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El texto de Hercules – Jack McDevitt

Harry Carmichael estornudó. Tenía los ojos enrojecidos, le goteaba la nariz y le dolía la cabeza. Era mediados de septiembre, y el aire estaba lleno de polen, ambrosía, aramos y cardos. Ya había tomado los medicamentos del día, pero parecía que el único efecto que le habían hecho era atontarlo. A través de los cristales biselados y esmerilados del William Tell, observaba el cometa Daiomoto. Era poco más que una mancha brillante, incrustada en las ramas peladas de un grupo de olmos que enmarcaban el área de aparcamiento. Su luz fría y borrosa no era muy distinta de la que se reflejaba en los ojos verdes de Julie. Esa noche, la mujer parecía cavilar sobre el tallo largo y grácil del pie de una copa. Había renunciado a todo intento por mantener la conversación para quedar muda y helada, en desesperada ansiedad. Sentía pena por Harry. Él pensó que dentro de muchos años recordaría esa noche, evocaría ese momento, los ojos y el cometa y la atestada biblioteca de viejos textos que, bajo la luz mortecina del interior, tenía el propósito de crear un clima especial. Recordaría su ira, la sensación atroz de la zozobra inminente y la certeza adormecedora de su impotencia. Pero, sobre todo, lo que le dolería en el alma sería la preocupación que Julie mostraba por él. Cometas y mala suerte: era un cielo apropiado. El Daiomoto regresaría dentro de dos mil doscientos años, pero ya en vías de desintegración. Según predecían los analistas, en su próxima visita, o en la siguiente, sería sólo una llovizna de roca y hielo. Como Harry. —Lo siento —dijo ella, encogiéndose de hombros—. No se trata de nada que hayas hecho, Harry. Desde luego que no. ¿De qué podría acusar al pobre y leal Harry, que había asumido su juramento con toda seriedad, que siempre hacía lo correcto, como se esperaba de él, que había sido un compañero tan sincero? ¿De qué podría acusarle, salvo de haberla amado tal vez demasiado? Había presentido lo que estaba sucediéndole. El cambio en la actitud de Julia hacia él había sido gradual pero constante. Aquello que antes les había hecho reír, hoy era una pequeña irritación, y las irritaciones roían sus vidas hasta tal punto que a ella incluso le molestaba su presencia. Y así habían llegado a esto: dos extraños interesados en mantener una mesita redonda entre ambos, mientras ella insertaba relucientes utensilios como escalpelos en un bistec quizá demasiado crudo, y le aseguraba que no era culpa suya. —Necesito un poco de tiempo para mí, Harry.


Quiero pensar bien las cosas. Estoy cansada de hacer siempre lo mismo, del mismo modo, todos los días. Estoy cansada de ti, le estaba diciendo en definitiva, con esas palabras indirecta y esa lástima que le arrancaba su ira defensiva como una tajada de carne. Posó la copa y lo miró, tal vez por primera vez durante la cena. Y sonrió con ese gesto pueril y bien intencionado que solía emplear cuando abollaba el coche o extendía un par de cheques incobrables. Dios mío, ¿cómo podré arreglármelas sin ella?, se preguntó. —La obra tampoco fue muy interesante, ¿verdad? —preguntó con sequedad. —No —repuso inquieta—. En realidad no me fijé mucho. —Quizá hayamos visto demasiadas obras de autores locales. Por la noche, habían asistido a una comedia de misterio y terror, representada por una compañía de repertorio en una antigua iglesia de Bellwether, aunque Harry no había puesto mucho interés en seguir la trama. Temeroso de lo que vendría después, había dedicado la velada a repasar la letra de su propio guión, tratando de prever todas las consecuencias posibles y de prepararse para ellas. Más le habría valido prestar atención a la obra. La ironía era que en el bolsillo llevaba los billetes para un abono. Ella le sorprendió cogiéndole la mano a través de la mesa. La pasión que Harry sentía por Julie era única en su vida; distinta de cualquier otra adicción que hubiera conocido antes o que, como sospechaba, pudiese llegar a conocer. Los años transcurridos no la habían menguado; en todo caso la habían alimentado con las experiencias compartidas durante casi una década, entrelazadas de modo tal que, para Harry, no era posible la menor separación emocional. Se quitó las gafas, las plegó con cuidado y las guardó en el estuche. Veía poco sin ellas. Para Julie, el acto tenía una única interpretación. De la mesa contigua llegaban restos de conversación: dos personas ligeramente ebrias, con voces estridentes, discutían por dinero y por la familia. Un camarero joven y apuesto, probablemente estudiante, acechaba al fondo, con la faja roja insolentemente anudada alrededor de la esbelta cintura. Se llamaba Frank; qué extraño que Harry lo recordase, como si el detalle fuera importante. De vez en cuando se apresuraba a llenarles las tacitas de café. Casi al final les preguntó si les había gustado la cena.

Ahora le resultaba difícil evocar el pasado, cuando todo había sido diferente, antes de que las risas murieran y cesaran las invitaciones mudas, que en otro tiempo habían circulado entre ambos con tanta fluidez. —No creo que ahora seamos una buena pareja. Siempre parece que estemos enfadados. No conversamos… —Lo miró de frente. Harry había posado los ojos en el desnivel superior y oscuro del recinto, por detrás de su hombro, con una expresión que deseó le sugiriera toda su digna indignación—. ¿Sabías que Tommy escribió la semana pasada una composición sobre ti y ese maldito cometa? »Harry —prosiguió ella—. No sé exactamente cómo decírtelo. Pero ¿crees de veras que nos echarías de menos si nos sucediera algo a Tommy o a mí, o que te darías cuenta si nos fuéramos? — Se le quebró la voz; empujó el plato hacia delante y bajó la mirada hacia el regazo—. Por favor, paga la cuenta y vámonos de aquí. —No es cierto —dijo él, buscando a Frank, el camarero, que esta vez no aparecía. Buscó en los bolsillos un billete de cincuenta, lo dejó sobre la mesa y se puso de pie. Julie se cubrió los hombros lentamente con el suéter y se abrió camino entre las mesas hacia la puerta, seguida por Harry. El cometa de Tommy pendía sobre el aparcamiento, borroso en el cielo de septiembre; su larga cola se extendía a través de una docena de constelaciones. La última vez que pasó pudo haber sido visto por Sócrates, tal vez. Los bancos de datos de Goddard estaban atiborrados de detalles sobre su composición, la proporción de metano y cianógeno, la masa y velocidad, la inclinación orbital y excentricidad. Nada que le hubiese resultado excitante, pero Harry era un lego, y no solía perder la cabeza por el gas congelado. Donner y los otros, sin embargo, habían acogido las telemetrías con un embelesamiento cercano al éxtasis. Un frío prematuro surcaba el aire, no muy evidente aún, quizá porque todavía no soplaba el viento. Julie se detuvo sobre la grava, esperando a que él abriera la portezuela del coche. —Julie —le dijo—. Diez años es muchísimo tiempo para tirarlos por la borda. —Lo sé —repuso ella. Harry tomó por Farragut Road hacia su casa. Por lo general habría escogido la carretera 214, y se habrían detenido en Muncie’s para tomar algo, o incluso habrían ido al Red Limit, en Greenbelt. Pero no esa noche.

Dolorosamente, buscando palabras que se negaban a acudir, condujo el Chrysler por la carretera de dos carriles, a través de bosques de olmos y tilos de hojas diminutas. La carretera serpenteó entre graneros umbríos y antiguas granjas. Era la clase de carretera que le gustaba a Harry. Julie prefería las rápidas, y tal vez eso resumía las diferencias que se abrían entre los dos. Un tractor con remolque se acercó por detrás, esperó la ocasión y los pasó por el lado con un espasmo de polvo y hojarasca. Cuando se hubo marchado, las luces rojas reducidas a minúsculas estrellas entre los árboles distantes, Harry se encorvó, hasta casi posar el mentón sobre el volante. A su izquierda, sobre las copas oscuras, corrían la Luna y el cometa. Se pondrían aproximadamente a la misma hora. (La noche anterior, en Goddard, el equipo Daiomoto lo había celebrado —pagaba Donner—, pero Harry, pensando en Julie, prefirió regresar a casa temprano). —¿Qué dijo Tommy del cometa? —preguntó él. —Que habías enviado un cohete hasta allí para que trajera muestras de la cola. Y prometió llevar los fragmentos a clase para que todos los vieran. —Sonrió. Él pensó que le habría costado cierto esfuerzo. —No fue responsabilidad nuestra —dijo—. Houston se encargó del programa de contacto. Sintió la quietud repentina, y se zambulló en ella. —¿Crees —preguntó ella— que a él le interesan los detalles administrativos? La vieja granja de los Kindlebride yacía fría y abandonada bajo la luz de la luna. Aparcados en el jardín delantero había tres o cuatro camionetas y un Ford desvencijado. El césped había crecido demasiado. —Y todo esto, ¿a dónde nos conduce? Se hizo un largo silencio. Ninguno de los dos supo bien cómo manejarlo. —Probablemente —repuso ella—, lo mejor será que, por un tiempo, me marche a vivir con Ellen. —¿Y Tommy? Ella buscó un tisú en su bolso. Lo cerró con un golpe seco y se enjugó los ojos.

—¿Crees que tú dispondrías de tiempo para ocuparte de él, Harry?

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