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El ultimo vagon – Angeles Doñate

Las manos crispadas de Hugo Valenzuela esperaban una orden. Solo una, simple y directa: «Ciérrala». Pero su cerebro era incapaz de dársela. «¿Qué broma es esta?», le había espetado a su secretaria cuando le había entregado la carpeta verde. —Escuela Pública Artículo 123. Expediente de cierre. Pendiente de revisión —leyó ella algo nerviosa. —Me alegra descubrir que sabe usted leer con fluidez —murmuró lo suficientemente alto para que pudiera oírle—. ¿Desde cuándo un inspector jefe de la Dirección General de Educación se ocupa de algo así? Parece usted novata. Carolina, a punto de jubilarse, se lamentó de su suerte. Hugo era un jefe duro y exigente, un adicto al trabajo que la obligaba a hacer horas extras incluso en domingo, pero siempre se había mostrado educado. Estaba preparado y, según decían en los despachos de la planta de los jefes, era un profesional con un futuro prometedor que trabajaba duro. Por eso, a pesar de que era mucho más joven que ella, siempre lo había respetado y admirado. ¿Estaría a punto de perder esas virtudes? —La secretaria del director general me la ha entregado porque quiere que nuestra sección se ocupe de este expediente —pareció dudar la mujer ante la mirada interrogante—. Dice que es un caso especial. Son solo treinta alumnos y el maestro debería jubilarse, pero se resiste para evitar el cierre de la escuela. El director general cree que es el momento adecuado para tomar una decisión definitiva. El inspector jefe dio un manotazo en el aire, tratando de apartar las palabras que salían de la boca de su asistente. —Pues dele el expediente a Martínez o a Pascual. Los técnicos son los que se ocupan de estos temas. ¿Necesito recordárselo? Que lo estudien y me comenten lo que sea antes de tomar «una decisión definitiva» —ironizó. Volvió a concentrarse en sus papeles, dando por zanjada la discusión y esperando que ella desapareciera por la puerta. —A Martínez lo han intervenido esta mañana de urgencias a causa de una peritonitis, y le recuerdo que Pascual está de permiso en Estados Unidos. Se casaba su hija y… —se excusó Carolina, sin moverse un centímetro. Hugo bufó.


Estaba claro que, a un par de meses de sus vacaciones de primavera, le había caído un regalo que no podía devolver. «¡Con todos los expedientes abiertos que están a punto de comérseme!», se quejó para sus adentros. Recordó su tabla de surf y los billetes de avión que lo llevarían tras la gran ola. Se dijo que tendría que tomar una decisión «más que rápida, supersónica» sobre la Escuela Pública Artículo 123. «¡Qué nombre tan ridículo! Solo por eso ya merece ser cerrada», pensó mientras alargaba la mano y recogía el expediente. Tres horas después, la luz de su despacho era la única que continuaba encendida en la Dirección General. De pie y frente al gran ventanal, Hugo Valenzuela contemplaba su propia imagen reflejada. Perdido en sus pensamientos, ignoró a la luna llena, que se le ofrecía como una confidente discreta. A sus pies, veinte pisos más abajo, una procesión de coches avanzaba por la avenida Central. El sonido de los bocinazos y las frenadas le recordó que era viernes y que los conductores estaban dispuestos a jugarse sus cervicales por llegar a casa cuanto antes. No compartía ese anhelo. En dieciocho años de carrera nunca había tenido prisa por volver a su apartamento, donde le esperaban su equipo de música de alta tecnología y una biblioteca que eran la envidia de muchos amigos. A su espalda, sobre la mesa de caoba, yacía abierto en canal el expediente enfermo de la Escuela Artículo 123. De la carpeta habían escapado gráficas de población, estudios de rentabilidad, un par de cartas firmadas por el director de la escuela y la comunidad de vecinos, decenas de dibujos de jóvenes artistas. Incluso varias redacciones escolares habían ocupado el espacio destinado a su portátil, algunas de ellas realmente emotivas. Nadie se resignaba a la desaparición de la escuela. Sin embargo, ninguno de esos documentos había impresionado al inspector jefe, acostumbrado a tomar decisiones poco populares sin que le temblara el pulso. Había sido una inocente foto la que había hecho diana en sus sentimientos, inquietándolo. Unas pequeñas manchas ocres empezaban a comerse sus esquinas, pero en el centro se distinguía perfectamente un vagón de madera, en el que alguien había pintado una y mil veces «Malinalli Tenepatl». Debajo, y con una caligrafía más torpe, otra mano había añadido «Escuela Artículo 123». En la puerta, un adulto y un pequeño grupo de mocosos de diferentes edades sonreían como si adivinaran la trascendencia que tendría ese momento muchos años después. «Como si supieran que, algún día y en un despacho, juntos podrían detener el cierre de su escuela», reflexionó sorprendido. Sus caras compartían el color de los que pasan la vida expuestos al sol, a la lluvia y al viento. Unos iban descalzos, otros llevaban ropas que, de tan usadas, parecían invisibles, y algunos escondían sus manos, conscientes de su vejez anticipada. El trabajo duro las había agrietado.

En primera fila, un perro feo y despeluchado, de espaldas al fotógrafo, parecía dirigir aquel coro mudo. Por detrás, alguien había escrito «Campos Verdes, 1971». Hugo Valenzuela no estaba acostumbrado a que la duda le corroyera. Una cosa era enfrentarse a porcentajes y otra muy diferente, a las caras ilusionadas de sus posibles víctimas. Salió del despacho sin volver la vista atrás. —Ya sé que espera que tome una decisión lo antes posible, pero… —le dijo a un invisible jefe. «La decisión», murmuró sabiendo que lo único que se esperaba de él, el más implacable de todos los funcionarios de la Secretaría, era que justificara con un buen informe cargado de razones el cierre de aquella escuela. Mientras, a cientos de kilómetros y en una estación abandonada de tren, un viejo maestro recogía los cuadernos que sus alumnos habían dejado tirados. Con mimo, acariciaba cada uno de ellos como un tesoro preciado. Los rayos de la misma luna, que se colaban a través de los barrotes del pequeño ventanuco del vagón, seguían sus pasos vacilantes, dotándolos de luz. Don Ernesto, al igual que Hugo Valenzuela, también la ignoró, perdido en una oscuridad amable y suave, donde solo reinaba el olor a azahar de su infancia y el sonido de las risas de los alumnos de toda una vida. 2 «No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo lo hice mi amigo y ahora es único en el mundo». ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY —¿Estará muerto? —preguntó Chico. Tuerto y Valeria se encogieron de hombros. —¿Tú qué crees, Ikal? —insistió Chico. El golpe de su voz me sorprendió más que el cuerpo desmadejado que habíamos encontrado tirado al borde del camino. Chico era el mayor de todos. Tenía catorce años y unos brazos fuertes, acostumbrados a trabajar en el campo. Fumaba y, de vez en cuando, bebía. Eso, y un carácter explosivo, lo habían convertido en el jefe sin la más mínima discusión. Yo era el más pequeño en todos los sentidos. Tenía once años, unas piernas como alambres y una voz que se resistía a cambiar. Nunca había fumado y estaba seguro de que hacerlo me mataría. No serían ni la nicotina ni el alquitrán: serían la escoba de mi madre o el cinturón de mi padre.

Eso me convertía en la mascota del grupo o incluso en la pulga de la mascota. También sin discusión. ¿Por qué Chico se dirigía a mí? Tres pares de ojos se posaron en mi cara. ¿Era una prueba? Sentí que me estaba jugando algo, no sabía el qué, pero algo importante. No podía fallarles. No podía fallarme. Me mordí los labios con fuerza y me acerqué hasta aquel hombre. Lo observé como a uno de mis gusanos, uno de los que guardaba en la caja de cartón. Como ellos, era de color gris. Sus ojos estaban abiertos, clavados en algún planeta. Chico y Tuerto le habían escupido, le habían insultado. No se había movido. O dormía muy profundamente o, efectivamente, tanto le daba ya lo que hiciéramos con él. A su lado descansaba un bastón. Lo cogí y, despacio, rocé el cuerpo. Siguió quieto y eso me animó a golpearlo con más fuerza. Y entonces pasó lo que pasó. Entre la maleza, apareció un pequeño perro ladrando con rabia. Avanzaba despacio pero sin dudar. Chico, Valeria y Tuerto salieron corriendo. El perro y yo nos quedamos mirándonos, separados por el cadáver. No podía moverme. Mis piernas no me obedecían. Allí estábamos: un niño mestizo agarrado al bastón, y aquel chucho sucio y mil leches agarrado a su ira, sin que ninguno de los dos tuviéramos muy claro qué hacer. ¿Perseguir a los tres amigos que corrían? ¿Atacarme? ¿Lanzar el bastón? ¿Seguir ladrando? ¿Gritar? ¿Desaparecer de nuevo entre los matorrales? El tiempo pesaba.

De repente, el animal hizo algo que no me esperaba, algo sin importancia que uniría nuestros destinos para siempre. Bajó la cabeza. Miró al borracho apestoso, con la ropa llena de vómitos y un solo zapato. Gimió con tanto dolor que mis ojos estallaron en lágrimas. El bastón cayó de mis manos. Hasta yo, la pulga de la mascota, entendí aquella pena tan grande. Empezó a lamer la cara del que había sido su amo. Me puse de rodillas a su lado y él me lo permitió. Por un instante me miró y, aunque nadie me creyera después, yo sé que me sonrió al ver cómo lloraba con él. Así nos quedamos, uno al lado del otro y en silencio, contemplando al muerto, conscientes de que aquel momento y aquel camino eran la frontera entre el antes y el después. Nada volvería a ser igual. Él se había quedado sin su vagabundo y sus tiempos de camino. Y yo, el hijo único de un ferroviario, había visto mi primer cadáver y había sido aceptado en una pandilla por un acto de valentía involuntaria. Pero sobre todas las cosas importantes de aquel día y de los siguientes, yo, Ikal, y él, que aún no se llamaba Quetzal, habíamos encontrado al mejor de los amigos que jamás tendríamos. Nos habíamos encontrado.

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