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El pacifista – John Boyne

Norwich, 15-16 de septiembre de 1919. Sentada frente a mí en el vagón, la anciana dama de la estola de zorro recordaba algunos de los asesinatos que había cometido a lo largo de los años. —Estuvo aquel reverendo en Leeds —comentó con una leve sonrisa y dándose toquecitos con el índice en el labio inferior—. Y la solterona de Hartlepool, aquella con un trágico secreto que acabaría siendo su perdición. Y la actriz de Londres, por supuesto, la que se lio con el marido de su hermana en cuanto él volvió de Crimea. Era una fresca, de modo que por esa no pueden culparme. Pero sí lamento haber matado a aquella chica para todo en Connaught Square. Era una muchacha muy trabajadora, de buena familia norteña, y quizá no merecía un final tan brutal. —Ese es uno de mis favoritos —contesté—. Si quiere saber mi opinión, le diré que lo tuvo bien merecido. Leyó unas cartas que no eran de su incumbencia. —Lo conozco, ¿verdad? —preguntó la dama, inclinándose hacia delante con los ojos entornados para buscar rasgos familiares en mi rostro. Me llegó una fuerte combinación de lavanda y crema hidratante; el pintalabios rojo sangre le volvía viscosos los labios—. Lo he visto antes en algún sitio. —Trabajo para el señor Pynton, de Whisby Press. Me llamo Tristan Sadler —me presenté—. Nos vimos hace unos meses en un almuerzo literario. Tendí la mano y ella la miró fijamente, como si no supiera qué se esperaba que hiciese. Luego me la estrechó con cautela, con unos dedos que no acabaron de cerrarse en torno a los míos. —Usted pronunció una charla sobre venenos indetectables —añadí. —Sí, ahora me acuerdo —repuso asintiendo con rapidez—. Llevaba usted cinco libros para que se los firmara. Me impresionó su entusiasmo. Sonreí, halagado porque se acordara de mí. —Soy un gran admirador suyo —declaré, y la dama inclinó la cabeza con elegancia, un movimiento sin duda pulido después de más de treinta años recibiendo elogios de sus lectores—.


Y el señor Pynton también. Está muy interesado en atraerla a nuestra editorial. —Sí, conozco a Pynton —repuso ella estremeciéndose—. Un hombrecillo repugnante, con una terrible halitosis. No entiendo cómo puede soportar tenerlo cerca. Aunque ya veo por qué trabaja usted para él. Arqueé una ceja, confuso, y ella esbozó una sonrisita. —A Pynton le gusta rodearse de cosas hermosas —explicó—. Ya lo habrá notado en su afición por las obras de arte, y esos sofás tan recargados que parecen salidos del taller parisino de algún diseñador de moda. Me recuerda usted a su último ayudante, el del escándalo. Pero no, me temo que no hay ninguna posibilidad. Llevo más de treinta años con mi editor y me siento perfectamente satisfecha donde estoy. Se acomodó de nuevo en el asiento, ahora con expresión gélida. Supe que había metido la pata, convirtiendo lo que podría haber sido una conversación agradable en una transacción comercial en potencia. Miré por la ventanilla, avergonzado. Al consultar el reloj, advertí que llevábamos una hora de retraso, y el tren había vuelto a detenerse sin explicación. —Precisamente por eso ya nunca voy a la ciudad —declaró la dama de pronto. El ambiente en el vagón empezaba a estar cargado y comenzó a forcejear con la ventanilla—. Una ya no puede confiar en que el ferrocarril la lleve de vuelta a casa. —Espere, deje que la ayude, señora —intervino el joven que iba a su lado y que desde que habíamos salido de Liverpool Street había estado hablándole en insinuantes susurros a la chica sentada junto a mí. Se levantó y se inclinó hacia la ventanilla, levantando una brisa de sudor, para darle un buen tirón. Se abrió con una sacudida, permitiendo la entrada de aire caliente y vapor de la locomotora. —Mi Bill tiene mucha mano con la maquinaria —declaró la joven con una risita de orgullo. —Vale ya, Margie —repuso el joven, sonriendo levemente al sentarse de nuevo. —Durante la guerra se dedicaba a arreglar motores, ¿verdad, Bill? —He dicho que vale ya, Margie —repitió él con mayor frialdad.

Cuando sus ojos se cruzaron con los míos, nos miramos unos instantes y luego apartamos la vista. —Solo es una ventanilla, querida —intervino la dama novelista, impecablemente oportuna. Me percaté entonces de que a los distintos bandos del compartimento nos había llevado más de una hora reconocer la presencia de los demás. Me recordó a aquella historia de los dos náufragos ingleses que pasaron cinco años en una isla desierta sin dirigirse la palabra porque nunca los habían presentado formalmente. Veinte minutos después, el tren reanudó la marcha y llegamos por fin a Norwich con más de hora y media de retraso. La joven pareja se apeó primero, en un revuelo de nerviosa impaciencia y risitas, ávidos por llegar a su habitación, y yo ayudé a la escritora con su maleta. —Muy amable, joven —comentó en tono distraído mientras recorría el andén con la mirada—. Mi chofer debería estar por aquí para ayudarme el resto del camino. —Ha sido un placer verla —dije, prefiriendo no volver a tenderle la mano y ofreciéndole en cambio una breve inclinación de cabeza, como si ella fuera la reina y yo un súbdito leal—. Espero no haberla incomodado antes. Solo he querido decir que el señor Pynton desearía tener escritoras de su calibre en nuestras filas. Sonrió al oír aquello («soy relevante», decía su expresión) y luego se alejó, seguida por su chofer de uniforme. Me quedé donde estaba, rodeado de gente que iba de aquí para allá, perdido entre la muchedumbre, solo en la atestada estación. Salí de entre los gruesos muros de piedra de la estación de Thorpe a una tarde inesperadamente luminosa, y descubrí que la calle en que se emplazaba mi alojamiento, Recorder Road, quedaba muy cerca y podía ir andando. Sin embargo, me encontré con que mi habitación no estaba disponible todavía. —¡Vaya por Dios! —exclamó la casera, una mujer delgada de cutis pálido y áspero. Advertí que temblaba, aunque no hacía frío, y que se frotaba las manos con nerviosismo. Era muy alta, de esas mujeres cuya anormal estatura las hace destacar en una multitud—. Me temo que le debemos una disculpa, señor Sadler. Hoy hemos tenido mucho ajetreo, y no sé muy bien cómo explicarle qué ha pasado. —Escribí para avisar, señora Cantwell —repuse tratando de atenuar la irritación que asomaba a mi voz—. Dije que estaría aquí poco antes de las cinco. Y ya son más de las seis. —Indiqué con la cabeza el reloj de pie del rincón, al otro lado del mostrador—. No pretendo ser inoportuno, pero… —No está siendo inoportuno, señor, en absoluto —se apresuró a decir—.

La habitación debería llevar varias horas lista para usted, pero… —Se interrumpió y en su frente se formaron arrugas cuando apartó la vista mordiéndose el labio, al parecer incapaz de mirarme a los ojos—. A decir verdad, hemos tenido un incidente un poco desagradable esta mañana, señor Sadler. En su habitación. O en la que iba a ser su habitación, quiero decir. Es probable que ahora ya no la quiera. Yo no la querría, sin duda. No sé qué voy a hacer con ella, la verdad. No puedo permitirme dejarla vacía. Su agitación era obvia, y pese a que mis planes para el día siguiente ocupaban mis pensamientos, me preocupó un poco. Estaba a punto de preguntarle si podía hacer algo para ayudarla cuando se abrió una puerta detrás de ella, y la mujer se volvió en redondo. Apareció un muchacho que rondaría los diecisiete años. Supuse que era su hijo, pues había cierto parecido en los ojos y la boca, aunque el muchacho tenía el cutis peor, con marcas del acné propio de su edad. Se detuvo en seco y me observó un instante antes de volverse hacia su madre. —Te he dicho que me avisaras cuando llegara el caballero, ¿no? —le recriminó con airada frustración. —Pero si acaba de llegar, David —protestó ella. —Es cierto —intervine con el curioso impulso de salir en defensa de la mujer—. Acabo de llegar. —Pero no me has llamado —insistió él—. En cualquier caso, ¿qué le has dicho? —Todavía no le he dicho nada —repuso ella, volviéndose de nuevo hacia mí con una expresión que sugería que iba a echarse a llorar si seguían reprendiéndola—. No he sabido qué decirle. —Le ruego me disculpe, señor Sadler —dijo el chico dirigiéndose a mí con una sonrisa cómplice, como dando a entender que los tipos como él y yo comprendíamos que nada en este mundo saldría a derechas si no apartábamos a las mujeres para ocuparnos nosotros—. Me habría gustado estar aquí para recibirlo. Le he dicho a mi madre que me avisara en cuanto llegara. Lo esperábamos antes. —Sí —repuse, y le expliqué que uno no podía fiarse del tren—.

Pero la verdad es que estoy cansado y confiaba en ir derecho a mi habitación. —Por supuesto, señor —contestó tragando saliva y clavando la vista en el mostrador como si su futuro estuviese escrito en la madera; ahí, en sus vetas, estaba la chica con la que se casaría, los hijos que tendrían y la vida de amargas peleas que se infligirían unos a otros. Su madre le tocó un brazo y le susurró algo al oído; él negó con la cabeza y le siseó que se callara. —Todo esto es un desastre —rezongó, alzando de pronto la voz, y centró de nuevo la atención en mí—. Usted tenía que alojarse en la número cuatro, pero me temo que la número cuatro no está disponible ahora mismo. —Bueno, ¿no podría alojarme entonces en otra? —Oh, no, señor —contestó negando con la cabeza—. No, me temo que están todas ocupadas. Usted tenía asignada la número cuatro. Pero no está lista, he ahí el problema. Le agradecería que nos diera un poco más de tiempo para prepararla. Salió de detrás del mostrador y pude verlo mejor. Aunque solo tenía unos años menos que yo, por su aspecto se habría dicho que era un chaval interpretando el papel de adulto. Llevaba unos pantalones de hombre con dobladillos en las perneras, y una combinación de camisa, corbata y chaleco que no habría estado fuera de lugar en alguien mucho mayor. Se había peinado el incipiente bigote en una horrible línea sobre el labio superior, y durante un instante no logré distinguir si se trataba de un bigote o de suciedad que la servilleta de la mañana había pasado por alto. Pese a sus intentos de parecer mayor, su juventud e inexperiencia saltaban a la vista. Tuve la certeza de que no habría sabido qué hacer ahí fuera, en el ancho mundo. —David Cantwell —se presentó al cabo de un momento, tendiéndome la mano. —Esto no puede ser, David —lo atajó la señora Cantwell ruborizándose—. El caballero va a tener que alojarse en otro sitio esta noche. —¿Y dónde va a alojarse, entonces? —replicó el muchacho enfrentándose a ella y con un dejo de indignación en la voz—. Ya sabes que está todo lleno. Dime adónde se supone que he de mandarlo, porque yo no lo sé. ¿A la pensión de Wilson? ¡Llena! ¿La de Dempsey? ¡Llena! ¿La de Rutherford? ¡Llena! Tenemos un compromiso, mamá. Nos hemos comprometido con el señor Sadler, y debemos afrontar nuestros compromisos o incurriremos en la deshonra, y ya hemos tenido bastante deshonra por hoy, ¿no te parece? Su brusquedad me sobresaltó, e imaginé cómo sería la vida en una casa de huéspedes para aquel par de almas disparejas. Un muchacho y su madre, solos desde que él era un niño, pues el marido, supuse, había resultado muerto años atrás en un accidente con una trilladora.

El crío era demasiado pequeño para acordarse de su padre, por supuesto, pero lo idolatraba igualmente y nunca había perdonado a su madre por mandar al pobre hombre a trabajar de sol a sol. Y entonces estalló la guerra y el chico había sido demasiado joven para luchar. Fue a alistarse pero se rieron de él. Qué crío tan valiente, comentaron, y le dijeron que volviera cuando fuera un hombre de pelo en pecho, si aquella malhadada contienda no había concluido para entonces. El muchacho volvió junto a su madre y sintió desprecio al ver su expresión de alivio cuando le dijo que no se iba a ningún sitio, al menos de momento. En aquella época andaba imaginando esa clase de escenas constantemente, hurgando en lo más denso de mis tramas en busca de enredos diversos. —Señor Sadler, tendrá que perdonar a mi hijo —dijo la señora Cantwell, inclinándose hacia mí con las manos apoyadas en el mostrador—. Se excita con facilidad, como puede comprobar. —Eso no tiene nada que ver, mamá —insistió David, y repitió—: Tenemos un compromiso que cumplir

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