debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


El valle perdido – Algernon Blackwood

MARK y Stephen, gemelos, eran un caso notable incluso dentro de su género: constituían no tanto un alma partida en dos como dos almas hechas con el mismo molde. Sus formas de ser eran casi idénticas: en gustos, en esperanzas, en temores, en deseos, en todo. Incluso les gustaba la misma clase de comida; llevaban la misma clase de sombreros, de corbatas, de trajes; y —lo que era el vínculo más fuerte de todos— por supuesto, les desagradaban las mismas cosas también. A la edad de treinta y cinco años, ninguno de los dos se había casado; porque, invariablemente, les gustaba la misma mujer; y cuando aparecía en su horizonte cierto tipo de chica, abordaban el problema con franqueza, concluían que era imposible separarse, le volvían la espalda a la vez y cambiaban de escenario antes de que dicha joven pusiese en peligro la paz en que vivían. Porque el amor entre ambos era ilimitado —irresistible como una fuerza de la naturaleza, e indeciblemente tierno—, y su único terror era que un día llegaran a separarse. Físicamente, incluso como gemelos, eran asombrosamente iguales. Hasta sus ojos eran idénticos: de ese gris verdoso del mar que a veces tira a azul y por la noche se puebla de sombras. Y las dos caras tenían el mismo tipo de nariz aguileña, labios severos y mandíbula pronunciada. Los dos poseían imaginación, una imaginación disparada, a la vez que una excelente voluntad controladora, sin la que tal don puede llegar a ser fuente de debilidad. Sus emociones eran intensas y vivas también. No de las que producen cosquilleo en la piel del corazón, sino de las que abren surco. Los dos contaban con recursos propios, aunque habían estudiado Medicina movidos por un interés personal, especializándose Mark en enfermedades de los ojos y Stephen en las mentales y nerviosas; y ejercían de manera selectiva, incluso distinguida, en la misma casa de Wimpole Street, con sus nombres en sendas placas de bronce. Así: Dr. Mark Winters, Dr. Stephen Winters. En el verano de 1900 salieron juntos al extranjero, como tenían por costumbre, a pasar los meses de julio y agosto. Solían explorar las cadenas de montañas, recopilando el folclore y la historia natural de cada región en pequeños volúmenes cuidadosamente ilustrados con fotografías de Stephen. Y este año en particular eligieron el Jura; es decir, el tramo que se extiende entre el Lac de Joux, Baulmes y Fleurier. Porque, evidentemente, no podían abarcar toda la cordillera en sólo unas vacaciones. Lo exploraban por partes, año tras año. Y elegían invariablemente como centro de operaciones algún pueblecito tranquilo y apartado donde hubiera menos peligro de conocer gente simpática que pudiese irrumpir en la felicidad de su afecto profundo y fraterno…, de su afecto insondable y místico de gemelos. —Porque en el extranjero —dijo Mark—, la gente tiene unas maneras insinuantes a las que a menudo es difícil resistirse. Desaparece la fría reserva inglesa. La relación se convierte en íntima amistad antes de que a uno le dé tiempo a sopesarla. —Exactamente —añadió Stephen—.


Los convencionalismos que nos protegen en nuestro país se vuelven tenues de repente, ¿verdad? Y uno se queda desarmado y expuesto al ataque… al ataque inesperado. Alzaron los ojos y se echaron a reír; porque se leían el pensamiento el uno al otro como expertos en telepatía. Los dos estaban pensando en el temor de que una mujer acabase llevándose al uno…dejando solo al otro. —Aunque a nuestra edad, uno es casi inmune —comentó Mark; y Stephen, sonriendo, coincidió filosóficamente: —O debería serlo. —Lo es —remachó Mark concluyente. Porque, de común acuerdo, Mark desempeñaba el role de hermano mayor. Su carácter era, si acaso, una pizca más práctico. Era ligeramente más crítico respecto a la vida, quizá; mientras que Stephen estaba más dispuesto a aceptar las cosas sin analizarlas, incluso sin reflexionar. Pero Stephen era más rico en ese patrimonio de sueños que proviene de una imaginación querida por sí misma. II Estaban muy cómodos en el chalet del campesino, del que ocupaban un cuarto de estar y dos dormitorios. Se hallaban en la linde del bosque que se extiende por las laderas de Chasseron, en el extremo de Les Rasses más alejado de Ste. Croix. Marie Petavel les servía los guisos sencillos que les gustaban; y se pasaban el día caminando, escalando y explorando: Mark recogía leyendas y folclore, Stephen realizaba estudios de historia natural, con pequeños mapas y perspectivas que dibujaba con verdadera habilidad. Pero esto era sólo una distribución del trabajo; porque cada uno estaba igualmente interesado en la ocupación del otro, y compartían sus resultados durante las largas tardes, cuando regresaban a tiempo de sus expediciones, fumando en la desvencijada galería de madera, comparando notas, perfilando capítulos, felices como dos niños. Ponían un entusiasmo infantil en todo lo que hacían, y disfrutaban tanto cuando se separaban como cuando estaban juntos. Después de efectuar su excursión cada uno por su cuenta, regresaban invariablemente con sorpresas que despertaban el interés —incluso el asombro— del otro. De este modo, el mundo extranjero de los hoteles —carente de pintoresquismo durante el día, ruidoso y acicalado por la noche— les ignoraba por completo. Y el ver —cuando pasaban por delante, atardecido— esos caravasares en pleno jolgorio les hacía apreciar aún más su apacible refugio en la vecindad del bosque. No llevaban traje de etiqueta en sus equipajes, ni siquiera le smoking. —El ambiente de esos hoteles inmensos envenena francamente el de las montañas —sentenció Stephen—. Elimina toda sensación de «hechizo». —Esa gente —confirmó Mark, con cierto desdén en los ojos— sería mucho más feliz en Trouville o en Dieppe, flirteando y demás. Sintiéndose, pues, al resguardo de esos celos que subyacen terriblemente cerca de la superficie de todos los grandes afectos, de cuya posesión exclusiva depende la vida entera, los dos hermanos miraban con indiferencia los signos de este mundo alegre que les rodeaba. No había en toda la muchedumbre un solo individuo que pudiese introducir peligro alguno en sus vidas: ¡al menos, ninguna mujer que pudiese gustar a uno de los dos se encontraba allí! Porque hay que subrayar esta idea, aunque sin exagerar. Ciertos episodios del pasado (protagonizados generalmente, además, por alguna mujer no inglesa; por ejemplo, la aventura de Budapest, o el incidente en Londres con la joven griega que fue la primera paciente de Mark y luego de Stephen), de los que escaparon sólo gracias a la fuerza de voluntad de ambos, habían demostrado que el peligro era real.

Ninguno de los dos hacía referencia clara a dicho peligro; aunque sin duda tenían más o menos vívidamente presente, cada vez que llegaban a un nuevo lugar, la singular quimera de que un día llegaría una mujer, escogería a uno y dejaría solo al otro. Era instintivo, probablemente, como es instintivo en el ciervo el miedo al lobo. Lo curioso —aunque bastante natural— era que cada hermano tenía miedo por el otro y no por sí mismo. Si alguien hubiese dicho a Mark que un día se casaría, éste se habría encogido de hombros con una sonrisa, y habría replicado: «No, ¡pero mucho me temo que Stephen sí se case!». Y viceversa. III Y entonces, de un cielo despejado, cayó el rayo… sobre Stephen. Le cogió totalmente desprevenido, y le dejó tambaleante. Porque Stephen, aún más que su hermano, poseía ese don glorioso aunque funesto, común a los poetas y los niños, por el que con unos pocos detalles insignificantes el alma construye para sí todo un cielo donde habitar. Fue a finales del primer mes, un mes de serena felicidad juntos. Desde su exploración de los Abruzzos, dos años antes, no habían disfrutado tanto. Y ni un alma había venido a turbar su intimidad. Estaban haciendo planes para trasladar su cuartel general unas millas más hacia el Val de Travers y el Creux du Van; y les faltaba sólo fijar el día de la marcha, cuando Stephen, que volvía de pasar la tarde entregado a la fotografía, vio con súbito e inesperado desconcierto… un Rostro. Y la impresión fue literalmente como un golpe en pleno corazón. Cómo puede ocurrirle una cosa así a un hombre fuerte, a un hombre de mente equilibrada, sano de espíritu y de nervios, y cambiar en un instante su serenidad en febril y apasionado deseo de posesión, es un misterio demasiado profundo para que lo puedan explicar la filosofía o la ciencia. Le invadió un súbito y tempestuoso deleite, un verdadero vértigo del alma, maravillosamente dulce a la vez que mortal. Aunque tales casos suelen ser rarísimos, es innegable que ocurren a veces. Regresaba a casa, oscurecido ya, algo cansado. El sol se había ocultado tras el horizonte de Francia, a su espalda. Desde el otro lado del extenso campo que llegaba hasta las montañas distantes del valle del Ródano, la luz de la luna ascendía con alas de espectral resplandor y se adentraba en las hendiduras y pinares del Jura, en torno suyo. El aire fresco de la noche se movía susurrante; se veían parpadear luces a través de las aberturas entre los árboles, y todo olía como un jardín. Debió de desviarse bastante de la dirección correcta —sendero no había ninguno—, porque en vez de dar con el camino de montaña que conducía derecho al chalet, desembocó de repente en un charco de luz eléctrica que rodeaba uno de los pequeños hoteles de madera, junto a la linde del bosque. Lo reconoció en seguida porque él y su hermano lo evitaban siempre deliberadamente. No parecía tan animado y concurrido como los grandes caravasares; de todos modos, estaba lleno de una clase de gente por la que ellos no sentían el menor interés. Stephen se había apartado lo menos media milla de su camino.

.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |