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El Zorro – Isabel Allende

«Ésta es la historia de Diego de la Vega y de cómo se convirtió en el legendario Zorro. Por fin puedo revelar su identidad, que por tantos años mantuvimos en secreto…» California, año 1790: empieza una aventura en una época fascinante y turbulenta, con personajes entrañables y de espíritu indómito, y un hombre de corazón romántico y sangre liviana. Llegó la hora de desenmascarar al Zorro. Isabel Allende rescata la figura del héroe y, con ironía y humanidad, le da vida más allá de la leyenda.


 

Empecemos por el principio, por un evento sin el cual Diego de la Vega no habría nacido. Sucedió en Alta California, en la misión San Gabriel, en el año 1790 de Nuestro Señor. En aquellos tiempos dirigía la misión el padre Mendoza, un franciscano con espaldas de leñador, más joven de aspecto que sus cuarenta años bien vividos, enérgico y mandón, para quien lo más difícil de su ministerio era imitar la humildad y dulzura de san Francisco de Asís. En California había varios otros religiosos en veintitrés misiones, encargados de propagar la doctrina de Cristo entre varios millares de gentiles de las tribus chumash, shoshone y otras, que no siempre se prestaban de buena gana para recibirla. Los nativos de la costa de California tenían una red de trueque y comercio que había funcionado por miles de años. Su ambiente era muy rico en recursos naturales y las tribus https://debeleer.com/libros/novela/4/El-Zorro-Isabel-Allende.epubdesarrollaban diferentes especialidades. Los españoles estaban impresionados con la economía chumash, tan compleja, que la comparaban con la de China. Los indios usaban conchas como moneda y organizaban ferias regularmente, donde además de intercambiar bienes se acordaban los matrimonios. A los indios los confundía el misterio del hombre torturado en una cruz, que los blancos adoraban, y no comprendían la ventaja de pasarlo mal en este mundo para gozar de un hipotético bienestar en otro. En el paraíso cristiano podrían instalarse en una nube a tocar el arpa con los ángeles, pero en realidad la mayoría de ellos prefería, después de la muerte, cazar osos con sus antepasados en las tierras del Gran Espíritu. Tampoco entendían que los extranjeros plantaran una bandera en el suelo, marcaran líneas imaginarias, lo declararan de su propiedad y se ofendieran si alguien entraba persiguiendo a un venado. La idea de poseer la tierra les resultaba tan inverosímil como la de repartirse el mar. Cuando al padre Mendoza le llegaron las noticias de que varias tribus se habían sublevado, comandadas por un guerrero con cabeza de lobo, elevó sus plegarias por las víctimas, pero no se preocupó demasiado, porque estaba seguro de que San Gabriel se encontraba a salvo. Pertenecer a su misión era un privilegio, así lo demostraban las familias indígenas, que acudían a solicitar su protección a cambio del bautizo y se quedaban bajo su techo de buen grado; él nunca debió usar militares para reclutar futuros conversos. Atribuy ó la reciente insurrección, la primera que ocurría en Alta California, a los abusos de la soldadesca española y la severidad de sus hermanos misioneros. Las tribus, repartidas en grupos pequeños, tenían diversas costumbres y se comunicaban mediante un sistema de señales; nunca se habían puesto de acuerdo para nada, excepto el comercio, y ciertamente nunca para la guerra. Según él, esas pobres gentes eran inocentes corderos de Dios, que pecaban por ignorancia y no por vicio; debían existir razones contundentes para que se alzaran contra los colonizadores. El misionero trabajaba sin descanso, codo a codo con los indios en los campos, en la curtiembre de cueros, en la molienda del maíz. Por las tardes, cuando los demás descansaban, él curaba heridas de accidentes menores o arrancaba alguna muela podrida.


Además, daba lecciones de catecismo y de aritmética, para que los neófitos —como llamaban a los indios conversos— pudieran contar las pieles, las velas y las vacas, pero no de lectura o escritura, conocimientos sin aplicación práctica en ese lugar. Por las noches hacía vino, sacaba cuentas, escribía en sus cuadernos y rezaba. Al amanecer tocaba la campana de la iglesia para llamar a su congregación a misa y después del oficio supervisaba el desay uno con ojo atento, para que nadie se quedara sin comer. Por todo lo anterior, y no por exceso de confianza en sí mismo o vanidad, estaba convencido de que las tribus en pie de guerra no atacarían su misión. Sin embargo, como las malas nuevas siguieron llegando semana tras semana, acabó por prestarles atención. Envió a un par de hombres de toda su confianza a averiguar qué estaba pasando en el resto de la región, y éstos no tardaron en ubicar a los indios en guerra y conseguir los detalles, porque fueron recibidos como compadres por los mismos sujetos a los cuales iban a espiar. Regresaron a contarle al misionero que un héroe surgido de la profundidad del bosque y poseído por el espíritu de un lobo había logrado unir a varias tribus para echar a los españoles de las tierras de sus antepasados, donde siempre habían cazado sin permiso. Los indios carecían de estrategia clara, se limitaban a asaltar las misiones y los pueblos en el impulso del momento, incendiaban cuanto hallaban a su paso y enseguida se retiraban tan deprisa como habían llegado. Reclutaban a los neófitos, que aún no estaban reblandecidos por la prolongada humillación de servir a los blancos, y así engrosaban sus filas. Agregaron los hombres del padre Mendoza que el jefe Lobo Gris tenía en la mira a San Gabriel, no por rencor particular contra el misionero, a quien nada se le podía reprochar, sino porque le quedaba de paso. En vista de esto, el sacerdote debió tomar medidas. No estaba dispuesto a perder el fruto de su trabajo de años y menos lo estaba a permitir que le arrebataran a sus indios, que lejos de su tutela sucumbirían al pecado y volverían a vivir como salvajes. Escribió un mensaje al capitán Alejandro de la Vega pidiéndole pronto socorro. Temía lo peor, decía, porque los insurrectos se encontraban muy cerca, con ánimo de atacar en cualquier momento, y él no podría defenderse sin refuerzo militar adecuado. Mandó dos misivas idénticas al fuerte de San Diego mediante jinetes expeditos, que usaron diferentes rutas, de modo que si uno era interceptado el otro lograría su propósito. Unos días más tarde el capitán Alejandro de la Vega llegó galopando a la misión. Desmontó de un salto en el patio, se arrancó la pesada casaca del uniforme, el pañuelo y el sombrero, y hundió la cabeza en la artesa donde las mujeres enjuagaban la ropa. El caballo estaba cubierto de sudor espumoso, porque había cargado por varias leguas al jinete con sus aperos de dragón del ejército español: lanza, espada, escudo de cuero doble y carabina, además de la montura. De la Vega venía acompañado por un par de hombres y varios caballos que transportaban las provisiones. El padre Mendoza salió a recibirlo con los brazos abiertos, pero al ver que sólo lo acompañaban dos soldados rotosos y tan extenuados como las cabalgaduras, no pudo disimular su frustración. —Lo lamento, padre, no dispongo de más soldados que este par de bravos hombres. El resto del destacamento quedó en el pueblo de La Reina de los Ángeles, que también está amenazado por la sublevación —se excusó el capitán, secándose la cara con las mangas de la camisa. —Que Dios nos ay ude, ya que España no lo hace —replicó entre dientes el sacerdote. —¿Sabe cuántos indios atacarán? —Muy pocos saben contar con precisión aquí, capitán, pero, según averiguaron mis hombres, pueden ser hasta quinientos. —Eso significa que no serán más de ciento cincuenta, padre.

Podemos defendernos. ¿Con qué contamos? —inquirió Alejandro de la Vega. —Conmigo, que fui soldado antes de ser cura, y con otros dos misioneros, que son jóvenes y valientes. Tenemos tres soldados asignados a la misión, que viven aquí. También varios mosquetes y carabinas, municiones, un par de sables y la pólvora que usamos en la cantera de piedras. —¿Cuántos neófitos? —Hijo mío, seamos realistas: la may oría no peleará contra gente de su raza —explicó el misionero—. A lo más cuento con media docena de jóvenes criados aquí y algunas mujeres que pueden ay udarnos a cargar las armas. No puedo arriesgar las vidas de mis neófitos, son como niños, capitán. Los cuido como si fueran mis hijos. —Bien, padre, manos a la obra, en nombre de Dios. Por lo que veo, la iglesia es el edificio más sólido de la misión. Allí nos defenderemos —dijo el capitán. Durante los días siguientes nadie descansó en San Gabriel, hasta los niños pequeños fueron puestos a trabajar. El padre Mendoza, buen conocedor del alma humana, no podía confiar en la lealtad de los neófitos una vez que se vieran rodeados de indios libres. Consternado, notó un cierto brillo salvaje en los ojos de algunos de ellos y la forma desganada en que cumplían sus órdenes; dejaban caer las piedras, se les rompían los sacos de arena, se enredaban en los cordeles, se les volcaban los baldes de brea. Forzado por las circunstancias, violó su propio reglamento de compasión y, sin que le temblara la voluntad, condenó a un par de indios al cepo y a un tercero le propinó diez azotes, a modo de escarmiento. Luego hizo fortalecer con tablones la puerta del dormitorio de las mujeres solteras, construido como una prisión para que no salieran las más audaces a rondar bajo la luna con sus enamorados. Era un edificio rotundo, de grueso adobe, sin ventanas y con la ventaja adicional de que se podía atrancar por fuera con una barra de hierro y candados. Allí encerraron a la mayor parte de los neófitos varones, engrillados por los tobillos para evitar que a la hora de la batalla colaboraran con el enemigo. —Los indios nos tienen miedo, padre Mendoza. Creen que poseemos una magia muy poderosa —dijo el capitán De la Vega, dando una palmada a la culata de su carabina. —Esta gente conoce de sobra las armas de fuego, aunque todavía no haya descubierto su funcionamiento. Lo que en verdad temen los indios es la cruz de Cristo —replicó el misionero, señalando el altar. —Entonces, vamos a darles una muestra del poder de la cruz y el de la pólvora —se rió el capitán y procedió a explicar su plan. Se encontraban en la iglesia, donde habían colocado barricadas de sacos de arena por dentro, frente a la puerta, y habían dispuesto nidos con las armas de fuego en sitios estratégicos.

En opinión del capitán De la Vega, mientras mantuvieran a los atacantes a cierta distancia, para que ellos pudieran recargar las carabinas y mosquetes, la balanza se inclinaba en su favor, pero en combate cuerpo a cuerpo su desventaja era tremenda, y a que los indios los superaban en número y ferocidad. El padre Mendoza admiró la audacia del hombre. De la Vega tenía alrededor de treinta años y ya era un soldado veterano, curtido en las guerras de Italia, de donde regresó marcado con orgullosas cicatrices. Era el tercer hijo de una familia de hidalgos, cuyo linaje podía trazarse hasta el Cid Campeador. Sus antepasados lucharon contra los moros bajo los estandartes católicos de Isabel y Fernando, pero de tanto valor exaltado y de tanta sangre derramada por España no les quedó fortuna, sólo honor. A la muerte de su padre, el hijo mayor heredó la casa de la familia, un centenario edificio de piedra incrustado en un pedazo de tierra seca en Castilla. Al segundo hermano lo reclamó la Iglesia y a él le tocó ser soldado; no había otro destino para un joven de su sangre. En pago por el coraje demostrado en Italia, recibió una pequeña bolsa de doblones de oro y autorización para ir al Nuevo Mundo a mejorar su destino. Así acabó en Alta California, donde llegó acompañando a doña Eulalia de Callís, la esposa del gobernador Pedro Fages, apodado el Oso por su mal genio y por el número de esos animales cazados por su propia mano. El padre Mendoza había escuchado los chismes sobre el viaje épico de doña Eulalia, una dama de temperamento tan fogoso como el de su marido. Su caravana demoró seis meses en recorrer la distancia entre Ciudad de México, donde vivía como una princesa, y Monterrey, la inhóspita fortaleza militar donde la aguardaba su marido. Avanzaba a paso de tortuga, arrastrando un tren de carretas de bueyes y una fila interminable de mulas con el equipaje; además, en cada lugar donde acampaban, organizaba una fiesta cortesana que solía durar varios días. Decían que era excéntrica, que se lavaba el cuerpo con leche de burra y se pintaba el cabello, que le llegaba a los talones, con los ungüentos rojizos de las cortesanas de Venecia; que por puro despilfarro, y no por virtud cristiana, se desprendía de sus vestidos de seda y brocado para cubrir a los indios desnudos que le salían al paso en el camino; y agregaban que, para colmo de escándalo, se prendó del guapo capitán Alejandro de la Vega. En fin, quién soy y o, un pobre franciscano, para juzgar a esa señora, concluyó el padre Mendoza, observando de reojo a De la Vega y preguntándose con curiosidad, muy a pesar suy o, cuánto habría de cierto en los rumores. En sus cartas al director de las misiones en México, los misioneros se quejaban de que los indios preferían vivir desnudos, en chozas de paja, armados con arco y flecha, sin educación, gobierno, religión o respeto por la autoridad y dedicados por entero a satisfacer sus desvergonzados apetitos, como si el agua milagrosa del bautizo jamás hubiera lavado sus pecados. La porfía de los indios en aferrarse a sus costumbres tenía que ser obra de Satanás, no había otra explicación, por eso salían a cazar a los desertores con lazo y enseguida los azotaban para enseñarles su doctrina de amor y perdón. El padre Mendoza, sin embargo, había tenido una juventud bastante disipada antes de hacerse sacerdote, y la idea de satisfacer desvergonzados apetitos no le era ajena, por lo mismo simpatizaba con los indígenas. Además, sentía secreta admiración por las ideas progresistas de sus rivales, los jesuitas. Él no era como otros religiosos, ni siquiera como la mayor parte de sus hermanos franciscanos, que hacían de la ignorancia una virtud. Unos años antes, cuando se preparaba para hacerse cargo de la misión San Gabriel, había leído con sumo interés el informe de un tal Jean–François de la Pérouse, un viajero que describió a los neófitos en California como seres tristes, sin personalidad, privados de espíritu, que le recordaban a los traumatizados esclavos negros en las plantaciones del Caribe. Las autoridades españolas atribuyeron las opiniones de La Pérouse al hecho lamentable de que el hombre era francés, pero al padre Mendoza le hicieron una profunda impresión. En el fondo de su alma confiaba en la ciencia casi tanto como confiaba en Dios, por lo mismo decidió que convertiría la misión en un ejemplo de prosperidad y justicia. Se propuso ganar adeptos mediante la persuasión, en vez del lazo, y retenerlos con buenas obras, en vez de azotes. Lo logró de manera espectacular. Bajo su dirección la existencia de los indios mejoró tanto, que si La Pérouse hubiera pasado por allí habría quedado admirado.

El padre Mendoza podía jactarse —aunque jamás lo hacía— de que en San Gabriel había triplicado el número de bautizados y ninguno escapaba por mucho tiempo, los escasos fugitivos siempre regresaban arrepentidos. A pesar del trabajo duro y las restricciones sexuales, volvían porque él los trataba con clemencia, y porque nunca antes habían dispuesto de tres comidas diarias y un techo sólido para refugiarse en las tormentas. La misión atraía a viajeros del resto de América y España, que acudían a ese remoto territorio para aprender el secreto del éxito del padre Mendoza. Quedaban muy bien impresionados con los campos de cereales y verduras, las viñas que producían buen vino, el sistema de irrigación inspirado en los acueductos romanos, las caballerizas y los corrales, los rebaños pastando en los cerros hasta donde se perdía la vista, las bodegas atiborradas de pieles curtidas y botas de grasa. Se maravillaban de la paz en que transcurrían los días y la mansedumbre de los neófitos, que estaban adquiriendo fama más allá de las fronteras con su fina cestería y sus productos de cuero. « A barriga llena, corazón contento» , era el lema del padre Mendoza, quien vivía obsesionado con la nutrición desde que oyó decir que a veces los marineros morían de escorbuto, cuando un limón podía prever la enfermedad. Es más fácil salvar el alma si el cuerpo está sano, pensaba, por eso lo primero que hizo al llegar a la misión fue reemplazar la eterna mazamorra de maíz, base de la dieta, por estofado de carne, verduras y manteca para las tortillas. Proveía leche para los niños con enorme esfuerzo, porque cada balde del espumante líquido se obtenía a costa de una batalla con las vacas bravas. Se requerían tres hombres fornidos para ordeñar a cada una de ellas y a menudo ganaba la vaca. Mendoza combatía la repugnancia de los niños por la leche con el mismo método con que los purgaba una vez al mes para quitarles los gusanos intestinales: los amarraba, les apretaba la nariz y les introducía un embudo en la boca. Tanta determinación tenía que dar resultados. A punta de embudo los niños crecían fuertes y de carácter templado. La población de San Gabriel carecía de gusanos, y era la única libre de las pestes fatídicas que diezmaban a otras colonias, aunque a veces un resfrío o una diarrea común mandaba a los neófitos directos al otro mundo. El miércoles al mediodía atacaron los indios. Se aproximaron sigilosamente, pero cuando invadieron los terrenos de la misión, los estaban aguardando. La primera impresión de los enardecidos guerreros fue que el lugar se encontraba desierto; sólo un par de perros flacos y una gallina distraída los recibieron en el patio. No encontraron un alma por ninguna parte, no escucharon voces ni vieron humo en los fogones de las chozas. Algunos de los indios vestían pieles y montaban a caballo, pero la may oría iban desnudos y a pie, armados de arcos y flechas, mazas y lanzas. Adelante galopaba el misterioso jefe, pintado con rayas rojas y negras, vestido con una túnica corta de piel de lobo y adornado con una cabeza completa del mismo animal a modo de sombrero. Apenas se le veía la cara, que asomaba entre las fauces del lobo, envuelta en una larga melena oscura. En pocos minutos los asaltantes recorrieron la misión, prendieron fuego a las chozas de paja y destrozaron los cántaros de barro, los toneles, las herramientas, los telares y todo lo demás a su alcance, sin encontrar la menor resistencia. Sus pavorosos aullidos de combate y su tremenda prisa les impidieron oír los llamados de los neófitos, encerrados bajo tranca y candado en el galpón de las mujeres. Envalentonados, se dirigieron a la iglesia y lanzaron una lluvia de flechas, pero éstas se estrellaron inútilmente contra las firmes paredes de adobe. A una orden del jefe Lobo Gris se abalanzaron sin orden ni concierto contra las gruesas puertas de madera, que temblaron con el impacto, pero no cedieron. El chivateo y los alaridos aumentaban de volumen con cada empeño del grupo por echar abajo la puerta, mientras algunos guerreros más atléticos y audaces buscaban la forma de treparse a los delgados ventanucos y el campanario.

Dentro de la iglesia la tensión se volvía más intolerable con cada empujón que recibía la puerta. Los defensores —cuatro misioneros, cinco soldados y ocho neófitos— estaban emplazados en los costados de la nave, protegidos por sacos de arena y secundados por muchachas encargadas de recargar las armas. De la Vega las había entrenado lo mejor posible, pero no se podía esperar demasiado de unas muchachas aterrorizadas que nunca habían visto un mosquete de cerca. La tarea consistía en una serie de movimientos que cualquier soldado realizaba sin pensar pero que al capitán le tomó horas explicarles. Una vez lista el arma, la joven se la entregaba al hombre encargado de dispararla, mientras ella preparaba otra. Al accionar el gatillo, una chispa encendía el explosivo de la cazoleta que, a su vez, detonaba el cañón. La pólvora húmeda, el pedernal desgastado y los fogones bloqueados causaban numerosos fallos de tiro y además era frecuente olvidarse de sacar la baqueta del cañón antes de disparar. « No os desaniméis, así es siempre la guerra, puro ruido y turbulencia. Si un arma se atranca, la siguiente debe estar pronta para seguir matando» , fueron las instrucciones de Alejandro de la Vega. En una habitación detrás del altar se encontraban el resto de las mujeres y todos los niños de la misión, que el padre Mendoza había jurado proteger con su vida. Los defensores del sitio, con los dedos agarrotados en los gatillos y media cara protegida por un pañuelo empapado en agua con vinagre, esperaban en silencio la orden del capitán, el único inconmovible ante el griterío de los indios y el estruendo de sus cuerpos estrellándose contra la puerta. Fríamente, De la Vega calculaba la resistencia de la madera. El éxito de su plan dependía de actuar en el momento oportuno y en perfecta coordinación. No había tenido ocasión de combatir desde las campañas de Italia, varios años antes, pero estaba lúcido y tranquilo; el único signo de aprensión era el cosquilleo en las manos que siempre sentía antes de disparar. Al rato los indios se agotaron de golpear la puerta y retrocedieron a recuperar fuerzas y recibir instrucciones de su jefe. Un silencio amenazante reemplazó el escándalo anterior. Ése fue el momento que escogió De la Vega para dar la señal. La campana de la iglesia empezó a repicar furiosamente, mientras cuatro neófitos encendían trapos untados en brea, produciendo una humareda espesa y fétida. Otros dos levantaron la pesada tranca de la puerta. Los campanazos devolvieron la energía a los indios, que se reagruparon para lanzarse de nuevo al ataque. Esta vez la puerta cedió al primer contacto y cay eron unos encima de otros en la may or confusión, estrellándose contra una barrera de sacos de arena y piedras. Venían cegados por la luz de afuera y se encontraron en la penumbra y la humareda del interior. Diez mosquetes dispararon al unísono desde los costados, hiriendo a varios indios, que cay eron dando alaridos. El capitán encendió la mecha y en pocos segundos el fuego alcanzó las bolsas de pólvora mezclada con grasa y proyectiles que habían dispuesto delante de la barricada. La explosión remeció los cimientos de la iglesia, lanzó una granizada de partículas de metal y peñascos contra los indios y arrancó de cuajo la gran cruz de madera que había sobre el altar.

Los defensores sintieron el golpe caliente, que los tiró hacia atrás, y el ruido espantoso, que los ensordeció, pero alcanzaron a ver los cuerpos de los indios proyectados como marionetas en una nube rojiza. Protegidos tras sus parapetos, tuvieron tiempo de recuperarse, recargar sus armas y disparar por segunda vez antes de que las primeras flechas volaran en el aire. Varios indios yacían por el suelo, y aquellos que aún permanecían de pie tosían y lagrimeaban con el humo; no podían apuntar con sus arcos, pero en cambio eran blanco fácil para las balas. Tres veces pudieron recargar los mosquetes antes de que el jefe Lobo Gris, seguido por sus más valientes guerreros, lograra trepar la barricada e invadir la nave, donde fue recibido por los españoles. En el caos de la batalla el capitán Alejandro de la Vega nunca perdió de vista al jefe indio, y tan pronto logró liberarse de los enemigos que lo rodeaban, le saltó encima, enfrentándolo con un rugido de fiera, sable en mano. Dejó caer el acero con todas sus fuerzas, pero dio en el vacío, porque el instinto del jefe Lobo Gris le advirtió del peligro un segundo antes y alcanzó a hurtar el cuerpo, echándose hacia un lado. El brutal impulso empleado en la estocada desequilibró al capitán, quien se fue hacia delante, tropezó, cay ó de rodillas y su espada se golpeó contra el suelo, y se partió por la mitad. Con un grito de triunfo, el indio levantó la lanza para traspasar al español de lado a lado, pero no alcanzó a completar el gesto porque un culatazo en la nuca lo tiró de boca y lo dejó inmóvil. —¡Qué Dios me perdone! —exclamó el padre Mendoza, quien esgrimía un mosquete por el cañón y repartía golpes a diestra y siniestra con placer feroz. Un charco oscuro se extendió rápidamente en torno al jefe, y la altiva cabeza de lobo de su tocado se tornó roja ante la sorpresa del capitán De la Vega, quien ya se daba a sí mismo por muerto. El padre Mendoza coronó su impropia alegría con una buena patada al cuerpo inerte del caído. Le había bastado oler la pólvora para volver a ser el soldado sanguinario que fuera en su juventud. En cuestión de minutos se corrió la voz entre los indios de que su jefe había caído y empezaron a retroceder, primero con dudas y enseguida a la carrera, perdiéndose a lo lejos. Los vencedores, bañados de sudor y medio asfixiados, esperaron a que se asentara el polvo de la retirada del enemigo para salir a respirar aire puro. Al repique demencial de la campana de la iglesia se sumaron una salva de tiros al aire y los vítores inacabables de quienes habían salvado la vida, dominando los quejidos de los heridos y el llanto histérico de las mujeres y los niños, todavía encerrados detrás del altar y sumidos en la humareda.

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  1. Me encanta tu obra es una pena que la tenga que leer en formato digital. Para mí es una mujer maravillosa y un ejemplo digno para todas las mujeres. Saludos

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