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El Senor de las Sombras – Cassandra Clare

Hacía muy poco que Kit sabía lo que era un mayal, pero en ese momento, colgando por encima de su cabeza, había un estante lleno de ellos, relucientes, cortantes y letales. Nunca había visto nada igual a la armería del Instituto de Los Ángeles. Las paredes y los suelos eran de granito plateado, e islas de ese mismo material se alzaban a intervalos por todas partes, lo que hacía que la sala pareciera la exposición de armas y armaduras de algún museo. Había cayados y mazas, bastones de paseo de ingenioso diseño, collares, botas y chaquetas acolchadas que escondían finos puñales para acuchillar y lanzar, manguales cubiertos de terribles púas y ballestas de todos los tipos y tamaños. Las islas de granito estaban tapadas por pilas de relucientes instrumentos fabricados en adamas, la sustancia parecida al cuarzo que los cazadores de sombras arrancaban de la tierra y que solo ellos sabían cómo convertir en espadas, puñales y estelas. Pero a Kit le interesó más el estante donde se hallaban las dagas. No era que tuviera ningún deseo particular de aprender a usar una daga; nada aparte del interés normal que, suponía, la mayoría de los adolescentes tenía por las armas, pero incluso así, habría preferido que le dieran una ametralladora o un lanzallamas. Pero esas dagas eran puro arte; las empuñaduras con incrustaciones de oro, plata y piedras preciosas: zafiros azules, rubís cabujones, brillantes dibujos de espinas grabadas en platino y diamantes negros. Se le ocurrían al menos tres personas en el Mercado de Sombras que se las comprarían por una buena cantidad de dinero sin hacer preguntas. Quizá hasta cuatro. Kit se quitó la chaqueta vaquera que llevaba (no sabía a cuál de los Blackthorn habría pertenecido antes. A la mañana siguiente de su llegada al Instituto se había despertado con una pila de ropa recién lavada esperándolo a los pies de la cama) y se puso una chaqueta acolchada. Captó de reojo su imagen en el espejo del fondo de la sala. Pelo rubio mal cortado, los últimos moretones que iban desapareciendo de su pálida piel. Abrió la cremallera del bolsillo interior de la chaqueta y comenzó a llenarlo de dagas envainadas, escogiendo las que tenían las empuñaduras más bonitas. La puerta de la armería se abrió de pronto. Kit dejó caer sobre el estante la daga que sujetaba y se volvió a toda prisa. Pensaba que había salido de su dormitorio sin que nadie lo notara, pero si algo había aprendido durante su corta estancia en el Instituto, era que Julian Blackthorn se daba cuenta de todo, y sus hermanos y hermanas no le iban a la zaga. Pero no era Julian. Se trataba de un hombre joven al que Kit no había visto nunca, aunque algo en él le resultaba familiar. Era alto, con el cabello rubio alborotado y la constitución de un cazador de sombras: hombros anchos y brazos musculosos, con las líneas negras de la Marcas rúnicas con que se protegían asomándole por el cuello y los puños de la camisa. Sus ojos eran de un raro color dorado oscuro. Llevaba un anillo de plata pesado en un dedo, al igual que muchos otros cazadores de sombras. Miró a Kit alzando una ceja. —Te gustan las armas, ¿verdad? —le preguntó.


—Están bien. —Kit retrocedió un poco hacia una de las mesas, esperando que las dagas del bolsillo no tintinearan y lo delatasen. El hombre se acercó al estante que Kit había estado revolviendo y cogió la daga que él había dejado caer. —Has escogido una muy buena —dijo—. ¿Ves la inscripción del mango? Kit no la veía. —Fue hecha por uno de los descendientes de Wayland el Herrero, quien forjó a Durendal y a Cortana. —El hombre hizo rodar la daga entre los dedos antes de volver a dejarla en el estante—. No son tan extraordinarias como Cortana, pero son dagas que siempre regresarán a tu mano después de que las lances. Muy conveniente. Kit carraspeó para aclararse la garganta. —Deben de valer mucho —comentó. —Dudo que los Blackthorn quieran venderlas —replicó el hombre con sequedad—. Soy Jace, por cierto. Jace Herondale. Hizo una pausa. Parecía estar esperando alguna reacción, pero Kit estaba decidido a no mostrar ninguna. Conocía el nombre de Herondale, claro. Parecía que era la única palabra que todos le habían dicho en las dos últimas semanas. Pero no quería darle a ese hombre, a Jace, la satisfacción que evidentemente buscaba. Jace pareció indiferente al silencio de Kit. —Y tú eres Christopher Herondale. —¿Cómo lo sabes? —preguntó Kit, intentando mantener una voz neutra y sin entusiasmo. Odiaba el nombre Herondale. Odiaba esa palabra. —Aire de familia —contestó Jace—.

Nos parecemos. De hecho, te pareces a los retratos de un montón de Herondale que he visto. —Calló un momento—. Además, Emma me envió una foto tuya al móvil. Emma. Emma Carstairs le había salvado la vida a Kit. Desde entonces no habían hablado mucho; después de la muerte de Malcolm Fade, el Mago Supremo de Los Ángeles, todo había resultado un caos. Él no había sido la prioridad de nadie, y además tenía la sensación de que Emma lo consideraba solo un crío. —Muy bien. Soy Christopher Herondale. La gente no para de decírmelo, pero para mí no significa nada. —Kit alzó el mentón—. Soy un Rook. Kit Rook. —Sé lo que te dijo tu padre. Pero eres un Herondale. Y eso significa algo. —¿Qué? ¿Qué significa? —quiso saber Kit. Jace se apoyó en la pared de la armería, justo bajo los pesados mandobles. Kit deseó que se le cayeran en la cabeza. —Sé que sabes de la existencia de los cazadores de sombras —repuso Jace—. Mucha gente los conoce, sobre todo los subterráneos y los mundanos con la Visión. Uno de ellos es lo que creías que eras, ¿verdad? —Nunca pensé que fuera un «mundano» —replicó Kit. ¿Acaso los cazadores de sombras no se daban cuenta de lo mal que sonaba esa palabra? Pero Jace no le hizo caso. —La sociedad y la historia de los cazadores de sombras… son cosas que la mayoría de la gente que no es nefilim ignora.

El mundo de los cazadores de sombras está formado por familias, cada una con un nombre que ama y mantiene. Cada familia tiene una historia que transmitimos a las sucesivas generaciones. Durante toda la vida, cargamos con el peso y la gloria de nuestro nombre, lo bueno y lo malo que nuestros antepasados hicieron. Tratamos de honrar nuestro nombre para aligerar el peso de los que vengan tras nosotros. —Cruzó los brazos sobre el pecho. Tenía las muñecas cubiertas de Marcas; en el dorso de la mano izquierda había una que era como un ojo abierto. Kit se había fijado en que todos los cazadores de sombras parecían tenerla—. Entre los cazadores de sombras, el apellido posee un gran significado. Los Herondale han sido una familia que ha marcado el destino de los cazadores de sombras durante generaciones. No quedamos muchos; todos pensábamos que yo era el último. Jem y Tessa eran los únicos que estaban convencidos de que tú existías. Te han estado buscando durante mucho tiempo. Jem y Tessa. Junto con Emma ayudaron a Kit a escapar de los demonios que habían asesinado a su padre. Y le contaron una historia: la historia de un Herondale que traicionó a sus amigos y huyó para comenzar una nueva vida lejos de los otros nefilim. Una nueva vida y una nueva familia. —He oído hablar de Tobias Herondale —replicó Kit—. Así que soy el descendiente de un gran cobarde. —Las personas no son perfectas —dijo Jace—. No todos los miembros de tu familia son extraordinarios. Pero cuando vuelvas a ver a Tessa, y lo harás, ella te podrá hablar de Will Herondale. Y de James Herondale. Y de mí, claro —añadió con modestia—. Entre los cazadores de sombras, soy muy importante. No lo digo para intimidarte

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