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El rio baja sucio – David Trueba

Seguro que eres de los que creen que saben cómo es un cadáver. Aunque jamás hayas visto la vida evaporarse de un cuerpo al morir. Seguro que eres de los que piensan que conocen la mirada de un asesino. Aunque jamás hayas cruzado tus ojos con los de uno. Seguro que eres de los convencidos de que distinguirían entre mil a aquel que un día le quitó la vida a otro. Yo también era como tú no hace demasiado tiempo, cinco, seis años atrás, cuando sucedió lo que te voy a contar. Ahora tengo diecinueve años y ya no soy del todo aquel niño de casi catorce. Entonces había visto como tú demasiadas películas de crímenes, demasiados asesinos de novela, demasiados cadáveres de ficción. Y creía que todo aquello tenía algo que ver con lo real. No conocía aún a Ros, no sabía nada de su vida, no intuía lo mucho que cambiaría mi forma de mirar el mundo el hecho azaroso de cruzarme con él durante aquellas vacaciones de Semana Santa. Todo empezó con una taza de váter en mitad del río. Pobre río. A aquello se veía reducido el paso por la ribera más cercana a nuestras casas en la sierra. La Navilla era el nombre oficial del lugar, pero nosotros lo conocíamos como La Chopera. Era una colonia de segundas residencias que nació hace cincuenta años, no más, cuando se impuso la idea del veraneo, de la salida de fin de semana. Al menos así lo explicaban los mayores, la generación de mi madre. Ellos fueron los primeros niños que colonizaron aquel lugar para sus vacaciones. Fue en el momento en que dejó de ser un pimpollar de pinos jóvenes que explotaba una resinera para convertirse en un rincón de evasión. Se llenó de viviendas modestas, algunas construidas por los dueños sin demasiado tino ni gusto. Casas de ladrillo y teja, cemento barato y uralita, que se bautizaban con letreros vistosos en la fachada: La Ponderosa, Mansión Tara, Villa Merceditas, La Casona, Los Abetos. Si alguna vez tuvieras interés en dar con la colonia, que sepas que está a solo una hora de Madrid. Te basta con seguir la carretera que corona el puerto de la Cruz Verde en dirección a Ávila. Encontrarás un letrero que señala el desvío hacia el pueblo de Pinares de San José, pero antes de llegar a él, aún en el valle, verás nacer una carretera de tierra camino de La Navilla. Dicen que el río marca la frontera entre Madrid y la provincia de Ávila. Así que podrías pensar que es un río respetado, conocido por todos gracias a su categoría de frontera natural, pero no te engañes.


Pese a que el curso del agua es vivo incluso en verano, está contaminado desde hace años y ya casi nadie baja a pasear por allí, aún menos a pescar o a nadar. En verano apesta a la mierda que arrojaban desde un afluente las vaquerías y el polígono industrial de Las Navas del Marqués. Los desagües de una cantera cercana han terminado de arruinar su antiguo esplendor. Yo estaba a punto de cumplir catorce años y en los días de abril, recién comenzadas las vacaciones de Semana Santa, la pequeña cascada de la poza que antes fue de baño aún se mostraba ruidosa y alegre. Parecía ignorar cómo la montaña era devorada poco a poco por los mordiscos de la cantera activa. El paseo entre los chopos, con las hojas recién brotadas que movía el viento como si fueran adornos de papel y el cascabel del agua del río, nos seguía convocando a esos ratos de juegos con tu mejor amigo. El mío se llamaba Martín. Él a mí me llamaba Tom, aunque para el resto yo era Tomás. Me gustaba oírle decirme Tom. Lo hacía con esa seguridad con la que hacía todo, como si en vez de tener mi edad, apenas unos meses más, Martín tuviera treinta años. Tom, me dijo, vamos a coger esa taza de váter, nos puede servir. A él no le gustaba jugar al balón, que era a lo que yo me dedicaba horas y horas. Prefería grabar vídeos cachondos con el móvil. Aspiraba a convertirse en alguien popular en las redes, ser como su ídolo, Cactus14, que cuentan que gana más de un millón de euros al año por colgar sus paridas, sus bromas, sus partidas de videojuegos en la red. Alcanzamos el inodoro y lo arrastramos hasta la hierba. Martín tuvo la idea. Plantamos la taza en el sendero de tierra y lo grabamos con el móvil, en fragmentos breves. La desplazábamos un poco cada vez para lograr el efecto de verla avanzar, como si nos persiguiera. Cualquier título servía. El váter endemoniado. El váter asesino. El váter infernal. Luego nos grabamos huyendo de la taza. Nuestro plano consistía en mostrarnos como perseguidos aterrorizados. Más tarde lo montaríamos todo en el ordenador de Gaspar, le añadiríamos música.

El efecto será genial, prometía Martín, pon más cara de miedo. Nos parecía divertido mostrar a dos chavales correr por la sierra perseguidos por una taza de váter amenazante. Porque todos le tenemos un miedo atroz desde niños a la taza del váter. Como si fuera la boca que amenaza tragarnos hacia un mundo oculto y desconocido. Es el primer terror infantil, cuando somos tan pequeños y el inodoro es tan grande y emboca a lo oscuro. A la grabación le dedicamos un par de horas. Luego dejamos el inodoro tirado por allá. No lo devolvimos al río, lo respetábamos demasiado. Nunca lo trataríamos como los demás, que lo usaban de alcantarilla local. Recuperamos las bicis y emprendimos la subida de la cuesta. Nos gustaba espiar cerca de la cantera, mirar la tarea infinita de las excavadoras y los camiones. Era la segunda afrenta al lugar, el definitivo insulto. Nuestro paraíso de vacaciones se había convertido en un basural. Eso decía mi madre, y puede que por eso estuviera decidida a vaciar la casa durante las vacaciones y ponerla a la venta. Desde el día anterior, cuando llegamos y Martín vino a buscarme para sacar las bicis, había tenido la sensación de despedida. De que aquellos serían nuestros últimos días juntos, de que en esa semana, más que santa, maldita, terminaría nuestra amistad de veranos y vacaciones. Pronto ya no volveríamos a vernos y Martín para mí y yo para Martín pasaríamos a ser tan solo un recuerdo desvaído de la infancia. Cerca de la cantera, el camino entre piedras y zarzales, junto a las jaras y el tomillo, se volvía impracticable para las bicis. Además, se me había salido la cadena y le pegué una patada de impotencia a la rueda trasera. ¿Otra vez la cadena?, preguntó Martín mientras se bajaba de su bici. La suya era roja, la mía era verde, ambas con ruedas de tacos, preparadas para los caminos de tierra. A mí no me gustaba ir en bici, pero a Martín sí. Las empujamos a pie, como jinetes desmontados. Así nos sentíamos en La Chopera, forajidos de una vieja película del Oeste, en pleno uso de una libertad que solo suspendíamos para ir a comer y cenar a nuestras casas. ¿Erais vosotros los de los gritos? La voz nos sorprendió.

Demasiado cercana para no haber percibido antes la presencia. Se refería seguro a los gritos que habíamos soltado al correr por el sendero junto al río, perseguidos por el inodoro asesino. Martín y yo nos sonreímos. No le íbamos a contar nuestro proyecto de cortometraje de terror a un desconocido. Estábamos grabando una chorrada, dijo Martín. ¿Hacéis películas? Nos encogimos de hombros y él vino a nuestro encuentro. Tendría unos cincuenta años, no era demasiado alto, pero sí robusto. Pese al frío, la manga corta dejaba entrever los antebrazos tensos. La barba le manchaba la cara surcada de líneas duras, la piel parecía irrompible. Se frotó las manos de uñas sucias en el pantalón de trabajo antes de agacharse a mirar la cadena de mi bici, fugada del engranaje. Con un dedo la levantó en el aire. ¿Ves la holgura? Pero nosotros estábamos más interesados en estudiarlo a él. Se puso de pie y volvió a pasarse las manos por los pantalones de faena. En la derecha, entre el dorso y la muñeca, asomaba un alacrán tatuado, con el aguijón alzado al final de la cola. La tinta negra estaba algo corrida y gastada por el tiempo, pero aún se reconocía al bicho amenazante. Traedla a casa y la recortamos, si no se te va a estar saliendo todo el rato. Recuperó una garrafa del suelo que no habíamos visto antes. Debía de haberla ido a llenar a la fuente de abajo, donde el agua era pura y fluía constante por un caño de hierro. Echó a andar y entendimos que se dirigía a Los Rosales. ¿Vivía allí? Y aunque estábamos aleccionados por la monserga temerosa de nuestras madres, le seguimos. Era mayor nuestra curiosidad por entrar en Los Rosales que toda prevención ante los extraños. En la ladera del monte que miraba hacia la parte urbanizada de la colonia, se alzaba esa casa solitaria y poderosa que llamaban Los Rosales. La valla estaba trenzada con rosales salvajes y descuidados que echaban flores a destiempo. Aparecían rosas en pleno invierno, como regalos inesperados, brotes libres entre las espinas. La casa llevaba años abandonada.

Para nosotros siempre lo había estado, porque no recordábamos la última época en que fue habitada. Todo el mundo conocía Los Rosales. La casa era la referencia en el camino hacia la estación de tren: antes de llegar a Los Rosales, a la altura Los Rosales, más allá de Los Rosales, decían. Como si Los Rosales fuera un elemento natural del paisaje. No tardó demasiado en arreglar la cadena. La apoyó sobre una roca y con el martillo y el destornillador le birló una cuenta como quien acorta una pulsera. Era hábil y fuerte y devolvió el martillo al cinturón con una floritura de pistolero, haciéndolo girar alrededor de su dedo. Tengo que seguir con lo mío, dijo después. Habíamos empleado el rato en mirar alrededor, en estudiar la finca. El caserón de dos pisos estaba guardado por un porche y en la construcción de piedra se dibujaban las arterias de cemento. Era evidente que el tipo que nos había salido al paso llevaba algunos días atareado en limpiar el jardín. Nos tendió la mano terminada en el cerco negro de sus uñas recortadas, quizá mordidas. Me llaman Ros. Así se presentó. Dijimos nuestros nombres. Martín. Tomás. Sus dedos poderosos estrecharon los nuestros. También nuestras manos estaban manchadas de grasa de la cadena de la bici. Para limpiar esa grasa, cogéis el jabón de fregar y os frotáis también con arena del suelo. Si no, no sale. ¿Ha comprado la casa? Martín demostró su valentía al hacerle la pregunta, así, directa. Ros no parecía de esas personas que responden a las preguntas de los demás.

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