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El Siglo Maldito – Geoffrey Parker

Revoluciones, sequías, hambrunas, invasiones, guerras, regicidios… Los desastres que se sucedieron en la segunda mitad del siglo XVII no sólo no tenían precedentes, sino que se propagaron por el globo de una forma atroz. La crisis mundial se extendió desde Inglaterra hasta Japón, desde el Imperio ruso hasta el África subsahariana. El continente americano tampoco escapó a las turbulencias. El prestigioso historiador Geoffrey Parker ha investigado en archivos del mundo entero (cita alrededor de 2500 fuentes) y nos muestra aquí unos 700 testimonios de hombres y mujeres que contaron en primera persona lo que vieron y sufrieron durante una crisis política, económica y social que se prolongó desde 1618 hasta los años ochenta del siglo XVII. El autor también ha recogido una enorme cantidad de datos científicos sobre las condiciones climáticas en esa época, y su análisis de estos archivos «naturales» y «humanos» cambia por completo nuestro entendimiento de lo que hasta ahora se había dado en llamar la Crisis General. Las alteraciones que se dieron en el clima durante las décadas de 1640 y de 1650 —inviernos más largos y severos, y veranos frescos y lluviosos— interrumpieron los ciclos de siembra y recolección, lo que causó escasez, desnutrición y enfermedades, e hizo aumentar el índice de mortalidad y disminuir el de natalidad. Estimaciones de la época aseguran que murió un tercio de la población global, y las fuentes históricas que han llegado hasta nosotros apoyan su pesimismo. La demostración de que existe una relación directa entre el cambio climático y la catástrofe mundial que tuvo lugar hace 350 años quedará para siempre como un hito extraordinario en el estudio de la historia. Las implicaciones de esta investigación para nuestro tiempo son igualmente importantes: ¿estamos preparados hoy para las catástrofes que el cambio climático podría traer mañana?


 

¿ALGUIEN DIJO «CAMBIO CLIMÁTICO»? El cambio climático ha sido una de las principales causas de destrucción de los ecosistemas. Después de diversos avances y retrocesos de los glaciares (que constituyeron en sí mismos fenómenos climáticos absolutamente remarcables), hace 12 000 años un episodio de enfriamiento global hizo que se extinguieran numerosas especies mamíferas, como los mamuts y los « dientes de sable» . Unos 4000 años atrás, las sociedades del sur y el oeste de Asia perecieron a causa de una sequía general; y entre el 750 y el 900 a. C., una sequía localizada a ambos lados del Pacífico debilitó fatalmente el Imperio Tang en China y la cultura may a en Centroamérica [1] . Posteriormente, a mediados del siglo XIV, una combinación de bruscas oscilaciones climáticas e importantes epidemias redujeron la población de Europa a la mitad y causaron una grave despoblación y perturbación en gran parte de Asia [2] . Por último, a mediados del siglo XVII, la Tierra sufrió las temperaturas más frías registradas en más de un milenio. Puede que muriera un tercio de la población. Aunque el cambio climático puede producir, y de hecho lo hace, una catástrofe humana, pocos historiadores incluy en el tiempo meteorológico en sus análisis. Incluso en su pionero estudio de 1967, Historia del clima desde el año 1000, Emmanuel Le Roy-Ladurie sostenía que « a largo plazo, las consecuencias humanas del clima parecen ser leves, prácticamente insignificantes» . Amodo de ejemplo, afirmaba que « sería bastante absurdo» tratar de « explicar» la sublevación francesa acaecida entre 1648 y 1653, conocida como la Fronda, « por las adversas condiciones meteorológicas de la década de 1640» . Algunos años más tarde, Jan de Vries, un distinguido historiador de la economía, argumentaba en este mismo sentido que « las crisis climáticas breves son a la historia de la economía como los robos de bancos a la historia de la banca [3]» . Los historiadores no son los únicos en negar la existencia de un nexo entre el clima y la catástrofe. Richard Fortey, un destacado paleontólogo, ha apuntado que « existe una suerte de optimismo construido en torno a nuestra especie que parece preferir vivir en el cómodo presente a enfrentar la posibilidad de la destrucción» , con el resultado de que « los seres humanos nunca están preparados para los desastres naturales [4]» . De modo que los acontecimientos climáticos extremos siguen cogiéndonos por sorpresa, aun cuando causen un daño masivo. En 2003, una ola de calor que duró sólo dos semanas causó la muerte prematura de 70 000 personas en Europa, mientras que en 2005, el huracán Katrina mató a 2000 personas y destruyó propiedades por un valor superior a los 81 000 millones de dólares en una área de Estados Unidos de tamaño equivalente al de Gran Bretaña. A lo largo de 2011, más de 106 millones de personas de todo el mundo se vieron negativamente afectadas por inundaciones, casi 60 millones por la sequía, y casi 40 millones por las tormentas.


Pese a saber que la meteorología fue la causante de éstas y muchas otras catástrofes en el pasado, y que causará muchas más en el futuro, seguimos convenciéndonos a nosotros mismos de que eso no ocurrirá todavía (o, al menos, no a nosotros [5] ). Actualmente, la mayoría de las iniciativas para predecir las consecuencias del cambio climático se basan en extrapolaciones a partir de tendencias recientes; pero existe otra metodología. Aparte de pulsar el botón de avance rápido, también podemos « rebobinar la cinta de la historia» y estudiar la génesis, impacto y consecuencias de catástrofes pasadas, utilizando dos categorías diferentes de datos « indirectos» : un « archivo natural» y un « archivo humano» . El « archivo natural» se compone de cuatro grupos de fuentes: Muestras de hielo y glaciología: los sedimentos que anualmente quedan depositados en los casquetes de hielo y glaciares de todo el mundo, y que quedan recogidos en profundos pozos de sondeo, aportan evidencias de los cambiantes niveles de las emisiones volcánicas, precipitaciones, temperatura del aire y composición atmosférica [6] . Palinología: el polen y las esporas depositadas en lagos, ciénagas y estuarios capturan la vegetación natural en el momento de producirse el poso [7] . Dendrocronología: el tamaño de los anillos que cada época de crecimiento deja en ciertos árboles refleja las condiciones locales en primavera y verano. Un anillo ancho indica un año favorable para el crecimiento, mientras que uno estrecho refleja un año adverso [8] . Espeleotemas: los sedimentos anuales depositados por el agua subterránea que se filtra en las cuevas, especialmente en forma de estalactitas, pueden servir como indicador climático indirecto [9] . El « archivo humano» sobre el cambio climático abarca cinco grupos de fuentes: La información narrativa contenida en la tradición oral y los textos escritos (crónicas e historias, cartas y diarios, archivos judiciales y gubernamentales, cuadernos de bitácora y periódicos). La información numérica extraída de documentos (como las fluctuaciones en la fecha en que comienza la cosecha de ciertos cultivos cada año, en los precios de los alimentos o en el número de personas contratadas cada primavera para limpiar los detritus que los ríos han ido arrastrando junto con la nieve derretida) y de informes expositivos (« ha llovido por primera vez después de 42 días» ). Representaciones visuales de fenómenos naturales (pinturas o grabados que muestran la posición de la lengua de un glaciar en un año determinado, o placas de hielo en un puerto durante un invierno inusualmente crudo [10] ). Información epigráfica o arqueológica, como inscripciones en estructuras que indican los niveles de inundación, o excavaciones en emplazamientos abandonados debidos al cambio climático. Datos instrumentales: a partir de la década de 1650, en Europa, algunos observadores empezaron a registrar regularmente datos meteorológicos, incluidas las precipitaciones, la dirección del viento y las temperaturas [11] . El fracaso de la mayoría de los historiadores a la hora de sacar provecho a los datos disponibles en estos « archivos» respecto al siglo XVII es especialmente lamentable, por el intenso episodio de enfriamiento global que coincidió con una inigualable sucesión de revoluciones y procesos de desintegración de Estados — incluida la China Ming, la Mancomunidad Polaco-Lituana y los territorios de la Monarquía española—, mientras que otros Estados se acercaban a la revolución —especialmente, los imperios ruso y otomano en 1648, y el Imperio mogol, Suecia, Dinamarca y la República de Holanda en la década de 1650— (figura 1). Además, Europa sólo vivió tres años de paz absoluta durante todo el siglo XVII, mientras que el Imperio otomano no disfrutó más que diez. Los imperios chino y mogol estuvieron en guerra de forma casi continuada. En el hemisferio norte, la guerra se convirtió en la norma para resolver los problemas tanto nacionales como internacionales. Los historiadores han bautizado esta época de turbulencias como la Crisis General, y algunos han visto en ella la puerta de entrada al mundo moderno. El término fue popularizado por Hugh Trevor-Roper en un ensay o de gran repercusión, publicado por primera vez en 1959, en el que sostenía: El siglo XVII no absorbió sus revoluciones. No es continuo. Se rompe a la mitad, irremediablemente, y en su final, tras las revoluciones, los hombres apenas pueden reconocer su principio. Intelectual, política, moralmente, nos encontramos en una nueva era, un nuevo clima. Es como si una serie de lluvias hubiera culminado en una gran tormenta final que limpió el aire y cambió, permanentemente, la temperatura de Europa. Desde finales del siglo XV hasta mediados del siglo XVII impera el clima del Renacimiento; luego, a mediados del siglo XVII, se suceden años de cambio, de revolución; y, a partir de ahí, durante otro siglo y medio, nos encontramos ante un clima muy distinto, el clima de la Ilustración [12] . Pero de clima, en su sentido literal, Trevor-Roper no decía una palabra, aun cuando los trastornos que describía ocurrieron durante un período marcado por un enfriamiento global y extremados acontecimientos climáticos.

La evidencia es tan clara como consistente. Las lecturas diarias de una red internacional de centros de observación climática revelan que los inviernos entre 1654 y 1667 fueron, en promedio, más de un grado centígrado (ºC) más fríos que los de finales del siglo XX. [13] Otros datos muestran que en 1641 se vivió el tercer verano más frío registrado en el hemisferio norte de los seis siglos anteriores; el segundo invierno más frío experimentado en un siglo en Nueva Inglaterra; y el invierno más frío experimentado nunca en Escandinavia. El verano de 1642 fue el vigésimo octavo más frío, y el de 1643 el décimo más frío registrado jamás en el hemisferio norte en los seis siglos anteriores; mientras que el invierno de 1649-1650 parece haber sido el más frío registrado tanto en el norte como en el este de China. Las condiciones climáticas anormales duraron desde la década de 1640 hasta la de 1690 —el episodio de enfriamiento global más largo y más grave registrado en toda la Era Holocena—, lo que llevó a los climatólogos a denominar este período la Pequeña Edad de Hielo [14] . Este libro trata de ligar la Pequeña Edad de Hielo con la Crisis General de los historiadores, y hacerlo sin pintar la diana alrededor del agujero que ha hecho la bala, es decir, sin argüir que el enfriamiento global « debe» haber causado de alguna manera la recesión y la revolución en todo el mundo simplemente porque el cambio climático es el único denominador común plausible. Le Roy-Ladurie tenía toda la razón al insistir en 1967 en que « el historiador del clima del siglo XVII» debe « ser capaz de aplicar un método cuantitativo comparable en su rigor, si no en su exactitud y variedad, a los métodos utilizados por los meteorólogos de la actualidad para estudiar el clima del siglo XX» , y lamentaba que su objetivo fuera entonces inalcanzable [15] . Las fuentes actualmente disponibles, no obstante, permiten a los historiadores integrar el cambio climático con el cambio político, económico y social, con una precisión sin precedentes. Los relatos sobre las condiciones climáticas en África, Asia, Europa y las Américas a mediados del siglo XVII son abundantes, y disponemos de millones de medidas de anillos de árboles, muestras de hielo, depósitos de polen y formaciones de estalactitas [16] . 1. La crisis global. Aunque Europa y Asia formaban el núcleo de la «Crisis General», los imperios mogol y otomano, al igual que las colonias europeas en América, también sufrieron importantes conflictos políticos a mediados del siglo XVII. No obstante, los nuevos datos, por muy abundantes e incluso sorprendentes que sean, no deben convertirnos en deterministas climáticos. Ya en 1627, Joseph Mede, un polímata con especial interés en la astronomía y la escatología, que daba clases en el Christ’s College de Cambridge, señaló un obstáculo metodológico: el aumento de las observaciones puede simplemente reflejar un aumento en el número de observadores. Así, cuando se enteró casi simultáneamente de un terremoto cerca de Glastonbury y « otro prodigio en Boston [Lincolnshire] de fuego que caía del cielo» , Mede apuntó sabiamente: « O bien ocurren más cosas extrañas que antes, o nos damos más cuenta de ellas, o ambas cosas» . La investigación posterior ha confirmado la suposición de Mede. Por ejemplo, a la vez que la astronomía moderna ha confirmado que en efecto el siglo XVII fue testigo de una frecuencia inusual de cometas, los seres humanos « se dieron más cuenta de ellos» , debido tanto a que la proliferación de telescopios permitió que más de ellos pudieran ser apreciados desde la Tierra, como a que las espectaculares mejoras en la recopilación y difusión de las noticias significaba que cada avistamiento pronto pudiera ser dado a conocer a más gente [17] . Un segundo obstáculo para la evaluación precisa de los datos climáticos por parte de los historiadores es el papel que desempeñan la infraestructura y la contingencia. Por un lado, las nocivas consecuencias de una meteorología más fría o más húmeda pueden mitigarse si una comunidad tiene el granero bien aprovisionado o dispone de acceso a alimentos importados a través de un puerto cercano. Por otro, la guerra puede provocar una hambruna incluso en un año de abundantes cosechas destruyendo, confiscando o interrumpiendo el suministro de comida del que depende una comunidad. Según el aforismo del fallecido Andrew Appleby, la « variable crucial» a menudo « no era el clima, sino la capacidad de adaptarse a él [18]» . Este libro analiza, por tanto, no sólo el impacto del cambio climático y los sucesos meteorológicos extremos que sufrieron las sociedades humanas durante el siglo XVII, sino las diversas estrategias adaptativas tomadas para sobrevivir a la peor catástrofe de origen climático del último milenio. INTRODUCCIÓN LA PEQUEÑA EDAD DE HIELO Y LA CRISIS GENERAL En 1638, desde la seguridad de su facultad de Oxford, Robert Burton informaba a los lectores de su exitoso libro Anatomía de la melancolía que « cada día» tenía noticias de… … guerras, plagas, incendios, inundaciones, robos, asesinatos, masacres, meteoros, cometas, espectros, prodigios, apariciones; de ciudades tomadas, plazas sitiadas en Francia, Alemania, Turquía, Persia, Polonia, etc.; de preparativos y reuniones militares diarias, así como de sus consecuencias en estos tiempos tempestuosos; batallas libradas, con muchos hombres muertos, monomaquias, naufragios y batallas navales, paz, alianzas, estratagemas y nuevos peligros. Cuatro años después de comenzar la guerra civil inglesa, un grupo de comerciantes londinenses se lamentaba de que « todo el comercio de este Reino prácticamente se ha desplomado por nuestras desdichadas divisiones internas, a las que Dios tenga a bien poner fin de una vez.

Y en cuanto a este deterioro y la escasez de dinero, Europa no está mucho mejor, y vive sumida en un torbellino de guerras, tanto domésticas como extranjeras» . En 1643, el predicador Jeremiah Whitaker advertía a sus feligreses de que « [éstos] son tiempos convulsos y esta convulsión es universal: el Palatinado, Bohemia, Alemania, Cataluña, Portugal, Irlanda, Inglaterra» . Normalmente, argüía Whitaker, Dios « lo sacude todo sucesivamente» , pero en aquel momento parecía haber planeado « sacudir a todas las naciones colectiva, conjunta y universalmente» . De hecho, especulaba, dicha « sacudida» simultánea debía de ser el heraldo del Día del Juicio Final [1] . Aquel mismo año, en España, un tratado titulado Nicandro sostenía lo mismo. La universal providencia de las cosas —exclamaba—, en unos tiempos trasiega el mundo y lo funesta con calamidades públicas y universales, cuyas causas totalmente ignoramos. Este tiempo es semejante a aquéllos en que todas las naciones trastornaron y dieron que sospechar a grandes espíritus se llegaba el último período de los hombres. Hemos visto todo el septentrión conmovido y alterado, envueltos sus ríos en sangre, yermas las provincias populosas; a Inglaterra e Irlanda y Escocia ardiendo en guerras civiles; a un emperador de los turcos arrastrado por las calles de Constantinopla, encendidos en guerras civiles los otomanos, después con los persas. La China penetrada de los tártaros, la Etiopía de los turcos, los rey es de las Indias que se esparcían entre el río Ganges y el Indo encendidos en emulaciones. « ¿Qué provincia hay que no haya en su manera —cuando no con guerras con terremotos, pestes y hambrunas— sentido el rigor de este universal influjo?» , concluía retóricamente el Nicandro [2] . En Alemania, en 1648, un diplomático suizo expresaba su alarma ante un nuevo brote « de revueltas populares contra sus gobernantes en todas partes del mundo, por ejemplo en Francia, Inglaterra, Alemania, Polonia, Moscovia y el Imperio otomano» . Estaba bien informado: la guerra acababa de comenzar en Francia y continuaba asolando Inglaterra, la guerra de los Treinta Años dejó gran parte de Alemania devastada y despoblada, los cosacos de Ucrania acababan de rebelarse contra sus señores polacos y masacrar a miles de judíos, las revueltas sacudían Moscú y otras ciudades rusas, y una sublevación en Estambul condujo al asesinato del sultán otomano. Al año siguiente, un exiliado escocés en Francia concluía que él y sus contemporáneos vivían una « Edad de Hierro» que sería « famosa por las grandes y extrañas revoluciones que habían tenido lugar en ella» . En 1653, en Bruselas, el historiador Jean-Nicolas de Parival utilizó la misma metáfora en el título de su libro Abrégé de l’histoire de ce Siècle de Fer, contenant les misères et calamités des derniers temps [Breve historia de este Siglo de Hierro donde se habla de las miserias y desdichas de los últimos tiempos]. « Yo llamo a este siglo la “Edad de Hierro” —informaba a sus lectores— [porque muchas desgracias] han llegado juntas, mientras que en los anteriores llegaban de una a una» . Señalaba que las rebeliones y las guerras en aquel momento « se parecían a la Hidra: cuantas más cabezas cortabas, más le crecían» . Parival comentaba también que « los elementos, servidores de un Dios iracundo, se combinan para acabar con el resto de la humanidad. Las montañas escupen fuego, la tierra tiembla, las plagas contaminan el aire» , y « la lluvia continua hace desbordarse los ríos [3]» . La China del siglo XVII también sufrió. Primero, una combinación de sequías y desastrosas cosechas, unas exigencias fiscales mayores y drásticos recortes en los programas del gobierno desencadenaron una oleada de bandidaje y caos. Más adelante, en 1644, uno de los cabecillas de los bandidos, Li Zicheng, se autoproclamó gobernador de China y arrebató Pekín de las manos de los desmoralizados defensores del emperador Ming (que se suicidó). Casi inmediatamente, los vecinos de la China del norte, los manchúes o Qing, invadieron y derrotaron a Li, entraron en Pekín y durante los siguientes treinta años sometieron a todo el país a su despiadada autoridad. Varios millones de personas murieron durante la transición de las dinastías Ming a Qing. Pocas zonas del mundo salieron indemnes del siglo XVII. Norteamérica y el oeste de África sufrieron hambrunas y guerras salvajes.

En la India, la sequía, seguida de inundaciones, causó la muerte a un millón de personas en Gujarat entre 1627 y 1630; mientras que una sanguinaria guerra civil en el Imperio mogol intensificó el impacto de otra sequía entre 1658 y 1662. En Japón, tras varias malas cosechas, en 1637-1638 estalló la rebelión rural más importante de la historia japonesa moderna en la isla sureña de Ky ushu. Cinco años más tarde, la hambruna, seguida de un invierno inusualmente crudo, acabó con la vida de unas 500 000 personas.

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