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El senor de los clanes – Christie Golden

A PRÓLOGO cudieron cuando los llamó Gul’dan, aquéllos que habían consentido (no, insistido) en vender sus almas a las tinieblas. En su día, al igual que Gul’dan, habían sido entes de profunda espiritualidad. En su día, habían estudiado el mundo natural y el lugar que ocupaban los orcos en él; habían aprendido de las bestias del bosque y de los campos, de las aves del cielo, de los peces de los ríos y los océanos. Y habían formado parte de ese ciclo, ni más, ni menos. Ya no. Antes fueron chamanes, ahora eran brujos, habían catado apenas el poder, como una minúscula gota de miel en la lengua, y les había sabido muy dulce. Así pues, su ansia se había visto recompensada con más poder, y más aún. El propio Gul’dan había estudiado bajo la tutela de su señor Ner’zhul, hasta que el alumno hubo superado al maestro. Aun cuando hubiera sido gracias a Ner’zhul que la Horda se había convertido en la abrumadora e imparable oleada de destrucción que era en la actualidad, Ner’zhul no había tenido el coraje de continuar. Sentía debilidad por la nobleza inherente de su pueblo. Gul’dan carecía de tales remilgos. La Horda había exterminado todo lo que se podía exterminar en este mundo. Estaban perdidos sin una vía de escape por la que descargar su sed de sangre, y comenzaban a volverse unos contra otros, clan contra clan en un desesperado intento por aplacar los brutales anhelos que ardían en sus corazones. Era Gul’dan el que había encontrado un nuevo objetivo sobre el que concentrar la candente necesidad de muerte de la Horda. No tardarían en aventurarse en un nuevo mundo, lleno de presas frescas, fáciles y ajenas a la amenaza. La sed de sangre se tornaría febril, y la Horda salvaje necesitaba un consejo que la guiara. Gul’dan iba a liderar ese consejo. Asintió a modo de saludo cuando entraron; sus ojos, pequeños y encendidos, no perdían detalle. Llegaron de uno en uno, acudían igual que bestias a la llamada de su amo. A él. Se sentaron a la mesa, los más temibles, los más respetados y odiados de todos los clanes orcos. Algunos eran horrendos, puesto que habían pagado el precio de sus conocimientos arcanos con algo más que sus almas. Otros permanecían impolutos, dotados de cuerpos fuertes y compactos de tersa piel verde ceñida sobre músculos torneados. Así lo habían solicitado al firmar el pacto tenebroso. Todos eran sanguinarios, sagaces, y no se detendrían ante nada con tal de amasar más poder.


Pero ninguno era tan sanguinario como Gul’dan. —Los pocos aquí reunidos —comenzó Gul’dan, con su voz ronca— somos los más poderosos de nuestros clanes. Sabemos lo que es el poder. Sabemos cómo obtenerlo, cómo emplearlo y cómo conseguir más. Hay quienes comienzan a hablar contra alguno que otro de los nuestros. Ese clan desea regresar a sus raíces; aquél está cansado de asesinar a infantes indefensos. —Sus carnosos labios verdes se curvaron en un rictus de desdén—. Esto es lo que ocurre cuando los orcos se ablandan. —Pero, gran señor —dijo uno de los brujos—, hemos acabado con todos los draenei. ¿Qué nos queda por matar en este planeta? Gul’dan sonrió, tensando sus gruesos labios sobre los enormes y afilados dientes. —Nada. Pero nos aguardan otros mundos. Les contó el plan, solazándose en la chispa de codicia que prendió en los ojos de los congregados. Sí, saldría bien. Ésa sería la organización de orcos más poderosa de todo los tiempos, y a la cabeza de dicha organización no habría nadie más que Gul’dan. —Nosotros constituiremos el consejo que dicte el son al que haya de bailar la Horda —concluyó —. Cada uno de vosotros es un poderoso portavoz. Sin embargo, el orgullo orco es tal que no deben saber quién es el verdadero señor aquí. Que crean que blande su hacha de batalla porque así lo desea, y no porque se lo ordenamos nosotros. Seremos un secreto. Seremos los que caminan en la sombra, el poder que crece cuanto mayor sea su invisibilidad. Seremos el Consejo de las Sombras, y no habrá nadie que conozca nuestra fuerza. Empero, algún día, y no muy lejano, habría alguien que la conocería. I CAPÍTULO UNO ncluso las bestias tenían frío esa noche, pensó Durotan. Con gesto ausente, estiró el brazo hacia el lobo que era su compañero y rascó a Diente Afilado entre las orejas.

El animal gruñó, agradecido, y se acurrucó junto a él. Lobo y caudillo orco observaron cómo caía la silenciosa nieve, enmarcada por la moldura ovalada que constituía la entrada de la cueva de Durotan. Antaño, Durotan, caudillo del clan del Lobo de las Heladas, había conocido el beso de climas más apacibles. Había blandido su hacha a la luz del sol, con los ojos entornados para protegerlos del resplandor sobre el metal y de las salpicaduras de sangre humana. Antaño, había sentido afinidad por todo su pueblo, no sólo por los miembros de su clan. Se habían erguido hombro con hombro, como una oleada verde de muerte que se vertía por las laderas de las colinas para tragarse a los humanos. Se habían saciado juntos ante las hogueras, habían atronado con sus risotadas, habían narrado relatos de sangre y conquistas mientras sus hijos dormitaban cerca de las brasas moribundas, con las cabecitas llenas de escenas de carnicería. Mas ahora, los pocos orcos que constituían el clan del Lobo de las Heladas tiritaban aislados en su exilio en las gélidas montañas Alterac de aquel mundo alienígena. Sus únicos amigos eran los enormes lobos blancos. Eran muy diferentes de los gigantescos lobos negros sobre los que habían cabalgado los congéneres de Durotan, pero un lobo seguía siendo un lobo, daba igual el color de su pelaje; la paciencia y la determinación, sumadas a los poderes de Drek’Thar, les habían ganado el afecto de las bestias. Ahora, orco y lobo cazaban juntos y se proporcionaban calor el uno al otro durante las interminables noches nevadas. Un ruido apagado proveniente del corazón de la cueva consiguió que Durotan se diera la vuelta. Su semblante severo, compuesto en un perpetuo rictus de tirantez por culpa de los años de cólera y preocupación, se suavizó al escuchar aquel sonido. Su hijo pequeño, aún sin nombre a la espera de que llegara el Día de la Onomástica correspondiente a ese ciclo, había gritado mientras se alimentaba. Durotan dejó que Diente Afilado siguiera observando cómo caía la nieve, se levantó y anduvo hacia la cámara interior de la cueva. Draka había desnudado un seno para dar de mamar al niño. Acababa de retirarle el sustento al bebé, ése era el motivo por el que éste había gimoteado. En presencia de Durotan, Draka extendió un índice. Con una uña negra afilada como una navaja, se pinchó el pezón con fuerza antes de volver a acercar la cabecita del bebé a su pecho. Ni una sombra de dolor se reflejó en su hermoso rostro de poderoso mentón. Ahora, cuando el niño lactara, no sólo bebería la nutritiva leche materna, sino también su sangre. Tal era el alimento apropiado para un joven guerrero en ciernes, el hijo de Durotan, el futuro caudillo de los Lobos de las Heladas. El corazón de Durotan rebosaba de amor por su compañera, una guerrera que igualaba su coraje y su astucia, y por el hijo que habían engendrado, adorable y perfecto. Fue en ese momento cuando se le vino encima la certeza de lo que tenía que hacer, igual que un manto que le cubriera los hombros. Se sentó y exhaló un hondo suspiro.

Draka levantó la mirada hacia él, entornados sus ojos castaños. Le conocía demasiado bien. Durotan no quería comunicarle cuál había sido su súbita decisión, aunque en el fondo de su corazón sabía que era lo correcto. Pero debía hacerlo. —Ahora tenemos un hijo —dijo Durotan, cuya voz profunda resonaba en su amplio torso. —Sí —contestó Draka, con orgullo en la voz—. Un hijo sano y fuerte que liderará al clan de los Lobos de las Heladas cuando su padre encuentre una muerte noble en la batalla. Dentro de muchos años —añadió. —Soy responsable de su futuro. Draka volcaba en él toda su atención. En ese momento, a Durotan le pareció de una hermosura exquisita, e intentó grabar a fuego aquella imagen en su mente. La luz de la hoguera se reflejaba en su piel verde, otorgándole un marcado relieve a sus poderosos músculos y confiriéndole brillo a sus colmillos. Draka no le interrumpió, se limitó a esperar a que continuara. —Si no hubiese alzado la voz contra Gul’dan, nuestro hijo tendría más compañeros de juegos con los que crecer —continuó Durotan—. Si no hubiese alzado la voz contra Gul’dan, habríamos conservado nuestra posición de prestigio dentro de la Horda. Draka siseó, abrió sus enormes fauces y enseñó los dientes, criticando a su compañero. —No habrías sido la pareja a la que me hubiese unido —bramó. El bebé, sobresaltado, apartó la cabeza del rico seno para mirar el rostro de su madre. Gotas blancas de leche y rojas de sangre salpicaban su barbilla, ya protuberante—. Durotan del clan de los Lobos de las Heladas no podía quedarse sentado y permitir que nuestro pueblo fuese conducido a la muerte igual que las ovejas de las que cuidan los humanos. Con lo que habías descubierto, tenías que alzar la voz, compañero. No podrías haber hecho menos y seguir siendo el jefe que estás hecho. Durotan asintió con la cabeza ante la verdad que entrañaban esas palabras. —Y pensar que Gul’dan no sentía ningún aprecio por nuestro pueblo, que no era más que otra manera de aumentar su poder… Guardó silencio, al recordar la estupefacción y el horror (y la rabia) que se habían apoderado de él cuando supo que se había constituido el Consejo de las Sombras, cuando descubrió la duplicidad de Gul’dan. Había intentado convencer a los demás del peligro al que se enfrentaban.

Los habían utilizado como a meros peones para destruir a los draenei, una raza que Durotan comenzaba a pensar que, después de todo, no necesitaba ser exterminada. Y de nuevo, transportados a través del Portal Oscuro hacia un mundo desprevenido… no por decisión de los orcos, no, sino porque así lo había querido el Consejo de las Sombras. Todo por Gul’dan, todo por el poder personal de Gul’dan. ¿Cuántos orcos habían caído, peleando por esa insignificancia? Buscó las palabras con las que expresar su decisión a su compañera. —Hablé, y nos exiliaron. A todos los que me siguieron aquí. Es un deshonor inmenso. —El deshonor es de Gul’dan —rebatió Draka, con ferocidad. El bebé se había sobrepuesto al susto y volvía a amamantarse—. Tu gente está viva, es libre, Durotan. Es un lugar inhóspito, pero hemos encontrado a los lobos de las heladas para que nos hagan compañía. Tenemos carne fresca en abundancia, incluso en pleno invierno. Hemos conservado las costumbres, en la medida de lo posible, y las historias que se cuentan alrededor del fuego forman parte de la herencia de nuestros hijos. —Se merecen más. —Durotan apuntó a su hijo con una uña rematada en punta—. Él se merece más. Nuestros hermanos, los que continúan engañados, se merecen más, Y yo voy a dárselo. Se incorporó y se irguió cuan alto era. Su enorme sombra se proyectó sobre su esposa y su hijo. La expresión de abatimiento de Draka le dijo que ella sabía lo que iba a decir aun antes de que abriera la boca, pero tenía que pronunciar las palabras. Eso era lo que las hacía sólidas, reales… las convertía en un juramento que no se podría romper. —Hubo algunos que me prestaron atención, aunque todavía dudaban. Pienso regresar y encontrar a esos escasos caudillos. Les convenceré de que mi historia encierra la verdad, y ellos reunirán a sus pueblos. No seguiremos siendo esclavos de Gul’dan, prescindibles y olvidados cuando morimos en batallas que sólo le convienen a él.

¡Lo juro, como que me llamo Durotan, jefe del clan del Lobo de las Heladas! Impulsó la cabeza hacia atrás, abrió la boca llena de colmillos de una manera que parecía imposible, puso los ojos en blanco y profirió un ensordecedor y ronco alarido de furia. El bebé comenzó a revolverse e incluso Draka se encogió. Era el Grito del Juramento; Durotan sabía que, pese a la espesa capa de nieve que a menudo atenuaba los sonidos, todos los miembros de su clan lo oirían esa noche. En cuestión de momentos se arracimarían alrededor de su cueva, deseosos de conocer el contenido del Grito del Juramento para sumar sus propios gritos al de él. —No irás solo, compañero —dijo Draka; su voz apacible contrastó en gran medida con el ensordecedor Grito del Juramento de Durotan—. Te acompañaremos. —Te lo prohíbo. Con una brusquedad que sobresaltó incluso a Durotan, que ya debería conocerla, Draka se puso en pie de un salto. El bebé lloroso se cayó de su regazo cuando apretó los puños y los alzó, estremeciéndolos con violencia. Un latido más tarde, Durotan parpadeó cuando sintió un aguijonazo de dolor y la sangre manó de su rostro. Draka había cubierto la distancia que los separaba y le había abierto la mejilla con las uñas.

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