debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


El verano – Albert Camus

Este ensayo data de 1939. El lector deberá recordarlo a la hora de juzgar lo que puede ser Oran en la actualidad. Apasionadas protestas llegadas de esa hermosa ciudad me aseguran, en efecto, que se ha puesto (o se pondrá) remedio a todas las imperfecciones. Por el contrario, las bellezas que este ensayo exalta han sido celosamente protegidas. Ciudad feliz y realista, en adelante Oran no necesita escritores: espera a los turistas. 1953 Ya no quedan desiertos. Ya no quedan islas. Y, sin embargo, se siente su deseo. Para comprender el mundo, a veces es necesario apartarse de él; para servir mejor a los hombres, mantenerlos a distancia un momento. Pero ¿dónde encontrar la soledad que necesita la fuerza, la larga respiración en la que el espíritu se recoge y se mide el valor? Quedan las grandes ciudades. Sólo que se necesitan todavía condiciones. Las ciudades que Europa nos ofrece están demasiado llenas de rumores del pasado. Un oído atento puede percibir ruidos de alas, una palpitación de almas. Se respira en ellas el vértigo de los siglos, de las revoluciones, de la gloria. Uno se acuerda de que Occidente se ha forjado entre clamores. Y eso no permite el suficiente silencio. París es con frecuencia un desierto para el corazón, pero a ciertas horas, desde lo alto del PéreLachaise, sopla un viento de revolución que, de repente, llena de banderas y grandezas vencidas ese desierto. Lo mismo ocurre en algunas ciudades españolas, en Florencia, o en Praga. Salzburgo sería apacible sin Mozart. Pero, de tarde en tarde, corre por encima del Salzach el imponente grito orgulloso de Don Juan hundiéndose en los infiernos. Viena parece más silenciosa. Es una muchachita entre las ciudades. Las piedras no tienen allí más de tres siglos y su juventud ignora la melancolía. Pero Viena está en una encrucijada de la historia. Resuenan en torno a ella choques de imperios.


Ciertas tardes en las que el cielo se cubre de sangre, los caballos de piedra que hay encima de los monumentos del Ring parecen echar a volar. En ese instante fugitivo en el que todo habla de poderío y de historia, se puede escuchar con claridad la ruidosa caída del reino otomano ante el empuje de los escuadrones polacos. Eso tampoco permite un silencio suficiente. Sí, esa soledad poblada es la que se viene a buscar en las ciudades de Europa. Al menos, los hombres que saben lo que tienen que hacer. Allí pueden elegir su compañía, cogerla y dejarla. ¡Cuántos espíritus se han empapado en el viaje entre la habitación de su hotel y las viejas piedras de la isla de Saint-Louis! Es cierto que otros han muerto de soledad. En todo caso, los primeros encontraban allí sus razones para crecer y afirmarse. Estaban solos y no lo estaban. Siglos de historia y de belleza el testimonio ardiente de mil vidas cumplidas los acompañaban junto al Sena y les hablaban a la vez de tradiciones y de conquistas. Pero su juventud los empujaba a solicitar esa compañía. Llega un tiempo, épocas en las que esa compañía resulta inoportuna. «Ahora nos veremos las caras tú y yo», grita Rastignac, ante la enorme putrefacción de la ciudad de París. Tú y yo, y aún somos demasiados. El propio desierto ha adquirido sentido: lo han recargado de poesía. Es un lugar sagrado para todos los dolores del mundo. Pero, en ciertos momentos, el corazón pide precisamente lugares sin poesía. Descartes, para ir a meditar, elige su propio desierto: la ciudad más comercial de su época. En ella encuentra su soledad y la ocasión para el que es quizá el más grande de nuestros poemas viriles: «Consistía el primero (precepto) en no admitir como verdadera cosa alguna sin conocer con evidencia que lo era». Se puede tener menos ambición y la misma nostalgia. Pero Amsterdam, en tres siglos, se ha llenado de museos. Para escapar de la poesía y encontrar la paz de las piedras, se necesitan otros desiertos, otros sitios sin alma y sin recursos. Oran es uno de ellos. La calle A Pierre Galindo Con frecuencia he oído a los oraneses quejarse de su ciudad: «No hay un ambiente interesante». Pero, bueno, ¡si no lo querríais! Algunas almas candorosas han intentado que se aclimataran en ese desierto las costumbres de otro medio, fieles al principio de que para servir al arte o a las ideas hay que ponerse a ello entre unos cuantos [1] .

El resultado ha sido tal, que no quedan más ambientes instructivos que los de los jugadores de pócker, los aficionados al boxeo, los maníacos de los bolos y las sociedades regionales. Ahí, al menos, reina la naturalidad. Al fin y al cabo, existe cierta grandeza que no se presta a la elevación. Es infecunda por naturaleza. Y los que desean encontrarla, abandonan los «ambientes» para bajar a la calle. Las calles de Oran son una ofrenda al polvo, a los pedruscos y al calor. Si llueve, es el diluvio y un mar de barro. Pero, con lluvia o con sol, las tiendas tienen el mismo aspecto extravagante y absurdo. Todo el mal gusto de Europa y Oriente se ha dado cita en ellas. Se encuentran, mezclados, lebreles de mármol, bailarinas en plan cisne, Dianas cazadoras de galalita verde, discóbolos y segadores: todo lo que sirve como regalo de cumpleaños o de boda, esa turbamulta lamentable que un genio comercial y burlón continúa colocando en las repisas de nuestras chimeneas. Pero esta insistencia en el mal gusto adquiere aquí un aire barroco que se lo hace perdonar todo. Presentado en un estuche de polvo, éste es el contenido de un escaparate: espantosos modelos en escayola de pies torturados, un lote de dibujos de Rembrandt «sacrificados a 150 francos la unidad», engañabobos, billeteras tricolores, un dibujo al pastel del siglo XVIII, un burrito mecánico de peluche, botellas de agua de Provenza para conservar las aceitunas verdes, y una espantosa virgen de madera, de sonrisa indecente. (Para que nadie se equivoque, la «dirección» ha colocado a sus pies un letrero: «Virgen de madera»). En Oran se pueden encontrar: 1. Cafés con el mostrador barnizado de roña, espolvoreado de patas y alas de moscas, con el dueño siempre sonriente a pesar de que el local siempre está vacío. El «solo en taza pequeña» costaba doce céntimos, y en taza grande, dieciocho. 2. Tiendas de fotógrafos en las que la técnica no ha progresado desde la invención del papel sensible. Exponen una fauna singular, imposible de encontrar en la calle: desde el seudomarino, que apoya el codo en una consola, hasta la jovencita casadera, con el talle emperifollado y los brazos colgando ante un fondo silvestre. Puede suponerse que no son retratos del natural: son creaciones. 3. Una edificante abundancia de funerarias. No es que en Oran se muera más la gente que en otras partes, pero me imagino que se le echa más cuento. La simpática ingenuidad de este pueblo comerciante se extiende hasta la publicidad. En la propaganda de un cine oranés, leo el anuncio de una película de tercera.

Subrayo los adjetivos «fastuosa», «espléndida», «extraordinaria», «prestigiosa», «sobrecogedora» y «formidable». Para concluir, la dirección informa al público de los considerables sacrificios que se ha impuesto para poder presentarle esta sorprendente «realización». Con todo, no se aumentará el precio de las entradas. Sería una equivocación creer que sólo aquí se ejerce el gusto por la exageración propio del sur. Con exactitud, los autores de ese maravilloso programa demuestran su penetración psicológica. Se trata de vencer la indiferencia y la profunda apatía que experimentan en esta tierra en cuanto hay que elegir entre dos espectáculos, dos oficios y, con frecuencia, hasta entre dos mujeres. No se deciden más que a la fuerza. Y la publicidad lo sabe bien. Adquirirá proporciones americanas, teniendo — aquí y allá— las mismas razones para exasperarse. Las calles de Oran nos informan finalmente acerca de los dos placeres fundamentales de la juventud local: que les limpien los zapatos, y pasear esos mismos zapatos por el bulevar. Para tener una idea exacta de la primera de esas delicias, hay que confiarles los zapatos, a las diez de la mañana de un domingo, a los limpiabotas del bulevar Gallieni. Encaramado en alguno de los altos sillones, uno puede disfrutar entonces de la particular satisfacción que produce incluso al profano el espectáculo de esos hombres enamorados de su oficio, como claramente lo están los limpiabotas oraneses. Todo se trabaja con detalle. Varios cepillos, tres clases de bayetas, el betún mezclado con gasolina: podría pensarse que la operación ha concluido cuando se ve el relámpago perfecto que nace bajo el cepillo blando. Pero la misma mano entregada vuelve a echar betún en la superficie reluciente, la frota, la empaña, lleva la crema hasta el corazón de las pieles y consigue entonces que brote, bajo el mismo cepillo, un doble y verdaderamente definitivo relámpago que sale de las profundidades del cuero. Las maravillas así obtenidas se exhiben a continuación ante los expertos. Para apreciar esos placeres que se obtienen en el bulevar, conviene asistir a los bailes juveniles de disfraces que se celebran todas las tardes en las grandes arterias de la ciudad. En efecto, entre los dieciséis y los veinte años, los jóvenes oraneses de la «Sociedad» le copian sus modelos de elegancia al cine americano y se disfrazan antes de irse a cenar. Con el pelo ondulado y engominado, que se escapa de un sombrero de fieltro inclinado sobre la oreja izquierda y levantado encima del ojo derecho, con la garganta rodeada por un cuello de camisa suficientemente grande como para tapar lo que deja libre el pelo, con el microscópico nudo de la corbata sujeto por el alfiler de rigor, la chaqueta hasta medio muslo y entallada muy cerca de las caderas, con el pantalón claro y corto, y los zapatos deslumbrantes sobre su triple suela, esa juventud hace sonar cada tarde sobre las aceras su imperturbable aplomo y las chapas de sus zapatos. Se aplica en imitar del todo la facha y la superioridad del Sr. Clark Gable. Por eso, los espíritus críticos de la ciudad llaman normalmente a estos jovencitos, gracias a una poco cuidadosa pronunciación, los «Clares». Sin excepción, los grandes bulevares de Oran se ven invadidos a última hora de la tarde por un ejército de simpáticos adolescentes que hacen los mayores esfuerzos por parecer malvados. Las jóvenes oranesas, que se sienten desde siempre prometidas a estos gangsters de corazón tierno, exhiben también el maquillaje y la elegancia de las grandes actrices americanas. Las mismas malas lenguas las llaman, por tanto, las «Marlenes».

Así que, cuando en los bulevares del atardecer, un estruendo de pájaros sube desde las palmeras al cielo, decenas de Clares y Marlenes se encuentran, se miden y se evalúan, felices de vivir y parecer, entregados durante una hora al vértigo de las existencias perfectas. Dicen los envidiosos que en esos momentos se asiste a las reuniones de la comisión americana. Pero en tales palabras se advierte la amargura de quienes han cumplido ya los treinta años y no pintan nada en tales juegos. Desconocen esos congresos cotidianos de la juventud, y de lo novelesco. Son en verdad esos parlamentos de pájaros que se encuentran en la literatura hindú. Pero, en los bulevares de Oran, no agitan el problema del ser, ni se inquietan por el camino de la perfección. Queda sólo un batir de alas, el pavoneo empenachado, las gracias coquetas y victoriosas, todo el estallido de un canto despreocupado que desaparece con la noche. Desde aquí oigo a Klestakoff: «Habrá que ocuparse de algún asunto elevado». ¡Ay! Es muy capaz de hacerlo. Que alguien lo anime, y poblará este desierto en unos pocos años. Pero, de momento, un alma un poco reservada debe protegerse en esta ciudad fácil, con su pasacalle de jovencitas maquilladas, y sin embargo incapaces de aportar emoción, simulando tan mal la coquetería que enseguida se les descubre el truco. ¡Ocuparse de algún asunto elevado! Contemplen, mejor: Santa Cruz tallada en la roca, las montañas, el mar plano, el viento violento y el sol, las grandes grúas del puerto, los trenes, los almacenes, los muelles y las rampas gigantescas que trepan por el roquedal de la ciudad, y, en la propia ciudad, esos juegos y ese aburrimiento, ese tumulto y esa soledad. A lo mejor es verdad que todo eso no es demasiado elevado. Pero el premio que entregan estas islas superpobladas es que el corazón se desnuda en ellas. El silencio ya sólo es posible en las ciudades ruidosas. Descartes le escribe desde Amsterdam al viejo Balzac: «Me paseo todos los días entre la confusión de un gran pueblo, con la misma libertad y tranquilidad con que usted podría hacerlo en sus alamedas [2]». El desierto en Oran Forzados a vivir ante un paisaje admirable, los oraneses han conseguido salir victoriosos de esta temible prueba recubriéndose de edificaciones bien feas. Uno espera una ciudad abierta al mar, lavada, refrescada por la brisa de los atardeceres. Y, si se excluye el barrio español [3] , se encuentra con una ciudad vuelta de espaldas al mar, construida girando sobre sí misma, como un caracol. Oran es un gran muro circular y amarillo cubierto por un cielo duro. Al principio, se vaga en el laberinto, se busca el mar como el signo de Ariadna. Pero se da vueltas en redondo por calles brutales y opresivas y, al final, el Minotauro devora a los oraneses: es el aburrimiento. Hace mucho tiempo que los oraneses ya no vagan. Han aceptado ser comidos. No se puede saber lo que es la piedra sin venir a Oran.

En esta ciudad, más polvorienta que ninguna otra, el pedrusco es el rey. Lo quieren tanto que los comerciantes lo exponen en sus escaparates para sujetar los papeles o, aún más: sólo de muestra. Lo amontonan a lo largo de las calles, sin duda nada más que para darle gusto a la vista, puesto que, pasa un año, y el montón está en el mismo sitio. Lo que en cualquier otra parte extrae su poesía de lo vegetal, adopta aquí un rostro de piedra. Han recubierto cuidadosamente de polvo el centenar de árboles que puede encontrarse en la ciudad comercial. Son vegetales petrificados que dejan caer de sus ramas un olor áspero y polvoriento. En Argel, los cementerios árabes tienen esa quietud ya conocida. En Oran, por encima del barranco Ras-el-Ain, y en este caso de cara al mar, pegados contra el cielo azul, hay campos de pedruscos gredosos y quebradizos en los que el sol prende cegadores incendios. En medio de esas osamentas de la tierra, de tarde en tarde un geranio púrpura le da su vida y su sangre fresca al paisaje. La ciudad entera está coagulada sobre una ganga pedregosa. Vista desde los Planteurs, es tal el espesor de los acantilados que la cercan, que el paisaje se vuelve irreal a fuerza de ser mineral. El hombre ha sido proscrito. Tanta pesada belleza parece venir de otro mundo. Si se puede definir el desierto como un lugar sin alma donde el cielo es el único rey, entonces Oran espera sus profetas. Alrededor y por encima de la ciudad, la naturaleza brutal de África está adornada con sus ardientes atributos. Hace estallar el desafortunado decorado con que la cubren, lanza sus gritos violentos entre todas las casas y por encima de todos los tejados. Si se sube por una de las carreteras del flanco de la montaña de Santa Cruz, lo primero que aparece son los cubos dispersos y coloreados de Oran. Pero un poco más arriba, ya los rotos acantilados que rodean la meseta se agachan en el mar como animales rojos. Un poco más arriba todavía, y grandes torbellinos de sol y viento recubren, airean y confunden la ciudad desaliñada, dispersa sin orden por las cuatro esquinas de un paisaje rocoso. Lo que se opone aquí es la magnífica anarquía humana y la permanencia de un mar siempre idéntico. Basta eso para que suba hacia la carretera trazada con el filo de una navaja un turbador aroma de vida.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |