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El Poder de la Espada – Wilbur Smith

El poder de la espada es una novela de aventuras, amores y odios realmente cautivante, como todas las de Wilbur Smith. La acción se desarrolla en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, entre las minas de oro africanas, los cielos de Abisinia y el estadio olímpico de Berlín, en el corazón mismo de la Alemania nazi. Manfred De la Rey y Shasa Courtney son medio hermanos, ambos hijos de Centaine y de Thiry Courtney, recordada protagonista de Costa ardiente. Están mortalmente enemistados y libran entre sí una guerra privada sin cuartel.


 

La niebla sofocaba el océano, apagando todo color, todo ruido. Ondulaba y humedecía la primera brisa de la mañana, que la empujaba hacia la tierra. El pesquero estaba envuelto en la niebla, a cinco kilómetros de la costa, al límite de la corriente oceánica, donde las masas surgidas de las profundidades, ricas en vivificante plancton, se encontraban con las suaves aguas de la costa, formando una línea de color verde más oscuro. Lothar De La Rey, en la timonera, se apoyó en el timón de madera para escrutar la niebla. Le gustaban aquellos minutos silenciosos, cargados de espera, al amanecer. Percibía en la sangre cierto cosquilleo eléctrico: el placer del cazador que tantas veces le había orientado. Era una adicción tan poderosa como el opio o el alcohol. Recordó aquella suave aurora rosada que se había filtrado subrepticiamente en las colinas de Magersfontein, mientras él, tendido contra los parapetos de las trincheras, esperaba a la infantería de las tierras altas, que brotaría de la oscuridad, para marchar entre el balanceo de las faldas escocesas y los gorros con cintas, hacia los máuseres preparados. El recuerdo le erizó el vello. Desde entonces había pasado por otras cien auroras, siempre esperando una presa grande: el gran león del Kalahari, el viejo búfalo cornúpeta, el sagaz elefante gris, de piel arrugada y magníficos colmillos ebúrneos. Pero en aquel momento la presa era más pequeña que nunca, aunque aparecería en multitudes tan vastas como el océano mismo. El niño, al bajar por la cubierta desde la cocina, interrumpió sus pensamientos. Caminaba descalzo; sus piernas eran largas, bronceadas y fuertes. Tenía casi la estatura de un adulto y tuvo que agacharse para franquear la puerta de la timonera. Llevaba un tazón de café humeante en cada mano. —¿Azúcar? —preguntó Lothar. —Cuatro cucharadas, papá. —El niño le devolvió la sonrisa. La niebla se había condensado en gotas de rocío sobre sus largas pestañas, y él parpadeó para quitarlas, como un gato soñoliento. Aunque el sol había desteñido en hilos de platino su pelo rubio y rizado, las cejas y las pestañas, densas y negras, destacaban sus ojos, del color del ámbar. —Buena pesca.


—Lothar cruzó los dedos de la mano derecha dentro del bolsillo, para evitar la mala suerte de haberlo dicho en voz alta. “Nos hace falta”, pensó. “Para sobrevivir necesitamos una pesca abundante.” Cinco años antes sucumbió, una vez más, a la tentación de la caza y la naturaleza. Después de vender su próspera compañía constructora de caminos, levantada con tantos sacrificios, apostó cuanto tenía y cuanto consiguió prestado. Conocía los tesoros ilimitados que ocultaban las aguas frías y verdes de la corriente de Bengala. Las había visto durante aquellos caóticos días, hacia el final de la Gran Guerra, mientras presentaba la última resistencia a los odiados ingleses y a Jan Smuts, la marioneta traidora que encabezaba el ejército de la Unión Sudafricana. Desde una base secreta de suministros, oculta entre las altas dunas desérticas que flanqueaban el Atlántico sur, Lothar había proporcionado combustible y armas a los submarinos alemanes que asolaban las flotas mercantes británicas. Durante los horribles días de espera, al borde del océano, mientras aguardaba la llegada de los submarinos, había visto moverse el mar en su abundancia ilimitada. Todo estaba allí para quien quisiera tomarlo. En los años siguientes al indignante Tratado de Versalles, hizo planes mientras trabajaba duramente en el polvo y el calor, abriendo pasos de montaña o construy endo carreteras rectas, a través de planicies cegadoras. Para aquella aventura había ahorrado y proyectado los planes. Los barcos que encontró en Portugal, para la pesca de sardinas, estaban podridos y descuidados. Allí encontró también a Da Silva, un viejo sabio en las costumbres del mar. Entre ambos repararon y equiparon los cuatro antiguos pesqueros; con tripulaciones mínimas, los llevaron hacia el sur, siguiendo la costa del continente africano. La compañía envasadora era de California; una empresa la había instalado allí para la explotación del atún, pero sobreestimó su abundancia y subestimó el coste de atrapar estos huidizos e imprevisibles “pollos del mar”. Lothar compró la fábrica por una fracción del coste original y la envió completa a África. Volvió a levantarla en las compactas arenas del desierto, junto a las ruinas de un puesto de balleneros que había dado a la desolada zona el nombre de Bahía Walvis. Durante las tres primeras temporadas, él y Da Silva tuvieron pesca abundante y depredaron los inagotables cardúmenes hasta que Lothar devolvió lo que le habían prestado. Inmediatamente reemplazó los decrépitos pesqueros portugueses por barcos nuevos y, al hacerlo, contrajo más deudas que al comienzo de la empresa. Y entonces se acabaron los peces. Por motivos que nadie podía adivinar, los inmensos cardúmenes de arenques desaparecieron, dejando sólo pequeños grupos aislados. Mientras buscaban inútilmente, adentrándose ciento cincuenta kilómetros o más para revisar la larga costa desértica, mucho más allá de lo que resultaba productivo para la envasadora, los meses pasaban sin misericordia; cada uno producía una factura por intereses acumulados que Lothar no podía satisfacer; los costes de la fábrica y de los barcos se amontonaban, obligándole a pedir nuevos préstamos. Dos años sin pesca. De pronto, de manera espectacular, cuando Lothar se confesaba derrotado, se producía un cambio sutil en la corriente oceánica o en los vientos predominantes, y la pesca volvía desenfrenada, densa como la hierba que nace con cada aurora.

—Que dure —dijo Lothar con la vista perdida en la niebla—. Dios quiera que dure. Otros tres meses: eso era todo lo que necesitaba. Sólo tres cortos meses para pagarlo todo y verse otra vez libre. —La niebla se está levantando —advirtió el niño. Lothar parpadeó, moviendo levemente la cabeza al volver de sus recuerdos. La niebla se estaba levantando como un telón de teatro, y la escena revelada resultaba melodramática y espectacular, demasiado colorida para ser parte de la naturaleza. El alba despedía humos y destellos, como en una exhibición de fuegos artificiales, anaranjados, verdes y dorados cuando chisporroteaban sobre el océano, haciendo que las retorcidas columnas de niebla tomaran el color de la sangre y de las rosas, hasta que las aguas mismas parecieron arder con fuegos ultraterrenos. El silencio realzaba aquel mágico espectáculo: un silencio denso y transparente como el cristal, hasta dar la impresión de que todos se habían vuelto sordos, de que los otros sentidos les habían sido robados, concentrados en una visión que contemplaban llenos de maravilla. De pronto, el sol se abrió paso en un brillante rayo de luz dorada, sólida, penetrando la parte superior del banco de niebla. Se reflejaba en la superficie, iluminaba totalmente la línea de la corriente. El agua próxima a la costa se veía empañada de un azul nuboso, calmo y liso como el aceite. La línea donde se encontraba con el oleaje de la verdadera corriente oceánica era recta y nítida como el filo de una navaja; más allá, la superficie se veía oscura y agitada, como terciopelo verde acariciado a contrapelo. —Daar spring hy ! —chilló Da Silva desde la cubierta delantera, señalando la línea de agua oscura—. ¡Por allí salta! Cuando el sol bajo tocó el agua, un solo pez saltó fuera de ella. Era apenas más largo que la mano de un hombre: una diminuta astilla de plata pulida. —¡Arranca! La voz de Lothar sonaba ronca de exaltación. El niño dejó su taza en la mesa de mapas, salpicándola con las últimas gotas de café, y se lanzó por la escalerilla hacia la sala de máquinas. Lothar movió las llaves y reguló el acelerador, mientras el muchacho, allá abajo, se inclinaba sobre la manivela. —¡Hazla girar! —gritó Lothar. El niño, preparándose para el esfuerzo, luchó contra la presión de los cuatro cilindros. Aún no tenía trece años, pero y a era casi tan fuerte como un hombre; los músculos se abultaban en la espalda al trabajar. —¡Ahora! Lothar cerró las válvulas. El motor, aún caliente por la carrera desde el puerto, entró en funcionamiento con un rugido. Hubo una bocanada de humo negro y aceitoso del escape de babor.

La máquina se asentó en un ritmo regular. El muchacho trepó por la escalerilla y salió disparado por la cubierta hasta llegar a la proa, donde estaba Da Silva. Lothar hizo girar la proa para bajar por la línea de la corriente. La niebla se disipó, permitiéndoles ver los otros barcos. También ellos habían estado inmóviles en el banco de niebla, aguardando los primeros rayos del sol. Pero en aquel momento navegaban por la línea, cortando con sus largas estelas ondulantes la plácida superficie; las olas provocadas por la proa lanzaban cremosos destellos a la luz del sol. A lo largo de cada barandilla se agrupaba la tripulación, con el cuello estirado para mirar hacia delante, y el parloteo excitado se imponía al batir de las máquinas. A través de los vidrios de la timonera, Lothar disponía de una visión panorámica sobre las zonas de trabajo del pesquero, e hizo una última revisión de los preparativos. La larga red fue extendida desde la borda de estribor, con el hilo de las boyas enroscado en minuciosas espirales. El peso de la red, en seco, era de siete toneladas y media; mojada pesaría varias veces más. Lothar había pagado más de cinco mil libras por ella, más de lo que un pescador común ganaría en veinte años de esfuerzos implacables. Y cada uno de los otros barcos estaba igualmente equipado. Cada pesquero arrastraba su bucky por la popa: una barca de cinco metros de eslora, de tingladillo simple. De un vistazo, Lothar se aseguró de que todo estuviera listo para la operación. Luego desvió la mirada hacia delante, en el momento en que saltaba otro pez. En aquel momento, estaba a tan poca distancia que podía ver las líneas laterales oscuras a lo largo de su flanco centelleante y la diferencia de color (verde etéreo por encima de la línea y plata reluciente por debajo). Cuando volvió a caer, con una zambullida, dejó un hoy o oscuro en la superficie. Como si eso fuera una señal, el océano cobró vida de inmediato. Las aguas se volvieron oscuras, como si súbitamente las hubieran cubierto densas nubes. Pero la mancha provenía de abajo; se elevaba desde las profundidades y las aguas se agitaban como si un monstruo se moviera en lo hondo. —¡Pesca loca! —gritó Da Silva, volviendo hacia Lothar el rostro curtido, arrugado y pardo, mientras tendía los brazos para abarcar el sector del océano que se movía con los peces. Ante ellos se extendía un solo cardumen oscuro, de un kilómetro y medio de amplitud, y tan profundo que su límite más alejado se perdía en los bancos de niebla restantes. En todos sus años de cazador, Lothar no había visto nunca semejante acumulación de vida, semejante multitud de una sola especie. En comparación, las langostas que solían oscurecer el sol del mediodía africano y las bandadas de diminutos pájaros que llegaban a quebrar las ramas en donde se posaban, eran algo insignificante. Hasta los tripulantes de los pesqueros quedaron en silencio, maravillados, cuando el cardumen quebró la superficie y las aguas se tornaron blancas, centelleantes como un banco de nieve; millones de cuerpecitos escamosos reflejaban la luz del sol, eran elevados fuera del agua por la presión que ejercían entre ellos mismos.

Da Silva fue el primero en reaccionar. Giró en redondo y bajó a toda prisa por la cubierta, ágil como un joven, deteniéndose sólo ante la puerta de la timonera: —María Santísima, haz que todavía tengamos red al terminar el día. Era una advertencia patética. El viejo siguió corriendo hasta la popa y cruzó la borda para pasar al chinchorro. Siguiendo su ejemplo, el resto de la tripulación reaccionó y corrió a los puestos. —¡Manfred! —llamó Lothar a su hijo. El niño, que estaba hipnotizado en la proa, agitó la cabeza en un gesto de obediencia y corrió hacia su padre. —Hazte cargo del timón. Era una responsabilidad enorme para un muchacho de tan corta edad, pero Manfred había demostrado su capacidad tantas veces que Lothar salió de la timonera sin temor alguno. Desde proa, fue haciendo señales sin mirar atrás, sintiendo cómo se inclinaba la cubierta bajo sus pies, mientras Manfred giraba el timón y seguía indicaciones de su padre para iniciar un amplio círculo alrededor del cardumen. —Cuántos peces —susurró Lothar. Mientras sus ojos calculaban la distancia, el viento y la corriente, la advertencia del viejo Da Silva flotaba en medio de todas sus apreciaciones: el pesquero y su red podían manejar ciento cincuenta toneladas, tal vez hasta doscientas, con suerte y habilidad, de esos diminutos arenques. Ante él tenía un cardumen de millones de toneladas. Si controlaba la red con poco juicio, podía llenarla con diez o veinte mil toneladas, y este peso e impulso desgarrarían la trama, haciéndola trizas; incluso era posible que la desprendieran por completo, arrastrándola a las profundidades. Peor aún: si los hilos de las boyas y la bita resistían, el pesquero podía dar una vuelta de campana a consecuencia del peso. Así no sólo perdería una red valiosa, sino también el barco y las vidas de su tripulación y de su hijo. Involuntariamente echó un vistazo por encima del hombro. Manfred le sonrió desde la ventana de la timonera, con la cara encendida de entusiasmo. Los ojos ambarinos, relucientes, y el destello de sus dientes blancos, le convertían en la imagen de su madre. Lothar experimentó una agria punzada antes de volver a su trabajo. Esos instantes de distracción estuvieron a punto de perderlo. El pesquero avanzaba precipitadamente hacia el cardumen; en pocos momentos irrumpiría en la masa de peces; toda ella, moviéndose en esa misteriosa armonía, como si fueran un solo organismo, que desaparecería en las profundidades oceánicas. Hizo una áspera señal, indicando giro, y el chaval respondió instantáneamente. El pesquero giró y rozó el borde del cardumen, manteniéndose a quince metros en espera de la oportunidad. Otra mirada rápida indicó a Lothar que sus otros barcos también se apartaban cautelosamente, hechizados por la cantidad de arenques que estaban rodeando.

Swart Hendrick le lanzó una mirada fulminante: era un negro enorme, toruno, cuy a calva brillaba como una bala de cañón a la luz del sol temprano. Compañeros de guerra y de cien aventuras desesperadas, había hecho con Lothar, de buen grado, la transición de la tierra al mar; en ese momento era tan hábil pescador como en otros tiempos había sido cazador de elefantes o de hombres. Lothar le hizo la señal de “cautela” o “peligro”, y Swart Hendrick sonrió, respondiendo con un gesto del brazo. Graciosos coma bailarines, los cuatro barcos zigzagueaban y hacían piruetas alrededor del gran cardumen, mientras se disolvían los últimos retazos de la niebla, arrastrados por la brisa ligera. El sol franqueó el horizonte y las lejanas dunas del desierto relumbraron como bronce recién salido de la forja, un dramático telón de fondo para una cacería en desarrollo. La masa de peces mantenía aún su formación compacta, y Lothar comenzaba a desesperarse. Hacía más de una hora que estaban en la superficie, más que lo habitual. En cualquier momento podían nadar hacia las profundidades y desaparecer, sin que uno solo de los barcos hubiera echado una red. Los frustraba la abundancia; eran mendigos en presencia de un tesoro ilimitado, y Lothar sintió que la audacia se apoderaba de él. Ya había esperado demasiado. “¡Arrojo, qué diablos!”, pensó. E hizo a Manfred la señal de aproximarse, entornando los ojos para defenderlos del resplandor, al volverlos contra el sol. Antes de que pudiera cometer una tontería oyó el silbido de Da Silva. Cuando miró hacia atrás, el portugués estaba en la bancada del chinchorro, gesticulando salvajemente. El cardumen, detrás de ellos, comenzaba a abultarse. La sólida masa circular estaba alterando su forma. Desarrolló un tentáculo, un grano… No, era más bien la forma de una cabeza sobre un cuello delgado, una parte del cardumen que se separaba del cuerpo principal. Era lo que habían estado esperando. —Manfred! —gritó Lothar, haciendo girar el brazo derecho como un aspa de molino. El niño giró el timón; el barco trazó una curva cerrada y retrocedió a toda velocidad, apuntando la proa hacia el cuello del cardumen, como si fuera la cuchilla de un verdugo. —¡Aminora! Lothar agitó verticalmente la mano y el pesquero frenó su avance. Con mucha suavidad, acercó la proa al estrecho cuello del cardumen. El agua estaba tan clara que Lothar divisó a cada pez por separado, encapsulado en el arco iris de luz dispersa, y por debajo la masa verde oscura del cardumen, compacta como un témpano. Con mucha delicadeza, Lothar y Manfred hicieron pasar la proa por entre ese bulto viviente, con la hélice girando apenas, para no alarmar y provocar una inmersión. El cuello angosto se abrió al paso del barco, separándose el grupo menor.

Como hace el perro pastor con el rebaño, Lothar fue apartándolo con maniobras de retrocesos, giros y avances, mientras Manfred seguía las indicaciones de sus manos. —¡Todavía es demasiado! —murmuró Lothar, para sí. Por el rabillo del ojo vio que Da Silva le hacía agitadas señales de precaución; acabó silbando chillonamente. El viejo tenía miedo de semejante pesca. Lothar sonrió; sus ojos amarillos se entornaron, centelleantes como topacio pulido. Indicó a Manfred que aumentara la velocidad y, deliberadamente, volvió la espalda al anciano. Al llegar a cinco nudos contuvo al niño y le hizo describir un giro cerrado para obligar al cardumen menor a que se agrupara en el centro del círculo. Cuando giraron por segunda vez, pasando a favor del viento con respecto a los peces, Lothar puso cara a la popa y usó las manos como bocina. —Los! —bramó—. ¡Arrojen! El tripulante herero, en la popa, soltó el nudo que sujetaba el cabo del chinchorro y lo arrojó por la borda. Con Da Silva aferrado a la bancada, todavía aullando sus protestas, el pequeño bote de madera se quedó atrás, balanceándose en la estela y arrastró la punta de la pesada red parda. A medida que el pesquero emitía vapor al realizar el rodeo, la tosca trama silbaba al caer por la borda, con el hilo de boyas desenroscado como una pitón, haciendo de cordón umbilical entre el barco y el chinchorro. Al bajar contra el viento, los corchos de los sedales, parejamente espaciados, formaron un círculo alrededor del denso cardumen. El chinchorro, donde Da Silva arqueaba resignadamente los hombros, estaba entonces muy hacia delante. Manfred equilibró el timón para resistir la tracción de la gran red, efectuando pequeños ajustes para mantener el pesquero junto al bamboleante bote; cuando se tocaron apenas, cerró el acelerador. En ese momento la red estaba rodeando el cardumen; Da Silva trepó por el flanco del barco, llevaba sobre los hombros los extremos de las gruesas cuerdas. —Vas a perder la red —gritó a Lothar—. Sólo a un loco se le ocurre encerrar este cardumen; se irá con tu red. Pongo por testigos a san Antonio y al bendito san Marcos…

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