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El vampiro de las nieblas – Christie Golden

Los últimos rayos del sol poniente se filtraban por las vidrieras de las ventanas, en la capilla del castillo, y formaban charcos de colores apagados sobre las losas del suelo. La única iluminación artificial provenía de un pequeño brasero que brillaba en el altar. El Gran Sumo Sacerdote de Barovia siguió con su tarea hasta que sus ojos no distinguían ya con claridad. Finalmente, molesto por la ineludible interrupción, dejó el amuleto a un lado y encendió las velas necesarias para continuar. La llama cálida de las bujías iluminaba el presbiterio, aunque dejaba en las sombras la mayor parte de la capilla. La baja estructura de madera que formaba el altar, desprovista de su carácter sagrado para la celebración de ritos, había sido transformada en banco de taller sobre el que se amontonaban los útiles de un delicado trabajo de metalistería: martillos pequeños, tenazas, un yunque de platero de bruñida superficie, pedazos de cera para moldes… El sacerdote de blancos cabellos encendió el último cirio y regresó apresuradamente al talismán, amo exigente que le martilleaba el cerebro con su lastimera llamada para que lo terminase. El Gran Sumo Sacerdote llevaba ya varias semanas fabricándolo, entregado a la tarea con una intensidad febril que le impedía descansar a medida que se acercaba al final. Sin embargo, no por ello acusaba el cansancio; la energía parecía fluir por sus venas al tiempo que guiaba sus manos, torpes e ignorantes. El objeto se hacía a sí mismo y sus dedos nudosos no eran sino meras herramientas. Por una parte, se sentía culpable de abandonar sus obligaciones como sacerdote y refugio de una comunidad de asustados feligreses. Los ataques de los trasgos se intensificaban continuamente, y él se limitaba a enviar a su ayudante para administrar los últimos sacramentos a los muertos, cuyo número aumentaba sin cesar. La voz del amuleto, por otra parte, lo tranquilizaba recordándole que le había sido asignada una misión de mayor importancia, que no estaba forjando una simple joya de orfebre sino un arma como nunca se había visto en este mundo de lamentaciones, y el enemigo a que estaba destinada era muchísimo más terrible que los trasgos, un enemigo que vendría para sumir Barovia en la más temible oscuridad. El anciano hizo una pausa y, con las manos temblorosas por la tensión, se restregó los enrojecidos ojos antes de proseguir. Había fundido dos piezas antiguas para crear la nueva, según las instrucciones que oía en la cabeza; el cristal representaba el don de la tierra; el platino donde se engarzaba el cuarzo también era antiguo, aunque sus dedos habían imprimido sobre el metal precioso ciertas runas de amor, en vez de violencia; el colgante tenía forma de un destellante sol y, cuando colocó la piedra en el centro, se llenó de luz y belleza como un verdadero sol en miniatura. Cinceló con cuidado la última runa, cerró los párpados un instante para desviar el sudor de los ojos y examinó el trabajo de artesanía. Aún quedaba una cosa por hacer; se puso el colgante en el cuello, oculto entre las ropas a la vista de los demás, se tocó el bolso para comprobar si la carta que había escrito de su puño y letra unas semanas antes seguía allí, y sonrió levemente. La energía sobrenatural que todavía lo impulsaba lo alejó del altar y, con la velocidad y seguridad de una persona varios años más joven, lo guió a través de largos pasillos iluminados por antorchas. Uno de los criados del señor lo oyó salir por los pórticos dobles de la capilla y, tras realizar un esfuerzo para darle alcance, le preguntó: —¿Qué sucede, Santidad? —Un caballo —pidió, sin molestarse en mirarlo un momento. El joven corrió en silencio para adelantarse al sacerdote y cumplir la orden. El señor del castillo, antes de partir hacia la guerra, había recomendado a la servidumbre obediencia a Su Santidad en todo. A pesar de la premura con que actuó el criado, el clérigo tuvo que aguardar impacientemente varios minutos fuera de las hermosas puertas talladas del castillo, hasta que un mozo de cuadras le llevó la montura. El Gran Sumo Sacerdote subió casi de un salto a la silla y, haciendo girar al animal de un brusco tirón, salió del patio entre el estrépito de los cascos en dirección al Círculo, donde completaría el divino encargo. La niebla descendía sobre la noche mientras el sacerdote y el caballo galopaban por el antiguo camino de Svalich. Hombre y bestia recibían continuas salpicaduras de barro, pero el viajero, ajeno a todo, azuzaba a la montura para aumentar la velocidad por mandato del amuleto. Acuciado por la impaciencia, abandonó el camino y se dirigió hacia el bosque de Svalich.


Él no conocía el atajo, pero el talismán sí. Llegó por fin a su destino: un círculo de grandes piedras, justo en los límites del pueblo de Barovia. Pretendía desmontar, quitarse el colgante y correr hacia el centro del círculo, todo al mismo tiempo, pero sólo consiguió enredarse los pies en las ropas y caer al suelo pesadamente. «Este viejo cuerpo no da más de sí», pensó con amargura mientras se ponía en pie. Se hincó de hinojos en el centro, junto a una piedra lisa y grande, y depositó el amuleto con reverencia. «La última bendición —se dijo— y todo estará cumplido…». Bien entrada la mañana siguiente, el joven novicio encontró al sacerdote en el mismo lugar, con una expresión de paz en el rostro, curiosamente desdibujado por la muerte, y los grises labios curvados en una leve y dulce sonrisa; en una mano sujetaba el talismán solar y en la otra, una nota. El joven, con los ojos inundados de lágrimas, tuvo que abrir y cerrar los párpados varias veces para poder distinguir las últimas palabras del Gran Sumo Sacerdote. He aquí el gran don de los dioses para una tierra abatida. Utilízalo bien, con reverencia, pero transmite el secreto sólo de clérigo a clérigo. La familia de cuervos descenderá y éste ha de ser el santo símbolo de su linaje, éste cuyo poder es semejante al del sol: luz y calor; porque es la última esperanza para contener la sombra que caerá sobre este desgraciado reino. Capítulo 1 Lejos de Bienhallada, el Orgullo de la Reina se mecía serenamente en las oscuras aguas de la bahía de Aguas Profundas. Una juguetona brisa nocturna agitaba los cabos del catamarán y los lanzaba con estrépito contra la embarcación en la calma relativa de la avanzada hora. El viento arreció y sacudió enérgicamente el estandarte e hinchó la imagen heráldica del árbol dorado sobre cielo azul oscuro cuajado de estrellas. En la distancia, las boyas repicaban amigables avisos y el olor de pescado y salitre impregnaba el aire fresco y húmedo. Al amparo de una calleja, una silueta solitaria contemplaba el navío nostálgicamente. Bajo la luz de Selune, la piel y el cabello del elfo dorado parecían blancos como las perlas, y su gastada túnica azul adquiría el mismo tono grisáceo que la capa y los calzones. La deslucida plata del ribete de la túnica aún reflejaba el resplandor lechoso de la luna. Jander Estrella Solar era alto entre los de su raza, casi un metro ochenta centímetros, y delgado; sus rasgos limpios y marcados se suavizaban ahora con el doloroso recuerdo. Las élficas orejas ahusadas, terminadas en gráciles puntas, se perdían, aunque no por completo, entre los abundantes cabellos dorados. Las botas, silenciosas sobre los maderos de la dársena hinchados por la acción del agua, eran de flexible piel gris y lo cubrían hasta la mitad del muslo. Una daga sencilla, envainada, le adornaba la parte izquierda de la cadera. Sus plateados ojos rebosaban aflicción. ¿Cuántas décadas habían transcurrido desde que había contemplado un barco de su tierra natal por última vez? La gloriosa Bienhallada, lugar de belleza y armonía donde jamás regresaría… Se caló el sombrero con largos y delgados dedos para ocultarse de miradas curiosas. Ya no podía soportarlo más.

Se dio la vuelta y se alejó en silencio de los muelles hacia el corazón de la ciudad que los hombres llamaban Aguas Profundas; también había sido su hogar durante cierto tiempo, antes de que la pasión por los viajes lo arrastrara a la perdición. Raramente se aventuraba en la ciudad, cada vez más poblada, demasiado para su gusto, y residía en una pequeña cueva alejada de la urbe donde aún encontraba árboles y silencio. Allí solazaba su innato amor élfico por la belleza y la naturaleza plantando y cuidando un reducido jardín de flores nocturnas. Esa noche, sin embargo, una necesidad imperiosa lo había llevado a merodear por las inmediaciones del muelle. Se movía en silencio absoluto, con un propósito certero, sin que las botas de piel gris resonaran sobre los guijarros. Pasó de largo ante tabernas, comercios y prostíbulos sin prestarles atención, en dirección al rincón más sórdido de la población, donde las almas más torturadas de Toril lloraban por sus vidas sin sentido, que transcurrían entre la mugre y el dolor. Torció por una esquina, los afilados rasgos descarnados por el hambre y la capa gris flotando a la espalda. El dinero podía comprar remedios para casi todo en Aguas Profundas. Había clérigos para las heridas o magos para la buena fortuna, aunque, en ocasiones, los dioses no escuchaban las plegarias de sus sacerdotes y los encantamientos salían mal, horriblemente mal. Antiguamente, los desgraciados acosados por enfermedades mentales que la magia no podía curar eran encerrados y aislados en sótanos o expulsados a las calles. Algunas personas especialmente crueles llegaban incluso a hacer «desaparecer» a los inoportunos familiares dementes. Hoy en día, en cambio, en el civilizado año de 1072, existía un lugar para los desquiciados sin esperanza. Cerca ya del gran edificio de madera y piedra, Jander se estremeció; incluso desde fuera, sus sensibles oídos sufrían la tortura de la confusión procedente del interior. En su opinión, el horror de los manicomios superaba el de los castillos encantados porque en ellos se escuchaban vívidamente los lamentos de los condenados. No le gustaba acudir allí para alimentarse y lo hacía sólo una vez cada algunos años, siempre que la sed de sangre no se aplacaba con la de animales. Se preparó para lo que le esperaba dentro y se acercó a la puerta. El asilo constaba de dos salas principales: una para hombres y otra para mujeres; en las celdas individuales encerraban a los internos cuya virulencia impedía la convivencia en la sala común, o a aquellos pocos seres patéticos cuyo sexo original había sufrido tales deformaciones que ya no se distinguía. Jander, por principio, nunca entraba en las celdas de aislamiento; a pesar de ser vampiro no podía soportar tanto sufrimiento y tanta fealdad. En primer lugar, una mera neblina deshilachada se colaba en la sala de las mujeres entre las rendijas de los tablones de la puerta; después tomaba color azul, plata y oro y, luego, un ser que podía confundirse con un ángel se materializaba en el lugar de la neblina. Las antorchas situadas en los candelabros de pared, lejos del alcance de los residentes, proporcionaban iluminación suficiente, porque muchos lunáticos sentían horror de la oscuridad y la luz se hacía necesaria. El suelo estaba cubierto de paja y jergones carcomidos; había bacinillas pero eran pocos los que las utilizaban. Una vez cada varias semanas, los cuidadores designados trasladaban a los internos y mojaban las salas con cubos de agua, medida que contribuía escasamente al saneamiento del infecto lugar. Con la gracia de un gato, Jander se abrió paso entre las dementes esparcidas por el suelo; volvía la cabeza de un lado a otro mientras sus argentinos ojos escrutaban el escenario. Algunas se apartaban a su paso y corrían a ocultarse en los rincones, otras ni lo percibían, y un tercer grupo llegaba incluso a arrastrarse hacia él servilmente; apartaba con delicadeza a estas últimas. Hacía casi medio siglo que no iba por allí y no reconocía a ninguna.

Había mujeres de aspecto bastante normal, ancianas cuyo juicio se había trastocado poco a poco hasta abandonarlas por completo; otras, sin embargo, eran monstruosidades desfiguradas, víctimas de sortilegios malogrados o de maleficios deliberados, que aullaban angustiadas y se acurrucaban en los rincones. El espectáculo más lamentable era el de aquellas que permanecían cerca de la cordura, que habrían podido vivir fuera con un poco de ayuda por parte de los familiares, ayuda que nadie se había molestado en prestarles. La creciente población de Aguas Profundas había incidido en el aumento de reclusos, tanto en número como en variedad. La mayoría eran humanos, aunque de vez en cuando se reconocía la forma agazapada de un enano o un halfling; gracias a los dioses no había elfos. En un rincón de aquel lugar frío y húmedo, una mujer arañaba sistemáticamente el muñón sangrante del brazo con una mano cubierta de escamas; las extremidades inferiores también eran de reptil y terminaban en garras de hombre lagarto, aunque su inexpresivo rostro era totalmente humano. Otra, que yacía casi a los pies del vampiro protegiéndose la cabeza con los brazos, se movió al pisarla Jander sin querer, y éste dio un respingo; un rostro completamente desprovisto de rasgos, donde sólo se distinguía una ranura roja en el lugar de la boca, se volvió hacia él. —Ya vienen, ¿sabes? —le susurró una voz en la oreja—. Todos los ojos que te miran desde el final de las antenas, que te miran y se mueven; y las bocas, las bocas… La demente comenzó a proferir incoherencias y a chuparse los dedos. Jander cerró los ojos. Odiaba el manicomio; se procuraría el alimento necesario y se marcharía enseguida. En realidad, esa forma de comer hacía poco daño a los pacientes; Jander se materializaba en la celda, tomaba el fluido necesario para saciar la sed de sangre humana hasta la vez siguiente y desaparecía. Casi nunca bebía tanto como para que la víctima despertara debilitada a la mañana siguiente, y los cuidadores no tenían motivo alguno para mirarles la garganta, por lo que las pequeñas e insignificantes señales nunca habían sido advertidas. Una mujer, algo apartada de las demás, se acurrucaba en un sucio jergón de paja arrinconado contra la pared de piedra. Al principio no le pareció muy diferente de las habituales del asilo. Tenía el cabello negro y enredado, y las pálidas extremidades muy sucias; llevaba el feo sayo marrón típico de aquel agujero infernal, que no era más que un retal que protegía escasamente del frío húmedo y no proporcionaba escudo alguno contra los torpes manoseos de las desquiciadas habitantes. Miró hacia él, tal vez al notar sus ojos. Sorprendentemente, era bastante hermosa, y un suave gemido de pena y admiración escapó de los labios de Jander. A pesar de la porquería y el desorden de sus cabellos, debían de haber sido de un cautivador tono castaño en algún tiempo; tenía grandes ojos, brillantes de llanto, y, mientras la contemplaba, las lágrimas se desbordaron sobre la suciedad de su blanco cutis, y sus labios, sonrosados como flores perfectas en un rostro de porcelana, temblaron ligeramente. Hacía muchísimo tiempo que el vampiro no contemplaba tanta belleza y, desde luego, no esperaba encontrársela allí. Cautivado, se acercó y se arrodilló a su lado. Ella mantuvo su luminosa mirada de color castaño fija en él. —Te saludo —le dijo con voz dulce y musical. La muchacha no respondió y se limitó a seguir mirándolo con enormes ojos tiernos—. Me llamo Jander —prosiguió en el mismo tono suave—. ¿Y tú? ¿De dónde eres? —Ella movió los labios un poco, y Jander, esperanzado, prestó toda su atención; mas ningún sonido salió de ellos.

Se levantó, profundamente decepcionado, mientras ella seguía mirándolo con confianza. ¡Dioses, qué bella…! ¿Quién habría sido capaz de encerrarla en un lugar tan horrendo?—. Me gustaría sacarte de aquí —le confesó con tristeza—, pero no podría cuidarte durante el día.

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