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El vuelo del jabiru – Elizabeth Haran

Newmarket, condado de Suf olk, Inglaterra, marzo de 1941 —¡Ahí estás, padre! —exclamó Lara, asomada a la puerta de una cuadra. Sabía que su tono era irritado, pero es que le había hecho falta más valor del que esperaba para estar donde estaba ahora. El olor a caballo caliente, heno fresco, jabón para monturas y cuero lubricado evocaban difíciles recuerdos de su infancia, unos recuerdos que creía bien enterrados en el último rincón de su mente. Los establos y los caballos eran el mundo de su padre, pero también un inquietante recordatorio de cómo había perdido a su madre. Lara tenía que repetirse continuamente que estaba allí por una buena causa. Solo veía la parte superior de la cabeza de su padre. El resto del cuerpo quedaba oculto detrás de un caballo grande, pero aquella mata de rizos castaños era inconfundible. De hecho llevaba una semana entera dándole la lata todas las mañanas para que se cortara el pelo, que le crecía muy deprisa y era indomeñable. Pero Walter Penrose se limitaba a bromear diciendo que a los caballos de los que se ocupaba no les importaba su aspecto. Y la verdad era que a él tampoco. Nunca había sido vanidoso. Lara Penrose, maestra de cuarto de primaria en la escuela elemental Newmarket, había buscado en casi todos los treinta establos del terreno de polo, para acabar desesperada pensando que no iba a encontrar a su padre. Con su escasa estatura de un metro cincuenta y siete, ya le costaba ver por encima de las puertas de las cuadras, y mucho menos atisbar a cualquiera que hubiera dentro. Walter Penrose estaba detrás de un caballo de polo pinto gris, ligeramente agachado y con la cabeza baja, puesto que comprobaba si el estribo estaba bien ajustado. Al oír la voz familiar miró por encima de la cruz del animal y parpadeó sorprendido. —¡Lara! —exclamó, enderezándose—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Era el último sitio en el que hubiera esperado encontrarse a su hija, que casi nunca iba a verlo a los establos de los que era encargado desde hacía casi diez años. Nunca le había entusiasmado el polo. —Te estaba buscando. Bueno, no es del todo cierto. Estaba buscando a Harrison Hornsby y pensaba que estaría contigo. —El caballo lanzó la cabeza hacia la puerta, sobresaltando a Lara, que retrocedió asustada. —Eeeh, tranquilo, Eco —lo calmó Walter con facilidad. Sabía lo que sentía Lara hacia los caballos, y por qué—. No pasa nada, Lara.


Eco no te va a hacer daño. —¡Agh! —exclamó ella, arrugando su nariz respingona—. ¡He pisado caca de caballo! Me he pasado seis meses ahorrando cupones para comprarme estas botas y las estrenaba hoy. ¿Dónde está el mozo de cuadras? Debería haber limpiado esta porquería. —No deberías estar aquí, Lara —susurró Walter, mientras movía a Eco al fondo de la cuadra. A continuación abrió la puerta y metió a su hija dentro, confiando en que no la hubiera visto lord Roy Hornsby. Su patrón tenía muy mal genio—. En los establos solo se permite la entrada de personas autorizadas, Lara —añadió en voz baja—. Hace años que lo sabes. Es decir, yo, los dueños de los animales, los jugadores de polo, los mozos de cuadra y los cuidadores de caballos de carreras… —Sí, sí, ya sé quiénes están en la lista de personas autorizadas, padre —replicó Lara en un agitado susurro. Omitió mencionar que ya la había detenido antes un cuidador de no más de quince años para decirle eso mismo. —Algunos cuidadores son chicas, pero tú difícilmente ibas a pasar por una de ellas así vestida —señaló Walter. —¡Desde luego, eso espero! —exclamó ella, tirando del faldón de su chaqueta de sastre—. Aunque ya casi tiene tres años, este traje cuesta el equivalente a dos semanas de salario. El sombrero solo se ha llevado unas cuantas veces, así que lo considero casi nuevo —añadió con petulancia—. Y desde luego no me hace la más mínima gracia haberme manchado de barro las botas. —Es lo normal en un establo, Lara —replicó Walter con paciencia—. Nadie se pone elegante para ir a un establo, y menos si no quiere mancharse. A pesar de que había una guerra, y Londres y otras ciudades sufrían inclementes bombardeos, Lara hacía todo lo posible por ir bien vestida. Y aquel día no era una excepción. Su falda de lana hasta la pantorrilla y la chaqueta cruzada a juego, hasta la cadera, eran de un azul dos tonos más oscuro que el de sus ojos. Las botas de cuero negras, a la altura de la rodilla, también hacían juego con los suavísimos guantes de piel. Se adornaba la cabeza con un distinguido sombrero cloche de terciopelo azul oscuro, bajo el que aparecían unos rizos rubios que caían alrededor de un cuello ribeteado con piel sintética. Era un domingo oscuro y horriblemente frío, y el aire helado le había dejado las mejillas encendidas. Con unos ojos tan azules, su pelo rubio dorado, el cutis tan blanco y su habitual sonrisa deslumbrante, Lara era un cálido rayo de sol cualquier día gris.

A Walter siempre le había resultado imposible estar enfadado más de un minuto con su única hija. De hecho, no le costaba nada entender por qué a los hombres adultos les flaqueaban las rodillas cuando ella sonreía, porque a él siempre había sido capaz de hacerle bailar al son que quería. Lara había roto incontables corazones, y sostenía que los hombres no la tomaban en serio porque era pequeña, rubia, bonita y, lo más importante, tenía un cerebro capaz de desafiarlos. Walter estaba convencido de que era la razón de que se hubiera hecho maestra. La sociedad dictaba que las mujeres se casaran y tuvieran niños a cierta edad. Y Lara daba por sentado que algún día sería así, pero mientras tanto, quería realizarse y ser considerada una mujer inteligente, no solo un paquete bonito con un elegante envoltorio. Eco, un cruce criollo argentino de cuatro palmos y tres centímetros de altura, era mucho caballo para que pudiera manejarlo el joven Harrison Hornsby. Demasiado, en opinión de Walter. El chico tenía diez años, y estaba escuálido en el mejor de los casos, mientras que Eco era un animal fuerte y vivaz, que necesitaba una mano muy firme. Por desdicha, el padre del chico, lord Roy Hornsby, no estaba de acuerdo con Walter. Pensaba que al darle a Harrison un caballo con tanta experiencia y talento le estaba haciendo un favor. Eco era uno de los cuatro nerviosos animales que Harrison tenía que montar ese día, cada uno durante un chukker, un cuarto del partido de polo. Si conseguía no caerse y seguir en el juego, sería un milagro. Walter echó un vistazo a la puerta de los establos para ver si alguien había avistado a Lara. —Dices que buscas a Harrison, ¿pero por qué has venido a verle hoy precisamente? —preguntó. —He venido a animarle para el partido de polo —contestó Lara a la defensiva. —Antes nunca te habían interesado los deportes de caballos —se sorprendió Walter. En el fondo comprendía por qué Lara evitaba cualquier cosa que tuviera que ver con los caballos. Sus miedos no eran del todo irracionales, pero la niña tenía cuatro años cuando perdió a su madre en 1922. A pesar de su tierna edad, había quedado hondamente afectada y de alguna manera había llegado a comprender que los caballos eran la causa de su dolor. Walter jamás insistió, pero siempre esperó que dejara de asociar los caballos con una profunda pérdida. Siempre le hacía sentir culpable, porque se ganaba la vida cuidando de unos animales que amaba con todo su corazón. —Ya lo sé, pero me interesa el bienestar del pobre Harrison. No quería competir hoy. ¡El pomposo de su padre le ha obligado! Es una pena que los nobles sean los únicos que tienen la suerte de poder mantener caballos en época de guerra.

El pobre niño lleva toda la semana terriblemente angustiado por este partido. Lo menos que puedo hacer es ofrecerle mi apoyo moral. —Baja la voz, Lara —advirtió Walter, preocupado, volviendo a mirar nervioso hacia la puerta de los establos—. Lord Hornsby anda por aquí y no va a seguir siendo mi patrón mucho tiempo si te oye criticarlo. Tengo suerte de contar con un trabajo que me gusta, cuando tantos hombres y mujeres se ven obligados a participar en el esfuerzo de la guerra. —Puede que lord Hornsby sea tu patrón, padre, pero Harrison es mi alumno. Cuando está angustiado o disgustado, su trabajo en el colegio se ve seriamente afectado. Tiene un estómago de lo más sensible. ¡Pero si ayer se pasó más tiempo en el baño que en la clase! El pobre muchacho tiene los nervios totalmente destrozados. Walter no se sorprendió de oír eso, ni de que la preocupación de Lara por sus alumnos fuera más allá de las aulas. Mientras le daban esa mañana instrucciones para el partido de polo, Harrison se había disculpado dos veces para ir al baño. De hecho, Walter sospechaba que allí era donde se encontraba en ese momento. —Harrison odia el polo —añadió Lara—. Lo sé. ¡No le interesa el deporte en lo más mínimo! ¿Pero le hace caso su padre? ¡No! ¿A ese hombre, qué le pasa? Tal vez, si tuviera con él unas palabras… —No, Lara, tú no te puedes meter en esto. Hazme caso, lord Hornsby se pondría furioso. —Pero no puede seguir ignorando lo que le está haciendo a Harrison —insistió Lara, sacudiendo la cabeza. —Ya sabes que lord Hornsby fue en su tiempo uno de los mejores jugadores de polo de Inglaterra. —Walter no pretendía excusarlo; de hecho, no lo comprendía, pero lo estaba intentando —. Solo espera que Harrison siga sus pasos. —Harrison no tiene la culpa de que su padre resultara herido en la guerra y ya no pueda jugar al polo. Harrison es una persona independiente. Puede que no le interesen los deportes, pero sí otras cosas. Le agrada coleccionar sellos y observar aves. Y le encanta leer novelas de misterio.

Si su padre se tomara tan solo un momento para fijarse, se daría cuenta de que tiene un hijo maravilloso. —Supongo que es natural que un padre quiera que su hijo siga sus pasos. —Era algo que Walter también sentía, pero a la vez comprendía lo que le estaba diciendo Lara. A menudo encontraba la relación de lord Hornsby con Harrison difícil de contemplar. Por desdicha, unas semanas antes había mascullado una crítica entre dientes cuando lord Hornsby se estaba mostrando particularmente iracundo con su hijo por una nimiedad. Y le habían oído. Era de conocimiento público en el mundillo que Walter tenía un don con los caballos, y que era el mejor encargado de establos de todo el país. A pesar de todo, Roy Hornsby lo habría echado solo por criticarle, de haber contado con otro buen encargado disponible. Pero el hombre se encontraba sirviendo a su país en una batalla en ultramar. Walter también había sido llamado a filas, pero suspendió el examen médico por haber perdido un riñón en la adolescencia tras una grave enfermedad. De no ser por ello, también él podría haber estado luchando en el extranjero. De cualquier manera, su «error» le salió muy caro. Desde aquel día, lord Hornsby encontraba constantes faltas en su trabajo y le hacía la vida casi imposible. Walter habría dejado el puesto, pero estando en guerra, los criadores de caballos estaban reduciendo personal y no contrataban a nadie nuevo. Y le hacían falta unos ingresos. —En mi opinión, lo que le está haciendo al pobre Harrison le está produciendo un daño muy serio —añadió Lara, enfadada—. ¡Es prácticamente maltrato! Eco se agitó inquieto y Lara se pegó a la pared de la cuadra, pensando aterrada que estaba a punto de ser pisoteada o recibir una coz. —Lara, por favor, no alces la voz. —Walter miró de nuevo hacia la puerta y se le agrandaron los ojos en expresión de alarma. Veía a lo lejos a lord Hornsby hablar con Harrison. Por suerte el hombre les daba la espalda—. Más vale que vayas a sentarte en las gradas si quieres ver el partido. —Abrió la cuadra y la llevó a una puerta cercana para evitar una confrontación cara a cara con Roy Hornsby—. Por favor, no vuelvas por aquí, Lara. Te veo en casa.

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