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El tiempo entre nosotros – Tamara Ireland Stone

Evanston, IL, 1995. Anna, de 16 años, está corriendo una fría mañana de invierno en el estadio de la universidad cuando ve a un chico que la mira desde las graderías. Cuando se ha decidido a decirle hola con la mano, el chico ha desaparecido sin dejar rastro. Horas más tarde se lo encuentra en clase de español, se llama Bentley, pero él no parece reconocerla. Anna está intrigada, siente que él le es familiar, pero no sabe por qué. Anna y Bentley, ambos de 16 años, se conocen en 1995 cuando él hace un viaje hacia atrás en el tiempo para intentar recuperar a su hermana. Bentley en realidad vive en 2010. ¿Podría el amor superar la distancia? San Francisco, CA, 2010. Bentley, de 17 años, está pasando el rato con sus amigos cuando una extraña se le acerca y le da una carta. Le pide que la abra más tarde. En ella le explica que ya se conocieron, quince años atrás, y que están enamorados. ¿Podrá su amor superar esta distancia en el tiempo?


 

Evanston, Illinois Sacudo los brazos para activar la circulación, muevo la cabeza adelante y atrás hasta que oigo un ligero chasquido, inspiro profundamente el aire de primera hora de la mañana, tan gélido que me arden los pulmones. Aun así, doy gracias para mis adentros porque hace menos frío que la semana pasada. Ajusto el cinturón de neopreno en el que llevo el discman y subo el volumen hasta que Green Day retumba en mis oídos. Entonces me pongo en marcha. Atravieso mi barrio, torciendo las esquinas habituales, y llego a la pista para correr que bordea la superficie vítrea del lago Michhttps://debeleer.com/libros/novela/4/El-Tiempo-Entre-Nosotros-Tamara-Ireland-Stone.epubigan. Cuando doblo la última curva y alcanzo a ver con claridad el recorrido del camino hasta la pista de la Universidad Northwestern, diviso al hombre del chaleco verde. Corremos el uno hacia el otro, con nuestras colas de caballo —la suya cana, la mía rebelde— oscilando de un lado a otro, alzamos la mano y la agitamos ligeramente a modo de saludo. —Buenos días —digo cuando nos cruzamos. El sol se eleva lentamente sobre el lago cuando giro hacia el campo de fútbol, y en el momento en que mis pies entran en contacto con la superficie esponjosa de la pista, un arranque de energía me impulsa a apretar el paso. Cuando voy por la mitad del circuito, el reproductor de CD elige un tema al azar, y la nueva canción me transporta a la cafetería de la noche anterior. El grupo era impresionante, y en cuanto tocaron las primeras notas, el lugar se vino abajo y todos nos pusimos a saltar y a mover la cabeza al ritmo de la música, mientras la barrera que nos separaba a los estudiantes de bachillerato de los universitarios desaparecía por completo. Echo un vistazo rápido alrededor para asegurarme de que estoy sola.


No veo más que una hilera tras otra de gradas de metal cubiertas de nieve que se ha acumulado durante todo el invierno y que nadie se ha molestado en limpiar, así que canto el estribillo a grito pelado. Tomo las curvas a toda velocidad, con el pulso latiéndome en las piernas, el corazón acelerado, los brazos moviéndose adelante y atrás con fuerza. Inspirando aire ártico. Exhalando vapor. Disfrutando mis treinta minutos de soledad, sin más compañía que el ejercicio, la música y mis pensamientos. Treinta minutos en que estoy totalmente sola. De pronto, me percato de que no lo estoy. Veo a alguien en las gradas, hundido hasta las caderas en la masa blanda y helada de la tercera fila, un sitio claramente visible. Está ahí sentado, sin más, con la barbilla apoyada en las manos, una parka negra y una leve sonrisa, observándome. Lo miro con disimulo, pero sigo corriendo, fingiendo que no me molesta su presencia en mi santuario. Parece un estudiante de Northwestern, tal vez de primer año, con el cabello negro y enmarañado y facciones suaves. No tiene un aspecto amenazador, y aunque fuera peligroso, seguro que corro más deprisa que él. ¿Y si no fuera así? Mi mente se desvía hacia las clases de defensa personal a las que mi padre me obligó a asistir cuando empecé a hacer footing casi a oscuras. Rodillazo en la entrepierna. Golpe en la nariz con la palma abierta. Pero, antes de nada, hay que intentar evitar el enfrentamiento demostrando que una ha reparado en la presencia del agresor. Esto parece mucho más fácil. Cuando salgo de la curva, le dirijo una inclinación de cabeza y una mirada que seguramente denota una mezcla extraña de miedo y tenacidad, como si estuviera retándolo a hacer algo y a la vez me aterrara la posibilidad de que lo hiciera. Mientras paso corriendo por delante, con la vista clavada en él, veo que su expresión cambia. Su sonrisa se esfuma, y ahora parece triste y abatido, como si yo hubiera usado mis conocimientos de defensa personal para propinarle un puñetazo en la barriga. Pero cuando la curvatura de la pista me lleva de nuevo hacia allí, alzo los ojos directamente hacia él. Me dedica una sonrisa más vacilante, pero cálida, como si me conociera; auténtica, como si fuera alguien a quien valiese la pena conocer. Sin poder evitarlo, le sonrío también. Sigo sonriendo cuando tomo la siguiente curva y, sin siquiera pensarlo, me vuelvo hacia atrás mientras corro para verlo de nuevo. Ya no está.

Giro sobre los talones, buscándolo con la mirada, y arranco a correr hacia las gradas. Al pie de la escalera vacilo por un segundo, preguntándome si él estaba allí de verdad, pero me armo de valor y subo con dificultad. Ya no está, pero ha estado allí. Ha dejado una prueba de ello: la nieve está más apretada en el lugar en que estaba sentado, y en la grada de abajo, dos depresiones muestran dónde ha posado los pies. En ese instante, me doy cuenta de otra cosa. Mis huellas resultan visibles en el polvo que me rodea, pero allí donde deberían estar las suyas —tanto acercándose como alejándose del banco— no veo más que una capa de nieve intacta. 2 Entro corriendo en casa y subo los escalones de dos en dos. Abro el grifo de la ducha, me quito la ropa empapada en sudor y me bebo un vaso de agua de pie, desnuda, mientras el vapor inunda el baño. Mi reflejo en el espejo del botiquín se difumina tras la densa neblina, y cuando mi imagen desaparece del todo, deslizo la palma sobre el vidrio, dejando una franja limpia y cubierta de gotas en la superficie empañada. Contemplo mi rostro de nuevo. No parezco una loca. Me ducho sin dejar de preguntarme si él era real, con quién puedo hablar de ello, y cómo encarrilar la conversación para no quedar como una demente. Mientras me visto para ir al colegio, su rostro sigue colándose en mis pensamientos, pero me esfuerzo por expulsarlo de mi mente y convencerme de que me lo he imaginado. Aun así, me hago el propósito de evitar la pista durante el resto de la semana. Sé lo que he visto. Sacudo la cabeza para olvidarme de ello mientras me calzo las botas y me echo una última ojeada en el espejo de cuerpo entero. Deslizo los dedos por mis rizos, los ahueco con las manos y sacudo la cabeza de nuevo. Es inútil. Me echo la mochila al hombro y me obligo a seguir el ritual de todas las mañanas. Me planto delante del mapa que adorna la pared más grande de mi habitación; cierro los ojos, lo toco y los abro otra vez. El Callao, Perú. Bien. Tenía la esperanza de que saliera un lugar cálido. Mi padre, que conoce mis sueños de viajar, se pasó una hora en el garaje en secreto, encolando el gran mapa de papel a una plancha de cartón pluma. « Puedes marcar los lugares a los que vayas» , me dijo, entregándome una cajita llena de alfileres rojos.

Me quedé mirando aquella lámina colorida de papel con sus curvas de nivel, que indicaban las cordilleras, y sus tonos distintos de azul, que indicaban las diferentes profundidades del océano, y vi un mapa del mundo, pero supe que no era mío. Mi mundo era mucho, mucho más pequeño. Cuando mi padre salió de la habitación, clavé los pequeños alfileres rojos en el papel, uno a uno. Como había visitado la capital del estado con mi clase el año anterior, coloqué uno en Springfield. Una vez fuimos de acampada a Boundary Waters, así que coloqué otro en el noreste de Minnesota. Pasamos un Cuatro de Julio en Grand Rapids, Michigan. Mi tía vive en el norte de Indiana, y la visitamos allí dos veces al año. Eso era todo. Cuatro alfileres. Aunque al principio no veía otra cosa que aquella patética e insignificante concentración de rojo en torno al estado de Illinois, ahora veo el mapa tal y como papá quería que lo viera; como si me invitara a examinar cada centímetro cuadrado con mis propios ojos, retándome a expandir mi pequeño mundo poco a poco, alfiler a alfiler. Miro el mapa por última vez antes de bajar la escalera, atraída por el delicioso aroma que proviene de la cocina. Incluso antes de llegar abajo, sé que papá está de pie frente a la cafetera, preparando dos cafés: uno solo, para él, y uno con leche, para mí. Cojo la taza que me ofrece con el brazo extendido. —Buenos días. ¿Mamá se ha ido y a? —Ha salido antes que tú. Le tocaba el turno de madrugada. —Me mira mientras tomo un sorbo y echa un vistazo rápido por la ventana de la cocina—. ¿Por dónde has corrido hoy ? Sigue estando bastante oscuro ahí fuera. —Suena preocupado. —Por el campus. Como siempre. —Ni en broma pienso hablarle del tipo que estaba en la pista—. Y además hace un frío que pela. El primer kilómetro ha sido muy duro. —Me sirvo hojuelas de salvado con pasas en un cuenco y me dejo caer en un taburete, delante de la encimera—.

Si me acompañas, yo encantada, ¿sabes? —digo con una sonrisa. Sé lo que ocurrirá a continuación. Posa los ojos en mí, con las cejas arqueadas. —Despiértame un día de junio por la mañana e iré a correr contigo. Hasta entonces, no conseguirás levantarme de mi cama calentita para torturarme de esa manera. —Cobardica. —Sí. —Asiente y alza su taza de café, como si brindara—. Sí, lo soy. No como mi Annie. —Sacude la cabeza—. He creado un monstruo. Papá me convirtió en una corredora. Cuando estaba en el instituto, él había sido finalista del campeonato estatal de cross de Illinois. Ahora que sus días de gloria han quedado atrás, se ha transformado en un chalado con americana de catedrático que me aplaude como un loco cerca de la meta y me anima con un vozarrón que amenaza con derribar los robles más robustos del bosque. La cosa ha empeorado ahora que la temporada de cross ha terminado y yo corro en pista, donde él nunca me pierde de vista y no hay árboles que amortigüen sus gritos. Aunque su actitud resulta más que embarazosa para mí, es un seguidor entusiasta. Por eso es la única persona a la que sigo dejando que me llame Annie. Papá se concentra de nuevo en su periódico mientras yo apuro mi café y me acabo los cereales en un silencio cómodo. A diferencia de mamá, que se siente impulsada a llenar el silencio, mi padre lo acepta entre nosotros como a un miembro más de la familia. Pero entonces la bocina grave del coche de Emma rompe la quietud. Papá baja un lado del periódico. —Ahí está tu inglesita. Le doy un beso en la mejilla y salgo de la casa. El coche está en el camino de entrada, con el motor ronroneando, y camino hacia él lo más deprisa que puedo sin patinar en el hielo que recubre el asfalto.

Exhalo un pequeño suspiro de alivio cuando abro la puerta del flamante Saab de Emma y me acomodo en la cálida piel del asiento. —Buenos días, cielo —dice Emma Atkins alegremente con su acento británico. Pone la palanca de cambios en posición de marcha atrás y sale disparada del camino de entrada. —¿Sabes la noticia? —suelta, como si las palabras llevaran horas encerradas en su interior y ella estuviera liberándolas al fin. —Claro que no. —La miro y pongo los ojos en blanco—. ¿Cómo voy a enterarme de una noticia antes que tú? —Hoy llega un chico nuevo. Acaba de mudarse desde California. Podría estar bien, ¿no? —Aunque Emma ha viajado por todo el mundo, no ha visto gran cosa de Estados Unidos aparte del Medio Oeste. California le parece una rareza americana alucinante, como el helado de natillas o un perrito caliente rebozado en harina de maíz y pinchado en un palo. —Cualquier novedad está bien —digo y, cuando me vuelvo hacia ella, veo que lleva más sombra de ojos de lo normal, accesorios adicionales y la minifalda del uniforme a la que le hizo el dobladillo para que fuera más « mini» . Es evidente que el chico nuevo ha ocupado su mente desde que se ha despertado esta mañana. Cuando nos detenemos frente al semáforo, observo cómo estira el cuello para mirarse en el retrovisor y retocarse el carmín con la punta del dedo. Tampoco es que le haga falta maquillarse mucho. Aunque es inglesa, parece más bien una supermodelo brasileña con sus pómulos altos y definidos y sus ojos oscuros y sensuales. Yo ni siquiera me he molestado en ponerme brillo de labios hoy, y cuando llegamos juntas al colegio, tanto si Emma va pintarrajeada para impresionar a alguien como si no, sé cuál de las dos atrae todas las miradas. Aún más extraordinario que el esfuerzo extra que ha dedicado a su arreglo personal es el hecho de que no haya puesto música. Meto la mano en la guantera y rebusco entre la pila de discos sueltos que se rozan entre sí hasta que noto algo con tacto de ante. Desentierro el estuche de color rosa encendido que le regalé a Emma por su cumpleaños el año pasado, y empiezo a introducir los discos en las pequeñas fundas de plástico. —Eh, ¿por qué no estás más emocionada? Es una gran noticia, Anna. No hemos tenido un compañero nuevo desde… —Su voz se apaga mientras ella tamborilea con los dedos en el volante, como suele hacer cuando está absorta en sus pensamientos. Termino su frase sin siquiera levantar la vista del estuche. —Desde que llegué yo. —¿En serio? Me encojo de hombros y asiento con la cabeza. —Sí.

Octavo curso. Granos y aparatos en los dientes. El pelo crespo. Ese horrible jersey de cuadros escoceses de Westlake. —Hago un gesto de dolor al pensar en esto último—. La nueva de la clase. Yo. —¿De veras…? —Mira por la ventanilla y medita sobre ello, como si existiera la posibilidad de que y o estuviera equivocada. Entonces dice—: Ah. Supongo que sí. —Extiende el brazo y me pellizca la mejilla—. ¡Y ya lo ves, resultó ser un gran día! Sin ti, estaría cantando sola. Por cierto, a este paso llegaremos al cole antes de que te decidas. Toma. —Emma se inclina hacia mí y coge el disco de encima del montón—. Vitalogy. Perfecto. Llevamos tres meses escuchando el nuevo CD de Pearl Jam de forma casi ininterrumpida. Ella lo inserta en el estéreo y sube el volumen lo máximo posible sin que se distorsione el bajo. Me mira y sonríe, moviéndose al compás de las notas de guitarra de « Corduroy» , que empiezan discretamente y aumentan de intensidad hasta alcanzar un ritmo contundente que inunda el coche de sonido. Me reclino en el asiento mientras la batería se incorpora al tema con suavidad y luego cobra más fuerza. Las últimas cinco notas de la introducción son la señal que esperábamos: intercambiamos una mirada y rompemos a cantar. The waiting drove me mad… You’re finally here and I’m a mes [1]… Coreamos cada palabra a pleno pulmón y desafinando, pero en el último minuto de la canción, que es instrumental, nos desmelenamos de verdad. Yo punteo una guitarra imaginaria mientras Emma aporrea el volante, gesticulando y dando palmadas en la piel que lo cubre, aunque nunca antes la había visto colocar las manos en una posición tan próxima a « las diez y diez» . Como si fuera capaz de coreografiar nuestra llegada, aparca en su plaza habitual justo cuando las últimas notas de guitarra se apagan y hace girar la llave en el contacto.

—Pearl Jam volverá a tocar en el Soldier Field este verano, ¿lo sabías? Deberías pedirle a Pecas que nos consiga entradas. —Deja de llamarlo así. —Reprimo una carcajada—. Se llama Justin. Y sí, seguramente puede conseguirnos entradas… Me mira de reojo, con las cejas arqueadas. —¿« Seguramente» ? Anda ya, hará todo lo que le pidas. Ese chico está coladito por ti. —No, no es verdad. Lo conozco desde los cinco años. Solo somos amigos. —¿Y lo sabe él? —Claro que lo sabe. —Hace años que los padres de Justin son conocidos de los míos, y él y y o fuimos inseparables durante muchos de ellos. Sin embargo, las cosas han cambiado. Antes me sentía tan cómoda con Justin Reilly como con un pantalón de chándal, pero ahora es más bien como un vestido de baile: encantador pero engorroso. —De acuerdo. ¿Podrías pedirle a tu « amigo» que nos agencie unas entradas para el concierto de Pearl Jam? —Cuando está a punto de bajar del coche, se detiene, como si se le hubiera ocurrido otra posibilidad—. Espera, ¿y si no las consigue? ¿Qué hacemos? Me quedo mirándola. —¿Quieres ir a ver a Pearl Jam este verano, Em? Ella asiente. —Por supuesto. —¿Alguna vez te has quedado sin algo que querías? Espero mientras ella se lo piensa. Se encoge de hombros y sonríe. —¿Tan caprichosa soy? —No —miento. Cuando Emma me dedica su mirada de cachorrito, añado—: A veces, pero te quiero de todos modos. —Esto le arranca una sonrisa. Emma y y o caminamos del aparcamiento para estudiantes a la entrada lateral.

Una vez dentro, mientras restregamos los pies en el felpudo y observamos cómo el calefactor que tenemos encima funde la nieve de nuestras botas, se me presenta una oportunidad por primera vez en toda la mañana. Si hay alguien a quien puedo relatarle lo ocurrido en la pista, esa es Emma, y este es el momento, pero no sé por dónde empezar. ¿Cómo explicar a mi mejor amiga que un tipo apareció de la nada, me sonrió y se esfumó ante mis ojos, sin dejar otra cosa que la huella de su trasero y un misterio que resolver? —Em. —¿Sí? —¿Puedo contarte algo… raro? —Miro a mi alrededor para asegurarme de que nadie más puede oírme, porque una cosa es confesar a tu mejor amiga que tal vez estés perdiendo la razón y otra cosa muy distinta que la noticia empiece a circular de boca en boca. —Claro. Caminamos hacia nuestras taquillas y nos detenemos, pero justo cuando abro la boca para decírselo, Alex Camarian, con su chaqueta de baloncesto y una sonrisa de oreja a oreja, dobla la esquina, se acerca y rodea los hombros de Emma con el brazo, interponiendo la cara entre las dos. —Buenos días, preciosa —oigo que le susurra al oído. —Alex, por favor —dice Emma, propinándole un empujón suave pero dándole alas al mismo tiempo con una media sonrisa—. ¿No ves que estamos en medio de una conversación? ¿Qué quieres? Antes de que él pueda responder a su pregunta, suena el primer timbre de aviso. —Te diré lo que quiero… —dice él, atrayéndola hacia su pecho—… si paseas conmigo por el Donut. Emma posa la vista en mí, en Alex y luego vuelve los ojos hacia el pasillo circular conocido como el Donut. Me dirige otra mirada, esta vez como pidiéndome permiso, y y o le dedico lo que creo que es una sonrisa alentadora mientras Alex le ofrece el brazo. —¿Me permites? —Su tono seductor fingido va acompañado de una expresión seria, como si estuviera presentándose a una prueba para el papel protagonista de un culebrón cutre. Emma deja que la tome del brazo y los contemplo mientras se alejan. Ella se vuelve hacia mí, encogiéndose de hombros y haciendo una mueca, dando a entender que no tiene otro remedio que irse con él, y leo en sus labios las palabras « luego, ¿vale?» . Quizá la interrupción de Alex sea una señal: si veo a tipos que desaparecen, tal vez vale más que me guarde esa información. Abro mi taquilla, saco los libros para mis siguientes tres clases y un chicle para el camino, y me enderezo. Entonces lo veo. Me quedo inmóvil, mirándolo fijamente como la aparición que sin duda es. Dean Parker lo abraza por los hombros en un gesto paternal mientras lo guía por el pasillo, por entre la multitud de estudiantes, señalando puertas y llamando su atención sobre las indicaciones de las paredes. Lo acompaña hacia el aula donde asistirá a la primera clase de su primer día en su nuevo colegio. El compañero recién llegado. El de California. Un chico de cabello negro y enmarañado…, sin asomo de duda, el mismo que he visto en la pista de atletismo. Pasan junto a mí sin siquiera mirarme.

Me quedo ahí de pie, boquiabierta y pálida, mientras los dos tuercen una esquina y los pierdo de vista.

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