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El Retorno del Profesor de Baile – Henning Mankell

En diciembre de 1945, un avión británico aterriza en Bückeburg (Alemania) y de él desciende un misterioso hombre; se dirige a la prisión de Hamelin, donde están encarcelados doce criminales alemanes, con una siniestra misión. Cincuenta y cuatro años después, en Suecia, Herbert Molin, un policía ya jubilado que vive apaciblemente en el pueblecito de Härjedalen, es brutalmente asesinado; además, la policía descubre alrededor del cadáver huellas sanguinolentas muy extrañas, como si alguien hubiera ejecutado en torno a él unos pasos de baile. Un antiguo compañero de Molin, el joven Stefan Lindman, pese a que no está en muy buenas condiciones de salud, decide viajar a Härjedalen para averiguar lo ocurrido. Sin embargo, poco a poco descubrirá sospechosas conexiones entre el asesinato de Molin, los colaboracionistas durante la segunda guerra mundial y los grupos neonazis de la actualidad. Para Lindman ya no habrá marcha atrás: cada pista lo incitará a seguir investigando para dar con la verdad y atar todos los cabos.


 

El avión despegó de la base aérea militar situada a las afueras de Londres algo después de las dos del mediodía, el 12 de diciembre de 1945. Caía una lluvia fina y hacía frío. Las poderosas ráfagas soplaban de vez en cuando, como queriendo llevarse consigo la banderola que indicaba la dirección del viento. Pero la calma volvía a reinar enseguida. La aeronave era una Bristol Blenheim de dos motores que había participado en la batalla de Inglaterra en el otoño de 1940. Había recibido varios ataques de cazas alemanes y el piloto se había visto obligado a realizar sendos aterrizajes forzosos. Sin embargo, siempre habían logrado repararla y dejarla lista para volver al combate. Ahora que la guerra había terminado, se utilizaba principalmente para misiones de transporte de vituallas para las tropas inglesas que ocupaban la vencida y arrasada Alemania. Pero justo aquel día, Mike Garbett, el comandante del avión, había recibido órdenes de trasladar a un pasajero a un lugar llamado Bückeburg. Allí, alguien se encargaría de recogerlo. Regresaría a Inglaterra al anochecer del día siguiente. Garbett ignoraba tanto la identidad del pasajero como el asunto que lo llevaba a Alemania, pues su superior, el mayor Perkins, no se lo había revelado. Y él tampoco hizo preguntas. En efecto, por más que la guerra hubiese tocado a su fin, él aún experimentaba en ocasiones la sensación contraria y eran habituales las misiones secretas de transporte. Con la orden de vuelo ya en su poder, fue a sentarse un rato en uno de los barracones de la base en compañía del segundo de a bordo, Peter Foster, y del piloto Chris Wiffin. Sobre la mesa, tenían extendidos varios mapas de Alemania. El aeropuerto en el que debían aterrizar se hallaba en una ciudad llamada Hamelin. Garbett no había estado allí jamás. En cambio, Peter Foster sí conocía el lugar. Puesto que no había elevaciones rocosas a su alrededor, no resultaría difícil el acceso.


Lo único que podía causarles problemas era la niebla. Wiffin desapareció un instante para hablar con los meteorólogos y, cuando regresó, les hizo saber que el cielo estaría despejado durante la tarde y la noche en el norte y el centro de Alemania. Prepararon el plan de vuelo y antes de volver a enrollar los mapas calcularon la cantidad de combustible que iban a necesitar. —Vamos a llevar a un solo pasajero —informó Garbett—. Pero no sé quién es. Sus compañeros de vuelo no le hicieron preguntas, pero él tampoco se las esperaba. Llevaba tres meses volando con Foster y Wiffin. Los unía el hecho de haber sobrevivido. Muchos pilotos de las Fuerzas Aéreas habían caído durante la guerra. Ninguno de ellos sabía a cuántos amigos había perdido. Y haber sobrevivido les reportaba sólo un alivio inmenso; pero también les atormentaba estar disfrutando de una vida que los muertos pedían a gritos desde sus tumbas. Poco antes de las dos, un coche blindado atravesó las puertas de la base. Foster y Wiffin se encontraban ya en la gran nave, entregados a los últimos preparativos para el despegue. Garbett aguardaba en la plataforma de hormigón resquebrajado. Al ver que su pasajero era un civil, frunció el entrecejo. El hombre que salió del asiento trasero del vehículo era de baja estatura y llevaba un cigarrillo apagado entre los labios. Sacó una pequeña maleta negra del maletero al tiempo que el may or Perkins aparecía en su jeep. El hombre que iba a volar hasta Alemania llevaba el sombrero encajado hasta las cejas, de modo que Garbett fue incapaz de atisbar sus ojos. Por alguna razón que no era capaz de precisar, se sentía incómodo. Cuando el mayor Perkins los presentó, el hombre masculló su nombre, pero Garbett no lo entendió. —Podéis despegar —anunció Perkins. —¿No hay más equipaje? —inquirió Garbett. El hombre negó con la cabeza. —Será mejor que no fume durante el vuelo —advirtió Garbett—. Es un aparato viejo y puede haber fugas.

Los vapores de combustible no suelen notarse hasta que no es demasiado tarde. El hombre no respondió. Garbett le ay udó a subir a bordo. En el interior del avión había tres sillas de acero, bastante incómodas; por lo demás, estaba vacío. El hombre tomó asiento y se colocó la maleta entre las piernas. Garbett se preguntó qué preciados objetos estaba a punto de trasladar a Alemania. Ya en el aire, Garbett hizo un giro a la izquierda con el avión hasta entrar en el curso que Wiffin le había indicado. Entonces, enderezó el aparato y, una vez que hubo alcanzado la altitud que se les había indicado, le dejó los mandos a Foster. Hecho esto, se volvió a mirar al pasajero. El hombre se había alzado el cuello del abrigo y se había encajado aún más el sombrero. Garbett se preguntó si estaría dormido, pero algo le decía que no era así. El aterrizaje en el aeropuerto de Bückeburg se produjo sin contratiempos, pese a que era noche cerrada y la pista de aterrizaje no contaba más que con una débil iluminación. Un vehículo fue guiando al avión hasta el exterior del largo edificio aeroportuario, donde aguardaban varios coches militares. Garbett ay udó al pasajero a descender del avión pero, cuando se agachó para asir la maleta, el hombre negó con un gesto vehemente y la recogió él mismo. Después, tomó asiento en uno de los coches y la hilera de vehículos partió enseguida. Wiffin y Foster también habían saltado del avión justo a tiempo de ver desaparecer las luces traseras del vehículo. Ambos tiritaban de frío. —¿No te entra curiosidad? —comentó Wiffin. —Sí, pero será mejor no indagar —repuso Garbett, al tiempo que señalaba el jeep que avanzaba en dirección al aparato. —Esta noche dormiremos en un campamento militar —anunció—. Y supongo que ése es el coche que nos llevará hasta allí. Cuando, después de cenar, les hubieron asignado las literas, unos mecánicos del aeropuerto les propusieron que los acompañasen a tomar unas cervezas en alguno de los locales que habían sobrevivido a la guerra en aquella ciudad. Wiffin y Foster aceptaron la sugerencia, pero Garbett adujo que estaba cansado y prefirió quedarse en el campamento. Ya en la cama, comprobó que le costaba conciliar el sueño, intrigado como estaba por la identidad del pasajero al que habían trasladado. Y, ¿qué llevaría en aquella maleta que nadie, más que él mismo, podía tocar siquiera? Garbett susurró unas palabras en la oscuridad.

El pasajero iba en misión secreta. El único cometido de Garbett era llevarlo de regreso al día siguiente. Y nada más. Miró su reloj. Era medianoche. Colocó bien el almohadón y, hacia la una, cuando Wiffin y Foster volvieron, él y a se había dormido. Donald Davenport dejó la prisión británica para prisioneros de guerra alemanes poco después de las once de la noche. Lo habían alojado en un hotel que se había librado de los daños de la guerra y hacía las veces de cuartel para los oficiales británicos que, a la sazón, servían en Hamelin. Se sentía cansado y necesitaba dormir para poder llevar a cabo su misión al día siguiente sin cometer ningún error. Experimentaba cierta inquietud por el joven sargento MacManaman, que le habían asignado como ayudante. A Davenport no le gustaba trabajar con asistentes poco experimentados. Podían producirse muchos fallos, en especial en una misión de tanta envergadura. Rechazó la taza de té de la sobremesa y se fue derecho a su habitación. Una vez allí, se sentó ante el escritorio y revisó las notas de la reunión que habían celebrado tan sólo media hora después de su llegada. El primer documento que ley ó fue, no obstante, el formulario escrito a máquina que le había entregado un may or, de nombre Stuckford, que era, además, el principal responsable. Alisó el papel, enfocó el flexo y leyó los nombres. Kramer, Lehmann, Heider, Volkenrath, Grese… Doce en total, tres mujeres y nueve hombres. Estudió los datos de peso y estatura de todos ellos e introdujo las anotaciones precisas. Le llevó un buen rato, pues era hombre exhaustivo, y no dejó el bolígrafo hasta pasada la una y media. Ya se había forjado una idea clara. Había hecho sus cálculos y comprobado, por tres veces, que no había pasado por alto ningún detalle. Se levantó de la silla, se sentó en la cama y abrió la maleta. Aunque sabía que jamás olvidaba nada, comprobó una vez más que todo estaba en su lugar. Sacó una camisa limpia, cerró la maleta y se lavó con el agua fría que ofrecía el hotel. Nunca tenía dificultades para conciliar el sueño.

Y aquella noche no fue una excepción. Cuando, poco después de las cinco, llamaron a la puerta, él y a estaba en pie y se había vestido. Tras un frugal desayuno, atravesaron el sórdido barrio hasta llegar a la cárcel. El sargento MacManaman y a se encontraba allí. Estaba muy pálido y Davenport se preguntó si sería capaz de cumplir con su cometido. Pero Stuckford, que se les había unido y que parecía intuir la inquietud de Davenport, se lo llevó a un lado y le dijo que MacManaman podía parecer afectado, pero que no les fallaría. A las once, todos los preparativos estaban listos. Davenport había decidido empezar por las mujeres. Puesto que sus celdas eran las más próximas a la horca, no podrían evitar oír el ruido de la portezuela al abrirse. Y él quería ahorrarles ese sufrimiento. Davenport no tenía en cuenta el tipo de crímenes que había cometido cada uno de los presos. Era su decencia la que le imponía comenzar por las mujeres. Todos aquellos que debían estar presentes ocupaban y a sus puestos. Davenport hizo una seña a Stuckford que, a su vez, le indicó a uno de los vigilantes penitenciarios que podían empezar. Se oy eron algunas órdenes, el tintineo de unas llaves, la puerta de una celda que se abría. Mientras tanto, Davenport esperaba. La primera en aparecer fue Irma Grese. Por un instante, algo similar a la admiración penetró el frío corazón de Davenport. ¿Cómo era posible que aquella rubia y escuálida joven de veintidós años hubiese sido capaz de matar a latigazos a algunos presos del campo de concentración de Belsen? Si no era más que una adolescente. Sin embargo, cuando dictaron su sentencia de muerte, nadie vaciló. Aquella joven se había comportado como un monstruo y debía pagar con su vida. La muchacha le sostuvo la mirada y alzó después la vista hacia la horca. Los vigilantes penitenciarios la condujeron escaleras arriba. Davenport le colocó las piernas de modo que quedasen justo encima de la portezuela y le rodeó el cuello con la cuerda al tiempo que controlaba que MacManaman no vacilaba con la correa de piel que estaba ajustando a las piernas de la joven. Justo antes de cubrirle la cabeza con la capucha, Davenport oyó que, con voz apenas audible, la joven les apremió con una única palabra: —Schnell! MacManaman había dado un paso atrás y Davenport extendió el brazo para alcanzar la manivela que controlaba la portezuela.

La joven cayó de forma limpia y Davenport supo que había calculado correctamente la longitud de la cuerda: la longitud suficiente como para partirle el cuello sin arrancarle la cabeza. Junto con MacManaman, se asomó bajo la estructura que sustentaba la horca y soltó el cuerpo una vez que el médico militar británico hubo constatado que su corazón no latía y que estaba muerta. El cadáver fue retirado. Davenport sabía que y a habían cavado una hilera de sepulturas en la apelmazada tierra del jardín de la prisión. Subió de nuevo al patíbulo y comprobó en sus notas la longitud que debía tener la cuerda para la próxima mujer. Cuando estuvo listo, volvió a dar la señal a Stuckford y Elisabeth Volkenrath no tardó en aparecer en el umbral de la puerta con las manos atadas a la espalda. Llevaba la misma indumentaria que Irma Grese, un vestido gris que le llegaba por encima de las rodillas. Tres minutos más tarde, también ella caía muerta. La ejecución completa duró dos horas y siete minutos. Davenport había calculado dos horas y quince minutos. MacManaman había cumplido y todo se había desarrollado según lo previsto. Habían ejecutado a doce criminales de guerra alemanes. Davenport recogió la cuerda y las correas y se despidió del sargento MacManaman. —Tómate un coñac —le recomendó—. Has actuado como un buen ay udante. —Se lo merecían —se limitó a responder MacManaman—. No necesito el coñac. Davenport salió de la prisión en compañía del mayor Stuckford mientras se preguntaba si habría posibilidad de regresar a Inglaterra antes de lo planeado. En realidad, había sido él mismo quien había propuesto no regresar hasta la noche, ante la eventualidad de que se produjese algún contratiempo. En efecto, ni siquiera para Davenport, el más experto verdugo de toda Inglaterra, era habitual tener doce ejecuciones el mismo día. No obstante, al final pensó que era mejor no modificar el plan inicial. Stuckford lo condujo al comedor del hotel y pidió el almuerzo antes de ir a sentarse a una habitación apartada. Stuckford había sufrido una herida de guerra que lo obligaba a arrastrar la pierna izquierda. Davenport sentía especial simpatía por él, sobre todo porque no hacía preguntas innecesarias. No había nada que lo irritase más que aquellas ocasiones en que le preguntaban cómo se sentía después de haber ejecutado a algún criminal que había alcanzado cierta celebridad por sus apariciones en la prensa.

Comieron e intercambiaron algunas frases insulsas sobre el tiempo y sobre si, ante la proximidad de las fiestas navideñas, cabía esperar algún envío extraordinario de té o de tabaco. Después de la comida, mientras se tomaban el té, Stuckford comentó el suceso de la mañana. —Hay algo que me preocupa —confesó—. El hecho de que la gente olvida que también podría haber sido al contrario. Davenport no estaba seguro de haber comprendido bien a qué se refería el may or. Sin embargo, no tuvo que preguntar, pues el propio Stuckford le dio la explicación. —Un verdugo alemán que viajase hasta Inglaterra para ejecutar a criminales de guerra ingleses. Jóvenes muchachas inglesas que hubiesen matado a latigazos a la gente en un campo de concentración. El mal podría habernos invadido a nosotros del mismo modo que invadió a los alemanes en la persona de Hitler y bajo la forma del nazismo. Davenport no se pronunció, sino que aguardó la continuación. —No hay ningún pueblo que nazca con la maldad congénita. Dio la casualidad de que los nazis eran alemanes. Pero nadie puede hacerme creer que lo que sucedió aquí no podía haber sucedido igualmente en Inglaterra. O en Francia. O, ¿por qué no?, en Estados Unidos. —Sí, comprendo su razonamiento —replicó Davenport—. Aunque no sabría decir si tiene o no razón. Stuckford le sirvió otra taza de té. —Estamos ejecutando a los peores delincuentes —continuó—. A los may ores criminales de guerra. Pero también sabemos que muchos de ellos logran escapar. Como el hermano de Josef Lehmann. Lehmann había sido el último al que Davenport había colgado aquella mañana. Un hombre menudo que abrazó la muerte con total tranquilidad y como ausente. —Su hermano dio unas muestras de brutalidad tremendas —prosiguió Stuckford—.

Y ese hombre ha conseguido hacerse invisible. Tal vez, a estas alturas, haya logrado incluso utilizar alguna de las vías de escape de los nazis y se encuentre en Argentina o en Sudáfrica. Si es así, jamás daremos con él. Ambos guardaron silencio. Al otro lado del cristal de la ventana, la lluvia no cesaba. —Waldemar Lehmann era un hombre de sadismo incomprensible —sostuvo Stuckford—. No sólo por que tratase a los presos de forma inmisericorde. Además, hallaba un placer asesino en el hecho de enseñar a sus subordinados el arte de torturar a la gente. A él también deberíamos colgarlo, igual que a su hermano. Pero no lo hemos encontrado. Todavía. Cuando dieron las cinco, Davenport regresó al aeropuerto. Tenía frío, pese a que llevaba un abrigo bastante grueso. El piloto lo aguardaba junto al aparato. Davenport se preguntaba qué estaría pensando. Una vez en el avión, ocupó su asiento en la fría cabina y levantó el cuello del abrigo para protegerse los oídos del ruido del motor. Garbett puso en marcha los motores. El avión cobró velocidad y no tardó en desaparecer entre las nubes. Davenport había cumplido su cometido. Y todo había ido bien. No en vano, se lo consideraba el mejor verdugo de toda Inglaterra. El avión se tambaleó y se balanceó bruscamente al atravesar una zona de turbulencias. Davenport pensaba en lo que había dicho Stuckford sobre todos aquellos que lograban escapar. Y pensó también en Lehmann, el hombre que disfrutaba enseñando a otros cómo ejercer la tortura sobre sus semejantes. Davenport se ajustó el abrigo más aún.

Habían dejado atrás las turbulencias. El avión iba camino a casa, a Inglaterra. En fin, había sido un buen día. La misión se había cumplido sin contratiempos. Ninguno de los presos había opuesto resistencia cuando lo conducían a la horca. Y ninguna cabeza había caído separada de su cuerpo. Se sentía satisfecho. Ahora podía pensar en los tres días libres que lo esperaban, antes de colgar a tres asesinos en Manchester. Pese a que los motores retumbaban justamente al lado de donde él se encontraba sentado, se durmió. Mientras tanto, Mike Garbett no podía dejar de preguntarse quién sería su pasajero.

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