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El Reino del Dragon de Oro (Memorias del Aguila y del Jaguar 2) – Isabel Allende

Tensing, el monje budista, y su discípulo, el príncipe Dil Bahadur, habían escalado durante días las altas cumbres al norte del Himalaya, la región de los hielos eternos, donde sólo unos pocos lamas han puesto los pies a lo largo de la historia. Ninguno de los dos contaba las horas, porque el tiempo no les interesaba. El calendario es un invento humano; el tiempo a nivel espiritual no existe, le había enseñado el maestro a su alumno. Para ellos lo importante era la travesía, que el joven realizaba por primera vez. El monje recordaba haberla hecho en una vida anterior, pero esos recuerdos eran algo confusos. Se guiaban por las indicaciones de un pergamino y se orientaban por las estrellas, en un terreno donde incluso en verano imperaban condiciones muy duras. La temperatura de varios grados bajo cero era soportable sólo durante un par de meses al año, cuando no azotaban fatídicas tormentas. Aun bajo cielos despejados, el frío era intenso. Vestían túnicas de lana y ásperos mantos de piel de yak. En los pies llevaban botas de cuero del mismo animal, con el pelo hacia adentro y el exterior impermeabilizado con grasa. Ponían cuidado en cada paso, porque un resbalón en el hielo significaba que podían rodar centenares de metros a los profundos precipicios que, como hachazos de Dios, cortaban los montes. Contra el cielo de un azul intenso, destacaban las luminosas cimas nevadas de los montes, por donde los viajeros avanzaban sin prisa, porque a esa altura no tenían suficiente oxígeno. Descansaban con frecuencia, para que los pulmones se acostumbraran. Les dolía el pecho, los oídos y la cabeza; sufrían náuseas y fatiga, pero ninguno de los dos mencionaba esas debilidades del cuerpo; se limitaban a controlar la respiración, para sacarle el máximo de provecho a cada bocanada de aire. Iban en busca de aquellas raras plantas que sólo se encuentran en el gélido Valle de los Yetis, y que eran fundamentales para preparar lociones y bálsamos medicinales. Si sobrevivían a los peligros del viaje, podían considerarse iniciados, ya que su carácter se templaría como el acero. La voluntad y el valor eran puestos a prueba muchas veces durante esa travesía. El discípulo necesitaría ambas virtudes, voluntad y valor, para realizar la tarea que le esperaba en la vida. Por eso su nombre era Dil Bahadur, que quiere decir «corazón valiente» en la lengua del Reino Prohibido. El viaje al Valle de los Yetis era una de las últimas etapas del duro entrenamiento que el príncipe había recibido por doce años. El joven no conocía la verdadera razón del viaje, que era más importante que las plantas curativas o su iniciación como lama superior. Su maestro no podía revelársela, tal como no podía hablarle de muchas otras cosas. Su papel era guiar al príncipe en cada etapa de su largo aprendizaje, debía fortalecer su cuerpo y su carácter, cultivar su mente y poner a prueba una y otra vez la calidad de su espíritu. Dil Bahadur descubriría la razón del viaje al Valle de los Yetis más tarde, cuando se encontrara ante la prodigiosa estatua del Dragón de Oro. Tensing y Dil Bahadur cargaban en las espaldas bultos con sus mantas, el cereal y la manteca de yak indispensables para subsistir.


Enrolladas a la cintura llevaban cuerdas de pelo de yak, que les servían para escalar, y en la mano un bastón largo y firme, como una pértiga, que empleaban para apoyarse, para defenderse, en caso de ser atacados, y para montar una improvisada tienda en la noche. También lo usaban para probar la profundidad y la firmeza del terreno antes de pisar en aquellos sitios donde, de acuerdo a su experiencia, la nieve fresca solía cubrir huecos profundos. Con frecuencia enfrentaban grietas que, si no podían saltar, los obligaban a hacer largos desvíos. A veces, para evitar horas de camino, colocaban la pértiga de un lado al otro del precipicio y, una vez seguros de que se sostenía con firmeza en ambos extremos, se atrevían a pisarla y brincar al otro lado, nunca más de un paso, porque las posibilidades de rodar al vacío eran muchas. Lo hacían sin pensar, con la mente en blanco, confiando en la habilidad de sus cuerpos, el instinto y la buena suerte, porque, si se detenían a calcular los movimientos, no podían hacerlo. Cuando la grieta era más ancha que el largo del palo aseguraban una cuerda a una roca alta, luego uno de los dos se ataba el otro extremo de la cuerda a la cintura, se daba impulso y saltaba, oscilando como un péndulo, hasta alcanzar la otra orilla. El joven discípulo, quien poseía gran resistencia y coraje ante el peligro, siempre vacilaba en el momento de usar cualquiera de estos métodos. Habían llegado a uno de esos despeñaderos y el lama estaba buscando el sitio más adecuado para cruzar. El joven cerró brevemente los ojos, elevando una plegaria. —¿Temes morir, Dil Bahadur? —inquirió sonriendo Tensing. —No, honorable maestro. El momento de mi muerte está escrito en mi destino antes de mi nacimiento. Moriré cuando haya concluido mi trabajo en esta reencarnación y mi espíritu esté listo para volar; pero temo partirme todos los huesos y quedar vivo allá abajo —replicó el joven señalando el impresionante precipicio que se abría ante sus pies. —Posiblemente eso sería un inconveniente… —concedió el lama de buen humor—. Si abres la mente y el corazón, esto te parecerá más fácil —agregó. —¿Qué haría usted si me caigo al barranco? —Llegado el caso, tal vez tendría que pensarlo. Por el momento mis pensamientos están distraídos en otras cosas. —¿Puedo saber en qué, maestro? —En la belleza del panorama —replicó, señalando la interminable cadena de montañas, la blancura inmaculada de la nieve, el cielo resplandeciente. —Es como el paisaje de la luna —observó el joven. —Tal vez… ¿En qué parte de la luna has estado, Dil Bahadur? — preguntó el lama, disimulando otra sonrisa. —No he llegado tan lejos todavía, maestro, pero así me la imagino. —En la luna el cielo es negro y no hay montañas como éstas. Tampoco hay nieve, todo es roca y polvo color ceniza. —Tal vez algún día yo pueda hacer un viaje astral a la luna, como mi honorable maestro —concedió el discípulo. —Tal vez… Después que el lama aseguró la pértiga, ambos se quitaron las túnicas y mantos, que les impedían moverse con plena soltura, y ataron sus pertenencias en cuatro bultos.

El lama tenía el aspecto de un atleta. Sus espaldas y brazos eran puro músculo, su cuello tenía el ancho del muslo de un hombre normal y sus piernas parecían troncos de árbol. Ese formidable cuerpo de guerrero contrastaba de modo notable con su rostro sereno, sus ojos dulces y su boca delicada, casi femenina, siempre sonriente. Tensing tomó los bultos uno por uno, adquirió impulso girando el brazo como un aspa de molino, y los lanzó al otro lado del barranco. —El miedo no es real, Dil Bahadur, sólo está en tu mente, como todo lo demás. Nuestros pensamientos forman lo que suponemos que es la realidad —dijo. —En este momento mi mente está creando un hoyo bastante profundo, maestro —murmuró el príncipe. —Y mi mente está creando un puente muy seguro —replicó el lama. Hizo una señal de despedida al joven, quien aguardaba sobre la nieve, luego dio un paso sobre el vacío, colocando el pie derecho al centro del bastón de madera y en una fracción de segundo se impulsó hacia delante, alcanzando con el pie izquierdo la orilla del otro lado. Dil Bahadur lo imitó con menos gracia y velocidad, pero sin un solo gesto que traicionara su nerviosismo. El maestro notó que su piel brillaba, húmeda de transpiración. Se vistieron de prisa y echaron a andar. —¿Falta mucho? —quiso saber Dil Bahadur. —Tal vez. —¿Sería una imprudencia pedirle que no me conteste siempre «tal vez», maestro? —Tal vez lo sería —sonrió Tensing y luego de una pausa agregó que, según las instrucciones del pergamino, debían continuar hacia el norte. Todavía faltaba lo más arduo del camino. —¿Ha visto a los yetis, maestro? —Son como dragones, les sale fuego por las orejas y tienen cuatro pares de brazos. —¡Qué extraordinario! —exclamó el joven. —¿Cuántas veces te he dicho que no creas todo lo que oyes? Busca tu propia verdad —se rió el lama. —Maestro, no estamos estudiando las enseñanzas de Buda, sino simplemente conversando… —suspiró el discípulo, fastidiado. —No he visto a los yetis en esta vida, pero los recuerdo de una vida anterior. Tienen nuestro mismo origen y hace varios miles de años tenían una civilización casi tan desarrollada como la humana, pero ahora son muy primitivos y de inteligencia limitada. —¿Qué les pasó? —Son muy agresivos. Se mataron entre ellos y destruyeron todo lo que tenían, incluso la tierra. Los sobrevivientes huyeron a las cumbres del Himalaya y allí su raza comenzó a degenerar.

Ahora son como animales — explicó el lama. —¿Son muchos? —Todo es relativo. Nos parecerán muchos si nos atacan y pocos si son amistosos. En todo caso, sus vidas son cortas, pero se reproducen con facilidad, así es que supongo que habrá varios en el valle. Habitan en un lugar inaccesible, donde nadie puede encontrarlos, pero a veces alguno sale en busca de alimento y se pierde. Posiblemente ésa es la causa de las huellas que se le atribuyen al abominable hombre de las nieves, como lo llaman — aventuró el lama. —Las pisadas son enormes. Deben ser gigantes. ¿Serán todavía muy agresivos? —Haces muchas preguntas para las que no tengo respuesta, Dil Bahadur —replicó el maestro. Tensing condujo a su discípulo por las cimas de los montes, saltando precipicios, escalando laderas verticales, deslizándose por delgados senderos cortados en las rocas. Existían antiguos puentes colgantes, pero estaban en muy mal estado y había que usarlos con prudencia. Cuando soplaba viento o caía granizo, buscaban refugio y esperaban. Una vez al día comían tsampa, una mezcla de harina de cebada tostada, hierbas secas, grasa de yak y sal. Agua había en abundancia debajo de las costras de hielo. A veces el joven Dil Bahadur tenía la impresión de que caminaban en círculos, porque el paisaje le parecía siempre igual, pero no manifestaba sus dudas: sería una descortesía hacia su maestro. Al caer la tarde buscaban donde refugiarse para pasar la noche. A veces bastaba una grieta, donde podían acomodarse protegidos del viento; otras noches encontraban una cueva, pero de vez en cuando no les quedaba más remedio que dormir a la intemperie, resguardados apenas por las pieles de yak. Una vez establecido su austero campamento, se sentaban cara al sol poniente, con las piernas cruzadas, y salmodiaban el mantra esencial de Buda, repitiendo una y otra vez Om mani padme hum, Salve a Ti, Preciosa Joya en el Corazón del Loto. El eco repetía su cántico, multiplicándolo hasta el infinito entre las altas cimas del Himalaya. Durante la marcha juntaban palitos y hierba seca, que cargaban en sus bolsas, para hacer fuego por la noche y preparar su comida. Después de la cena meditaban durante una hora. En ese tiempo el frío solía ponerlos rígidos como estatuas de hielo, pero ellos apenas lo sentían. Estaban acostumbrados a la inmovilidad, que les aportaba calma y paz. En su práctica budista, el maestro y el estudiante se sentaban en absoluta relajación, pero alertas. Se desprendían de las distracciones y los valores del mundo, aunque no olvidaban el sufrimiento, que existe en todas partes.

Luego de escalar montañas por varios días, subiendo a heladas alturas, llegaron a Chenthan Dzong, el monasterio fortificado de los antiguos lamas que inventaron la forma de lucha cuerpo a cuerpo llamada tao-shu. Un terremoto en el siglo XIX destruyó el monasterio, que debió ser abandonado. Era una construcción de piedra, ladrillo y madera, con más de cien habitaciones, que parecía pegada al borde de un impresionante acantilado. El monasterio albergó por centenares de años a esos monjes, cuyas vidas estaban dedicadas a la búsqueda espiritual y el perfeccionamiento de las artes marciales. En sus orígenes los monjes tao-shu eran médicos con extraordinarios conocimientos de anatomía. En su práctica descubrieron los puntos vulnerables del cuerpo, que al ser presionados insensibilizan o paralizan, y los combinaron con las técnicas de lucha conocidas en Asia. Su objetivo era perfeccionarse espiritualmente a través del dominio de su propia fuerza y de sus emociones. Aunque eran invencibles en la lucha cuerpo a cuerpo, no utilizaban el tao-shu para fines violentos, sino como ejercicio físico y mental; tampoco lo enseñaban a cualquiera, sólo a ciertos hombres y mujeres escogidos. Tensing había aprendido tao-shu de ellos y se lo había enseñado a su discípulo Dil Bahadur. El terremoto, la nieve, el hielo y el transcurso del tiempo habían erosionado gran parte del edificio, pero aún quedaban dos alas en pie, aunque en ruinas. Se llegaba al lugar escalando un acantilado tan difícil y remoto, que nadie lo intentaba desde hacía casi medio siglo. —Pronto llegarán al monasterio desde el aire —observó Tensing. —¿Usted cree, maestro, que desde los aviones pueden descubrir el Valle de los Yetis? —inquirió el príncipe. —Posiblemente. —¡Imagínese cuánto esfuerzo nos ahorraríamos! Podríamos volar hasta allí en muy poco rato. —Espero que no sea así. Si atraparan a los yetis, los convertirían en animales de feria o en esclavos —dijo el lama. Entraron a Chenthan Dzong para descansar y pasar la noche abrigados. En las ruinas del monasterio aún quedaban raídos tapices con imágenes religiosas, cacharros y armas que los monjes guerreros sobrevivientes del terremoto no pudieron llevarse. Había varias representaciones de Buda en diversas posiciones, incluso una enorme estatua del Iluminado tendido de lado en el suelo. La pintura dorada se había saltado, pero el resto estaba intacto. Hielo y nieve en polvo cubrían casi todo, dando al lugar un aspecto particularmente hermoso, como si fuera un palacio de cristal. Detrás del edificio una avalancha había creado la única superficie plana de los alrededores, una especie de patio del tamaño de una cancha de baloncesto. —¿Podría aterrizar un avión aquí, maestro? —preguntó Dil Bahadur, quien no podía disimular su fascinación por los pocos aparatos modernos que conocía. —No sé de esas cosas, Dil Bahadur, nunca he visto aterrizar un avión, pero me parece que esto es muy pequeño y además las montañas forman un verdadero embudo cruzado de corrientes de aire.

En la cocina hallaron ollas y otros cacharros de hierro, velas, carbón, palos para hacer fuego y algunos cereales preservados por el frío. Había vasijas de aceite y un recipiente con miel, alimento que el príncipe no conocía. Tensing le dio a probar y el joven sintió por primera vez un sabor dulce en el paladar. La sorpresa y el placer casi lo tiran de espaldas. Prepararon fuego para cocinar y encendieron velas delante de las estatuas, como signo de respeto. Esa noche comerían mejor y dormirían bajo techo: la ocasión merecía una breve ceremonia especial de agradecimiento. Estaban meditando en silencio, cuando escucharon un largo rugido que retumbó entre las ruinas del monasterio. Abrieron los ojos en el momento en que entraba a la sala un gran tigre del Himalaya, una bestia de media tonelada de peso y pelaje blanco, el animal más feroz del mundo. El príncipe recibió telepáticamente la orden de su maestro y procuró cumplirla, aunque su primera reacción instintiva fue recurrir al tao-shu y saltar en su propia defensa. Si lograba poner una mano detrás de las orejas del tigre, podría paralizarlo; sin embargo permaneció inmóvil, tratando de respirar con calma, para que la fiera no sintiera olor a miedo. El tigre se acercó a los monjes lentamente. A pesar del inminente peligro en que se encontraban, el joven no pudo dejar de admirar la extraordinaria belleza del animal. Su piel era color marfil claro con rayas marrones y sus ojos azules como algunos de los glaciares del Himalaya. Era un macho adulto, enorme y poderoso; un ejemplar perfecto. Tensing y Dil Bahadur, sentados en la posición del loto, con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas, vieron avanzar al tigre. Ambos sabían que, si estaba hambriento, existían muy pocas posibilidades de detenerlo. La esperanza era que la bestia hubiera comido, aunque resultaba poco probable que en aquellas soledades la caza fuera abundante. Tensing poseía extraordinarios poderes psíquicos, porque era un tulku, la reencarnación de un gran lama de la antigüedad. Concentró ese poder como un rayo para penetrar en la mente de la fiera. Sintieron el aliento del gran felino en el rostro, una bocanada de aire caliente y fétido que escapaba de sus fauces. Otro rugido temible estremeció el lugar. El tigre se acercó a pocos centímetros de los hombres y éstos sintieron el pinchazo de sus duros bigotes. Durante varios segundos, que parecieron eternos, los rondó, husmeándolos y tanteándolos con su enorme pata, pero sin agredirlos. El maestro y el discípulo permanecieron absolutamente inmóviles, abiertos al afecto y la compasión. El tigre no registró temor ni agresión en ellos, sino empatía, y una vez satisfecha su curiosidad, se retiró con la misma solemne dignidad con que había llegado.

—Ya ves, Dil Bahadur, como a veces la calma sirve de algo… —fue el único comentario del lama. El príncipe no pudo contestar porque se le había petrificado la voz en el pecho. No obstante aquella inesperada visita, decidieron quedarse a pasar la noche en Chenthan Dzong, pero tomaron la precaución de dormir junto a una fogata, manteniendo a mano un par de lanzas que encontraron entre las armas abandonadas por los monjes tao-shu. El tigre no regresó, pero a la mañana siguiente, cuando emprendieron nuevamente la marcha, vieron sus huellas sobre la nieve refulgente y oyeron a lo lejos el eco de sus rugidos en las cimas. Pocos días más tarde, Tensing lanzó una exclamación de alegría y señaló un estrecho cañón entre dos laderas verticales de la montaña. Eran dos paredes negras de roca, pulidas por millones de años de erosión y hielo. Entraron al cañón con grandes precauciones, porque pisaban rocas sueltas y había hoyos profundos. Antes de poner el pie debían comprobar la firmeza del terreno con sus pértigas. Tensing lanzó una piedra en uno de los pozos y tan hondo era, que no la oyeron caer al fondo. Arriba el cielo apenas se veía como una cinta azul entre los brillantes muros de roca. Un coro de gemidos terroríficos les salió al encuentro. —Por suerte no creemos en fantasmas ni en demonios, ¿verdad? — comentó el lama. —¿Es acaso mi imaginación la que me hace oír esos alaridos? —preguntó el joven con la piel erizada de espanto. —Tal vez es el viento, que pasa por aquí, tal como el aire pasa por una trompeta. Habían recorrido un buen trecho cuando los asaltó una fetidez a huevo podrido. —Azufre —explicó el maestro. —No puedo respirar —dijo Dil Bahadur con las manos en la nariz. —Tal vez conviene imaginar que es fragancia de flores —sugirió Tensing.

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