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El paisaje de los suenos de oro – Belinda Alexandra

El 24 de noviembre, un día después del funeral de Franco, vi a mi primer fantasma. La mañana había comenzado con total normalidad. Me desperté a las seis y estiré los brazos y las piernas antes de bajar de la cama. Estaba oscuro todavía y encendí la lámpara de la mesita de noche, con su pantalla floreada. A su luz moteada me puse la malla y los leotardos. Las horquillas y la cinta del pelo estaban en el cajón de la cómoda. Me sujeté el cabello, rápidamente y por costumbre, para que no me cayera sobre la cara, y me protegí del frío del final del otoño envolviéndome en la bata y poniéndome las zapatillas. El pasillo estaba oscuro, pero no me hacía falta la luz para orientarme en mi camino hacia la cocina. Pasé sigilosamente por delante de la puerta del dormitorio de mamie. Mi abuela (a quien llamaba «mamie» cuando hablábamos en francés, «iaia» cuando hablábamos en catalán) tenía el sueño pesado y ni una manada de toros la habría molestado, pero era el sentimiento de culpa lo que me impulsaba a moverme sin hacer ruido. Mamie decía que a ninguna bailarina debía pasársele por la cabeza levantarse de la cama antes de las nueve de la mañana, y mucho menos practicar antes de esa hora. Pero había quedado con Gaby en el café durante un descanso entre sus clases. Además, por la tarde yo también tenía clases que dar. A pesar de lo que había pasado el verano anterior, no podía abandonar la práctica diaria de barra y en el centro, aunque para ello tuviera que levantarme temprano. Prefería privarme del sueño y de la comida antes que saltarme mi rutina de pliés, tendus, ronds de jambe y estiramientos. Para mí eran tan imprescindibles como respirar. Encendí la luz de encima del fogón, con cuidado para no despertar al parlanchín Diaghilev, que estaba todavía en silencio en su jaula tapada. La cacatúa australiana con nombre ruso había sido un regalo de mamie por mi decimoctavo cumpleaños. En cuanto la luz de la mañana entraba en la cocina, se ponía a silbar compases de la sonata Alla turca, de Mozart. Abrí el grifo y llené un cazo con agua. En la encimera había un ejemplar de El Diario, el boletín informativo de los exiliados españoles. Estaba dirigido a los refugiados que habían huido de España a Francia en 1939, después de la Guerra Civil. En la portada había fotografías de Franco desde su juventud hasta su vejez. El artículo decía que el dictador, que había muerto dos semanas antes de cumplir ochenta y tres años, sería enterrado en un monumento erigido en memoria de los caídos en la guerra. El párrafo estaba tachado con tinta roja.


Al lado, mamie había escrito: «¡Los fascistas caídos en la guerra!». Se notaba la vehemencia de sus garabatos. No era su habitual caligrafía elegante. De no ser porque éramos las dos únicas personas que vivían en el apartamento, pensaría que eso lo había escrito otra persona. Me quedé junto a la ventana mientras se hacía el café. El olor del pan recién hecho subía desde la panadería al otro lado de la calle. Levanté el visillo y vi una cola de amas de casa impacientes esperando en la acera, al lado de la puerta. Era la pasión lo que las hacía madrugar, igual que a mí. Su búsqueda del mejor pain frais para alimentar a sus familias las compensaba de privarse del sueño. Y algo parecido me pasaba a mí con el baile. Nada me daba más satisfacción que desplegarme en un hermoso arabesque o ejecutar un elegante grand jeté, aunque tuviera que practicar de la mañana a la noche siete días a la semana. Un aroma agridulce se extendió por la cocina: el café estaba listo. Dejé caer el visillo y entonces me di cuenta por primera vez de que el dobladillo estaba deshilachado. Alcancé una taza y un platillo del desparejado surtido de diseños floreados y lisos del armario. Cuando me senté para tomar aquel brebaje espeso como la miel, mi labio tocó algo áspero en la porcelana y comprobé que la taza estaba desportillada. Mamie era pulcra hasta lo maniático, pero era mi madre quien nunca habría tolerado cosas como una taza desportillada o una cortina deshilachada. «La belleza está siempre en los detalles, Paloma», solía decir. Pero mamá ya no estaba aquí, y mi abuela y yo íbamos tirando sin ella en nuestra existencia desportillada y deshilachada. El estudio de ballet de mi abuela tenía dos entradas: una directamente desde nuestra cocina; la segunda estaba junto al rellano, en el pasillo exterior. Cogí la llave del gancho de detrás de la puerta de la cocina y entré en el estudio. El amanecer comenzaba a filtrarse por las ventanas que daban al patio de nuestro edificio de apartamentos, así que no encendí las luces. Aunque el suelo se barría y se fregaba todos los días, el olor de polvo y moho invadía aquel aire cerrado. Era algo que tenían en común los edificios antiguos de París. Saqué mis zapatillas de ballet del armario y me senté en el suelo para atar las cintas. Mientras pasaba las puntas por los ojales, pensé en los furiosos garabatos de mamie en el boletín.

Cuando era niña, a menudo preguntaba a mi abuela por su pasado en España, pero ella fruncía la boca y la luz desaparecía de sus ojos. «Quizá cuando seas mayor», respondía. Yo podía ver que le causaba dolor y aprendí a no tocar el tema de su vida antes de que llegara a París. Dejé la bata y las zapatillas en la banqueta del piano. Nuestra acompañante, madame Carré, llegaría más tarde para tocar música de Beethoven y de Schubert para nuestras alumnas. Pero a mí me gustaba practicar sola y en silencio, siguiendo mi cuerpo en vez del ritmo. De los demi-pliés pasé a los grand-pliés, saboreando la sensación de fuerza y flexibilidad en mis piernas. Me encogí cuando el recuerdo del desastre del mes de junio pasado en la escuela de ballet intentó abrirse paso en mis pensamientos. Cerré los ojos y expulsé de mi mente la imagen de mí de pie delante del tablón de anuncios, bañada en sudor y con la náusea subiendo en mi estómago. Los años de ensayo me habían enseñado a centrarme en un solo objetivo hasta que lo lograba. No iba a dejar plantados mis sueños a aquellas alturas. Después de una hora en la barra, estaba lista para practicar un poco en el centro. Me coloqué delante de la pared de espejos en la parte delantera del estudio. Me disponía a acometer una combinación de tendus cuando de pronto la luz de la calle osciló. Era un fenómeno tan extraño que perdí la concentración. ¿Una tormenta eléctrica a horas tan tempranas de la mañana? ¿En noviembre? Avancé hacia la ventana, perpleja. Fue entonces cuando la vi, de pie en el patio como si estuviera esperando a que llegara alguien. Al principio no me di cuenta de que era un fantasma, pero me pregunté —por su cabellera ondulada negra y la manera orgullosa en que mantenía alta la barbilla— si sería española. La mujer no era nadie a quien reconociera del grupo de antiguos refugiados de mamie que de vez en cuando se juntaban en nuestro apartamento. Mi primera impresión fue que era una madre que venía a informarse sobre las clases para su hija de camino al trabajo. Abrí la ventana y la llamé.

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