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El observatorio – Michael Connelly

Recibió la llamada a medianoche. Harry Bosch estaba despierto y sentado en el salón de su casa, a oscuras. Le gustaba pensar que lo hacía porque le permitía oír mejor el saxofón. Al bloquear uno de los sentidos, agudizaba otro. Pero, en el fondo, sabía la verdad: estaba esperando. La llamada era de Larry Gandle, su supervisor en Homicidios Especiales. Era la primera que recibía Bosch desde que ocupaba su nuevo puesto. Y era lo que había estado esperando. —Harry, ¿estás levantado? —Sí. —¿Qué estás escuchando? —Frank Morgan, en directo desde el Jazz Standard de Nueva York. El que oye ahora al piano es George Cables. —Suena como All Blues. —Lo ha clavado. —Es bueno. Lamento tener que estropeártelo. Bosch apagó la música con el mando a distancia. —¿Qué ocurre, teniente? —Hollywood quiere que Iggy y tú os hagáis cargo de un caso. Ya tienen tres hoy y no pueden asumir un cuarto. Además, este podría ser un hobby. Parece una ejecución. El Departamento de Policía de Los Ángeles contaba con diecisiete divisiones geográficas, cada una con su propia comisaría y su oficina de detectives con la correspondiente brigada de homicidios. Sin embargo, las brigadas divisionales eran la primera línea y no podían quedar empantanadas con casos de larga duración. Cuando se cometía un asesinato con cualquier clase de relación con la política, las celebridades o los medios de comunicación, normalmente se asignaba a Homicidios Especiales, que operaba desde la división de Robos y Homicidios del Parker Center. Los casos con apariencia de ser particularmente difíciles de resolver o de extenderse en el tiempo —que invariablemente permanecían activos como un hobby— también eran candidatos claros para Homicidios Especiales. El caso que les ocupaba era uno de ellos.


—¿Dónde es? —preguntó Bosch. —En el observatorio que está encima de la presa de Mulholland. ¿Conoces el sitio? —Sí, he estado allí. Bosch se levantó y se acercó a la mesa del comedor. Abrió un cajón concebido para la cubertería y sacó un bolígrafo y una libretita. En la primera página de la libreta anotó la fecha y la ubicación de la escena del crimen. —¿Algún otro detalle que tenga que conocer? —preguntó Bosch. —No mucho —contestó Gandle—. Ya te digo, me lo han descrito como una ejecución. Dos tiros en la nuca. Alguien llevó a este tipo allí arriba y le esparció los sesos por toda aquella bonita vista. Bosch asimiló la descripción un momento antes de formular la siguiente pregunta. —¿Saben quién es la víctima? —Los de Hollywood están trabajando en ello. Quizá tengan algo cuando llegues allí. Está prácticamente en tu barrio, ¿no? —No muy lejos. Gandle le dio a Bosch más detalles de la ubicación de la escena del crimen y le preguntó si podía llamar a su compañero. Bosch dijo que él se encargaría. —Muy bien, Harry, ve a ver qué pasa, luego me llamas y me cuentas. Tú despiértame. Todos los demás lo hacen. Bosch pensó que era propio de un supervisor quejarse de que le despertara una persona a la que él levantaba de la cama rutinariamente a lo largo de su relación laboral. —Claro —dijo Bosch, y colgó. Inmediatamente llamó a Ignacio Ferras, su nuevo compañero. Ferras era veinte años más joven que él y de otra cultura, y todavía se estaban tanteando. Bosch estaba convencido de que, aunque sería un proceso lento, el vínculo se crearía.

Siempre ocurría. Ferras, que se despertó por la llamada de Bosch, se puso alerta con rapidez. Parecía ansioso por responder, lo cual estaba bien. El único problema era que vivía en Diamond Bar, y eso significaba que tardaría al menos una hora en llegar a la escena del crimen. Bosch había hablado con él al respecto el día que los habían asignado como compañeros, pero Ferras no estaba interesado en trasladarse. Contaba con un sistema de reagrupación familiar en Diamond Bar y quería mantenerlo. Bosch sabía que llegaría a la escena del crimen mucho antes que Ferras, y por tanto tendría que encargarse de cualquier fricción por sí solo. Arrebatar un caso a la brigada divisional siempre era un asunto delicado. La decisión normalmente la tomaban los supervisores, no los detectives de homicidios en la escena del crimen. Ningún detective de homicidios digno de su placa dorada renunciaría a un caso. Simplemente, eso no formaba parte de la misión. —Nos vemos allí, Ignacio —dijo Bosch. —Harry, ya te lo he dicho. Llámame Iggy. Todo el mundo lo hace. Bosch no dijo nada. No quería llamarle Iggy; no creía que fuera un nombre que encajara con el peso del puesto y la misión. Confiaba en que su compañero se diera cuenta de ello y dejara de pedírselo. Pensó algo y añadió una instrucción: que Ferras se pasara por el Parker Center de camino y cogiera un coche. Eso retrasaría unos minutos su llegada, pero Bosch planeaba ir en su propio vehículo a la escena y sabía que le quedaba poca gasolina. —Vale, te veo allí —se despidió Bosch, sin decir ningún nombre. Colgó y cogió el abrigo del armario que había junto a la puerta de la calle. Al ponérselo se miró en el espejo de la parte interior de la puerta. A los cincuenta y seis años estaba delgado y se mantenía en forma; incluso podría permitirse engordar unos pocos kilos, mientras que los demás detectives de su edad ya habían echado barriga. En Homicidios Especiales había un par de detectives conocidos como Cuba y Tonel por sus amplias dimensiones, pero Bosch no tenía que preocuparse por eso.

El gris todavía no se había impuesto por completo al castaño de su cabello, aunque estaba cerca de la victoria. Sin embargo, sus ojos oscuros y vivaces estaban preparados para el reto que le aguardaba en el mirador. En sus propias pupilas, Bosch vio una comprensión de la esencia del trabajo de un detective de homicidios: vio que, cuando saliera por aquella puerta, se sentiría deseoso y capacitado para hacer lo que hiciera falta, costara lo que costase, para cumplir con su obligación. Pensarlo le hizo sentirse a prueba de balas. Su mano izquierda cruzó el torso para sacar la pistola de la funda que llevaba en la cadera derecha. Era una Kimber Ultra Carry. Comprobó rápidamente el cargador y el mecanismo y volvió a enfundarla. Harry Bosch estaba preparado. Abrió la puerta. El teniente no sabía demasiado del caso, pero tenía razón en una cosa: la escena del crimen no estaba lejos de la casa de Bosch. Harry bajó por Woodrow Wilson Drive hasta Cahuenga y luego enfiló Barham para cruzar la autovía 101. Desde allí sólo quedaba un rápido ascenso por Lake Hollywood Drive hasta un barrio de casas que se apiñaban en las colinas que rodeaban el embalse y la presa de Mulholland. Eran viviendas caras. Rodeó el embalse vallado, deteniéndose sólo un momento al encontrarse a un coyote en la carretera. Los ojos del coyote quedaron atrapados por los focos y refulgieron antes de que el animal le diera la espalda y cruzara lentamente la calle para desaparecer entre los arbustos. No tenía prisa por apartarse del camino, como si desafiara a Bosch a actuar. Le recordó sus días de patrulla, cuando percibía el mismo reto en las miradas de casi todos los jóvenes que se encontraba en la calle. Después de pasar el embalse siguió subiendo por Tahoe Drive hasta las colinas y luego enlazó con el extremo oriental de Mulholland Drive, donde se hallaba un mirador no oficial de la ciudad. Había carteles que decían: PROHIBIDO APARCAR y MIRADOR CERRADO DE NOCHE Pero eran sistemáticamente ignorados a todas horas. Bosch aparcó detrás del cortejo de vehículos oficiales: la furgoneta del forense y la del juez de instrucción, así como varios automóviles policiales identificados y sin identificar. La cinta policial amarilla delimitaba el perímetro externo de la escena del crimen, dentro del cual había un Porsche Carrera con el capó levantado. El Porsche estaba aislado por más cinta amarilla y eso llevó a Bosch a pensar que, casi con seguridad, se trataba del coche de la víctima. Paró el motor y salió. Un agente de patrulla destinado al perímetro exterior anotó su nombre y número de placa —2997— y le permitió pasar por debajo de la cinta amarilla. Bosch se acercó al lugar del crimen.

Habían instalado dos torres de focos a ambos lados del cadáver, que se hallaba en el centro de un descampado con vistas a la ciudad. Cuando Bosch se acercó, vio a técnicos forenses y personal del juzgado de instrucción ocupados con el cadáver y la zona de alrededor, así como a un técnico con una cámara de vídeo que estaba documentando la escena. —Harry, aquí. Al volverse, Bosch vio al detective Jerry Edgar apoyado en el capó de un coche de detectives sin identificar. Sostenía una taza de café y daba la sensación de estar esperando. Se separó del coche cuando Bosch se acercó. Edgar había sido compañero de Bosch cuando ambos trabajaban en la división de Hollywood. Entonces Bosch era jefe de equipo en la brigada de homicidios, y ahora esa posición la ostentaba Edgar. —Esperaba a alguien de Robos y Homicidios —dijo Edgar—. No sabía que serías tú, tío. —Pues soy yo. —¿Trabajas solo? —No, mi compañero está en camino. —Tu nuevo compañero, ¿no? No había tenido noticias tuyas desde aquella movida en Echo Park el año pasado. —Sí. Bueno, ¿qué tenemos aquí? Bosch no quería hablar de Echo Park con Edgar; de hecho, no quería hablar de ello con nadie. Quería permanecer concentrado en el caso que le ocupaba. Era su primera investigación desde su traslado a Homicidios Especiales, y sabía que habría mucha gente observando sus movimientos. Y entre esa gente algunas personas que esperaban verlo caer. Edgar se apartó para que Bosch examinara el maletero del coche. Harry sacó las gafas y se las puso al inclinarse a mirar. No había mucha luz, pero vio un despliegue de bolsas de pruebas, cada una de las cuales contenía distintos elementos que había llevado la víctima: una billetera, un llavero y una tarjeta de identificación con pinza. También había un grueso fajo de billetes y un móvil Blackberry que todavía continuaba encendido, con su luz verde destellando y preparado para recibir llamadas que su propietario nunca contestaría. —El tío del juzgado de instrucción acaba de darme todo esto —dijo Edgar—. Tendrían que terminar con el cadáver en unos diez minutos. Bosch cogió la bolsa que contenía la tarjeta de identificación y la inclinó hacia la luz.

Decía «Saint Agatha’s Clinic for Women». En ella aparecía la fotografía de un hombre de cabello y ojos oscuros que sonreía a la cámara y se identificaba como el doctor Stanley Kent. Bosch se fijó en que la tarjeta de identificación era asimismo una llave magnética. —¿Hablas mucho con Kiz? —preguntó Edgar. Era una referencia a la antigua compañera de Bosch, que se había trasladado después del caso de Echo Park a un puesto administrativo en la oficina del jefe de policía.

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