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El Último Deseo – Andrzej Sapkowski

Geralt de Rivia, brujo y mutante sobrehumano, se gana la vida como cazador de monstruos en una tierra de magia y maravilla: con sus dos espadas al hombro —la de acero para hombres, y la de plata para bestias— da cuenta de estriges, mantícoras, grifos, vampiros, quimeras y lobisomes, pero sólo cuando amenazan la paz. Irónico, cínico, descreído y siempre errante, sus pasos le llevan de pueblo en pueblo ofreciendo sus servicios, hallando las más de las veces que los auténticos monstruos se esconden bajo rostros humanos. En su camino sorteará intrigas, elegirá el mal menor, debatirá cuestiones de precio, hollará el confín del mundo y realizará su último deseo: así comienzan las aventuras del brujo Geralt de Rivia.


 

Vino a él al romper el alba. Entró con mucho cuidado, sin decir nada, caminando silenciosamente, deslizándose por la habitación como un espectro, como una visión, el único sonido que acompañaba sus movimientos lo producía el albornoz al rozar la piel desnuda. Y sin embargo, justo este sonido tan débil, casi inaudible, despertó al brujo. O puede que sólo le sacara de una duermevela en la que se acunaba monótono, como si estuviera en las profundidades insondables, colgando entre el fondo y la superficie de un mar en calma, entre masas de sargazos ligeramente movidos por las olas. No se movió, no pestañeó siquiera. La chica se acercó, se quitó el albornoz despacito, vacilando apoyó la rodilla doblada en el borde de la cama. Él la observó por debajo de las pestañas casi cerradas, fingiendo que aún dormía. La muchacha se subió con cuidado al lecho, encima de él, apretándole entre sus muslos. Apoyada en los brazos abiertos le rozó ligeramente el rostro con unos cabellos que olían a manzanilla. Decidida y como impaciente, se inclinó, tocó con la punta de sus pechos sus párpados, sus mejillas, su boca. Él se sonrió, asiéndola por los hombros con un movimiento muy lento, muy cuidadoso, muy delicado. Ella se irguió, huyendo de sus dedos, resplandeciente, iluminada, difuminado su brillo en la claridad nebulosa del amanecer. Él se movió, manteniendo la presión de ambas manos le impedía suavemente cambiar de posición. Pero ella, con movimientos de caderas muy decididos, le exigió respuesta. Él respondió. Ella cesó de intentar escaparse de sus manos, echó la cabeza hacia atrás, dejó caer sus cabellos. Su piel estaba fría y era sorprendentemente lisa. Los ojos que contempló cuando acercó el rostro a su rostro eran grandes y oscuros como los ojos de una ninfa. El balanceo le sumergió en un mar de manzanilla que le agitaba y le murmuraba, embargándole de paz. El brujo I Después dijeron que aquel hombre había venido desde el norte por la Puerta de los Cordeleros. Entró a pie, llevando de las riendas a su caballo. Era por la tarde y los tenderetes de los cordeleros y de los talabarteros estaban ya cerrados y la callejuela se encontraba vacía.


La tarde era calurosa pero aquel hombre traía un capote negro sobre los hombros. Llamaba la atención. Se detuvo ante la venta del Viejo Narakort, se mantuvo de pie un instante, escuchó el rumor de las voces. La venta, como de costumbre a aquella hora, estaba llena de gente. El desconocido no entró en el Viejo Narakort. Condujo el caballo más adelante, hacia el final de la calle. Allí había otra taberna, más pequeña, llamada El Zorro. Estaba casi vacía. Aquella taberna no gozaba de la mejor fama. El ventero sacó la cabeza de un cuenco con pepinillos en vinagre y dirigió su mirada hacia el huésped. El extraño, todavía con el capote puesto, estaba de pie frente al mostrador, rígido, inmóvil, en silencio. —¿Qué va a ser? —Cerveza —dijo el desconocido. Tenía una voz desagradable. El posadero se limpió las manos en el delantal de tela y llenó una jarra de barro. La jarra estaba desportillada. El desconocido no era viejo, pero tenía los cabellos completamente blancos. Por debajo del abrigo llevaba una raída almilla de cuero, anudada por encima de los hombros y bajo las axilas. Cuando se quitó el capote todos se dieron cuenta de que llevaba una espada en un cinturón al dorso. No era esto extraño, pues en Wyzima casi todos portaban armas, pero nadie acostumbraba a llevar el estoque a la espalda como si fuera un arco o una aljaba. El desconocido no se sentó a la mesa, entre los escasos clientes, continuó de pie delante del mostrador, apuntando hacia el posadero con ojos penetrantes. Bebió un trago. —Posada busco para la noche. —Pues no hay —refunfuñó el ventero mirando las botas del cliente, sucias y llenas de polvo—. Preguntad acaso en el Viejo Narakort. —Preferiría aquí.

—No hay. —El ventero reconoció al fin el acento del desconocido. Era de Rivia. —Pagaré bien —dijo el extraño muy bajito, como inseguro. Justo entonces fue cuando comenzó toda esta abominable historia. Un jayán picado de viruelas, que no había apartado su lúgubre mirada del extraño desde el momento mismo de su entrada, se levantó y se acercó al mostrador. Dos de sus camaradas se quedaron por detrás, a menos de dos pasos. —¡Ya te han dicho que no hay sitio, bellaco, rivio vagabundo! —gargajeó el picado de pie junto al desconocido—. ¡No necesitamos gente como tú aquí, en Wy zima, ésta es una ciudad decente! El desconocido tomó su jarra y se apartó. Miró al ventero, pero éste evitó sus ojos. No se le ocurriría defender a un rivio. Al fin y al cabo, ¿a quién le gustaban los rivios? —Todos los rivios son unos ladrones —continuó el picado, dejando un olor a cerveza, ajo y rabia—. ¿Escuchas lo que te digo, degenerado? —No te oye. Tiene boñigas en las orejas —dijo uno de los que estaban detrás. El otro se rió. —Paga y lárgate —vociferó el caracañado. El desconocido le miró por primera vez. —Cuando termine mi cerveza. —Te vamos a echar una mano —gruñó el jayán. Arrancó la jarra de las manos del rivio y al mismo tiempo, agarrándole por los hombros, clavó los dedos en las correas de cuero que cruzaban el pecho del extraño. Uno de los de detrás preparó el puño para golpearle. El extraño se revolvió en su sitio, haciendo perder el equilibrio al picado. La espada silbó en el aire y brilló un momento a la luz de las lamparillas. Hubo una agitación. Gritos.

Uno de los otros parroquianos se precipitó hacia la salida. Una silla cayó con un crujido, la loza de barro se desparramó por el suelo con un chasquido sordo. El ventero, con los labios temblando, miró a la destrozada cara del picado, cuyos dedos aferrados al borde del mostrador se iban desprendiendo, desapareciendo de la vista como si se hundiera en el agua. Los otros dos estaban tendidos en el suelo. Uno inmóvil, el otro retorciéndose de dolor y agitándose en un charco oscuro que crecía rápidamente. En el ambiente vibró, hiriendo los oídos, un agudo e histérico grito de mujer. El ventero, asustado, tomó aliento y comenzó a vomitar. El desconocido retrocedió hasta la pared. Encogido, tenso, alerta. Sujetaba la espada con las dos manos, agitando la punta en el aire. Nadie se movía. El miedo, como un viento helado, cubría las caras, soldaba los miembros, cegaba las gargantas. Un piquete de la ronda, compuesto por tres guardias, entró en la venta con estruendo. Debía de haber estado cerca. Para el servicio llevaban porras envueltas en tiras de cuero pero, al ver los cuerpos, echaron mano con rapidez a los estoques. El rivio pegó la espalda contra la pared y con la mano izquierda sacó un estilete de la bota. —¡Tira eso! —vociferó uno de los guardias con la voz temblona—. ¡Tíralo, canalla! ¡Te vienes con nosotros! Otro guardia dio una patada a la mesa que le impedía acercarse al rivio por detrás. —¡Ve a por refuerzo, Treska! —gritó al tercero, que estaba más cerca de la puerta. —No hace falta —dijo el extraño, bajando la espada—. Iré por mi propio pie. —Claro que vienes, hijo de perra, pero encadenado —le increpó el que estaba temblando—. ¡Arroja la espada o te rompo la crisma! El rivio se enderezó. Con rapidez, colocó la hoja debajo de la axila izquierda y con la mano derecha elevada hacia arriba, en dirección a los guardias, marcó en el aire un rápido y complicado signo. Comenzaron a brillar los numerosos gemelos situados en las vueltas de los puños, unos puños largos hasta los codos del caftán de cuero.

Los guardias se retiraron, protegiéndose los rostros con sus antebrazos. Uno de los parroquianos dio un salto, otros, de nuevo, se acercaron a la puerta, la mujer volvió a gritar, salvajemente, con estridencia. —Iré por mi propio pie —repitió el desconocido con una extraña voz metálica —. Y vosotros tres por delante, llevadme al corregidor. Desconozco el camino. —Sí, señor —barbotó el guardia, dejando caer la cabeza. Se movió hacia la puerta, inseguro. Los dos restantes salieron detrás de él, apresurados. El extraño siguió sus pasos, guardando la espada en su vaina y el estilete en la bota. Cuando pasaban las mesas, los clientes escondían los rostros entre los gorgueros de los jubones. II Velerad, corregidor de Wy zima, reflexionaba sobre la cuestión mientras se rascaba la barbilla. No era supersticioso ni cobarde, pero no le agradaba quedarse con el albino a solas. Se decidió por fin. —Salid —ordenó a los guardias—. Y tú siéntate. No, no aquí, allí, más lejos, si te parece. El desconocido se sentó. No tenía ya ni la espada ni el capote negro. —Escucho —dijo Velerad, jugueteando con una pesada maza que estaba sobre la mesa—. Soy Velerad, corregidor de Wyzima. ¿Qué me has de decir, señor bandido, antes de que te mande a la mazmorra? Tres muertos, intento de lanzar un hechizo, no está mal, nada mal. Tales crímenes se castigan aquí en Wyzima con empalamiento. Pero como soy una persona justa, te escucharé antes. Habla. El rivio se desabrochó la almilla, sacó de debajo de ella un pergamino de blanca piel de cabrito.

—Claváis esto en las tabernas y en los cruces de caminos —dijo con voz queda—. ¿Es verdad lo que pone aquí? —Ajá —murmuró Velerad, contemplando las runas escritas en la piel—. Así que es eso. ¡Que no me haya dado cuenta de ello enseguida! Así es, la verdad de las verdades. Está firmado por Foltest, rey de Temeria, Pontar y Mahakam. Lo que quiere decir que es cierto. Pero las proclamas son proclamas y la ley es la ley. ¡En Wyzima soy yo quien guarda de la ley y del orden! ¡No consiento que se mate a nadie! ¿Entiendes? El rivio asintió con la cabeza en señal de que entendía. Velerad resopló rabiosamente. —¿Tienes la divisa de brujo? El desconocido rebuscó de nuevo dentro del caftán, extrajo un medallón redondo en una cadena de plata. El medallón tenía el grabado de una cabeza de lobo mostrando las fauces abiertas. —¿Tienes nombre? Da igual el que sea, no te pregunto por curiosidad, sólo para hacer más fácil la conversación. —Me llamo Geralt. —Sea pues Geralt. ¿De Rivia, como concluyo por tu acento? —De Rivia. —Bien. ¿Sabes, Geralt? Tómatelo con calma. —Velerad señaló la proclama con la mano abierta—. Es un asunto serio. Ya lo han intentado muchos. Esto, hermano, no es lo mismo que rebanarle el pescuezo a un par de bravucones. —Lo sé. Es mi oficio, corregidor. Está escrito: recompensa de tres mil ducados. —Tres mil.

—Velerad hizo una mueca—. Y la princesa como esposa, aunque nuestro amado Foltest no lo haya añadido. —No estoy interesado en la princesa —dijo tranquilo Geralt. Estaba sentado, inmóvil, con las manos sobre las rodillas—. Está escrito: tres mil. —¡Qué tiempos, Señor! —refunfuñó el corregidor—. ¡Qué asquerosos tiempos! Hace sólo veinte años, ¿a quién se le iba a ocurrir, ni siquiera borracho, que pudiera haber tales profesiones? ¡Brujos! ¡Trashumantes cazadores de basiliscos! ¡Asesinos ambulantes de dragones y utopes! ¿Geralt? ¿En tu gremio se os permite beber? —Por supuesto. Velerad dio una palmada. —¡Cerveza! —gritó—. Y tú, Geralt, siéntate más cerca. Qué más me da. La cerveza estaba fría y espumosa. —Vivimos tiempos asquerosos —monologaba Velerad mientras daba sorbos de la jarra—. Pululan por ahí todo tipo de porquerías. En Mahakam, en las montañas, hormiguean los bobolakos. Antes en los bosques aullaban los lobos y ahora, sin ir más lejos, hay espectros, borowikis de esos, lobisomes y otras basuras. En las aldeas, las náyades y las plañideras roban niños, lo menos ciento llevan ya. Monstruos de los que nadie había oído hacía tiempo, se le ponen a uno los pelos de punta. ¡Y encima esto para acabar de rematarlo! —Empujó el rollo de pergamino por encima de la mesa—. No es de extrañar, Geralt, que hay a tanta demanda de vuestros servicios. —Esto es una proclama real, corregidor. —Geralt levantó la cabeza—. ¿Conocéis más detalles? Velerad se echó para atrás en su silla, puso las manos sobre la barriga. —¿Detalles, dices? Los conozco. No de primera mano, pero de fuentes bien informadas.

—De eso se trata. —Eres obstinado. Como quieras. Escucha. —Velerad dio un trago de cerveza, bajó la voz—. Nuestro amado Foltest, cuando aún era príncipe, en el reinado del viejo Medell, su padre, nos enseñó de lo que era capaz, y era capaz de mucho. Contábamos con que se le pasaría con la edad. Y hete aquí que poco antes de su coronación, justo poco después de la muerte del viejo rey, Foltest se superó a sí mismo. Todos nos quedamos boquiabiertos. En pocas palabras: le hizo un hijo a su propia hermana Adda. Adda era más joven que él, siempre estaban juntos, pero nadie se lo podía imaginar, bueno, quizás la reina. Rápidamente: nos damos cuenta, y aquí Adda con una tripa así, y Foltest comienza a hablar de boda. Con la hermana, ¿te das cuenta, Geralt? La situación se volvió crítica de la leche, porque justo entonces a Vizimir de Novigrado se le ocurrió querer casar a su Dalka con Foltest y envió un embajador, y entonces tuvimos que agarrar al rey de las manos y de los pies porque quería insultar y golpear a los mensajeros. Lo conseguimos, y menos mal, porque si Vizimir se hubiera enfadado nos habría sacado los hígados. Después, no sin la ayuda de Adda, que tenía influencia sobre su hermano, conseguimos quitarle de la cabeza al rapaz la idea de una boda inmediata. Bueno, y luego Adda dio a luz en la fecha prevista, ¡y cómo! Ahora estate atento porque la cosa empieza. A aquello que nació no lo vio mucha gente, pero una comadrona se tiró por la ventana de la torre y se mató, y la otra perdió el seso y hasta el día de hoy sigue grillada. Por ello juzgo que el bastardo no debía de ser especialmente encantador. Era una niña. De todas formas murió enseguida, nadie, en cualquier caso, se había dado mucha prisa en anudarle el cordón umbilical. Adda, por suerte, no sobrevivió al parto. Y luego, hermano, Foltest cometió de nuevo otra estupidez. Habría que haber quemado a la bastarda, qué sé y o, o haberla enterrado allá en algún despoblado, y no guardarla en un sarcófago en los subterráneos del alcázar. —Demasiado tarde ahora para discutirlo. —Geralt levantó la cabeza—.

En cualquier caso, habría que haber llamado a algún Sabio Encantador. —¿Te refieres a esos engañabobos con estrellitas en las capuchas? Pues claro, acudieron a docenas, pero después, cuando apareció lo que está dentro del sarcófago. Y lo que se arrastra fuera de él por las noches. Y no empezó a salir desde el principio, claro que no. Después del entierro tuvimos siete años de tranquilidad. Hasta que una noche, con la luna llena, algazara en el palacio, griterío, jaleo. Para qué hablar más, sabes de lo que se trata, has leído la proclama también. La cría se había desarrollado en su tumba, y bastante además, y los dientes le crecían a ojos vista. En una palabra, una estrige. Una pena que no hay as visto los cadáveres, como y o. Seguro que dejarías a un lado Wy zima dando un buen rodeo. Geralt no dijo nada. —Entonces —continuó Velerad—, como te dije, Foltest convocó a toda una manada de encantadores. Vociferaron el uno detrás del otro, por poco no se pegaron con esos garrotes que llevan, seguramente para espantar a los perros cuando alguien los azuza contra ellos. Y me da la sensación de que les echan los perros regularmente. Perdóname, Geralt, si tienes una opinión distinta de los hechiceros, seguro que la tienes, dada tu profesión, pero para mí no son otra cosa más que gorrones e idiotas. La gente confía más en vosotros, los brujos; sois, por así decirlo, más concretos. Geralt se sonrió, no dijo nada. —Pero, al grano. —El corregidor fue hasta un barril, echó más cerveza al rivio y a sí mismo—. Algunos de los consejos de los hechiceros no parecían nada estúpidos. Uno propuso la quema de la estrige, junto con el alcázar y el sarcófago, otro aconsejó cortarle la cabeza con una lay a, el resto era partidario de clavar estacas de abedul en diversas partes del cuerpo, por supuesto de día, cuando la diablesa durmiera en su tumba, cansada de sus escapadas nocturnas. Sin embargo había uno, un eremita giboso, un necio que llevaba un gorro de cucurucho sobre un cráneo completamente calvo. A éste se le ocurrió que se trataba de un hechizo, que se podía romper y que la estrige volvería a ser de nuevo la hija de Foltest, hermosa como una pintura. Tan sólo había que aguantar en la cripta toda una noche y hala, listos.

Después de decir esto, te imaginas, Geralt, vay a un mentecato que sería, se metió en el alcázar a pasar la noche. Como te será fácil adivinar, no quedó mucho de él, ni siquiera el gorro ni la vara. Pero Foltest se aferró a esta idea como a un clavo ardiendo. Prohibió cualquier intento de matar a la estrige y trajo a Wyzima a los charlatanes de los más remotos rincones del país para que transformaran a la estrige en una princesa. Éstos sí que eran pintorescos. Una tía sonada, un cojo, tan sucios, hermano, tan piojosos, daban pena. No, y venga a echar encantos, sobre todo encima de no sé qué barreños y jarras. Por supuesto, Foltest o el consejo desenmascararon rápidamente a varios, incluso colgaron a un par de ellos de las almenas, pero a muy pocos, a demasiado pocos. Yo los hubiera colgado a todos. El que la estrige, entretanto, se devorara cada día a alguien más, no prestando atención a los estafadores y sus hechizos, creo que no tengo ni que decirlo. Ni tampoco que Foltest y a no vivía en el alcázar. Nadie vivía ya allí. Velerad hizo una pausa, dio un trago de cerveza. El brujo callaba. —Y esto continúa, Geralt, desde hace seis años, porque el bicho nació hace unos catorce. Entretanto hemos tenido algunas otras preocupaciones, porque nos peleamos con Vizimir de Novigrado, pero por razones comprensibles y honestas, se trataba de desplazar algunos mojones fronterizos y no de yo qué sé qué hijas o qué uniones. Foltest, dicho sea de paso, comienza ya a hablar de matrimonio y mira los retratos enviados por los palacios vecinos, cuando antes simplemente los hubiera tirado a la letrina. Pero de vez en cuando le invade de nuevo su manía y envía jinetes a buscar otros hechiceros. E incluso ofreció un premio, tres mil, lo que hizo que se reunieran unos cuantos chiflados, caballeros andantes, y hasta un pastorcillo, cretino bien conocido por todos estos alrededores, que en paz descanse. Y a la estrige le va muy bien. Sólo que de vez en cuando se come a alguien. Se puede uno acostumbrar a todo. Y al menos sacamos algún provecho de estos héroes que intentan desencantarla, porque la bestia se atiborra en su rincón y no pindonguea fuera del alcázar. Y Foltest tiene un palacio nuevo, bien bonito. —Durante seis años.

—Geralt levantó la cabeza—. ¿Durante seis años no hubo quien solucionara el problema? —Y no. —Velerad miró al brujo fijamente—. Porque seguramente el problema no tiene solución y hay que resignarse a ello. Me refiero a Foltest, nuestro amado y benévolo señor, el cual todavía continúa mandando clavar esas proclamas en las encrucijadas de los caminos. Sólo que, de alguna manera, cada vez hay menos voluntarios. Últimamente, es cierto, hubo uno, pero quería los tres mil por adelantado. Así que le metimos en un saco y le echamos al lago. —No faltan pícaros. —No, no faltan. De hecho, más bien sobran —asintió el corregidor sin desviar la mirada del brujo—. Por eso, si vas al palacio, no pidas dinero por adelantado. Si es que vas a ir. —Voy a ir. —Bueno, es asunto tuyo. Sin embargo, no olvides mi consejo. Y ya que hablamos de la recompensa, últimamente se ha empezado a hablar de su segunda parte, como te he mencionado antes. La mano de la princesa. No sé a quién se le ocurrió, pero si la estrige tiene el aspecto que se dice, se trata de una broma bastante pesada. No obstante, no faltaron idiotas que se fueron al palacio a galope en cuanto cundió la noticia de que había una oportunidad de entrar dentro de la familia real. En concreto, dos aprendices de zapatero. ¿Por qué los zapateros son tan tontos, Geralt? —No lo sé. ¿Y brujos, corregidor? ¿Lo han intentado? —Algunos hubo, ¿cómo no? Normalmente, cuando escuchaban que había que desencantar a la estrige en vez de matarla, encogían los hombros y se marchaban. Por eso también aumentó mi respeto por los brujos, Geralt. Bueno, y luego vino uno, más joven que tú, no me acuerdo de su nombre, si es que llegó a decirlo.

Aquél lo intentó. —Bien, ¿y qué? —Nuestra dentuda princesa dispersó sus tripas a lo largo de una buena distancia, como de medio tiro de arco. Geralt balanceó la cabeza. —¿Eso fue todo? —Hubo uno más. Velerad calló durante un momento. El brujo no le apremió. —Sí —dijo por fin el corregidor—. Hubo uno más. Al principio, cuando Foltest le amenazó con la horca si mataba o hería a la estrige, se rió y comenzó a hacer las maletas. Pero luego… Velerad de nuevo bajó la voz casi hasta convertirla en un susurro, mientras se inclinaba sobre la mesa. —Luego se puso manos a la obra. Sabes, Geralt, hay aquí en Wyzima un par de personas razonables, incluso en puestos elevados, a los cuales todo este asunto les repugna. Hay rumores de que estas personas convencieron al brujo en secreto de que no se entretuviera con ninguna ceremonia ni ningún sortilegio, matara a la estrige y le dijera al rey que el hechizo no había funcionado, que la niña se había caído por las escaleras, en fin, que había tenido lugar un accidente de trabajo. El rey, por supuesto, se enfurecería, pero todo vendría a dar en que no pagaría ni un ducado de recompensa. El pícaro del brujo dijo que si era sin cobrar, que fuéramos nosotros mismos a matar a la estrige. Bueno, y qué se podía hacer… Nos enfadamos, regateamos un poco… Pero no salió nada de todo esto. Geralt levantó las cejas. —Nada, digo —afirmó Velerad—. El brujo no quiso ir enseguida, la primera noche. Anduvo un poco, echó un vistazo, deambuló por los alrededores. Por fin, dicen, vio a la estrige, seguramente en acción, porque la bestia no se arrastra de su cripta sólo para estirar las piernas. La vio, digo, y aquella misma noche se largó. Sin despedirse. Geralt levantó el labio superior en un gesto que con toda probabilidad quería ser una sonrisa. —Estas personas tan razonables —habló— seguramente tienen todavía el dinero.

Los brujos no cobran por adelantado. —Claro —dijo Velerad—, por supuesto que lo tienen. —¿Los rumores no dicen cuánto es? Velerad mostró los dientes. —Unos dicen que ochocientos… Geralt negó con la cabeza. —Otros —murmuró el corregidor— hablan de mil. —No es mucho, si tenemos en cuenta que los rumores todo lo exageran. Al fin y al cabo el rey da tres mil. —No olvides a la prometida —se mofó Velerad—. Pero, ¿de qué hablamos? Está claro que no conseguirás los tres mil. —¿Por qué está claro? Velerad dio un puñetazo sobre la mesa. —¡Geralt, no te cargues la imagen que tengo de los brujos! ¡Esta historia y a dura seis años y pico! La estrige acaba con medio centenar de personas al año, ahora algo menos, porque todos se mantienen alejados del alcázar. No, hermano, y o creo en los hechizos, he visto más de uno y creo, hasta cierto punto, por supuesto, en las capacidades de magos y brujos. Pero ese desencantamiento es una tontería, ideada por un viejo giboso y lleno de mocos que se volvió tonto perdido de tanto comer comida de eremita, una tontería en la que no cree nadie. Exceptuando a Foltest. No, Geralt. Adda dio a luz a una estrige porque se acostó con su propio hermano, ésta es la verdad y ningún sortilegio puede hacer nada. La estrige devora personas como todas las estriges y hay que matarla, simple y llanamente. Escucha, hace dos años unos palurdos de un pueblo en el culo del mundo, allá por Mahakam, a los que un dragón se les comía las ovejas, se fueron todos juntos, se lo cargaron a estacazos y ni siquiera vieron necesario jactarse de ello. Y nosotros, aquí en Wy zima, esperamos a que suceda un milagro, echamos el cerrojo a las puertas cada luna llena o atamos a los criminales a un palo delante del alcázar, contando con que la bestia se los coma y vuelva a su tumba. —No es un mal método —sonrió el brujo—. ¿Se ha reducido la criminalidad? —Ni pizca. —¿Cómo voy al palacio ése nuevo? —Te acompañaré personalmente. ¿Qué pasa con lo propuesto por las personas razonables? —Corregidor —dijo Geralt—. ¿Por qué apresurarse? Acaso pueda ocurrir de verdad un accidente de trabajo, independientemente de mis intenciones. Entonces, las personas razonables debieran pensar en cómo salvarme de la cólera del rey y también preparar esos mil quinientos ducados de los que hablan los rumores.

—Eran mil. —No, señor Velerad —contestó el brujo con firmeza—. Aquél a quien le disteis mil huy ó ante la vista de la estrige, ni siquiera regateó. Esto quiere decir que el riesgo es may or que mil. Y y a veremos si no es may or que mil quinientos. Por supuesto, si es mayor, yo me iré. Velerad se rascó la cabeza. —¿Geralt? ¿Mil doscientos? —No, corregidor. No es un trabajo fácil. El rey da tres, y debo deciros que a veces desencantar es más fácil que matar. Al fin y al cabo, cualquiera de mis antecesores hubiera matado a la estrige si hubiera sido tan fácil. ¿Pensáis que se dejaron devorar sólo porque tenían miedo del rey ? —Vale, hermano. —Velerad afirmó tristemente con la cabeza—. Trato hecho. Pero delante del rey ni pío sobre posibles accidentes de trabajo. Te lo aconsejo de corazón.

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