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El Palacio de la Medianoche – Carlos Ruiz Zafón

Calcuta, 1932: el corazón de las tinieblas. Un tren en llamas atraviesa la ciudad. Un espectro de fuego siembra el terror en las sombras de la noche. Pero eso no es más que el principio. En la víspera de cumplir dieciséis años, Ben, Sheere y sus amigos de la Chowbar Society deberán enfrentarse al más terrible enigma de la historia de la ciudad de los palacios. La gente que puebla sus calles sabe que la verdadera historia fue escrita en las páginas invisibles de sus espíritus, en sus maldiciones calladas y ocultas.


 

A UNA NOTA DEL AUTOR migo lector: Soy una de esas personas que siempre se saltan los prólogos y las introducciones, puesto que prefieren ir directos al grano. Si éste es también tu caso, escapa ahora mismo de esta página y lánzate de lleno a la novela, que es lo que en realidad cuenta. Pero si eres de ese otro tipo de lectores (y yo confieso que, a veces, también lo soy) a los que les pica la curiosidad, permíteme que te cuente brevemente algo de esta novela que, confío, te ayudará a ponerla en perspectiva. El Palacio de la Medianoche es la segunda novela que publiqué, allá por 1994, y que forma parte, junto con El Príncipe de la Niebla, Las Luces de Septiembre y Marina, de la serie de novelas « juveniles» que escribí antes de La Sombra del Viento. A decir verdad, nunca he sabido muy bien qué significa eso de « novela juvenil» . Lo único que sé es que cuando las escribí y o era bastante más joven de lo que soy ahora y que mi idea al publicarlas era que, si había hecho mi trabajo correctamente, debían interesar a lectores jóvenes de edades comprendidas entre los nueve y los noventa años. Son historias de misterio y aventura, novelas que quizá el Julián Carax de La Sombra del Viento podría haber escrito desde su ático en el barrio latino de París, mientras pensaba en su amigo Daniel Sempere. El Palacio de la Medianoche, después de muchos años de ediciones lamentables, ve hoy por fin la luz como a su autor le pareció que debería haberlo hecho cuando fue publicada por primera vez. Han pasado unos cuantos años, y un novelista se siente tentado de rehacer los pasos perdidos y corregir los muchos defectos que plagan una obra temprana para que dé la impresión de que uno poseía más talento del que en realidad tenía. Me ha parecido más honesto dejarla tal cual la escribí, con los recursos y el oficio de aquel momento. Una de las mayores satisfacciones que me ha deparado esta profesión a lo largo de los años han sido los numerosos lectores jóvenes que se han acercado a estas cuatro novelas « juveniles» y que han tenido la amabilidad de escribirme para contarme que se aficionaron a la lectura, y algunos incluso a la escritura, después de vivir sus aventuras. A ellos, y a esos jóvenes y no tan jóvenes que hoy se aventuran por primera vez en estas novelas y sus misterios, el más sincero agradecimiento de este contador de historias. Feliz lectura. CARLOS RUIZ ZAFÓN Mayo de 2006. N unca podré olvidar la noche en que nevó sobre Calcuta. El calendario del orfanato St. Patrick’s desgranaba los últimos días de mayo de 1932 y dejaba atrás uno de los meses más calurosos que recordaba la historia de la ciudad de los palacios. Día a día esperábamos con tristeza y temor la llegada de aquel verano en que cumpliríamos los dieciséis años y que habría de significar nuestra separación y la disolución de la Chowbar Society, aquel club secreto y reservado a siete miembros exclusivos que había sido nuestro hogar durante nuestros años en el orfanato. Allí crecimos sin otra familia que nosotros mismos y sin otros recuerdos que las historias que contábamos al llegar la madrugada en torno al fuego, en el patio de la vieja casa abandonada que se alzaba en la esquina de Cotton Street y Brabourne Road, un caserón en ruinas al que habíamos bautizado como el Palacio de la Medianoche.


No sabía entonces que aquélla sería la última vez que vería el lugar en cuyas calles me crié y cuyo embrujo me ha perseguido hasta hoy. No volví a Calcuta después de aquel año, pero siempre fui fiel a la promesa que todos hicimos en silencio bajo la lluvia blanca a orillas del río Hooghly: no olvidar jamás lo que habíamos presenciado. Los años me han enseñado a atesorar en la memoria cuanto sucedió durante aquellos días, y a conservar las cartas que recibía desde la ciudad maldita y que han mantenido viva la llama de mi recuerdo. Supe así que nuestro antiguo Palacio fue derribado para alzar sobre sus cenizas un edificio de oficinas y que Mr. Thomas Carter, el director del St. Patrick’s, falleció tras haber pasado los últimos años de su vida en la oscuridad, después de producirse el incendio que cerró sus ojos para siempre. Lentamente, tuve noticia de la progresiva desaparición de los escenarios en que vivimos aquellos días. La furia de una ciudad que se devoraba a sí misma y el espejismo del tiempo acabaron por borrar el rastro de los miembros de la Chowbar Society. De este modo, sin elección, tuve que aprender a vivir con el temor de que esta historia se perdiera para siempre por falta de un narrador. La ironía del destino ha querido que sea yo, el menos indicado, el peor dotado para la tarea, quien emprenda la labor de relatarla y desvelar el secreto que hace ya tantos años nos unió y nos separó a la vez para siempre en la antigua estación de ferrocarril de Jheeter’s Gate. Hubiera preferido que fuese otro el encargado de rescatar esta historia del olvido, pero una vez más la vida me ha mostrado que mi papel era el de testigo, no el de protagonista. Durante todos estos años he guardado las escasas cartas de Ben y Roshan, atesorando los documentos que daban luz al destino de cada uno de los miembros de nuestra sociedad particular, releyéndolos una y otra vez en voz alta en la soledad de mi estudio. Quizá porque de algún modo intuía que la fortuna me había hecho depositario de la memoria de todos nosotros. Quizá porque comprendía que, de entre aquellos siete muchachos, yo siempre fui el más reticente al riesgo, el menos brillante y osado y, por tanto, el que más posibilidades tenía de sobrevivir. Con ese espíritu, en la confianza de que no me traicionará el recuerdo, trataré de revivir los misteriosos y terribles sucesos que acontecieron durante aquellos cuatro ardientes días de mayo de 1932. No será tarea fácil y apelo a la benevolencia de mis lectores hacia mi torpe pluma a la hora de rescatar del pasado aquel verano de tinieblas en la ciudad de Calcuta. He puesto todo mi empeño en reconstruir la realidad y en remontarme a los turbios episodios que habrían de trazar inexorablemente la línea de nuestro destino. No me queda ya más que desaparecer de la escena y permitir que sean los propios hechos los que hablen por sí mismos. Nunca podré olvidar los rostros de aquellos muchachos asustados la noche en que nevó sobre Calcuta. Pero, como mi amigo Ben me enseñó que siempre debía hacerse, empezaré mi historia por el principio… P 1. EL RETORNO DE LA OSCURIDAD Calcuta, mayo de 1916 oco después de la medianoche, una barcaza emergió de la neblina nocturna que ascendía de la superficie del río Hooghly como el hedor de una maldición. A proa, bajo la tenue claridad que proyectaba un candil agonizante asido al mástil, podía adivinarse la figura de un hombre envuelto en una capa bogando trabajosamente hacia la orilla lejana. Más allá, al oeste, el perfil de Fort William en el Maidán se erguía bajo un manto de nubes de ceniza a la luz de un infinito sudario de faroles y hogueras que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Calcuta. El hombre se detuvo unos segundos para recuperar el aliento y contemplar la silueta de la estación de Jheeter’s Gate, que se perdía definitivamente en la tiniebla que cubría la otra orilla del río.

A cada metro que se adentraba en la bruma, la estación de acero y cristal se confundía con otros tantos edificios anclados en esplendores olvidados. Sus ojos vagaron entre aquella selva de mausoleos de mármol ennegrecido por décadas de abandono y paredes desnudas a las que la furia del monzón había arrancado su piel ocre, azul y dorada y las había desdibujado como acuarelas desvaneciéndose en un estanque. Tan sólo la certeza de que apenas le quedaban unas horas de vida, quizá unos minutos, le permitió continuar la marcha, abandonando en las entrañas de aquel lugar maldito a la mujer a quien había jurado proteger con su propia vida. Aquella noche, mientras el teniente Peake emprendía su último viaje a Calcuta a bordo de una vieja barcaza, cada segundo de su vida se desvanecía bajo la lluvia que había llegado al amparo de la madrugada. Al tiempo que luchaba por arrastrar la nave hacia la orilla, el teniente podía oír el llanto de los dos niños ocultos en el interior de la sentina. Peake volvió la vista atrás y comprobó que las luces de la otra barcaza parpadeaban apenas un centenar de metros tras él, ganando terreno. Podía imaginar la sonrisa de su perseguidor, saboreando la caza, inexorable. Ignoró las lágrimas de hambre y frío de los niños y dedicó todas las fuerzas que le restaban a pilotar la nave hasta el margen del río que venía a morir en el umbral del laberinto insondable y fantasmal de las calles de Calcuta. Doscientos años habían bastado para transformar la densa jungla que crecía alrededor del Kalighat en una ciudad donde Dios no se habría atrevido a entrar jamás. En pocos minutos la tormenta se había cernido sobre la ciudad con la cólera de un espíritu destructor. A mediados de abril y hasta bien entrado el mes de junio, la ciudad se consumía en las garras del llamado verano indio. Durante esos días, la ciudad soportaba temperaturas de 40 grados y un nivel de humedad al filo de la saturación. Minutos después, bajo el influjo de violentas tormentas eléctricas que convertían el cielo en un lienzo de pólvora, los termómetros podían descender treinta grados en cuestión de segundos. El manto torrencial de la lluvia velaba la visión de los raquíticos muelles de madera podrida que se balanceaban sobre el río. Peake no cejó en su empeño hasta sentir el impacto del casco contra los maderos del muelle de pescadores y, sólo entonces, caló la vara en el fondo fangoso y se apresuró a buscar a los niños, que y acían envueltos en una manta. Al tomarlos en sus brazos, el llanto de los bebés impregnó la noche como el rastro de sangre que guía al depredador hasta su presa. Peake los apretó contra su pecho y saltó a tierra. A través de la espesa cortina de agua que caía con furia se podía observar la otra barcaza aproximándose lentamente a la orilla como una nave funeraria. Sintiendo el latigazo del pánico, Peake corrió hacia las calles que bordeaban el Maidán por el sur y desapareció en las sombras de aquel tercio de la ciudad al que sus privilegiados habitantes, europeos y británicos en su mayoría, denominaban la ciudad blanca. Tan sólo albergaba una esperanza de poder salvar la vida de los niños, pero estaba aún lejos del corazón del sector Norte de Calcuta, donde se alzaba la morada de Ary ami Bosé. Aquella anciana era la única que podía ayudarle ahora. Peake se detuvo un instante y oteó la inmensidad tenebrosa del Maidán en busca del brillo lejano de los pequeños faroles que dibujaban estrellas parpadeantes al Norte de la ciudad. Las calles oscuras y enmascaradas por el velo de la tormenta serían su mejor escondite. El teniente asió a los niños con fuerza y se alejó de nuevo en dirección Este, en busca del cobijo de las sombras de los grandes edificios palaciegos del centro de la ciudad. Instantes después, la barcaza negra que le había dado caza se detuvo junto al muelle.

Tres hombres saltaron a tierra y amarraron la nave. La compuerta de la cabina se abrió lentamente y una oscura silueta envuelta en un manto negro recorrió la pasarela que los hombres habían tendido desde el muelle, ignorando la lluvia. Una vez en tierra firme, alargó su mano envuelta en un guante negro y, señalando hacia el punto donde Peake había desaparecido, esbozó una sonrisa que ninguno de sus hombres pudo ver bajo la tormenta. * * * La carretera oscura y sinuosa que cruzaba el Maidán y bordeaba la fortaleza se había transformado en un barrizal bajo los embates de la lluvia. Peake recordaba vagamente haber cruzado aquella parte de la ciudad durante sus tiempos de luchas callejeras a las órdenes del coronel Llewelyn, a plena luz del día y a las riendas de un caballo junto con un escuadrón del ejército sediento de sangre. El destino, irónicamente, le llevaba ahora a recorrer aquella extensión de campo abierto que Lord Clive había hecho arrasar en 1758 para que los cañones de Fort William pudieran disparar libremente en todas direcciones. Pero esta vez él era la presa. El teniente corrió desesperadamente hacia la arboleda, mientras sentía sobre él las miradas furtivas de silenciosos vigilantes ocultos entre las sombras, habitantes nocturnos del Maidán. Sabía que nadie saldría a su paso para asaltarle y tratar de arrebatarle la capa o los niños que lloraban en sus brazos. Los moradores invisibles de aquel lugar podían oler el rastro de la muerte pegada a sus talones y ninguna alma osaría interponerse en el camino de su perseguidor. Peake saltó las verjas que separaban el Maidán de Chowringhee Road y se internó en la arteria principal de Calcuta. La majestuosa avenida se extendía sobre el antiguo trazado del camino que, apenas trescientos años antes, cruzaba la jungla bengalí en dirección Sur, hacia el templo de Kali, el Kalighat, que había dado origen al nombre de la ciudad. El habitual enjambre nocturno que merodeaba en las noches de Calcuta se había retirado ante la lluvia, y la ciudad ofrecía el aspecto de un gran bazar abandonado y sucio. Peake sabía que la cortina de agua que ahogaba la visión y le servía de cobertura en la noche cerrada podía desvanecerse tan rápidamente como había aparecido. Las tempestades que se adentraban desde el océano hasta el delta del Ganges se alejaban rápidamente hacia el Norte o hacia el Oeste tras descargar su diluvio purificador sobre la península de Bengala, dejando un rastro de brumas y calles anegadas por charcas ponzoñosas donde los niños jugaban sumergidos hasta la cintura y donde los carromatos se quedaban varados igual que buques a la deriva. El teniente corrió rumbo al extremo Norte de Chowringhee Road hasta sentir que los músculos de sus piernas flaqueaban y que apenas era capaz de seguir sosteniendo el peso de los niños en sus brazos. Las luces del sector Norte parpadeaban en las proximidades bajo el telón aterciopelado de la lluvia. Peake era consciente de que no podría seguir manteniendo aquel ritmo mucho más tiempo y de que la casa de Aryami Bosé aún se encontraba lejos de allí. Precisaba hacer un alto en la marcha. Se detuvo a recuperar el aliento oculto bajo la escalinata de un viejo almacén de telas cuy os muros estaban sembrados de carteles que anunciaban su pronto derribo por orden oficial. Recordaba vagamente haber inspeccionado aquel lugar años atrás bajo la denuncia de un rico comerciante que afirmaba que en su interior se ocultaba un importante fumadero de opio. Ahora, el agua sucia se filtraba entre los escalones desvencijados, recordaba sangre negra brotando de una herida profunda. El lugar aparecía desolado y desierto. El teniente alzó a los niños hasta su rostro y contempló los ojos aturdidos de los bebés; y a no lloraban, pero se estremecían de frío. La manta que los cubría estaba empapada.

Peake tomó las diminutas manos en las suyas con la esperanza de darles calor mientras oteaba entre las rendijas de la escalinata en dirección a las calles que emergían del Maidán. No recordaba cuántos asesinos había reclutado su perseguidor, pero sabía que sólo quedaban dos balas en su revólver, dos balas que debía administrar con tanta astucia como fuera capaz de conjurar; había disparado el resto en los túneles de la estación. Envolvió de nuevo a los niños en la manta con el extremo menos húmedo del tejido y los dejó unos segundos en un espacio de suelo seco que se adivinaba bajo una oquedad en la pared del almacén. Peake extrajo su revólver y asomó la cabeza lentamente bajo los escalones. Al Sur, Chowringhee Road, desierta, semejaba un escenario fantasmal esperando el inicio de la representación. El teniente forzó la vista y reconoció la estela de luces lejanas al otro lado del río Hooghly. El sonido de unos pasos apresurados sobre el empedrado anegado por la lluvia le sobresaltó y se retiró de nuevo a las sombras. Tres individuos emergieron de la oscuridad del Maidán, un oscuro reflejo de Hy de Park esculpido en plena jungla tropical. Las hojas de los cuchillos brillaron en la penumbra como lenguas de plata candente. Peake se apresuró a tomar a los niños de nuevo en sus brazos e inspiró hondo, consciente de que, si huía en ese momento, los hombres caerían sobre él al igual que una jauría hambrienta en cuestión de segundos. El teniente permaneció inmóvil contra la pared del almacén y vigiló a sus tres perseguidores, que se habían detenido un instante en busca de su rastro. Los tres asesinos a sueldo intercambiaron unas palabras ininteligibles y uno de ellos indicó a los otros que se separaran. Peake se estremeció al comprobar que uno de ellos, el que había dado la orden de desplegarse, se dirigía directamente hacia la escalera bajo la que se ocultaba. Por un segundo, el teniente pensó que el olor de su temor le conduciría hasta su escondite. Sus ojos recorrieron desesperadamente la superficie del muro bajo la escalinata en busca de alguna abertura por la que huir. Se arrodilló junto a la oquedad donde había dejado reposar a los niños segundos antes y trató de forzar los tablones desclavados y reblandecidos por la humedad. La lámina de madera, herida por la podredumbre, cedió sin dificultad, y Peake sintió una exhalación de aire nauseabundo que emanaba del interior del sótano del edificio ruinoso. Volvió la vista atrás y observó al asesino, que apenas se encontraba a una veintena de metros del pie de la escalinata y blandía el cuchillo en sus manos. Rodeó a los niños con su propia capa para protegerlos y reptó hacia el interior del almacén. Una punzada de dolor, a unos centímetros por encima de la rodilla, le paralizó súbitamente la pierna derecha. Peake se palpó con manos temblorosas y sus dedos rozaron el clavo oxidado que se hundía dolorosamente en su carne. Ahogando el grito de agonía, Peake asió la punta del frío metal, tiró de él con fuerza y sintió que la piel se desgarraba a su paso y que la tibia sangre brotaba entre sus dedos. Un espasmo de náusea y dolor le nubló la visión durante varios segundos. Jadeante, tomó de nuevo a los niños y se incorporó trabajosamente. Ante él se abría una fantasmal galería con cientos de estanterías vacías de varios pisos formando una extraña retícula que se perdía en las sombras.

Sin dudarlo un instante, corrió hacia el otro extremo del almacén, cuya estructura herida de muerte crujía bajo la tormenta. * * * Cuando Peake emergió de nuevo al aire libre después de haber atravesado cientos de metros en las entrañas de aquel edificio ruinoso, descubrió que se hallaba a un centenar escaso de metros del Tiretta Bazar, uno de los muchos centros de comercio del área Norte. Bendijo su fortuna y se dirigió hacia el complejo entramado de calles estrechas y sinuosas que componían el corazón de aquel abigarrado sector de Calcuta, en dirección a la morada de Aryami Bosé. Empleó diez minutos en recorrer el camino hasta el hogar de la última dama de la familia Bosé. Aryami vivía sola en un antiguo caserón de estilo bengalí que se alzaba tras la espesa vegetación salvaje que había crecido en el patio durante años, sin la intervención de la mano del hombre, y que le confería el aspecto de un lugar abandonado y cerrado. Sin embargo, ningún habitante del Norte de Calcuta, un sector también conocido como la ciudad negra, hubiera osado traspasar los límites de aquel patio y adentrarse en los dominios de Aryami Bosé. Quienes la conocían la apreciaban y respetaban tanto como la temían. No había una sola alma en las calles del Norte de Calcuta que no hubiera oído hablar de ella y de su estirpe en algún momento de su vida. Entre las gentes de aquel lugar, su presencia era comparable a la de un espíritu: poderosa e invisible. Peake corrió hasta el portón de lanzas negras que abría el sendero tomado por los arbustos en el patio y se apresuró hasta la escalinata de mármol quebrado que ascendía a la puerta de la casa. Sosteniendo a los dos niños con un brazo, llamó repetidamente a la puerta con el puño, esperando que el fragor de la tormenta no ahogase el sonido de su llamada. El teniente golpeó la puerta por espacio de varios minutos, con la vista fija en las calles desiertas a su espalda y alimentando el temor de ver aparecer a sus perseguidores en cualquier momento. Cuando la puerta cedió ante él, Peake se volvió y la luz de un candil le cegó mientras una voz que no había oído en cinco años pronunciaba su nombre en voz baja. Peake se cubrió los ojos con una mano y reconoció el semblante impenetrable de Aryami Bosé. La mujer leyó en su mirada y observó a los niños. Una sombra de dolor se extendió sobre su rostro. Peake bajó la mirada. —Ella ha muerto, Ary ami —murmuró Peake—. Ya estaba muerta cuando llegué… Aryami cerró los ojos y respiró profundamente. Peake comprobó que la confirmación de sus peores sospechas se abría camino en el alma de la dama como una salpicadura de ácido. —Entra —le dijo finalmente, cediéndole el paso y cerrando la puerta a sus espaldas. Peake se apresuró a depositar a los niños sobre una mesa y a despojarlos de las ropas mojadas. Aryami, en silencio, tomó paños secos y envolvió a los niños mientras Peake avivaba el fuego para hacerles entrar en calor. —Me siguen, Ary ami —dijo Peake—. No puedo quedarme aquí.

—Estás herido —indicó la mujer señalando la punzada que el clavo del almacén le había producido. —Es solamente un rasguño superficial —mintió Peake—. No me duele. Aryami se acercó hasta él y tendió su mano para acariciar el rostro sudoroso de Peake. —Tú siempre la quisiste… Peake desvió la mirada hasta los pequeños y no respondió. —Podrían haber sido tus hijos —dijo Ary ami—. Quizá así hubiesen tenido mejor suerte. —Debo irme y a, Aryami —concluyó el teniente—. Si me quedo aquí, no se detendrán hasta encontrarme. Ambos intercambiaron una mirada derrotada, conscientes del destino que esperaba a Peake tan pronto volviese a las calles. Aryami tomó las manos del teniente entre las suyas y las apretó con fuerza. —Nunca fui buena contigo —le dijo—. Temía por mi hija, por la vida que podía tener junto a un oficial británico. Pero estaba equivocada. Supongo que nunca me lo perdonarás. —Eso y a no tiene ninguna importancia —respondió Peake—. Debo irme. Ahora. Peake se acercó un último instante a contemplar a los niños que descansaban al calor del fuego. Los bebés le miraron con curiosidad juguetona y ojos brillantes, sonrientes. Estaban a salvo. El teniente se dirigió hasta la puerta y suspiró profundamente. Tras aquel par de minutos en reposo, el peso de la fatiga y el dolor palpitante que sentía en la pierna cay eron sobre él implacablemente. Había apurado hasta el último aliento de sus fuerzas para conducir a los bebés hasta aquel lugar y ahora dudaba de su capacidad para hacer frente a lo inevitable. Afuera, la lluvia seguía azotando la maleza y no había señal de su perseguidor ni de sus esbirros.

—Michael… —dijo Aryami a sus espaldas. El joven se detuvo sin volver la vista atrás. —Ella lo sabía —mintió Ary ami—. Lo supo desde siempre y estoy segura de que, de alguna manera, te correspondía. Fue por mi culpa. No le guardes rencor. Peake asintió en silencio y cerró la puerta a sus espaldas. Permaneció unos segundos bajo la lluvia y después, con el alma en paz, reemprendió el camino al encuentro de sus perseguidores. Deshizo sus pasos hasta llegar al lugar por donde había salido del almacén abandonado para internarse de nuevo en las sombras del viejo edificio en busca de un escondite donde disponerse a esperar. Mientras se ocultaba en la oscuridad, el agotamiento y el dolor que sentía se fundieron paulatinamente en una embriagadora sensación de abandono y paz. Sus labios dibujaron un amago de sonrisa. Ya no tenía ningún motivo, ni esperanza, para seguir viviendo.

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1 comentario

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  1. Rafael Campos Pino

    Con su misma y extraordinaria habilidad poètica Carlos nos regala el drama doloroso de Peake. Su estilo nos ha atrapado de siempre.

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