeña fusta en la mano que movía para que el gato lo persiguiera. «Hola, Elena, esta es Esperanza y va a ir a clases contigo.» «Hola, ¿Te gusta mi gatito? Me lo han traído hoy y le voy a llamar bolita.» «Me gusta mucho, es precioso. Espero que seamos amigas.» La niña no me contestó, ensimismada como estaba con el gatito. Nos despedimos y salimos. VI Al día siguiente comenzaron las clases. El preceptor era un francés estirado al que se le notaba que no le gustaba darme clase, para él era bajar de nivel. Se llamaba Etienne. Así que me puso al fondo de la habitación con un pizarrín en el que yo garabateaba números y letras una y otra vez. Era muy aburrido, pero yo me aplicaba puesto que quería aprender para poder leer los libros que había visto en la biblioteca, aunque no sabía si tendría permiso. Era una actividad tan monótona que me permitía seguir la lección sin mucho esfuerzo, y me encantaba, aprendía mucho. La niña en cambio no prestaba mucha atención, preocupada como estaba de su pelo, su ropa, sus lazos. Era un poco malcriada pero una niña buena en el fondo. También era muy coqueta y presumida, para desesperación del profesor. Un día estábamos en la clase cuando apareció el conde.

La niña se puso a dar saltitos de contento. «¡Padre, padre, qué bien que hayas venido! Así te puedo enseñar mi gatito blanco. Le he llamado bolita, y la verdad es que eso es lo que es, una bolita.» «No he venido para hablar contigo sino con tu profesor, Elena. Pórtate bien.» La niña se puso muy triste. No me podía creer que fuese tan cruel. Así entendí el rumor que corría por el castillo: Que su esposa se había marchado a la casa de sus padres puesto que no soportaba su crueldad. Sentí pena por la niña, mis recuerdos de la niñez eran que había tenido unos padres muy cariñosos y buenos, nos faltaba de todo menos el cariño. Mi abuelo quizás era un poco más seco, menos dado a demostrar sus sentimientos, pero siempre nos había demostrado que nos quería mucho y que éramos lo más importante para él. El tiempo pasaba velozmente, los días pasaban rápido entre las clases, en atender a la señora condesa y hacer múltiples tareas, todas más livianas que las de la cocina, entre ellas coser, que era lo que más hacía. Empecé cosiendo pequeños adornos, encajes y pasamanería en los vestidos de la señora y después pasé a ayudar a montar los complicados vestidos incluso uniendo las piezas. María me decía que se me daba muy bien, yo creo que me estaba enseñando aposta un oficio que me pudiese ayudar fuera del castillo. También era buena inventando historias que les contaba a ambas, puesto que todavía no era capaz de leer con soltura. Les relataba historias que contaba mi abuelo y otras inventadas por mí. Eran historias a veces truculentas, a veces jocosas, a veces exageraba cosas que habían pasado de verdad en el pueblo, pero así pasábamos la tarde entretenidas y divertidas, ya que casi no salíamos de la habitación de la señora puesto que ella no salía y nuestro cometido principal era atenderla. Un día que estaba yo sola con la condesa apareció de repente su hijo. Apenas un pequeño golpe en la puerta y ya estaba dentro, le miramos sorprendidas. Él se acercó a su madre y, cogiéndole las manos, se las besó. Me sorprendió ese gesto tan tierno, tan considerado, nunca le había visto así. No era el padre rudo que yo había conocido. Salí rápidamente puesto que me parecía que era un momento demasiado íntimo. Me quedé fuera, en la puerta, esperando a que terminase. Salió pasado un buen rato. «Veo a mi madre con muy buen aspecto lo que me alegra.

Me ha hablado muy bien de ti, que está muy contenta contigo y que además coses muy bien. Y no sé qué de unas historias muy divertidas que les cuentas.» Yo me sonrojé, en ese instante me di cuenta de que me miraba muy fijamente. Su mirada era muy penetrante y me puso nerviosa. «Bueno, ella está todavía un poco débil, aunque no hay nada que una buena comida no arregle. María y yo le obligamos a comer porque no comería casi nada.» «Puedes ir a la biblioteca cuando quieras y coger libros para leérselos. Me imagino que ya sabrás leer ¿No?» «Todavía lo hago con dificultad, aunque me esfuerzo mucho.» Se marchó sin decir nada, a grandes zancadas. Yo estaba cohibida en su presencia, él era muy alto y yo muy pequeña, me asustaba bastante. En ese momento me di cuenta también de que era muy atractivo, me sorprendió pensar en él como un hombre, hasta entonces había sido el señor sin más.

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