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El Pasillo de la Muerte – Stephen King

Octubre de 1932, penitenciaría de Cold Mountain. Los condenados a muerte aguardan el momento de ser conducidos a la silla eléctrica. Los crímenes abominables que han cometido les convierten en carnaza de un sistema legal que se alimenta de un círculo de locura, muerte y venganza. Y en esa antesala del infierno Stephen King traza una pavorosa radiografía del horror en estado puro. He aquí, reunida en un único volumen y con un prólogo especial del autor, esta escalofriante novela originalmente publicada en seis entregas.


 

Sufro rachas de insomnio —cosa que no sorprenderá a quienes hayan leído la novela donde cuento las aventuras de Ralph Roberts—, de modo que siempre procuro tener una historia en mente para aquellas noches en que no consigo conciliar el sueño. Me cuento estas historias mientras estoy acostado en la oscuridad, las escribo mentalmente como haría en una máquina de escribir o en el ordenador, volviendo atrás con frecuencia para cambiar palabras, añadir ideas, eliminar frases, elaborar el diálogo. Cada noche comienzo desde el principio y avanzo un poco en la trama antes de quedarme dormido. Después de la quinta o sexta noche, me conozco de memoria párrafos enteros. Puede que esto parezca una locura, pero resulta relajante… y como forma de matar el tiempo, es infinitamente mejor que contar ovejas. Con el tiempo, estas historias se desgastan, igual que un libro que se ha leído una y otra vez. (« Tíralo y compra uno nuevo, Stephen» , decía mi madre de tarde en tarde, mirando con exasperación uno de mis libros o tebeos favoritos. « Lo has leído tantas veces que está destrozado» ). Es el momento de buscar otra historia, y durante mis temporadas de insomnio espero que aparezca alguna rápidamente, porque las horas en vela se hacen eternas. En 1992 o 1993, estaba enfrascado en una de estas historias, llamada « Lo que el ojo no ve» . Trataba de un hombre condenado a muerte, un gigantesco negro a quien se le despierta un creciente interés por la prestidigitación a medida que se acerca la fecha de su ejecución. La historia sería narrada en primera persona por un viejo preso de confianza que recorría los pasillos de la prisión con un carrito lleno de libros, y que también vendía cigarrillos, baratijas y artículos novedosos como tónicos para el pelo o avioncitos de papel encerado. Yo quería que al final de la historia, poco antes de su ejecución, el corpulento prisionero — Luke Coffey— consiguiera desaparecer. Era un buena idea, pero la historia no terminaba de cuajar. Ensayé un centenar de versiones diferentes, pero aun así no funcionaba. Le di una mascota al narrador —un ratón para llevar en el carrito— con la esperanza de que eso ayudara, pero no fue así. Lo mejor era el párrafo inicial: « Todo ocurrió en 1932, cuando la penitenciaría del estado aún estaba en Evans Notch. La silla eléctrica —llamada la Freidora por los internos— también estaba allí, por supuesto» . Esa parte me gustaba, pero nada más. Con el tiempo cambié a Luke Coffey y sus trucos para hacer desaparecer monedas por una historia sobre un planeta donde, por alguna razón, los habitantes se volvían caníbales cada vez que llovía… Y la idea todavía me gusta, así que ojo con fusilármela, ¿entendido? Luego, aproximadamente un año y medio después, la idea del pasillo de la muerte regresó, aunque ligeramente cambiada.


Supongamos, me dije, que el grandullón es un sanador en lugar de un mago aficionado; un ignorante condenado por un crimen que no sólo no cometió, sino que intentó reparar. Esta nueva versión era demasiado buena para limitarme a jugar con ella a la hora de dormir, aunque la empecé en la oscuridad, resucitando el viejo párrafo inicial casi al pie de la letra y elaborando el primer capítulo mentalmente antes de lanzarme a escribir. El narrador pasó a ser un guardia de prisiones, en lugar de un preso de confianza, Luke Coffey se convirtió en John Coffey (como un pequeño homenaje a William Faulkner, cuya figura de Cristo es Joe Christmas), y el ratón se transformó en… bueno, Cascabel. Era una buena historia, lo supe desde el principio, pero me costó muchísimo escribirla. En ese momento de mi vida estaba trabajando en algo que se me antojaba más sencillo —la adaptación de El resplandor para la televisión— y El pasillo de la muerte se sostenía por los pelos. Tenía la sensación de estar creando un mundo de cero, pues no sabía prácticamente nada sobre la vida en los pabellones de los condenados a muerte en el Sur durante la Depresión. Esta clase de problema se soluciona investigando, naturalmente, pero yo creía que la investigación podía destruir el frágil clima mágico que había encontrado en mi historia; una parte de mí sabía desde el principio que no quería realidad, sino ficción. De modo que seguí adelante, acumulando palabras y esperando una iluminación, una epifanía, una suerte de milagro casero. El milagro llegó en un fax de Ralph Vicinanza, mi agente en el extranjero, que había estado hablando con un editor británico de la fórmula de novela por entregas que Charles Dickens había usado el siglo pasado. Ralph me preguntaba —de pasada, como quien no espera que una idea se concrete—, si me interesaría poner a prueba esa fórmula. Y atrapé la idea al vuelo. Comprendí que si me comprometía con ese proy ecto, tendría que terminar El pasillo de la muerte. Así que, sintiéndome como un soldado romano que incendia el puente del Rubicón, llamé a Ralph y le pedí que cerrara el trato. El pasillo de la muerte tuvo una aceptación casi mágica, que yo no había previsto. De hecho, pensaba que sería un fracaso comercial. La respuesta de los lectores fue maravillosa, y esta vez la mayoría de los críticos reaccionaron positivamente. Creo que debo gran parte de la aceptación popular a las agudas sugerencias de mi esposa y gran parte del éxito comercial a los esfuerzos del personal de Dutton Signel. Sin embargo, la experiencia fue sólo mía. Escribía como un descosido, procurando cumplir con los demenciales plazos de entrega y al mismo tiempo tratando de que cada episodio tuviera su miniclímax, con la esperanza de que todo encajara y consciente de que, si no lo hacía, me lincharían. En más de una ocasión me pregunté si Charles Dickens habría sentido lo mismo, esperando que las preguntas que surgían en la trama se respondieran solas, y supongo que fue así. Afortunadamente para él, Dios le había dado más talento que a mí. Recuerdo haber pensado un par de veces que quizá estuviera incurriendo en anacronismos atroces, pero finalmente hubo muy pocos. Hasta el pequeño « tebeo porno» de Popeye y Olivia resultó un acierto: después de la publicación de la sexta parte, alguien me envió un ejemplar de un tebeo semejante, publicado alrededor de 1927. En una viñeta memorable, Wimpy está tirándose a Olivia y comiendo una hamburguesa al mismo tiempo. Caray, no hay nada como la imaginación humana, ¿verdad? Tras la calurosa acogida de El pasillo de la muerte siguieron múltiples discusiones sobre la conveniencia de lanzarlo al mercado como una novela completa.

La publicación por episodios era un punto conflictivo para mí y para algunos lectores, porque el precio era demasiado alto para una edición en rústica: unos veinte dólares por las seis partes (bastante menos en las librerías de ocasión). Por eso, la venta de los seis números juntos en una caja nunca me pareció la solución ideal. Este volumen, una edición en rústica más asequible, parecía lo mejor. De modo que aquí está, prácticamente igual que la versión original (por supuesto, he cambiado la escena en que Percy Wetmore, enfundado en la camisa de fuerza, levanta una mano para restregarse los labios). En algún momento me gustaría hacer una revisión completa, convertir la obra en la novela que no pudo llegar a ser debido a su formato y publicarla otra vez. Hasta entonces, tendréis que conformaros con esta versión. Me alegro de que tantos lectores hay an disfrutado con su lectura. Y, sabéis, resultó una buena historia para la hora de dormir. STEPHEN KING Bangor, Maine 6 de febrero de 1997


 

Todo ocurrió en 1932, cuando la penitenciaría del estado aún estaba en Cold Mountain. La silla eléctrica también estaba allí, por supuesto. Los internos hacían chistes sobre la silla; la gente siempre hace bromas acerca de las cosas que le asustan pero no puede controlar. La llamaban la Freidora o la Gran Licuadora. Bromeaban sobre la cuenta de la luz o la posibilidad de que el alcaide Moores preparase allí la comida del día de Acción de Gracias, y a que su esposa, Melinda, estaba demasiado enferma para cocinar. Pero aquellos que estaban destinados a sentarse en la silla no encontraban ninguna gracia en la situación. Durante mi estancia en Cold Mountain supervisé setenta y ocho ejecuciones (es una cifra que nunca olvidaré; ni siquiera en mi lecho de muerte), y creo que la mayoría de los condenados sólo se percataban de lo que iba a ocurrirles cuando les amarraban los tobillos a las firmes patas de roble de la Freidora. Entonces tomaban conciencia (uno veía la comprensión ascender a sus ojos en medio de una fría desolación) de que sus piernas ya nunca los llevarían a ningún lado. La sangre seguía corriendo por ellas, los músculos conservaban su fortaleza, pero de todos modos estaban acabadas; nunca darían otro paseo por el campo o bailarían con una chica en una fiesta popular. Los clientes de la Freidora sentían subir la muerte desde los tobillos. Cuando terminaban de pronunciar sus delirantes y casi siempre inconexas últimas palabras, les cubrían la cabeza con un saco negro de seda. Se suponía que la bolsa era una indulgencia para con ellos, pero yo siempre pensé que estaba destinada a ahorrarnos sufrimiento a nosotros, a evitarnos la contemplación de la horrorosa oleada de angustia que aparecía en sus ojos cuando se percataban de que iban a morir con las rodillas flexionadas. En Cold Mountain el pasillo de la muerte era en realidad un bloque, el bloque E, separado de los otros cuatro y cuyo tamaño apenas llegaba a la cuarta parte de los demás. No estaba construido con madera sino con ladrillos, y su abominable techo desnudo de metal fulguraba al sol del verano como un ojo delirante. Dentro había seis celdas, tres a cada lado del ancho pasillo central, cada una de ellas casi el doble de grandes que las de los otros cuatro bloques. También eran individuales. Se trataba de unas estancias demasiado cómodas para una prisión (sobre todo en los años treinta), pero sus residentes las habrían cambiado gustosamente por cualquier celda en los otros bloques.


Creedme, las habrían cambiado sin vacilar. Durante los años que trabajé allí como carcelero, nunca estuvieron ocupadas las seis celdas a la vez (debemos dar gracias a Dios por sus pequeños favores). Lo máximo que llegó a albergar fueron cuatro reclusos, blancos y negros (en Cold Mountain no había segregación racial entre los muertos andantes), y se trató de una experiencia verdaderamente infernal. Entre los condenados había una mujer, Beverly McCall, negra como el carbón y hermosa como un pecado que nadie se atrevería a cometer. Había aguantado las palizas de su marido durante seis años, pero no estaba dispuesta a tolerar que la engañase un solo día. La noche que descubrió que él le ponía los cuernos, esperó al desafortunado Lester McCall (Cutter para los amigos y, quizá, para su extremadamente efímero amor) en lo alto de las escaleras de su apartamento, encima de una barbería. Apenas si le dio tiempo al traidor de quitarse el impermeable, y desparramó sus tripas sobre sus zapatos bicolor. Había usado una de las cuchillas de afeitar de Cutter. Dos noches antes de que le tocara el turno de sentarse en la Freidora, Beverly me llamó a su celda y me contó que su padre espiritual africano la había visitado en sueños. Le había dicho que renunciara a su nombre de esclava y muriera con su nombre de mujer libre, Matuoni. Era su última voluntad que en el certificado de defunción figurara el nombre de Beverly Matuoni. Supongo que su padre espiritual no le propuso un nombre de pila o que a ella no se le ocurrió ninguno. Le dije que sí, que de acuerdo. Si algo aprendí durante mis largos años de carcelero comemierda fue a no rechazar las peticiones de los condenados a menos que no me quedara otro remedio. En el caso de Beverly Matuoni, la cosa daba igual. El gobernador llamó al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, conmutando la sentencia por cadena perpetua en el penal para mujeres Grassy Valley; un penal sin pene, como solíamos bromear entonces. Debo decir que me alegró ver el rotundo trasero de Bev torcer a la izquierda en lugar de a la derecha, en dirección a la mesa de guardia. Unos treinta y cinco años después —debieron de ser al menos treinta y cinco — vi su nombre en la página de anuncios fúnebres de un periódico, debajo de la fotografía de una anciana esquelética con una aureola de pelo blanco y gafas con piedras de bisutería a los lados. Era Beverly. Según decía la esquela, había pasado los últimos diez años de su vida en libertad, rescatando del olvido la pequeña biblioteca de Raines Falles prácticamente sola. También había dado clases en la escuela dominical y se había ganado el aprecio de todos los habitantes de aquel recóndito paraje. BIBLIOTECARIA MUERE DE UN ATAQUE AL CORAZÓN, rezaba el titular, y debajo, con letra más pequeña: « Cumplió una condena por asesinato durante más de dos décadas» . Sólo los ojos, grandes y luminosos detrás de las gafas con piedras en los extremos, eran los mismos. Incluso a los setenta y tantos años, eran los ojos de una mujer que no dudaría en sacar una cuchilla de afeitar de la jarra azul de desinfectante y empuñarla como arma. Uno conoce a los asesinos, aunque acaben como bibliotecarios en aburridos pueblos de mala muerte.

Al menos alguien como yo, que ha pasado tanto tiempo al cuidado de criminales. Sólo una vez tuve cierta duda, y creo que ésa es la razón de que escriba esto. El amplio pasillo central del bloque E tenía un suelo de linóleo del color de las limas viejas, por eso lo que en otras prisiones se llamaba la Última Milla, en Cold Mountain se había bautizado como la Milla Verde. Supongo que medía unos sesenta pasos largos de norte a sur, de un extremo al otro. Al fondo estaba la celda de seguridad y en el extremo opuesto había un cruce en forma de T. Doblar a la izquierda significaba la vida, si podía llamarse así a lo que sucedía en el sofocante patio de ejercicios, aunque para muchos lo era. Muchos vivieron allí durante años sin consecuencias aparentemente graves. Ladrones, pirómanos y violadores paseaban, conversaban y cumplían con sus pequeñas tareas cotidianas. Doblar a la derecha era algo completamente distinto. Primero había que entrar en mi despacho (cuy a alfombra, también verde, había pensado cambiar en más de una ocasión, aunque nunca me decidía a hacerlo) y pasar frente a mi escritorio, flanqueado por la bandera estadounidense a la izquierda y la del estado a la derecha. Al fondo había dos puertas. Una conducía al pequeño retrete que usábamos los guardias y y o (en ocasiones también el alcaide Moores), la otra a un almacén. Allí acababa uno tras recorrer el pasillo de la muerte. Era una puerta baja; yo tenía que agachar la cabeza para entrar y John Coffey prácticamente tuvo que sentarse. Más allá de un pequeño rellano, había que bajar tres escalones de cemento hasta el suelo de madera. Era una habitación miserable, sin calefacción y con un techo metálico idéntico al del bloque contiguo. En invierno hacía suficiente frío como para que al respirar se formasen nubes de vapor y en verano el calor resultaba sofocante. Durante la ejecución de Elmer Manfred, en julio o agosto del treinta, se desmay aron nueve testigos. A la izquierda del almacén, otra vez había vida: herramientas (guardadas en armarios protegidos con cadenas, como si en lugar de palas y azadones fuesen carabinas), alimentos secos, sacos con semillas destinadas a ser plantadas en los jardines de la prisión en primavera, cajas de papel higiénico, tarimas cargadas con planchas para el taller de grabado de la prisión… incluso sacos de arena para marcar el cuadrado de béisbol y el campo de fútbol. Los presos jugaban en un sitio llamado el Prado, y todo el mundo en Cold Mountain esperaba con expectación las tardes de otoño. A la derecha, una vez más, la muerte. La mismísima Freidora apoyada sobre una plataforma de tablas y situada en el extremo sudeste del almacén, con sus sólidas patas y sus anchos brazos de roble que habían absorbido el sudor de centenares de hombres aterrorizados en sus últimos minutos de vida; y el casquete metálico, por lo general suspendido descuidadamente sobre el respaldo de la silla, como el sombrero de un robot de juguete en una tira cómica de Buck Rogers. Un cable colgaba de él y acababa en un orificio rodeado de una arandela situado en el muro, detrás de la silla. A un lado había un cubo de hierro galvanizado. Si uno miraba en el interior, veía una esponja circular, cortada de modo que encajara perfectamente dentro del casquete metálico.

Antes de la ejecución, la esponja se empapaba en una solución salina para conducir mejor la electricidad hacia el cerebro del condenado. 2 Mil novecientos treinta y dos fue el año de John Coffey. Cualquiera que sienta suficiente curiosidad por el caso —alguien con más energía que un viejo como yo, que pasa los últimos años de su vida dormitando en una residencia geriátrica de Georgia— aún podrá encontrar información al respecto en los periódicos. Fue un otoño caluroso; lo recuerdo bien. Muy caluroso. Octubre parecía agosto, y la mujer del alcaide, Melinda, estaba ingresada en un hospital de Indianola. Aquel otoño tuve la peor infección urinaria de mi vida, no lo bastante grave para ingresar yo también en el hospital, pero sí lo suficiente para que deseara estar muerto cada vez que tenía que mear. También fue el otoño de Delacroix, aquel francés bajito y casi calvo que hacía un ingenioso truco con un carrete de hilo y un ratón. Pero el may or acontecimiento de la temporada fue el ingreso en el bloque de John Coffey, sentenciado a muerte por la violación y el asesinato de las gemelas Detterick. En el bloque E había cuatro o cinco guardias por turno, aunque muchos de ellos eran temporales. Dean Stanton, Harry Terwilliger y Brutus Howell (los hombres lo llamaban Bruto, pero era sólo una broma, pues a pesar de su corpulencia era incapaz de matar una mosca) ya han muerto. También ha muerto Percy Wetmore, que sí era bruto… además de estúpido, claro está. Percy no encajaba en el bloque E, donde tener un carácter agresivo podía resultar, además de inútil, peligroso, pero era pariente de la mujer del gobernador y allí estaba. Fue Percy Wetmore quien acompañó a Coffey al bloque, al grito supuestamente célebre de: « ¡Entra un muerto! ¡Entra un muerto!» . Aunque estábamos en octubre, hacía más calor que en el mismísimo infierno. Se abrió la puerta del patio de ejercicios para dejar paso a una luz deslumbrante y al hombre más grande que he conocido en mi vida, a excepción de algunos jugadores de baloncesto que he visto en la tele en el salón de esta casa para viejos babosos sin hogar donde estoy acabando mis días. Coffey llevaba cadenas en los brazos y alrededor del tonel que tenía por torso. Mientras avanzaba entre las celdas, por el pasillo color lima, arrastraba las cadenas que unían los grilletes de sus tobillos produciendo un ruido similar al de una cascada de monedas. Percy Wetmore, a un lado, y el pequeño, esquelético Harry Terwilliger al otro, parecían dos niños pequeños flanqueando a un oso recién cazado. Hasta Brutus Howell parecía un crío al lado de Coffey, y eso que Bruto, corpulento y con más de un metro ochenta de estatura, había jugado en la liga nacional hasta que lo echaron y tuvo que volver a las colinas. John Coffey era negro, como la mayoría de los hombres que venían a pasar una temporada en el bloque E antes de morir en la Freidora, y medía un metro noventa y ocho centímetros de estatura. No era esbelto, como los jugadores de baloncesto de la tele, pero tenía los hombros corpulentos y el torso enorme, surcados por grandes músculos en todas las direcciones. Le habían puesto el traje de presidiario más grande que habían encontrado en el almacén, y aun así los bajos de los pantalones le llegaban a la mitad de las gruesas pantorrillas, llenas de cicatrices. La camisa se abría a mitad del pecho y las mangas apenas alcanzaban a cubrirle los antebrazos. Llevaba la gorra en una de sus manazas, y mejor así, pues sobre su enorme calva caoba habría parecido la clase de gorra que usan los monos de los organilleros, sólo que azul en lugar de roja.

Daba la impresión de que en cualquier momento podía romper las cadenas con la misma facilidad con que cualquiera abriría los lazos de un regalo navideño, pero en cuanto uno lo miraba a los ojos, sabía que era incapaz de hacer algo semejante. Sin embargo —pese a lo que creyera Percy, que poco después de su llegada comenzó a llamarlo el Tontaina— no parecía estúpido, sino perdido. Se la pasaba mirando alrededor, como si no supiera dónde estaba o incluso, quizá, quién era. A primera vista me pareció un Sansón negro, sólo que después de que Dalila lo afeitara con su pequeña mano traidora para robarle todo vestigio de alegría. —¡Entra un muerto! —anunció Percy a voz en cuello, tirando del puño de la camisa del grandullón como si de verdad se creyera capaz de moverlo en caso de que Coffey se negara a hacerlo por voluntad propia. Harry no dijo nada, pero parecía avergonzado—. ¡Entra un…! —Ya es suficiente —dije yo, que estaba sentado en el camastro de la celda que pertenecería a Coffey. Naturalmente, había sido informado de su ingreso y estaba allí para recibirlo, aunque no tenía idea de su tamaño hasta que lo vi. Percy me echó una mirada que insinuaba que todos sabían que yo era un imbécil (excepto el estúpido grandullón, por supuesto, que sólo sabía violar y asesinar niños), pero no dijo esta boca es mía. Los tres se detuvieron delante de la puerta entreabierta de la celda. Hice una señal de asentimiento a Harry, quien dijo: —¿Está seguro de que quiere quedarse a solas con él, jefe? No estaba acostumbrado a ver a Harry Terwilliger nervioso. Siete u ocho años antes había estado a mi lado durante un motín y no se había acobardado en ningún momento, ni siquiera cuando empezaron a circular rumores de que algunos presos tenían armas. Pero aquel día parecía nervioso. —¿Me darás problemas, grandullón? —pregunté, sin levantarme del camastro e intentando disimular mi aflicción. La infección urinaria que mencioné antes aún no había llegado a su peor estadio, pero aquel día no estaba yo para una excursión a la playa, creedme. Coffey sacudió la cabeza lentamente: primero a la derecha, luego a la izquierda y por fin al centro. Una vez que me clavó la mirada, no volvió a quitármela de encima. Harry llevaba una carpeta con el registro de entrada de Coffey. —Dásela —le dije a Harry—. Entrégasela a él. Harry obedeció y el tontorrón la cogió como si estuviera sonámbulo. —Ahora dámela a mí —dije, y Coffey lo hizo, acercándose con un rumor de cadenas. Tuvo que agacharse para franquear la puerta de la celda. Eché un vistazo al informe, sobre todo para comprobar que en efecto era alto y no se trataba de una ilusión óptica. Lo era: un metro noventa y ocho centímetros.

Decía que pesaba ciento treinta kilos, pero creo que se trataba de un cálculo estimativo, pues debía de pesar ciento cincuenta o tal vez ciento sesenta kilos. En el apartado correspondiente a « Cicatrices o señas particulares» Magnusson, el viejo preso de confianza de recepción, había escrito « Numerosas» con su letra trabajosa. Cuando alcé la vista, Coffey se había apartado un poco, de modo que pude ver a Harry al otro lado del pasillo, frente a la celda de Delacroix, el único preso en el bloque E en el momento del ingreso de Coffey. Delacroix era un flacucho de pelo ralo con la expresión preocupada de un contable corrupto que sabe que están a punto de descubrir su último desfalco. Tenía al ratón domado en un hombro. Percy Wetmore estaba apoyado en el marco de la puerta de la celda que ocuparía John Coffey. Había sacado la porra de madera de la funda hecha a medida donde la llevaba y se golpeaba suavemente la palma de una mano con ella, como si estuviera impaciente por usarla. De repente, no pude soportar su presencia allí, no sé si debido al inoportuno calor, a la infección que me quemaba las ingles y hacía intolerable el roce de la ropa interior o a la idea de que el estado me había enviado a aquel negro subnormal para que lo ejecutara, cuando resultaba obvio que antes de que lo hiciese Percy quería divertirse con él. Quizá fueran las tres cosas; lo cierto es que en ese momento sus contactos políticos dejaron de importarme. —Percy —dije—, están trasladando la enfermería. —Bill Dodge se ocupa de eso. —Ya lo sé —respondí—. Ve a ay udarlo. —No es mi trabajo —protestó Percy—. Mi trabajo es este « capugante» . « Capugante» era el mote particular de Percy para los tipos corpulentos, una combinación de « capullo» y « gigante» . Detestaba a los grandullones. No era esquelético, como Harry Terwilliger, pero sí bajo; el típico gallito de riña al que le gusta organizar peleas, sobre todo cuando sabía que llevaba las de ganar. —En tal caso, y a has terminado —dije—. Ve a la enfermería. Apretó los labios. Bill Dodge y sus hombres estaban trasladando cajas, pilas de sábanas, incluso camas. La enfermería entera se mudaba a un edificio nuevo en el ala oeste de la prisión. Habría que trabajar y levantar bultos pesados, dos cosas a las que Percy Wetmore no estaba acostumbrado. —Tienen todos los hombres que necesitan —dijo.

—Entonces ve a supervisar el trabajo —repliqué levantando la voz. Advertí que Harry se sobresaltaba, pero no hice caso. Si el gobernador ordenaba al alcaide Moores que me echara por reñir a su enchufado, ¿a quién iba a poner Hal Moores en mi lugar? ¿A Percy ? Ni en broma—. En realidad me da igual lo que hagas, Percy, siempre y cuando te esfumes de aquí durante un buen rato. Por un instante pensé que se resistiría y que tendría problemas, con Coffey allí inmóvil como el reloj parado más grande del mundo, pero entonces Percy metió violentamente la porra en la funda hecha a mano —un gesto estúpido y arrogante— y se marchó dando grandes zancadas. No recuerdo qué guardia estaba en la mesa de entrada aquel día —supongo que sería uno de los temporales—, pero fue obvio que a Percy no le gustó su expresión, porque lo oímos gruñir al pasar: —Si no te borras esa estúpida sonrisa de la jeta, te la borraré y o de un puñetazo. Se oy ó un ruido de llaves, entró una momentánea ráfaga de luz caliente del patio de ejercicios y Percy Wetmore desapareció, al menos por el momento. El ratón de Delacroix corría de un hombro al otro del pequeño francés, moviendo sus finísimos bigotes. —Quieto, Cascabel —dijo Delacroix, y el ratón se detuvo en el hombro izquierdo, como si lo hubiera entendido—. Quieto y callado. —Con el cantarín acento acadio de Delacroix, « quieto» sonaba como una palabra exótica, algo así como cuietó. —Tú échate un rato —dije con brusquedad—. Descansa. Esto tampoco es asunto tuyo. El francés me obedeció. Había violado y asesinado a una jovencita, arrastrado el cadáver detrás del bloque de pisos donde vivía la chica, y después de rociarla con gasolina le había prendido fuego, esperando deshacerse de la prueba del crimen. Sin embargo, el fuego se había extendido al edificio y como consecuencia habían muerto otras seis personas, entre ellas dos niños. Era el único crimen de su historial, y se comportaba como un hombre de modales exquisitos, con cara de preocupación y el pelo largo hasta el cuello de la camisa. Pronto se sentaría en la Freidora y ella acabaría con él… pero lo que fuera que lo había impulsado a cometer ese delito monstruoso, ya no estaba allí. Entretanto el francés se tendería en su camastro y dejaría que su pequeño compañero corriese sobre sus manos. En cierto modo, eso era lo peor: la Freidora nunca quemaba lo que había en el interior de aquellos tipos, y estoy seguro de que los fármacos que les iny ectan en la actualidad tampoco pueden eliminarlo. Aquello se muda de sitio, salta a otra persona y sólo nos deja hollejos vacíos para ejecutar, hollejos que de cualquier modo ya no están vivos.

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  1. Cristina Rodríguez

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