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El secreto de los gatos (Ojos de gata 3) – M. N. Mera

Me desperté bruscamente. Mi hijo Edmund acababa de hablarme a través de la mente, había sido como un susurro en el oído. Me alegraba tanto de que me hubiera despertado para contarme aquellas magníficas noticias…, noticias que, tengo que confesar, jamás pensé que llegarían. Por fin había encontrado a su mujer. Sabía que llevaba media vida buscándola, en las últimas décadas sin apenas esperanzas de encontrarla, pero jamás se había rendido, la perseverancia era quizá un rasgo de la familia Chatte. No es fácil olvidar a la mujer de tu vida, yo lo sabía mejor que nadie, aunque yo había tenido mucha suerte. Tan solo la perdí durante unos años y, cuando la recuperé, nunca más la dejé escapar de mi lado. En esos momentos la mujer de mi vida dormía. Irina siempre me parecería un ángel cuando dormía, ya que cuando despertaba podía ser un poco demonio, siempre lo había sido. Daba igual que fuéramos mayores, yo me sentía muy joven y ella seguiría siendo mi bella Irina. Se revolvió en sueños. No sabía si contarle las novedades o que las descubriera por sí misma, no le iban a gustar nada en absoluto. Su hijo Edmund enamorado de una mujer-perro y su recién descubierta nieta, Valentina, enamorada del nieto de esa mujer, otro perro. Quizá fuera mejor que la preparara para la que se avecinaba. La acaricié y la besé en el cuello. Emitió un dulce sonido que significaba que había notado mi deseo. —Émile, ¡eres incorregible! —exclamó riéndose. —Lo sé, pero estás tan guapa, Irina. —Ojalá pudieras llamarme siempre Irina. —Lo sé, pero decidimos cambiar de nombre para no levantar sospechas. —Llámame Irina de nuevo —susurró dándose la vuelta y abrazándome. —Irina, Irina, mi dulce e indomable Irina. Deberíamos insonorizar las habitaciones. Ahora estamos cuidando de unas niñas pequeñas. —Ah, no son tan pequeñas.


Anna debe tener quince años y Cristina trece; además, esas niñas saben más que tú y que yo cuando teníamos veinte años. —Perdona, pero no estoy de acuerdo, tú sabías demasiado con diecisiete años, me sedujiste. —¿Qué? Menudo mentiroso, yo no hice semejante cosa. Además, tú y yo no hicimos nada hasta años después. —Pero no esperaste a que nos casáramos, eras un poco indecente. —¡El indecente fuiste tú! ¿Quién me desnudó esa noche? —Tú te dejaste desnudar y ahora te vas a dejar desnudar otra vez —dije besándola otra vez en el cuello. Se rio. Daba igual que hubiera pasado una eternidad desde la primera noche que hicimos el amor, a mí me seguía pareciendo como si hubiese sido ayer. —¿Cuándo vuelven? —Ahora no me distraigas…, tengo algo importante que hacer —dije intentando quitarle el camisón. —Dime cuándo vuelven y luego te dejo que me quites el camisón. —Está bien, llegarán dentro de unos días —y acto seguido comencé a desnudarla. Aunque vendrían acompañados de dos personas más con las que no contaba Irina, o mejor dicho, dos criaturas más de la especie que tanto odiaba mi mujer. No quería darle vueltas a lo que podría suceder cuando se enterara, porque lo más probable era que, por primera vez en mi vida, tuviera que ponerme en contra de mi esposa. Aunque lo haría si fuera necesario, no iba a permitir que nadie intentara alejar a Edmund de esa mujer, ni a Val de ese chico, sabiendo lo mucho que se amaban; yo no hubiera permitido que nadie me separara de Irina. -1. Émile. En peligro. Carla entró en la biblioteca. Le costaba asimilar la idea de deshacerse del cuaderno de Émile, la había acompañado durante varios meses y, por alguna razón, le daba pena no poder continuar con la historia; pero desgraciadamente había llegado un punto en el que no había nada más sobre su vida, tan solo un montón de apuntes extraños llenos de secuencias de letras, dibujos, datos y diagramas que no significaban nada para ella. No entendía qué hacían allí, en ese cuaderno tan personal, aunque también era cierto que el cuaderno en un principio había tenido un fin médico con todos aquellos datos sobre pacientes de Émile. No dejaba de darle vueltas a la situación. Todavía no había tenido tiempo de hablarlo con Eugène, desde que habían vuelto de Estados Unidos apenas habían tenido tiempo, pero definitivamente era algo que tenía que hacer. Sin embargo, seguía sin comprender por qué razón Eugène le había ocultado algo así. ¿Por qué no había confiado en ella? ¿Y qué sucedía con Val? ¿Se lo habría confesado a ella? En realidad lo dudaba, Val habría hablado con ella de algo tan importante. Estaba a punto de guardar el cuaderno de Émile donde lo había encontrado hacía unos meses cuando la puerta se abrió de golpe.

Se pegó tal susto que el cuaderno se le escapó de las manos y se cayó estrepitosamente al suelo. —Perdona, Carla, no quería asustarte. El padre de Eugène le sonrió desde el marco de la puerta haciendo que sus ojos azules brillaran más todavía. No dejaba de sorprenderle que sus ojos fueran exactamente iguales a los de su futuro marido y a los de su hija Val, ojos de gato, profundos y azules como el mar. Carla le devolvió la sonrisa, pero la mirada de aquel hombre tan agradable ya no estaba clavada en ella, sino en el cuaderno desparramado por el suelo. Carla lo recogió con sumo cuidado intentando ocultárselo, pero por las palabras de Jean, ya no tenía sentido.

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