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El nombre del canalla – Adriana Hartwig

El cielo es azul, de un resplandeciente azul celeste sin nubes, límpido y perfecto. Ese intenso color, sin embargo, se agrieta en las cercanías del horizonte. Un tenebroso entretejido de trazos color púrpura y rojo se extiende a través del firmamento desde el oeste, poco a poco, cada vez más rápido al morir la tarde y, bajo su sombra, se cobijan, olvidados, los viejos muros de un palacio. Los antiguos senderos de piedra que llevaban a sus puertas han desaparecido. La Mansión de Invierno dormita, destruida y relegada al olvido, entre el silencio y la penumbra de los árboles. Los restos de los muros alfombran la playa hasta la orilla del Paraná. Añeja, aislada, desconocida. La mansión duerme el sueño de los muertos. El oleaje del Paraná se ha adueñado del muelle, lo ha hecho suyo, lo ha devastado con los años, día a día, desde 1913. Con cada embestida de sus aguas ha difuminado la encantadora arquitectura de una antigua ilusión. Mis pasos se pierden en la espesura, susurran al aplastar las hojas muertas, se detienen, dudan, mientras me pregunto si debo o no adentrarme en un mundo de negruras y secretos que el tiempo olvidó. El bosque roza el río, danza silente, dibuja sombras en el suelo con sus oscuras aristas de espinas. Con los años, la vegetación ha reclamado lo que una vez fue suyo. El viento murmura entre las ventanas que dan al río, acaricia con dedos gélidos lo que queda de las estatuas de mármol de Carrara, vestigios de lo que fue una época, una vida, el último eslabón con un pasado oligárquico de elegancia y riqueza. Veo residuos del sol agonizante entre el techo abovedado verde y gris que cubre parte de las ruinas. Haces de luz se mueven, se reflejan en los arcaicos escalones de piedra. La humedad y el moho han hecho mella en los antiguos arabescos. Me duele la soledad de Ciudad de Invierno. Entre los muros derruidos, escucho voces. Ellos están allí, los recuerdos Entre los muros derruidos, escucho voces. Ellos están allí, los recuerdos de quienes bailaron a la luz de la luna, que rieron, que gozaron de sus jardines, de sus parques, de un vals inmortal en los majestuosos salones de la mansión… Y también están ellos, los otros, los que murieron entre sus muros, aquellos que susurran, que gritan, que no olvidan: los que no quieren ser olvidados. PRÓLOGO La luna se deslizó a través de una oscura telaraña de nubes, y la luz argéntea osciló entre las añejas ramas de los árboles. Arabescos de plata se dibujaron sobre la hierba mientras los arbustos se mecían con el viento. El frío raspó con sus dedos escarchados los hierbajos que crecían junto al antiguo sendero de tierra que conducía al cementerio. El aire olía a tierra mojada, a lluvia y a jazmín.


Solo había una farola encendida en las inmediaciones, a unos metros del viejo camino al camposanto. Ella no se descubrió el rostro hasta que se alejó de esa débil luminosidad. Cerró los dedos contra las manijas del bolso de viaje y apresuró el paso. El abrigo provisto de capuchón le ocultó los rasgos hasta que se internó entre los árboles y acudió al encuentro de su amante. El caballero la aguardaba a un lado del sendero, junto a un caballo. Él era solo una silueta en la noche. Su atuendo lo hacía casi invisible en la creciente oscuridad: de negro, botas y guantes oscuros y un abrigo del mismo color, no era más que una sombra entre las sombras. Ella se precipitó a sus brazos. Respiraba con dificultad a causa del peso del bolso de viaje. Estaba cansada, nerviosa y asustada. El silencio se quebró cuando comenzó a llorar. Él la estrechó contra su cuerpo. Hundió la boca entre los pliegues de esa capucha. —Está bien —dijo. La voz solo fue un susurro—. Lo has hecho muy bien. Ella alzó sus ojos hacia él, anhelante. —Finalmente estaremos juntos, mi amor —dijo—. Ya nadie podrá separarnos. Él le tomó los dedos helados entre sus manos. Ella había olvidado llevar guantes consigo. Él le presionó las pequeñas manos y luego la soltó. La aferró de un codo y la condujo hacia el caballo. —¿Has logrado traer todo? —preguntó. Observó las in- —¿Has logrado traer todo? —preguntó.

Observó las inmediaciones mientras la conducía hacia la montura. Curvó las comisuras de sus labios. No conseguirían detenerlos. Solo la oscuridad y el silencio serían testigos de la huida. Lo había planeado bien: nadie se aventuraría a pasear por las cercanías del cementerio en la Noche de Todos los Santos, y mucho menos a tan altas horas de la noche. Ella intentó correr a su lado. —Solo una muda de ropa —dijo, avergonzada. Su aliento se dibujó en el aire—. Lo siento. No pude traer conmigo todo lo acordado. Eso lo detuvo. El abrigo se le arremolinó junto a los tobillos cuando se volvió hacia la joven y crispó los dedos contra sus hombros. —¿Qué sucedió con el dinero? —preguntó. —No conseguí abrir la caja fuerte de mi padre. —Ella se estremeció de frío, e intentó abrazarlo, pero él la mantuvo a distancia, con las manos fuertes hundidas en los pequeños hombros de la muchacha. Algo en su mirada la obligó a disculparse una vez más.— Lo lamento, de verdad que sí. Lo intenté, pero la llave se rompió. Además escuché a mi padre entrar en la casa. Tuve que huir antes de que reparara en mí. —No debía estar allí. —Creo que regresó por sus guantes. No lo sé. Ya no importa. Estoy aquí.

Él no pudo detenerme. Debe creerme dormida en mi alcoba. El caballero inclinó la cabeza. —¿Dónde están tus joyas? —exigió saber. El frío de la noche se había trasladado a su tono. La expresión se le había endurecido. No restaba en él resabio alguno de la ternura que había mostrado hacia ella en todo momento, desde que fueran presentados. —En mi alcoba. —¿Qué dices…? —¡Pesaban demasiado! Tuve que dejarlas. Hace frío. Pensé que lo mejor sería traer ropa de abrigo y en mi bolso no cabía nada más. —Mientes. —¿Qué? No. ¿Cómo podría mentir en un momento como este? —Debiste haberlas traído. Ese era el trato. El dinero de tu padre, —Debiste haberlas traído. Ese era el trato. El dinero de tu padre, todos sus ahorros, y tus joyas. Los diamantes, el oro, las esmeraldas… —¡Pesaban mucho! —Ella hizo un mohín—. Además, cuando supe que mi padre estaba en casa me apresuré a recoger mi bolso y salir por la puerta del servicio. Pudo haberme detenido, ¿comprendes? —Eso significa que no tenemos nada. —Solo nuestro amor, y con eso basta. —¡Imbécil! —Él le propinó una bofetada, y ella cayó al suelo a causa de la fuerza del golpe—. ¿Cómo puedes ser tan estúpida? Ella lo miró, aterrada. La luna se ocultó y todo rastro de luz desapareció.

Sus ojos grandes y hermosos buscaron los suyos, suplicantes. —Perdóname —dijo—. Conseguiré dinero. Regresaré a casa. Buscaré algo, cualquier cosa… Él la observó con frialdad. Se inclinó, la aferró por un brazo y la puso de pie. La joven dilató los ojos, asustada. —Es tarde —dijo él—. Ya es muy tarde.

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