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El rincon de los ninos – Patrick Modiano

La vida que llevo desde hace algún tiempo me ha sumido en un estado de animo muy especial. Apenas me atrevo a referirme a mi vida profesional, que en estos momentos se resume en bien poca cosa: la escritura de un interminable serial radiofónico, Las aventuras de Luis XVII. Puesto que apenas cambian los programas en Radio Mundial, me veo durante las próximas semanas añadiendo sin parar nuevos episodios de Aventuras de Luis XVII. Eso en lo que se refiere al porvenir. Pero aquella tarde, al volver del Café Rosal, encendí la radio. Precisamente era la hora en que Carlos Sirvent iniciaba ante el micro una de las múltiples aventuras de Luis XVII, tal como yo las había imaginado después de su evasión del Temple. El caer de la tarde, el silencio, la voz de Sirvent que leía mis guiones en lengua española para hipotéticos oyentes perdidos por Tetuán, Gibraltar o Algeciras —otro locutor podría haberlas leído también en francés, en inglés o en italiano, ya que Radio Mundial tiene emisiones en todos estos idiomas—, la voz cada vez más aterciopelada de Sirvent ahogada por parásitos, sí, todo aquello me llevó aquella noche —y que conste que no lo tengo por costumbre— a la reflexión. Seguiré escribiendo Las aventuras de Luis XVII tanto tiempo como deseen en Radio Mundial. Me dan algo de dinero y también el sentimiento de no ser por completo un ocioso. Aquello carece de valor literario alguno, y estaría dispuesto a reconocer que la traducción española de mis textos hace más sombrío aún el estilo si mi preocupación actual fuera el estilo: ¿o es que no me ha confesado el secretario de Sirvent, encargado de traducir el Luis XVII sobre la marcha, que corta frases y cambia palabras, no por un prurito de perfección, sino para terminar antes? Sé muy bien que el calor en los despachos de Radio Mundial es agobiante en ocasiones, en especial cuando hay que escribir a maquina, por eso le perdono su falta de respeto hacia mi prosa. He escrito en tiempos algunos libros cuya textura era menos descuidada, de superior calidad. Y sin embargo, aquella tarde, mientras escuchaba a Carlos Sirvent contar en español Las aventuras de Luis XVII, no podía dejar de pensar hasta qué punto ese tema, que he desperdiciado en un serial radiofónico, me afecta más que cualquier otro. Es el tema de la supervivencia de las personas que han desaparecido, la esperanza de volver a encontrar algún día a quienes se perdieron en el pasado. No ha sucedido lo irreparable, todo va a volver a empezar como antes. «Luis XVII no ha muerto. Se encuentra en una plantación, en Jamaica, y vamos a contar su historia». Sirvent recita esta frase todas las tardes al empezar el guión y se oye una resaca marítima como ruido de fondo junto con unos suspiros de armónica. Se ha dejado caer ante el micro, con el cuello de su camisa azul completamente desabrochado, y aprovecha los intermedios para beber a morro ese agua mineral de la que nunca se separa, tan pesada e indigesta como el mercurio. La sirven en garrafitas minúsculas en el Rosal. Un agua de las fuentes de tierra adentro. Hace un rato, después de comer, me encontraba yo sentado en una de las banquetas de molesquín del Rosal — molesquín rojo que contrasta con la madera oscura del bar, de las mesitas y de las paredes. Lo normal es que a esas horas no haya clientes. Duermen la siesta. Y los turistas no suelen venir por el Rosal. Cuando la vi, sentada junto a la reja de hierro forjado que separa el café del salón de los billares, no distinguí en el momento los rasgos de su cara.


Fuera es tan fuerte la luz de sol que al penetrar en el Rosal uno se hunde en la oscuridad. La mancha clara de su bolso de paja. Y sus brazos desnudos. Su rostro surgió de la sombra. No debía tener más de veinte años. No me prestaba atención alguna. Buscaba algo en el bolso, apoyado en la banqueta, junto a ella, y de vez en cuando resonaban en aquel silencio los brazaletes que llevaba en las muñecas. El barman se dirigió a ella con una bandeja de cobre en las manos en la que había una garrafita de agua y un vaso. La muchacha llenó el vaso casi hasta el borde. No sé por qué, pero quise ponerle en guardia contra el especialísimo sabor de aquel agua mineral y la desagradable sensación que se experimenta cuando la degustamos por primera vez, como el niño que aspira su primera bocanada de cigarrillo. Pero no le hubiera gustado tal vez que un desconocido se metiera en lo que no le importaba y le diera una lección. Se llevó el vaso a los labios y se lo bebió de un trago como la cosa más natural, sin fruncir en modo alguno el ceño. Me parecía que ya había visto antes su rostro. Pero dónde. Ya estaba dispuesto a dirigirle la palabra cuando una especie de pudor me retuvo: yo tenía edad casi de ser su padre. Hasta aquella tarde nunca se me había ocurrido nada por el estilo, pero tenía que admitir que en los últimos años los niños habían crecido… Dejó esparcidas unas cuantas monedas encima de la mesa y con paso suelto, sin haberse dado cuenta de mi presencia, se marchó entre el choquecillo de los brazaletes, mientras yo me quedaba solo al fondo de la desierta sala. Tal vez me había encontrado con ella en el tranvía que trepa por la cuesta del Vellado o en el que bordea la Corniche. ¿En la playa? ¿En el vestíbulo de Radio Mundial? ¿O tal vez me había fijado en aquella cara entre los turistas que se pasean por las callejas junto al Fuerte? Tomé el tranvía, no me sentía con valor para subir andando hasta mi casa bajo aquel sol de justicia. En la parada del Vellado me esperaba el chófer, sentado en un banco, a pesar de que aún estábamos al comienzo de la tarde. Le hice con el brazo una señal a la que respondió, y me vino siguiendo por toda la avenida Villadeval hasta el inmueble donde vivo, a una distancia de unos diez metros. Por mucho que modere yo la marcha para que andemos uno junto al otro, él se queda atrás, fiel a las consignas que ha recibido. Era chófer de una americana que yo conocía desde mi llegada a esta ciudad y que me cobró afecto. Al final de una vida sentimental tempestuosa, se había retirado a un chalé por la Corniche. Hace tiempo que murió, pero en su testamento exigía que su chófer, a cambio de una pensión, vigilase en qué empleaba mi tiempo y se lo comunicara cada semana al secretario de la fundación que le dejó a la ciudad. Hago lo que puedo para facilitarle la tarea y le informo sobre la marcha de mis actos y movimientos, a veces con varios días de anticipación.

Lo cierto es que el empleo de ese tiempo no varía nunca: unas cuantas horas de trabajo en Radio Mundial, un poco de playa a primera hora de la tarde… Él considera que su deber es esperarme todas las tardes en la parada del tranvía y seguirme hasta el inmueble. Así le queda tranquilidad de conciencia. A veces nos tomamos juntos un trago en un cafecillo de la avenida Villadeval. Hablamos de todo y de nada. Me he acostumbrado a esta silueta que me espera todas las tardes en lo alto de la cuesta del Vellado. Pero eso no puede durar eternamente. Un día no estará ya ahí para vigilarme. Ya no habrá nadie. Tienen que pasar aún unos cuantos años, unos cuantos meses, y habremos llegado al final del siglo veinte. * * * En una de las terrazas del otro edificio, enfrente en la avenida, hay un hombre que hace gimnasia, como todos los días. Es superior a mí: por mucho que cierre mi ventana o vuelva la cabeza, acabo por fijar la mirada en él. Veinticinco minutos de gimnasia entre las nueve y media y las diez menos cinco, todas las mañanas. Carlos Sirvent había entrevistado a aquel hombre cierta tarde para Radio Mundial, y yo había oído la charla. Hablaban en francés —Sirvent con acento español y el otro con un acento casi imperceptible cuyo origen no conseguí definir: ¿suizo, alemán, luxemburgués? Dijo que tenía ochenta años, pero su voz dejaba una curiosa impresión de intemporalidad: una voz sin una mínima inflexión humana y que se diría que funcionaba gracias a una prótesis. Había escrito numerosos volúmenes dedicados a la música alemana, al coronel Lawrence, a Alejandro Magno, a los jardines, a los minerales, a sus viajes por todo el mundo. Le explicaba todo esto a Sirvent con su voz metálica y este apenas tenía tiempo de decir una palabra o hacerle una pregunta. Ahí está, en la terraza. A veces me permito observarle con los gemelos. Tan delgado y bronceado, parece un enorme insecto. Tiene el pelo blanco, con flequillo, y un rostro largo y huesudo cortado en una madera mate a la que ni un hacha podría hacer mella. Un día encontré una de sus obras entre los libros de ocasión de la librería del edificio Edward’s Stores y lo compré por unos cuantos pesos. Era un volumen muy fino, con su cajita. Se llamaba Grecia y Japón y la fecha era 1938. Había un retrato suyo en la guarda: rostro lampiño, labios delgados, pelo negro hacia atrás. El ejemplar estaba dedicado, con tinta negra y escritura gótica, a un tal Pedrito, «matador de toros».

Estuve hojeando aquel libro, ilustrado con fotos de estatuas y templos griegos tomados a contraluz a fin de acentuar su carácter monumental, y otras fotos aún más sombrías de cerezos en flor y de soldados y barcos de guerra japoneses bajo un cielo agitado… El texto era de un estilo heroico y lapidario. Más tarde, en una mercería polvorienta cercana al puerto encontré otros libros suyos: La flor de acero. Panteras y escarabajos. Arenas africanas, Engadine y Brasil, Canto fúnebre por Karl Heinz Bremer, Mármoles y cueros, Ausdem spanischen Suden… Todos aquellos volúmenes estaban dedicados al misterioso Pedrito, «matador de toros». Ya vivía en aquel pisito antes de la guerra, puesto que deja constancia en Grecia y Japón que terminó aquí ese libro. Una foto en su terraza, en cuyo balcón aparece un hombre de espaldas, con el torso desnudo —Pedrito, tal vez— ilustra Ausdem spanischen Suden. Lleva una vida solitaria. Los refrigerios que le veo comer en su terraza son extremadamente frugales. Desde hace algún tiempo hace gimnasia por las mañanas en traje de baño de un color rojo vivo que contrasta con su piel bronceada y sus blancos cabellos. Los movimientos de brazos y piernas son cada vez más lentos, como en el yoga. Y cada vez le dedica más tiempo: ahora, ya casi hora y media. * * * Una mañana llegué a plantearme la posibilidad de cambiar de domicilio, tan agobiante me resultaba la cotidiana gimnasia de mi vecino. Los días sucederían a los días, monótonos, al mismo ritmo que los movimientos de sus brazos y sus piernas. ¿Iba a tener fuerzas para vivir más tiempo a unos cuantos metros de aquel hombre? De nada servía razonar y decirme que se trataba de un escritor —«su cofrade», como decía Carlos Sirvent…La lectura de sus obras me producía el malestar que siente quien toca por descuido una fría piel de serpiente. Algo de aquella piel lampiña suya, de aquellos labios finos, de aquella gimnasia de viejo espartano, impregnaba los volúmenes que había dedicado a Pedrito. Pero una brisa acariciaba las palmeras de Vellado Gardens y cambié repentinamente de estado de ánimo. Aquello carecía por completo de importancia. Nada tenía importancia. Bajaría al Rosal a tomarme un café, y si tenía valor suficiente no tomaría el tranvía de la Corniche y me iría andando hasta Radio Mundial… Iba yo por la Mesquita Street, por la acera de la sombra. Eran las once de la mañana, había en el aire un frescor de océano y llevaba dobladas en el bolsillo tres hojitas que iba a entregarle a Sirvent: un nuevo episodio de las aventuras de Luis XVII. Desde tiempo atrás me sugería que las reuniera en un volumen para entregárselo al editor de la ciudad. ¿Por qué no? A condición de que el libro estuviera en español y estuviera firmado con el nombre prestado que elegí desde mi llegada aquí: Jimmy Sarano. De esa manera nadie podría relacionar a quien había publicado unas cuantas novelas en París con un serialista andaluz. Pasé delante de los escaparates de la Cisneros Airways. Allí estaba ella, tras una mesa.

Escribía a máquina, vacilantes los dedos ante las teclas. Había momentos en que sólo utilizaba los dos índices. Después de meter otro folio en la máquina, lanzó un suspiro de cansancio y miró hacia la calle, pero no podía divisarme. Desde luego, era la misma cara que había surgido de entre las sombras en el Rosal. Si me quedaba ante el cristal iba a acabar por llamar su atención. Se puso otra vez a escribir a máquina, pero de una manera más irregular aún: un solo índice. Daba la impresión de apretar las teclas al azar. A su alrededor había otros empleados que trabajaban detrás de mesitas metálicas. Algunos turistas, acodados ante la gran ventanilla, al fondo del vestíbulo, aguardaban sus billetes de avión. La mesa de ella era la más cercana al escaparate. Una mujer morena, de unos cincuenta años, con la insignia metálica de la Cisneros Airways colgada de la blusa como una condecoración militar, recorría el vestíbulo y se colocaba frente a ella. No parecía darse cuenta de aquella presencia y continuaba apretando las teclas con un solo índice. Entonces se volvió con brusquedad. La otra debía estarle echando una regañina. Volvió a escribir, apretando las teclas con todos los dedos, mientras la morena, tras ella, vigilaba su trabajo. Al cabo de unos minutos, esta se alejó hacia el fondo del vestíbulo. El empleado que estaba en la mesa más cercana le lanzó una sonrisa irónica, vigilándola a su vez. Ella sentía aquella mirada fija y se esforzaba por escribir con los diez dedos. * * * Los días siguientes reconsideré con precisión los rasgos de su rostro. Decididamente, la frente y los ojos me recordaban algo. Pasé delante de los escaparates de la Cisneros Airways una tarde en que, de nuevo, tenía que llevarle a Sirvent un episodio de las Aventuras de Luis XVII. Pero ya no estaba allí. La habían sustituido por otra chica en la misma mesa. Esta otra escribía a máquina muy deprisa, con los diez dedos. Apoyé la frente contra el cristal para comprobar si por casualidad ocupaba otra mesa, o si estaba tras la gran ventanilla, al fondo del vestíbulo.

No. Reconocí a la morena que llevaba en la blusa la insignia de la Cisneros. Por un momento sentí la tentación de preguntar por ella. La chica que la había reemplazado escribía cada vez más deprisa y sus dedos apenas rozaban las teclas. Sí, debieron de despedirla debido a la torpeza que demostró en su trabajo. Aquello no podía durar mucho tiempo. Y más tarde me repetía a mí mismo: «Aquello no podía durar mucho tiempo», mientras observaba a mi cofrade desplegando una mesa de camping. Se ausentaría unos cuantos minutos y poco después regresaría con una silla de jardín y la colocaría a la derecha de la mesa; el plato, el cubilete y los cubiertos los depositaría encima de la mesa, y después la cacerola con la cena. Se sentaría, tieso el busto, los brazos pegados al cuerpo. Nada puede perturbar ese ceremonial. El magro perfil de buitre y el busto se le recortan en el lienzo de la pared beis rosado de la terraza. Con ademán seco, se lleva el tenedor a la boca y mastica durante un buen rato. Cae la tarde, una tarde tibia que siempre me inspira un sentimiento de melancolía. El viento llena de murmullos las avenidas de la ciudad. En algún sitio una ventana abierta deja escapar una música radiofónica y la voz de un locutor árabe o español. El chófer está tomando el fresco ante el portal de mi edificio, en un banco de la avenida Villadeval. Si me ve salir, lo anotará en su agenda y esperará mi regreso. Pero esta noche no voy a salir. Más vale que me quede inmóvil de una vez por todas. En adelante, ¿dónde puedo ir? Aquí he llegado al fin del mundo y el tiempo se ha detenido. Le echo un vistazo a mi cofrade de gestos mecánicos y masticar lento… Arenas africanas, Panteras y escarabajos… También su voz era mecánica —la voz de una grabación antigua— cuando, en Radio Mundial, recordaba para Carlos Sirvent sus libros de amarillentas páginas. ¿Pero es que se acuerda de veras de haberlos escrito?

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